sábado, 1 de octubre de 2022

Javier Marías / Madame du Deffand ante los idiotas

 


Javier Marías
Madame du Deffand ante los idiotas


    La vida de Madame du Deffand fue sin duda demasiado larga para quien consideraba que la mayor desgracia era la de haber nacido. Sería erróneo, sin embargo, concluir que se pasó sus casi ochenta y cuatro años esperando la muerte. En más de una ocasión expresó el problema con claridad: «Vivir sin amar la vida no hace desear su fin, y apenas si disminuye el temor a perderla». Nunca fue una desesperada, como su amiga y enemiga Julie de Lespinasse, ni seguramente padeció heridas profundas de ningún género. Era solamente que se aburría.


    Bien es verdad que la palabra francesa ennui no se corresponde enteramente con aburrimiento, pero en todo caso se le aproxima y desde luego lo incluye. Madame du Deffand se aburría y luchaba contra el aburrimiento, lo cual la aburría todavía más. No por ello se dejaba vencer, y a uno de los expedientes utilizados en este aburrido y encarnizado combate se debe su paso a la historia de la literatura: era una escritora de cartas infatigable, y ha resultado ser una de las mejores. Su correspondencia con Voltaire y con otros es cuantiosa, pero sólo la que mantuvo con el dandy, político y literato inglés Horace Walpole consta de ochocientas cuarenta misivas salidas de su pluma, y eso no debe ser todo, sino lo que nos ha llegado. Más asombroso resulta saber que todas esas cartas no salieron en realidad de su pluma, sino que fueron dictadas, ya que Madame du Deffand se había quedado ya ciega para cuando conoció a Walpole. Así, nunca vio al que fue el objeto de su casi único amor (bien que epistolar), un hombre de mediana edad pero veintiún años más joven que ella, que contaba sesenta y nueve cuando empezó el carteo por el Canal de la Mancha. Es posible que de haberlo visto, su entusiasmo y su nerviosa espera del cartero se hubieran apaciguado, ya que a juzgar por los retratos que del autor de El castillo de Otranto han dejado Reynolds y otros, Walpole tenía ojos de huevo duro, la nariz larga y demasiado separada de la boca y esta última bastante torcida. Al parecer, y aparte de su personalidad amena, lo que cautivaba era su voz, con el añadido de un ligero acento inglés en su francés que hacía aún más agradables sus superficialidades. Sea como fuera, la Marquesa du Deffand, a quien en su juventud y madurez no se le habían conocido pasiones débiles sino fuertes dominaciones, pasó a depender del correo para su supervivencia y también de sí misma, pues, como es sabido, recibir cartas no procura tanto placer por el hecho de leerlas cuanto por la oportunidad que brinda de contestarlas.


    Madame du Deffand había sido muy descreída desde la niñez. Se sabe que, estando en el convento, predicaba la irreligión a sus compañeras, por lo que la abadesa hizo venir al entonces famoso y piadoso obispo Massillon para que la convirtiera. Al salir de la charla, el salvador de almas comentó tan sólo: «Es encantadora». Presionado por la abadesa, que quería saber qué libros santos podían dársele a leer a la niña, el obispo arrojó la toalla: «Un catecismo de cuatro cuartos», fue su derrotada respuesta. Al final de su vida, la Marquesa probó a hacerse un poquito devota, a ver si eso la distraía como a otras damas de su edad. Al ser menos frívola, no llegó a los extremos de la Mariscala de Luxembourg, de quien se dice que tras echarle una ojeada a la Biblia exclamó: «¡Qué tono, qué tono horroroso! ¡Ah, qué lástima que el Espíritu Santo tuviera tan poco gusto!». Pero se hacía leer las epístolas de San Pablo por su doncella, y se impacientaba enormemente con el estilo del apóstol, que juzgaba inconsecuente. «Pero, señorita», le gritaba a la doncella como si ella fuera la responsable, «¿es que vos entendéis algo de todo eso?». La manera en que recibió a su director espiritual durante su enfermedad postrera no pareció tampoco muy resignada. Cierto que lo admitió en su casa, pero con estas palabras: «Señor cura, quedaréis muy contento de mí; pero hacedme gracia de tres cosas: ni preguntas, ni razones, ni sermones».
    Durante su juventud, ya casada y separada en seguida («No amar en absoluto al marido es una desgracia asaz general»), había participado en unas cuantas orgías, a las que la introdujo sin duda su primer amante, el regente Philippe d’Orléans. Así, Madame du Deffand inició su no muy prolongada carrera de libertina por lo más alto, y, según su propia confesión, la relación directa y tal vez exclusiva con el hombre más poderoso de Francia duró dos semanas, una eternidad en aquella corte. Un retrato exagerado y malintencionado de aquellas reuniones dice así: «Hacia la hora de la cena, el Regente se encerraba con sus amantes, a veces chicas de la ópera, u otras de parecida estofa, y diez o doce hombres de su intimidad, a los que él llamaba unánimemente sus libertinos… Cada cena era una orgía. Allí reinaba la licencia más desenfrenada; las inmundicias, las impiedades eran el fondo o el condimento de todas las conversaciones, hasta que la absoluta ebriedad dejaba a los comensales sin posibilidad alguna de hablar y oírse. Los que aún podían andar se retiraban; a los demás se los sacaba a cuestas».
    La mala reputación de Madame du Deffand la persiguió durante algún tiempo, pero no el suficiente para su talento. Pasada la primera juventud, el prestigio que le interesó adquirir fue el de la inteligencia, y con el nacimiento de su salón nació también su leyenda: cuando ya era muy vieja, los extranjeros y los jóvenes franceses con futuro buscaban por todos los medios ser invitados a sus cenas para poder contar a sus descendientes que habían conocido a la amiga de Voltaire, de Montesquieu, de D’Alembert, de Burke y Hume y Gibbon y aun del pretérito Fontenelle. Uno de esos jóvenes fue Talleyrand, quien, con dieciocho años, tuvo de la Marquesa una visión algo ingenua: «La ceguera», dijo, «… confería a la suave placidez de su rostro una expresión cercana a la beatitud».
    Parece ser cierto que sus ojos conservaron hasta el final su permanente hermosura, pero ver en aquella señora «bondad sin igual», «respetable belleza» o, «beatitud» era quizá otra forma de ceguera, ya que la edad no cambió nunca el carácter de Madame du Deffand, y si algo había sido es indiferente, a veces cruel. Lo segundo solía serlo con más o menos motivo, y lo primero en defensa propia: según creen los que la conocieron mejor (pero es difícil que nadie la conociera muy bien), temía tanto ser herida que se anticipaba a perder a quienes podían dañarla. En sus cartas se ve con qué contención reacciona más de una vez a la noticia de la muerte de algún allegado. En epístola a Walpole termina diciendo: «En verdad olvidaba un hecho importante, y es que Voltaire ha muerto; no se sabe ni la hora ni el día; unos dicen que fue ayer, otros que anteayer… Ha muerto de un exceso de opio que tomó para calmar los dolores de su estrangurria, y yo añadiría que de un exceso de gloria, que ha zarandeado demasiado su débil máquina». Un sospechoso exceso de frialdad por su parte para contar la muerte de quien había sido su íntimo amigo y corresponsal durante toda una vida y había escrito: «No quiero resucitar sino para arrojarme a las rodillas de Madame du Deffand». A la muerte por accidente de un criado llamado Colman, comentó: «Es una pérdida; hacía veintiún años que me servía, me era útil en diversas cosas, lo lamento, y además la muerte es un acontecimiento tan terrible que es imposible que no produzca tristeza. En esta disposición, he creído que no debía escribiros; cambio de opinión hoy…». Más dura fue la reacción ante la muerte, a los cuarenta y cuatro años, de Julie de Lespinasse. Su único comentario fue: «Habría debido morir quince años antes; yo no habría perdido a D’Alembert».
    Pero así como Voltaire era un amigo y Colman un criado, Julie de Lespinasse era probablemente su sobrina ilegítima y sin duda una de las personas que más había querido. La había llevado a vivir a París con ella desde la provincia, la había introducido en su sociedad, y finalmente Julie, joven tan hermosa como lo había sido ella y tan inteligente como seguía siéndolo, había formado su propio salón y le había «robado» a algunos asiduos, incluido el enciclopedista y mencionado D’Alembert, por quien la Marquesa había hecho tanto cuando él era desconocido. D’Alembert, cuyo sino fue sarcástico, amaba a Julie, y eso explica en parte su defección, aunque no su grosería posterior: «Sé que esa vieja puta de Du Deffand os ha escrito», le dijo a Voltaire, «y tal vez os escribe aún contra mí y mis amigos, pero hay que reírse de todo y joder a esas viejas putas puesto que no sirven más que para eso». Da la impresión de que a D’Alembert, durante tantos años de trato, no se le contagió nada de la agudeza y elegancia expositiva de su protectora.
    Madame du Deffand detestaba la artificialidad, aunque vista desde nuestros días su supuesta naturalidad, hay que pensar que en su círculo había, cuando menos, una distorsión de lo natural. Llevaba una vida un poco desordenada de horarios: se levantaba hacia las cinco de la tarde, a las seis recibía a sus invitados para cenar, que podían ser seis o siete o bien veinte o treinta según los días; la cena y la charla duraban hasta las dos, pero como ella no soportaba irse a la cama, era capaz de quedarse hasta las siete jugando a los dados con Charles Fox, y eso que el juego no le gustaba y por entonces tenía setenta y tres años. Si nadie aguantaba en su compañía, levantaba al cochero para que la llevara a pasear por los bulevares vacíos. Bien es verdad que su aversión al lecho se debía en gran parte al insomnio feroz que sufrió siempre: a veces esperaba hasta la matinal llegada de quien le leía, escuchaba unos pasajes de algún volumen y por fin conciliaba el sueño. Siempre le gustó gustar, pero no hasta el punto de callar ante los idiotas: en una ocasión famosa un cardenal se asombraba de que San Dionisio Aeropagita, tras su martirio, hubiera caminado con su cortada cabeza bajo el brazo desde Montmartre hasta la iglesia de su nombre, una distancia de nueve kilómetros que lo dejaba sin habla. «¡Ah, señor!», le interrumpió Madame , «en esa situación, sólo el primer paso cuesta». Del embajador de Nápoles escribió: «Pierdo tres cuartos de lo que dice, pero como dice mucho, se puede soportar esa pérdida». Lo malo es que casi todo el mundo le parecía idiota, y no se excluía: «Ayer tuve doce personas, y admiré la diferencia de clases y matices de la imbecilidad: éramos todos perfectamente imbéciles, pero cada uno a su modo». O bien algo filantrópico: «Encuentro a todo el mundo detestable». O bien una optimista y confiada opinión: «Se está rodeado de armas y de enemigos, y los que llamamos amigos son aquellos por los que no se teme ser asesinado, pero que dejarían hacer a los asesinos». O bien algo más general: «Todas las condiciones, todas las especies me parecen igualmente desgraciadas, desde el ángel hasta la ostra; lo molesto es haber nacido…». O bien algo más personal: «Jamás estoy contenta conmigo misma… me odio a muerte».
    Sus gustos literarios eran también impacientes: adoraba a Montaigne y a Racine, toleraba a Corneille; detestaba el Quijote y no pudo leer una historia de Malta que le recomendó Walpole porque mencionaba las Cruzadas, que la sacaban de quicio; le gustaban Fielding y Richardson, se apasionó por Otelo y Macbeth, pero Coriolano le pareció «falto de sentido común», Julio César de mal gusto y El rey Lear un horror infernal que ennegrecía el alma. No soportaba a los jóvenes.
    Siguió cenando en sociedad hasta el fin de sus días, que llegó lentamente el 23 de septiembre de 1780, dos fechas antes de su cumpleaños. Así que pese a todo vivió como había querido: el momento central de la jornada, había dicho, era la cena, «uno de los cuatro fines del hombre; he olvidado los otros tres».
    En su última carta a Walpole se había despedido de él: «Divertíos, amigo mío, lo más que podáis; no os aflijáis en modo alguno por mi estado; nos habíamos casi perdido el uno para el otro; jamás habíamos de volver a vernos; lamentaréis mi marcha, porque gusta y contenta saberse amado». Da la impresión de que nada, y menos su propia muerte, hubiese sorprendido nunca a Madame du Deffand. Quizá no era sólo una broma cuando le escribió a Voltaire: «Enviadme, señor, algunas chucherías, pero nada sobre los profetas: tengo por acaecido cuanto han predicho».

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