Walter Benjamin |
Walter Benjamin: Apenas llegue la muerte
Portbou fue el lugar en el que se suicidó el filósofo alemán, que huía de los nazis. Antes había sido uno de los caminos de salida al exilio de los republicanos españoles. Entre ellos estaba el padre de la autora
Sería a finales de los noventa del siglo pasado. No se consideraba raro entonces acometer estas giras con final melancólico. Ahora, muertos tantos amigos, los que resistimos, sólo queremos pasarlo bien, pero no a toda costa. Ni a culatazos.
Viajábamos por carretera desde el pueblo de Fortià hasta el de Portbou, a un paso de Francia. Llamar a esta visita “excursión” —alguien lo dijo y luego se atragantó como uno de esos niños que sólo piensan en comer y embadurnarlo todo—, nos lo hacía menos duro, menos real. Todos habíamos leído ya a Benjamin. Intensamente. Casi de rodillas. Sabíamos de su agónica huida, con apenas 48 años, desde París hasta la frontera con España el 26 de septiembre de 1940, y con los nazis pisándole los talones. Casi podíamos sentir en nuestro bolsillo, apretada por una mano ya muy débil, la dosis necesaria de morfina, que tal como él había dispuesto, le libraría de sus garras.
Permanecimos en silencio. Para darnos ánimo, alguien recordó aquellas palabras proféticas que el ensayista, poeta, crítico y activista berlinés escribió en Calle de sentido único. La nota se titulaba ‘Atención a los escalones’, y decía así: “Para elaborar una buena prosa es preciso subir tres escalones: el musical, en el que hay que componerla, el arquitectónico, en el que hay que construirla, y por fin el textil, en el que hay que tejerla”. Este aforismo amable y con final tenebroso era la seña de identidad de un estilo en el que la dulzura de los saberes, la confianza en los trabajos bien hechos, y la firme promesa de verdad, luchaban contra el acelerado veneno de los poderosos. Ese que, en sus palabras “retrasaba la vida”, y luego, si el fruto no coincidía con sus intereses, lo arrancaba sin piedad. Precisamente era aquella la atmósfera pastueña, chulesca, depravada, en esos años del auge de los totalitarismos europeos, y no sólo del intelectual, sino del social y político, de los que nadie, ni el mismísimo Benjamin, te podía prevenir. Era la araña, que tejía para la muerte y no para la vida.
He hecho hincapié en estos escritos del autor berlinés, y no en otros más famosos, más calmos y seductores, como los inolvidables Infancia berlinesa hacia mil novecientos, porque fue precisamente en este conjunto de pensamientos, aparentemente inocuos, donde dejó sentir su fuerza liberadora. Pero también, es a partir de aquí, donde ya no hay paso atrás. Es, en Calle de sentido único, donde sientes que la muerte le acecha con ojos bovinos. Aquí se la juega con los peores. Tanto, que este librito, aunque se acabó de escribir en 1926, tuvo que esperar hasta 1928 para sacar la cabeza en una Alemania, ya dispuesta a rebanársela. En medio de una delirante situación económica, se combinan escenas que aún nos recuerdan la dulce disposición de la infancia y el poder de sus cambalaches; su perfume equívoco.
Pondré dos ejemplos, entresacados de esta “calle curva” cada vez más peligrosa.
‘Mercería’
“En mi trabajo las citas son salteadores de caminos que irrumpen armados para arrebatar la convicción que alberga el ocioso paseante”.
“Dios nutre a los hombres; los desnutre el Estado”.
Y ahora ya, casi sin tiempo, vuelvo a la “excursión” y hasta, creo recordar, la presencia remota de una fabulosa estación de trenes.
El ritmo lento de los lugares donde se viene a no hacer nada envolvía entonces a Portbou. El día era claro, pero bochornoso. Pequeñas casas de jardines con flores monumentales y colores sicalípticos atraían a un turismo banal. El mar tenía el color de los ojos de la actriz de moda, fuera quien fuese. Nosotros buscamos el cementerio. Una mujer imponente, supongo que era una habitué del lugar, nos aseguró que “él” estaba en la fosa común.
La tragedia no alterna bien con los piadosos, aunque siempre me asombra su descarada rutina doliente. Pero en esta “escenografía”, de la que Benjamin hubiera sacado mucho partido, de repente, alguien se apiadó de nosotros y nos señaló un lugar entre rocas, arena y mar ¿O eran pinos?
Una especie de sendero que bajaba al agua y cuyas paredes eran rocas pulidas, nos dejó pasar sin miramientos, ni taquillas. Era casi una rampa; como un trampolín. Parecía tenebroso al principio, pero de pronto, de algún lugar, llegó, poco a poco, paso a paso, una luz reconfortante. Cuando nos acercamos, sentimos un cierto vértigo, pero esa sensación duró un instante.
Enseguida descubrimos que el túnel lo cierra un gran cristal. Se parece más a un espejo porque no se puede abrir y refleja, según la hora del día, a los que llegamos hasta allí. A través de él, sólo la quietud choca en su superficie sin romper la belleza del lugar. No hay nada melodramático, ni nuevo en todo este paseo hacia el suicidio. Porque es, precisamente, el suicidio y la salvación de Walter Benjamin lo que representa. Y con ella el desamparo, la pobreza, el terror, la soledad, todos los castigos del infierno humano, se desvanecen, se retiran, como si el escritor estuviese ordenando un combate infantil sin caídos en el frente. El artista israelí Dani Karavan lo tituló Passatges en recuerdo de Walter Benjamin y los exiliados europeos de los años 1933-1945. Mi padre fue uno de ellos.
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