BOGOTÁ — Al que madruga Dios le ayuda, dice el dicho. Pero la gran verdad es que, entre quienes madrugan, algunos se encuentran el botín y otros lo pierden. Hoy el partido Colombia-Japón se sentenció tempranísimo: a los tres minutos. Para entonces ya Colombia tenía un gol en contra y un hombre menos, dos calamidades que resultarían aplastantes.
A la selección de Colombia siempre le han costado los arranques: en sus doce primeros minutos en un Mundial —Chile 62— ya iba perdiendo 3-0; en los primeros quince de Estados Unidos 94, iba abajo 1-0. Aunque tengan grandes condiciones técnicas, nuestros jugadores saltan a la cancha timoratos, como si creyeran que el ardor y la concentración son dignidades que solo se obtienen después de haberse acomodado plenamente sobre el césped.
Parecieran estar convencidos de que durante los primeros minutos es imposible luchar por la pelota o tomar decisiones lúcidas. Como, además, se dedican a averiguar el propósito del rival antes que a imponer su propio plan, arrancan con un ritmo demasiado cansino: un pase cortito para allá y otro para acá, a ver qué sucede. Y lo que sucede, casi siempre, es esto: por andar creyendo que cuando el partido empieza todavía no ha empezado, rápidamente caen en desventaja.
Ahora bien: en esta tradición genuinamente nuestra, si no se comete el error al principio queda la opción de cometerlo al final. Llamémosle a eso “perder jugando a la colombiana”.
Perder jugando a la colombiana es que te metan un gol en el primer minuto, porque crees que el partido no ha comenzado, o en el último, porque crees que ya había terminado. Los jugadores colombianos siempre encuentran la forma de ausentarse mentalmente.
Hoy Dávinson Sánchez salió al frente mientras aún bostezaba y la pelota lo sobró. Eso desencadenó la jugada que produjo la expulsión de Carlos Sánchez y el penalti que le dio la ventaja tempranera a Japón. Si la FIFA otorgara trofeos a los distraídos, seríamos una potencia mundial.
Perder jugando a la colombiana empieza en la actitud insensata ante los rivales. Se reverencia al grande y se desprecia al chico. Tras el sorteo en el que se decidió el grupo de Colombia en este campeonato mundial, muchos decían: “Japón y Senegal, qué fácil. El único lío es Polonia”.
Y por andar soñando dormidos con Polonia, despertamos derrotados ante Japón.
Tenemos una actitud insana ante los rivales, dije, y acabo de descubrir que yo soy la prueba de mi propia afirmación, pues hasta ahora he hablado solo de los errores de Colombia y no he dicho que Japón mereció ganar porque jugó mejor.
Los colombianos nos reconocemos como habitantes de un país donde las emociones viajan a velocidad brutal en una montaña rusa, siempre entre la subida y el bajonazo. No somos tan buenos como afirmó Pelé en 1994, cuando vaticinó que ganaríamos el Mundial, ni tan malos como dijo el húngaro Ladislao Orslag en 1968, cuando nos dio el siguiente consejo: “Si ejercen otras actividades en las cuales crean que pueden ser sobresalientes, luchen por ellas. En fútbol, incluso si se esmeraran, van a mantenerse en un nivel mediocre a través del tiempo”.
¿Es posible sobreponerse al traspié? Eso creyeron nuestros jugadores hoy, al minuto tres, y eso creo yo ahora. Pese a que hemos mantenido una larga convivencia con la derrota, los colombianos nos negamos a tomar en serio las caídas tempranas. Esto acaba de empezar, muchachos, apenas nos estamos acomodando, espérense. Ojalá esta vez tengamos la capacidad de despertar para ponernos en pie de lucha y evitar un nuevo mazazo.
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