Juan Manuel Roca
MARIO RIVERO, MANUAL DE ADIOSES
Por el gusto de llevarme la contraria y porque pensé en esta sucesión de días amorfos que hoy era lunes, empecé a copiar el poema de inicio de semana. Como a lo mejor mañana no tenga tiempo a causa de asuntos menos atractivos, adelanto el lunes para este domingo.
LUNES DE POESÍA
MARIO RIVERO, MANUAL DE ADIOSES
(Envigado, 1935 – Bogotá, 2009)
Juan Manuel Roca
Mario Rivero estuvo vinculado en sus comienzos al movimiento nadaísta. Sus poemas se empezaron a conocer en algunas revistas y periódicos de los años sesenta, pero se hicieron más visibles con la publicación de la primera antología de grupo, 13 poetas nadaístas. Luego se desvinculó del nadaísmo y realizó su obra a su aire y a su modo, desde la notoria influencia de la poesía norteamericana y, quizá, de su compañero de andanzas y lecturas Óscar Hernández, con quien comparte una visión de la poesía cotidiana, callejera y narrativa, que tiene tratos con la vida de hombres y mujeres que trampean y seducen la vida.
El material con el que trabaja Rivero lo encuentra en las calles, en la picaresca del arrabal, en los cafetines, en esa vieja música de telarañas que tiene su más alto momento en el tango. Muchos de sus poemas callejeros nacen en un mundo orillero, de malandrines y arrabales, en el que va registrando una serie de hechos prosaicos o anodinos para trasladarlos a un plano estético, a un paisaje verbal. Mario Rivero cierra la puerta a los grandes ademanes retóricos de nuestro pasado lírico, pero abre otra puerta al uso de las palabras despojadas de una supuesta grandeza, a ciertas palabras humildes, descalzas, que le ayudan a nombrar “las cosas que no se deben nombrar”. En ese abrir y cerrar de puertas vemos a este poeta como un insatisfecho, como una especie de rey del desencanto. Le tiene fobia a la poesía “poética”, a lo que parece tener una credencial o un preconcepto creado por el conservadurismo de una belleza aceptada y muchas veces aplaudida por inofensiva y adormilada. Él prefiere observar el mundo desde la ventanilla de un bus, desde la banca de un parque, junto al “olor picante de la leña en la chimenea”, en los hoteles de paso que huelen a humedad o tras la sombra de las muchachas que acuden a sus oficios rutinarios. Esto de los hoteles de paso un día se lo cuestioné en la idea de que todos los hoteles son de paso, a menos que uno sea el gerente y viva allí, lo que le dio tema para alguna de sus ocurrencias rematada con una risotada. Pero hay quienes, de puro mensos, hasta titulan así un libro.
Mario Rivero, que es el seudónimo de Mario Cataño, ha sido uno de los poetas colombianos que más se ha visto a sí mismo en los demás, alguien que ha tenido ojos para nuestras calles, nuestros paisajes, nuestros aires musicales, nuestros ruinosos y sórdidos inquilinatos. Pero esto, que nos asalta en una primera lectura de su obra, es solamente el escenario en donde ocurre un drama más hondo: el desasosiego de la miseria humana, la puja perdida del hombre frente al tiempo. El tiempo, sí, es un habitual protagonista de sus poemas: allí conoce “el exilio en lugar del reino”, visita al padre con sus escasos libros, un padre ya ausente, que pronosticaba a su hijo un oficio de vagabundo. Es ese diálogo a una voz que llaman monólogo, ese diálogo con algo tan escurridizo como el tiempo, esa forma de hablar sin interlocutor, lo que ha estimulado sus mejores poemas.
Pienso en su manual de adioses que es su "Balada de las cosas perdidas", donde hace un censo de los extravíos de la infancia, del primer amor y de los amigos, y me reconcilio con su poesía, pues a veces me incomoda su llaneza, ciertas obviedades nacidas de una mirada que por el afán de narrar opaca el misterio.
Una expedición por la poesía de Mario Rivero, “el husmea-cosas”, como le gustaba nombrarse, nos lleva a encontrarnos con las barriadas obreras, a sentir un olor de ginebra barata, a mirar desde lejos a una muchacha cuyo pelo ondea como una bandera, a reconocernos en asuntos sin aparente prestigio literario. No son sus primeros asombros poéticos los del adolescente que se emociona frente a un cuadro de Rembrandt, o de quien nace y crece leyendo la Enciclopedia Británica o escuchando a Bach.
Antes que a los museos o a las bibliotecas, Rivero fue a ver las lanzaderas de una fábrica textil en Envigado, como un niño proletario. Antes que al mundo enciclopédico fue a los cancioneros de Carlos Gardel, mientras ejerció los más variados oficios, desde cirquero hasta vendedor de libros, desde cantante de tangos hasta dudoso crítico de arte.
Esos asuntos, al unísono con el nadaísmo, pero también con la poesía anterior de Luis Vidales, y con un despertar de vanguardias un tanto tardías pero que removieron los edificios retóricos de la poesía continental, empiezan a tener una dignidad literaria que no tenían. Se trata de una nueva belleza que mira como fraudulenta, tal vez por el reverso del catalejo, a la poesía que no se ocupa de lo cotidiano. Rivero huye de lo sofisticado, tanto de la poesía llena de sacarina como de la poesía llamada pura, y lo hace como si escapara de la peste. Lo suyo es la calle. El turbión humano. Los hombres fronterizos entre el baile y la muerte. Ha montado su visión en una cotidianidad que por momentos lo lleva a obviedades concretas y coyunturas efímeras. Su talón de Aquiles podría estar en cierta banalidad, en algunas caídas en prosaísmos excesivos.
Hay también en su poesía el paladeo de los pequeños momentos, algunos esparcidos baches de alegría, mucha ironía y, por supuesto, una honda desazón, una auténtica perturbación, pues se siente igual que Vincent Van Gogh “como un gato en un almacén extraño”. Ya era extraño que cada semana, cuando nos encontrábamos en algún café del centro de Bogotá, me repitiera su paso de trapecista en un circo, su época de cantor de cafetines en Medellín, su supuesta participación en la guerra de Corea, su galpón de gallinas deprimidas porque las hacía escuchar tangos, su discurso afilado de vendedor de enciclopedias. Rivero fue poblando su mundo de hechos reales e inventados, juntando la realidad y el deseo, la fábula y el mito urbano que él mismo se creaba, tal vez para hacer menos amargo el sentimiento que tenía de vivir en su cuerpo como en una pensión de paso.
Hay unas palabras de un autor norteamericano, Jack Gilbert, que le vienen bien al gusto de Rivero por hacer una poesía llena de incorrecciones, de falta de buenas maneras, a contravía de una lírica educada y bien portada: “Corrección es exactamente lo que no debemos pedirle a la poesía. Si se trata de poesía importante, constituye necesariamente una perturbación de la paz. La poesía que constituye solo un orden moderado, no es más que un desierto”.
A una raigambre insumisa pertenece la poesía de Mario Rivero. Un poema suyo que mezcla una mirada al pasado en una especie de ajuste de cuentas con los tiempos idos de la juventud, revela bien su capacidad de mezclar planos de una realidad vivida con planos de una realidad imaginada y, sobre todo, un rasgo de ternura que ennoblece personajes corrientes de un barrio proletario:
LOS AMIGOS
A veces me pregunto qué fue de los amigos
después de que los días
han dejado caer su ceniza.
Los que viven en las barracas
sobre el río, un río que parte la ciudad
en dos tajadas de hierba
donde mujeres lentas de grandes pies
llevan fardos de trapos sobre la cabeza.
El de la cachucha azul y raída
que limpiaba telares.
Su padre era mecánico
y él también quería ser mecánico.
Estoy seguro de que ambos
continúan comiendo su emparedado cotidiano
y su único amor son los tornillos.
El flaco de la bicicleta
que todos envidiaban
porque tenía muchas revistas de Charles Atlas
y decía que era capaz de levantar cien kilos.
Tenía novia y no le gustaban las nubes.
Después muchas ciudades
torres de acero, bulevares,
mujeres pintarrajeadas en las esquinas,
restaurantes, etc., donde todos están
un poco solos,
no se conocen pero se miran,
apuestan a las carreras frente al televisor
los fines de semana
y desean ir al mar.
Yo sigo buscando desde mis papeles
a la muchacha que se paraba
contra el poste de la luz.
Mario Rivero en sus propias palabras:
“Mi punto de partida es la poesía norteamericana, que se caracteriza por una sencillez provocadora”.
(En "Galería de espejos", Alfaguara, 2012).
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