miércoles, 14 de junio de 2000

Graham Greene / Historia mayor, película menor


EL CÓNSUL HONORARIO

Historia mayor, película menor

ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS
3 ABR 1986

Es frecuente en el cine que de malas novelas se saquen buenas películas y que de buenas novelas se deriven películas insatisfactorias, tal vez porque se quedan por debajo de la altura del pretexto literario. Quien no haya leído la novela de Graham Greene El cónsul honorario -y es el caso de este comentarista- se sentirá probablemente tentado, tras de ver la película, de ir a beber en su apasionante fuente literaria. Lo pide la propia película, por sus carencias más que por su virtudes, aunque tiene unas y otras.La historia narrada en el filme El cónsul honorario es tan bella, original y poderosa que el espectador no se puede sentir enteramente satisfecho ante la condición aguada, flemática y tibia que esas virtudes adquieren en el desarrollo visual del filme. Éste es sólo aceptable, incluso puede considerarse como un filme digno, pero en todo caso parece ostensiblemente inferior a la hermosa historia que lleva dentro a medio desarrollar.



El cónsul honorario

Director: John Mackenzie. Guión basado en la novela del mismo título de Graham Greene. Producción británica, 1985. Intérpretes: Michael Caine, Richard Gere, Bob Hoskins, Elpidia Carrillo. Estreno en Madrid: cines Amaya y Madrid 2.

Parte el filme de un guión muy bien ordenado, que sin duda obedece a una lectura transparente y meticulosa de la novela. Dicho guión contiene personajes compuestos con misterio y hondura. Estos personajes están interpretados de manera irregular, pero a veces con solvencia epidérmica, como es el caso del dúo protagonista -Michael Caine y Richard Gere- y sus dos apoyaturas principales -Bob Hoskins y Elpidia Carrillo-, pero hay algo que no acaba de funcionar en ellos, en su conjunción recíproca, y no es enteramente por su culpa.
A veces actúan, en medio de una historia de fuerte intensidad argumental, como si la cosa no fuera con ellos, como si estuvieran encarnando otro asunto. El director no ha logrado involucrarlos, y los actores se mueven ajenos a los tremendos sucesos que protagonizan, sin asumirlos enteramente. De ahí que la película discurra de manera lineal sobre una intriga nada lineal y que en ella ocurran muchos sucesos de los que se intuye que es posible sacar mucho más partido del que les saca Mackenzie.

No hay en el filme sudor, espesura, calor -representar el calor en cine es algo más complejo que humedecer con un aerosol las axilas de los personajes- ni finalmente horror en una historia evidentemente llena de estos y otros componentes dramáticos. El múltiple debate del filme, donde es posible entresacar con nitidez las obsesiones medulares de la personalidad literaria e intelectual de Graham Greene, está sólo enunciado, unas veces verbalmente y otras en brotes de acción bastante superficiales, pero nunca enteramente representado, nunca enteramente incorporado; es decir, hecho cuerpo, a la materia del filme, que se limita a decirlo y, por tanto a fingirlo, a buscar para él equivalencias visuales apáticas, de discreta energía, en las que se echan de menos aquella espesura, calor, sudor y horror final que sabemos que está en la historia por deducción argumental y no por el peso de una evidencia plástica de las imágenes y su secuencia.
El filme puede y merece verse, aunque sea sólo como pretexto para buscar en un libro lo que su cámara, demasiado inerte, no acaba de decir y narrar. La puesta en escena es correcta, pero deficiente por cortedad. Una historia así hay que narrarla con pasión o, de lo contrario, mejor es callarse. Hay pasión en la historia, media pasión en unos actores que quieren y no pueden estar a la altura de su compleja tarea y ninguna en el director del filme, que narra un asunto febril sin dejarse contagiar la fiebre.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 3 de abril de 1986


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