martes, 6 de marzo de 2018

Un amor, de Alejandro Palomas / Crudamente insolvente



Un amor, de Alejandro Palomas

Crudamente insolvente

Cuesta creer que entre las novelas aspirantes al premio Nadal no hubiera docenas de ellas con un magma literario más adensado y prometedor que 'Un amor', de Alejandro Palomas


Francisco Solano
5 de marzo de 2018

No ha estado demasiado lucida la editorial Destino en su exigencia literaria al otorgar este año el premio Nadal a Un amor, de Alejandro Palomas. Cuesta creer que no hubiera, entre las novelas recibidas, docenas de ellas con un magma literario más adensado y prometedor. No se trata de declarar aquí ninguna inocencia perdida, pero resulta cuando menos descarado que una novela tan crudamente insolvente pueda servir de modelo de un honorable concurso. Se supone, aunque a estas alturas es mucho suponer, que el jurado contempla en sus deliberaciones el rigor de la prosa, la introspección temática, la indagación en zonas de la realidad poco frecuentadas, en fin, una propuesta que libere o reconstituya al género novelístico como una forma expresiva todavía capaz de dar razón de la existencia. La novela seleccionada está muy lejos de predecir alguna de esas probables distinciones.
Por fortuna no he leído las novelas que preceden a Un amor, que convocan en sus páginas a los mismos personajes, Una madre y Un perro. Pero he averiguado bastante para saber que las tres conforman un mosaico familiar que acaso está aún por concluir. El autor parece haber hallado en la familia un mundo suficientemente elástico para tirar de él sin temor al estropicio, cosa que se aprecia con liviana ansiedad en la inconsistente estructura de Un amor, con un narrador reincidente, Fer, que somete al libérrimo azar el ensanchamiento de la novela. Fer es gay, hijo de Amalia, a quien hay que suponer estrafalaria y graciosa, pero que no alcanza, mal que le pese a su creador, la vis cómica de la peor secundaria de Almodóvar. El núcleo familiar excluyente lo componen, con la madre y el hijo, las hermanas Silvia y Emma (lesbiana), y la tía Inés (católica, que no es tía, sino vieja amiga de la madre). Por supuesto hay más gente alrededor, pero son figuras de un guiñol que aparecen o desaparecen según la estimulación imaginaria de Fer, y con la premisa de dotar de elementos pintorescos o tragicómicos a la narración.
La novela, como la familia, también es intencionadamente nuclear, y toda ella gravita en los preámbulos de la boda de Emma con Magalí, una argentina, hija de montoneros, que fue adoptada de niña por los asesinos de sus padres, de lo que nos enteramos en un episodio de celos suscitados por la compra de unos zapatos y que se revela al lector con una teatralidad vergonzante. Los preparativos de la boda y la boda en un registro con una juez en estado de shockse desarrollan en una sucesión de incongruencias y necedades, por lo visto también presumiblemente graciosas, cuya primera víctima es la verosimilitud. Pero, ya puestos, la boda coincide con el cumpleaños de la madre, y hay después un convite en un molino de las afueras que propiciará unas cuantas confesiones, en par­ticular que Amalia llegó como llegó al registro porque antes había estado en el tanatorio… En fin, efectos de relleno que abundan en la composición de una novela saturada de un “desestructurado andamiaje mental” que, aunque aplicado a la madre, el enunciado puntualiza a las claras su carácter literario. Desisto de señalar el prodigio de los personajes de “poner los ojos en blanco” y, más prodigioso aún, de soltar “un suspiro por la nariz”. En una entrevista el autor se ha declarado “políticamente muy incorrecto” y “muy tremendo”. Muy. Un amor, para qué negarlo, es exhibicionismo sentimental.

EL PAÍS



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