Elvira Sastre: «Me fastidia que me den más oportunidades o me destaquen por ser mujer o por ser joven»
Fotografías Lupe de la Vallina
No hay nada en Elvira Sastre que haga pensar que estamos ante un fenómeno de masas. Sus libros se venden por decenas de miles, las editoriales se pelean por sus derechos y en América Latina se ha convertido en una estrella con recitales abarrotados y guardias de seguridad. No está nada mal para una chica de veinticinco años que nació en Segovia y se crio entre bibliotecas y bancos solitarios, siempre con un libro en la mano.
Su madurez es prodigiosa, algo que se percibe en su escritura pero también en su manera de abrir la puerta, invitarte a entrar y llevarte al salón. Ni una sola señal de alerta, ni una pregunta esquivada. Desde su casa del barrio madrileño de Arganzuela repasa los últimos cinco años de su vida —cinco años que serían cinco décadas para cualquier otro— con una pausa envidiable. Quizá sea timidez, quizá sobria genética castellana.
Sería absurdo decir que las redes sociales no han ayudado a Sastre a convertirse en un referente internacional pero también es justo aclarar que el propio fenómeno la ha llevado a compartir portadas y prejuicios con muchos otros escritores sin el mismo talento. Puede que todos vendan cuarenta o cincuenta mil ejemplares en un momento dado, pero no a todos les llama Chus Visor para que formen parte de su catálogo. Puede que la facilidad que tiene Sastre para entender el entorno, para entender su realidad, para separar a la chica que escribe poemas en su cuarto de la chica a la que persiguen los fans en las ferias del libro sea la clave de su éxito. Cualquier otra persona se habría vuelto loca hace tiempo.
El mérito, según ella, es de sus padres y de su entorno más cercano, que le recuerda todo el rato que lo que hace no tiene nada de excepcional. «Recuerda que eres mortal». Hay estrellas fugaces y explosiones con una prolongada onda expansiva. El caso de Sastre, sin duda, parece ser el segundo.
¿Cómo empezó todo? ¿Qué lecturas, qué vivencias te incitaron a convertirte en poeta?
Desde bien pequeñita siempre fui muy lectora. Mis padres siempre han leído, siempre ha habido libros en casa… Eso te contagia. Y, luego, hubo un punto de inflexión hacia la poesía en el instituto, cuando estudiamos a Bécquer y a la generación del 27. Recuerdo que en el libro de lengua ponían los poemas al final, así que en clase estábamos dando sintaxis y yo me iba a las últimas páginas a leer. Empecé a ir a la biblioteca con mi padre, a coger libros, descubrí a Juan Ramón Jiménez, a Antonio Machado… y de ahí a Cernuda, Aleixandre, que usaban un lenguaje que yo entendía mejor, me llegaba más. De todos modos, el gran paso para dedicarme a la escritura fue cuando leí a Benjamín Prado y dije: «Joder, yo quiero escribir así».
El recuerdo que tengo de Prado es muy generacional, muy noventero, sobre todo en la época de Raro. ¿Qué es lo que te atrajo de él?
Que lo comprendía, entendía de lo que me hablaba y decía cosas que yo necesitaba escuchar. Era un lenguaje muy actual, me enganchaba y me sigue enganchando. Hay autores que te gustan con quince años pero con veinticinco ya no, eso con Benjamín no me pasa. Me llega de una manera distinta a los demás.
De esos libros de casa de tus padres, ¿cuáles eran los que más te llamaban la atención?
El autor favorito de mi padre es Saramago, así que tenía toda la colección, pero a mí lo que me gustaba más eran los cómics que guardaba en su habitación de casa de mi abuela: Tintín, Mortadelo y Filemón… me encantaban. Bueno, ¡y me encantan! [risas].
¿Había algo parecido a una escena literaria en Segovia, más allá del rebufo del Hay Festival?
La verdad es que en aquel momento no había nada. Incluso puede que fuera algo positivo porque me daba mucha introspección, y para la poesía es hasta cierto punto necesaria. Me iba a un parque a leer, que quizá es algo muy manido, muy visto, pero me gustaba en ese momento. O volver de la biblioteca e irme a leer a otro sitio. El hecho de que yo no tuviera a nadie en mi círculo de amistades o en el instituto al que le apasionara tanto la lectura, y mucho menos que escribiera, lo convirtió en algo muy personal, muy mío, y que no compartía con nadie por pudor.
A los quince años abriste un blog.
Sí, para mí supuso descubrir un mundo que me comprendía, lleno de gente que compartía los mismos gustos que yo y que me ayudaba mucho, me aportaban mucho las críticas. De hecho, fue una persona del blog, un profesor de Lengua, creo que de Galicia, el que me dijo que intentara escribir en verso, porque lo que hacía por entonces eran reflexiones cortas. Yo lo veía imposible, «¿Cómo me voy a meter en el verso?». Pero, claro, si lo decía un profesor de Lengua, ¡tenía que ser por algo! [risas].
¿Cómo fue pasar de leer sola en parques a tener a tanta gente pendiente de lo que escribías?
Estábamos todos pendientes los unos de los otros. Ya desde la época del Fotolog, que luego desapareció. Recuerdo que seguía a mucha gente que escribía y que cada mañana, cuando me despertaba, me ponía a mirar las actualizaciones. Descubrí a Escandar Algeet y a mucha otra gente. Era una constante, ver que obtenía respuesta de la gente me sorprendió: no solo era gente de mi edad, sino gente mayor, que siempre te da más seguridad cuando te dicen que lo haces bien, que les gusta. Fue una manera de ir ganando confianza.
A partir de mediados de la década anterior se populariza muchísimo el concepto de recital en bares, en plan jam session, incluso con música. ¿Estuviste en aquellas míticas sesiones de Diablos Azules, del Bukowski o de otros bares de Madrid?
La primera vez que vine a Madrid a un recital jam session fue con Benjamín y con Escandar en la Sala Clamores. Me acuerdo de esa noche perfectamente porque fue un choque: venía de Segovia y nos volvíamos a la mañana siguiente, así que fue una noche de las que luego se alargan por Malasaña. Lo recuerdo con mucho cariño. Cuando me decidí a participar, Bukowski ya había cerrado y Carlos Salem organizaba las sesiones de Diablos Azules. Fue la primera vez que me invitaron a subir a un escenario.
¿Salem te conocía por el blog o le habían hablado de ti?
Había oído hablar de mí. Además, creo que en esa época ya había Twitter, así que podía leer lo que escribía, y le gustaba. Por entonces, lo que hacían en los Diablos era invitar a un poeta y luego dejar que cada uno de los asistentes se subiera a recitar tres poemas.
¿Hasta qué punto llevar la poesía a los bares ha sido decisivo para alcanzar un mayor público?
Me costó mucho acostumbrarme a lo de los recitales y me sigue costando, pero es algo que siempre me dijeron que tenía que hacer. Lo pasaba fatal. Los primeros los hacía con el pelo en la cara, el papel justo abajo para que no se me viera, sin vocalizar… Recuerdo que luego la gente me daba consejos sobre cómo hacerlo y me insistían en que era algo necesario para acercar tu obra a los demás. Ahora que tengo público es todo más fácil, pero en ese momento, joder, subirte a un escenario sin saber cómo van a reaccionar… es muy complicado, pero a la vista está que es importante.
Hoy en día no se entiende el concepto de «recital» sin música.
Lo empecé a hacer con Adriana Moragues y era una manera de vencer la timidez y no tener que ir sola a los sitios. Todavía hoy me siento mucho más cómoda en un escenario si estoy acompañada, descargo responsabilidad. Ahí descubrimos que eran dos artes distintas pero que estaban muy unidas, que se podía hacer algo muy bonito. Cuando nosotras empezamos no lo estaba haciendo nadie, al menos entre los más desconocidos, porque sí es verdad que Pedro Guerra y Ángel González hicieron algo parecido.
En Barcelona estaba el Festival Acróbatas, con la misma idea, aunque era un evento anual.
Sí, sí, y de hecho participé años después, pero en Madrid no había nadie que lo hiciera y vimos que gustaba mucho, porque no es lo mismo el recital de una obra sin música, sin nada, que a lo mejor es más cargante (por lecturas a las que yo he ido, creo que un recital de poesía no debería durar más de veinte minutos), que hacerlo con acompañamiento: fluye todo mucho más, se hace más entretenido.
El hecho de mezclar poesía y música ha hecho que muchos cantautores se hayan metido directamente a publicar libros de poesía y con mucho éxito. ¿Hay alguno al que leas con interés?
El primer libro de Marwan me gustó mucho. Me pilló jovencita. Fue la época de después de Benjamín Prado y era un lenguaje muy comprensible, muy accesible… Sí que es cierto que luego he tenido más lecturas y los autores de cabecera han ido cambiando, pero en su momento ese libro me impactó.
¿A qué crees que se debe ese éxito, a que el mismo Marwan, por ejemplo, venda decenas de miles de libros, cuando eso ya casi no lo vende ni Javier Marías?
No lo sé. Supongo que tiene mucho que ver el «fenómeno fan». Cuando eres fan de alguien, si saca una camiseta, también te la compras…
Sí, pero lo curioso es que Marwan no vende cincuenta mil discos, pero sí vende cincuenta mil libros.
De acuerdo, pero sí que lleva a cincuenta mil personas a conciertos. No digo a un solo concierto, pero sí sumando varios; el consumo de la música ha cambiado. Nadie vende ya discos como tales, pero sí que tienes escuchas en YouTube, en Spotify… No sé, si a la gente le gusta lo que haces y ves que se te da bien, adelante.
¿Eres consciente de estar formando parte de algo parecido a un «grupo» —más que una «generación», porque sois gente con edades muy distintas—? ¿Te incomoda en algún sentido?
Me incomoda la etiqueta de «poetas de las redes sociales» y que no haya ningún tipo de distinción, porque es verdad que hay muchísima gente que se vale de las redes sociales pero en ámbitos distintos o en estilos muy distintos. Cerrar la clasificación ahí me parece un error. En muchos artículos me han incluido en cosas en las que yo no me he visto representada, así que, claro, molesta, pero también entiendo que hay necesidad de encasillar las cosas y que a veces, en vez de investigar bien, se acude a lo fácil: quiénes son los que más venden, quiénes tienen más seguidores… y hacemos un grupo, sin entrar en los libros, que es lo que debería distinguir o agrupar.
Hablando de la prensa, o de la crítica en general, ¿tuviste que vencer muchos prejuicios al respecto: chica joven, millennial, homosexual…?
Valoro mucho la crítica, pero la crítica de la que aprendo. No me sirve de nada que me compares con alguien o que me digas que lo estoy haciendo mal si no me explicas qué estoy haciendo mal para poder mejorarlo. No quiero hacer toda mi vida lo mismo y sacar el mismo libro cada dos años, así que si alguien me escribe una crítica metiéndome caña, pero no me dice cómo puedo hacerlo mejor, me molesta. De todos modos, este es un fenómeno que me lo he encontrado más tarde. Al principio era distinto, porque a mí siempre me ha importado lo que me dijera la gente de mi alrededor y el resto me ha dado igual. Nunca he dado ningún tipo de importancia a gente que no conozco. Supongo que así me he sabido proteger. Sí es cierto que hay situaciones en las que piensas «vale, me estás criticando por esto y no tiene nada que ver con lo que he escrito», pero con dieciocho o diecinueve años no eran cosas que me molestaran particularmente.
¿Y en cuanto a los prejuicios?
Lo que a mí me ha fastidiado mucho, por ejemplo, es que me den más oportunidades o me destaquen precisamente por ser mujer o por ser joven. Quiero que me des una oportunidad porque te guste mi trabajo, no porque quede bien en tu plantilla que sea mujer y tenga veinticinco años.
¿Eso te ha pasado o es algo que temes que la gente crea que te ha pasado?
Me ha pasado, me ha pasado…
Has recibido ofertas de editoriales solo por eso y no por tu calidad como escritora.
Sí, sí, pero yo también he desarrollado un poco de olfato y he aprendido a distinguir cuándo las cosas vienen por lo que vienen y cuándo no, cuándo te quieren porque tienes muchos seguidores pero tu trabajo no les importa o les importa menos… Por eso, antes de decir sí a algo, le doy muchísimas vueltas; tengo mucho cuidado e intento proteger mucho mi carrera. Estos son consejos que me dio Benjamín en su momento: que puedes publicar hoy pero ese libro te va a perseguir el resto de tu vida, así que tienes que estar orgullosa de ese libro y tienes que estar contenta y saber por qué lo has hecho. Por eso, en términos de decisiones, cuando veo que hay algo que no me gusta o que no me acaba de convencer o que tiene un doble sentido, no lo hago y ya está.
Tus dos primeros libros salieron casi a la vez. Vamos a empezar por el segundo: Baluarte (2014), que sacaste con Valparaíso y probablemente sea el más conocido.
En su momento tuve muchas dudas porque habían pasado solo cinco meses desde el primer libro y no me fío mucho de los autores que publican libros muy seguidos, porque suele haber algo raro ahí… pero es cierto que este era un libro un poco más serio, o esa era mi intención. No me guiaba tanto por la ilusión, sino que fui más selectiva. Además, entre ambos libros, leí mucha poesía, me empapé de muchos autores y era consciente de que lo que podía ofrecer era distinto. De hecho, creo que son los dos libros más distintos que tengo y tampoco había tanta diferencia de edad entre el último poema que escribí para el primero y el primero que escribí para el segundo. La verdad es que fue muy bien, tuvo mucha aceptación, tuvo también mejor distribución, lo que me hizo llegar a más gente, incluso en América Latina… Se ha traducido al inglés, ahora al catalán y al francés. Creo que, de todos los que tengo, es el que más se vende incluso a día de hoy.
¿Cuáles son esas lecturas de las que dices que te empapaste entre libro y libro?
Fue la época en la que descubrí a Luis García Montero, que me causó un impacto parecido al de Benjamín Prado en su momento. También descubrí a autoras de América Latina como Idea Vilariño o Alejandra Pizarnik… Me sorprendió mucho Pedro Salinas, también Ángel González. Ya me metí más en la generación de Benjamín y la de sus maestros, y eso se nota un poquito.
¿Cuántas veces has encontrado en internet las referencias a ese libro tipo «día doce sin ti: he conocido a alguien, soy yo, voy a darme una oportunidad»?
No es mi favorito, pero sí es el que más ha llegado. Es curioso porque cuando yo escribí lo de los «días sin ti» me pareció una buena idea, pero en realidad me puse en una tarde, no fue algo a lo que le diera mil millones de vueltas y en ningún momento pensaba que tendría tanto éxito. Me han llegado mensajes con posibles días trece [N.del R. La serie de poemas incluida en Baluarte se llama «Doce días sin ti» y narra en primera persona los doce días siguientes a una ruptura], o incluso gente que me pregunta cómo es posible que en doce días pudiera olvidarlo todo, que no se da cuenta de que es un poema y no la vida real. También me han pasado cosas muy bonitas: hace poco me escribió un psicólogo, creo que de Colombia o de México, y me dijo que había estado utilizando esos doce días como terapia para mujeres maltratadas y que los tenía puestos en la pared de la clínica.
Si tuviera que destacar algo de tu poesía sería la aparente sencillez… pero, a la vez, la capacidad para dar con la palabra o la frase exacta, que es algo de todo menos sencillo.
Es que con la poesía siempre ha sido así. Yo escribo poesía cuando lo necesito, nunca me he sentado una tarde a ver qué sale. Siempre han sido cosas o momentos que me han pillado en el autobús, por ejemplo, o en la sala de espera del médico… Es como un impulso que tengo y lo tengo que sacar y lo que pasa es que no suelo tardar casi nada en escribir un poema. Es verdad que antes no me gustaba nada corregirlos, me gustaba esa naturalidad de publicarlo tal y como me había salido, pero con los años sí que he aprendido a corregir estilo, cambiar palabras… No sé, es algo muy inmediato, que no me cuesta trabajo y, de hecho, si veo que me está costando, lo dejo, no sigo.
El poeta tiene fama de introvertido, pero, con la cantidad de seguidores que tienes, ¿cómo es eso de abrirte tantísimo y resistir la tentación de cerrarte inmediatamente?
Bueno, en eso ha ayudado mucho lo de que me acostumbrara a utilizar internet desde el principio, porque para mí se convirtió en parte del proceso: si yo escribo un poema y no lo enseño, para mí es como si se hubiera quedado dentro de mí y no lo hubiera escrito. Son cosas que necesito sacar y que necesito lanzar para deshacerme de ellas. Una vez que ya son de la gente, me puedo desentender más, aunque sea cierto que hay poemas que son difíciles de leer en público porque me emocionan o me cuestan especialmente, pero la exposición la entiendo como parte del proceso de escritura.
Esto de las redes sociales, que va saliendo en tantos ámbitos, ¿no llega un momento en el que acaba haciéndose insoportable?
Hombre, es un trabajo. Al final, me he dado cuenta, porque empecé a usarlas cuando surgieron. He vivido todo el proceso: me acuerdo de cuando no había marcas, no había publicidad… y ahora es otra historia. Piensa que es un momento en el que hay muchísima gente haciendo lo mismo, al menos en el terreno del arte, cuando decides desaparecer de las redes, corres el riesgo de que, aunque vuelvas haciendo lo mismo, hayas perdido el cincuenta por ciento de la gente que te sigue y haya otro que ocupa tu lugar. Yo ahora mismo no puedo dejar las redes, no lo siento así, me ayuda mucho a hacer mi trabajo, es una necesidad. Compartes cosas, aprendes a dirigirte a la gente, aprendes incluso de marketing y de publicidad, porque al final estás vendiendo tu trabajo.
Vamos ahora con el primer libro, aunque ya digo que se publica casi a la vez que Baluarte: Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo. ¿Qué idea había detrás del proyecto?
Pues fue a raíz de un vídeo que subí a YouTube, que ahora me da muchísima vergüenza, pero que tiene ya como trescientas mil visitas, y que en realidad era un regalo a alguien, sin más pretensiones. De hecho, salía con unas pintas… fue en un descanso de estudios de exámenes en la universidad y salía con ropa de estar por casa, despeinada… cero apariencia. A lo mejor por eso triunfó tanto, porque no había ahí ningún artefacto más allá de mostrar el propio poema. Bueno, el caso es que lo subí, y en cosa de dos días tenía tres mil visitas, se empezó a hacer viral, yo me quería morir de vergüenza… el caso es que el vídeo lo vio el editor de Lapsus Calami y contactó conmigo. Ahí fue cuando me puse a reunir poemas y fue un momento de enorme ilusión.
Con Lapsus Calami tuviste luego mil problemas, hasta el punto de pedir públicamente que nadie compre el libro porque no te han pagado. ¿Cómo se llegó a ese punto?
Se llegó porque había muchas quejas, sobre todo por parte de lectores, y para mí los lectores son lo primero y tenía la sensación de que debía protegerlos.
¿De qué se quejaban?
Pues de que compraban el libro y no les llegaba. Este año lo vamos a reeditar en Valparaíso, aprovechando que ya vencen los cinco años de contrato.
Precisamente tras esos dos primeros libros y en torno a algunas figuras de Lapsus Calami, como Jorge Vales, empieza a surgir la moda del Aleatorio, un bar de jam sessions de poesía, como lo fuera Diablos Azules la década anterior. ¿Llegaste a participar en algún momento?
Sí, sí, he hecho cosas ahí y tengo muy buena relación con Marcus Versus (escritor y cofundador del bar) y me ha invitado a varias lecturas.
Entiendo que conoces el caso de Ana Palaniuk, que denunció el acoso al que muchos editores o falsos editores sometían a poetas en esas jam sessions a cambio de futuras publicaciones… ¿Has vivido tú alguna experiencia parecida?
Lo seguí con mucho interés, pero es cierto que es algo de lo que me he librado, quizá porque cuando veo que las cosas son un poco raras, me retiro. Quizá no he llegado a ese punto porque me he retirado antes, pero no me sorprende, vaya. He oído hablar de ello, conozco gente que le ha pasado…
Lo de Palaniuk y las respuestas posteriores han sido lo más parecido al #Metoo que hemos vivido en el mundo de la literatura. Cuando se tome plena conciencia, como en el cine o en la televisión, ¿nos llevaremos muchas sorpresas?
Es que no es un problema de ámbitos profesionales, sino del mundo en el que vivimos, que está lleno de este tipo de maleantes, que es gente muy asquerosa que se vale de su poder para aprovecharse de otras personas, en este caso de mujeres. Es un comportamiento muy cobarde pero que tiene un alcance mundial, no es algo solamente del cine o de la literatura (que también), sino que vas a una oficina y te vas a encontrar con lo mismo; vas a una agencia de publicidad y te vas a encontrar con lo mismo; vas al supermercado y seguramente te vayas a encontrar con lo mismo… Está bien que la gente que tiene más voz porque es más conocida lo denuncie para que al menos exista una conciencia entre la gente que lo escucha y a partir de esa conciencia se pueda educar a los que vienen.
Hablando del abuso de poder, es fácil imaginarse a un Harvey Weinstein ejerciéndolo porque es uno de los productores más importantes de Holywood, pero ¿no son incluso más sórdidas las relaciones de poder (y no solo sexuales) en los ámbitos más pequeños, más íntimos, más de «pertenencia de grupo»?
Es bueno poder verlo desde fuera, tener experiencia. A mí, por ejemplo, toda la experiencia con Lapsus me ha hecho ser muy desconfiada y creo que en mi trabajo eso es bueno: desconfiar de todo, revisar todo y poner todo de tu parte para que no te engañen… pero sí que me he visto en situaciones en las que… no voy a dar nombres… pero sí que he compartido espectáculos con gente que he visto que en el escenario se convertían en otra persona.
¿En qué sentido?
Pues que de repente no eran la persona amable que te estaba proponiendo hacer algo, y empezaba a crear un juego en el escenario intentando dar a entender algo más personal o de tonteo contigo… y eso me deja siempre pensando: «Si abajo no te comportas así, ¿por qué lo haces aquí arriba?». Mi respuesta ante eso ha sido no volver a hacer nada con esa persona. Y luego es verdad que te encuentras con gente que sí que ves que se aprovechan de ti, o que quieren hacerlo por otra cosa o que simplemente les interesa tu nombre… No sé, yo los veo venir. A lo mejor, hace cinco años no, pero ahora sí tengo posibilidad de decir que no a algo aunque me pueda beneficiar profesionalmente si personalmente no estoy a gusto. Lo que me da mucha rabia es que hay mucha gente que no puede decir que no a según qué cosas: el mundo de la literatura es muy canino y te devora fácilmente si te dejas. Igual te explotan hoy y mañana no eres nadie. Es complicado, cuando tienes veinte años y te ponen un cheque sobre la mesa y te prometen que te van a poner en el metro… y puede que incluso eso pase, pero siempre tienes que saber quién está detrás de esas promesas y qué eres para esa persona. Yo lo que quiero es estar orgullosa de mi carrera, de lo que hago, no tener mucho dinero en el presente y a lo mejor nada en el futuro.
Dejando el entorno a un lado, volvamos a la poesía… En noviembre de 2015 publicas, también con Valparaíso, Ya nadie baila. Sé que puede parecer algo circunstancial, pero me parece un título prodigioso.
Pues fíjate que a mí los títulos me cuestan mucho y eso que les doy mucha importancia, igual que a las portadas. Yo venía de hacer Baluarte, que me costó mucho que me aceptaran la portada y me costó mucho que me aceptaran el nombre, pero sí que tenía una justificación: Baluarte venía por Cádiz, por el Baluarte de la Candelaria, y porque a mí Cádiz me gusta mucho, me inspira mucho, voy todos los años… Además, era una palabra poco conocida en el vocabulario habitual y me hacía ilusión que a lo mejor la gente conociera esa palabra por ese libro. Aún recibo fotos de gente, sobre todo de América Latina, de calles o monumentos que se llaman «Baluarte» y mis lectores lo vinculan a mi libro. Cuando llegó Ya nadie baila no quería repetir la misma fórmula, sino volver a lo sencillo.
Ya nadie baila era un libro extraño, mezcla de los dos anteriores y con algunos poemas inéditos. ¿Era, de algún modo, una manera de cerrar una etapa, quizá más juvenil?
Pues me lo pensé mucho, porque sacar una antología después de dos libros podía parecer algo pretencioso, pero era una manera de que la gente conociera algunos poemas antiguos que eran inaccesibles y que de alguna manera «se habían dejado de bailar».
Es un título triste.
Sí, la mayoría de mis títulos lo son. Tiene un punto nostálgico, melancólico.
Y al año siguiente, con solo veinticuatro años, llega la llamada de Chus Visor para publicar en su editorial… ¿cómo fue el proceso?
Pues para que te hagas una idea, Chus no tiene redes sociales, así que está muy alejado de ese mundo. De primeras, eso me daba una seguridad que a lo mejor otros editores no me daban. Dije: «Vale, si este hombre quiere publicarme, sé que no es por mi número de seguidores en Instagram». Luego, aparte, estaba toda su trayectoria, claro. Él se puso en contacto conmigo justo después de Ya nadie baila y no quise apresurarme solo porque fuera él, preferí esperar al momento adecuado. Además, en aquel momento, no tenía ni material ni quería hacer algo deprisa, así que pensé: «Me esperará si le interesa, y, si no, pues nada». Y tiempo después le conocí en persona, en México, donde le hacían un homenaje y tal. Me dijo que se había leído mi libro en el avión y que le había gustado mucho, que podíamos hacer algo cuando yo quisiera. Obviamente, Benjamín intercedió ahí y habló bien de mí, y eso también me abrió más la puerta. Poco tiempo después tuve un verano que lo pasé bastante mal a nivel personal por una ruptura y ahí escribí muchísimos poemas, todos de la misma temática. Fue cuando sentí que ese era el libro de Visor, que tenía que sacarlo con él.
Y a Chus le gustó como para publicarlo…
Sí, me acuerdo de que hizo bastantes correcciones y que me las enseñó en su despacho, donde tiene los libros de todos los autores que ha publicado, que es impresionante, y me dijo: «Yo te he hecho estas correcciones; si las quieres, las incluyes, y si no, no pasa nada. A mí, el único que me hacía caso era Benedetti». Y yo pensaba: «Claro, te crees tú que no te voy a hacer caso cuando me estás diciendo que Benedetti sí te lo hacía» [risas].
Yo a Benedetti le tengo poco idealizado porque era vecino mío en la calle Ramos Carrión, en Madrid, y le veía comprar papel higiénico y tomar tortitas en el VIPS…
¡Jajaja, es que son humanos!
¿No sentiste la obligación de «forzar» un poco el estilo para adaptarte a una gran editorial como Visor?
No, quizá a la hora de corregir los poemas, pero a la hora de escribirlos seguí el mismo proceso de siempre: a lo mejor los escribía en un par de minutos y los subía al blog y luego ya volvía a ellos para corregirlos. Como mucho, la presión llegó cuando se los mandé, pensando: «Oh, dios mío, no le van a gustar». Es que si yo me pusiera a escribir de una manera que no sé, igual me iba muy bien y vendía mucho, pero no me sentiría a gusto, no sería yo, no tendría sentido.
Visor se había convertido en una figura muy polémica por sus declaraciones en torno a la capacidad de las mujeres para la poesía… ¿Qué te dijeron en tu entorno cuando decidiste publicar con él?
Es que esas declaraciones se sacaron mucho de contexto. Además, si te atañes a los hechos y a su carrera, es fácil ver la cantidad de mujeres a las que ha publicado Chus Visor. Todos sabemos lo sencillo que es sacar un titular fuera de contexto y ahí creo que se la jugaron. En lo personal, por la relación que he tenido con él, creo que es un tío maravilloso, que no distingue entre hombres y mujeres, que me ayuda absolutamente con todo y nunca me he sentido con él infravalorada. Puedo estar tomando algo con él y con un hombre de sesenta años y me siento perfectamente integrada.
Te adoran en Latinoamérica, ¿por qué crees que te ha sido tan fácil conectar con el público de allí?
La cosa empezó a irse de madre cuando me recomendaron que pasara de tener un Facebook personal a uno público. Yo lo veía un poco pretencioso, la verdad; un poco absurdo, pero empezaba a tener demasiada gente en Facebook a la que no conocía y si quería subir una foto de mi abuela me sentía rara [risas]. El caso es que me abrí la página y fue una locura. Es la red donde más seguidores tengo y el ochenta por ciento es de gente de América Latina. Por ejemplo, miro las estadísticas, y tengo más visitas de México que de España.
¿Hay diferencia entre los recitales en España o en América? Me refiero a temas que igual decides variar o a la reacción del público en un sitio y en otro…
Es que allí la cultura se vive de otra forma, la lectura es un fenómeno fan más sentimental y dan la vida por ello: cogen aviones y se gastan un dineral por verte un rato. Entre la gente joven, siempre se ha leído más, ha estado más establecido; esto que estamos viendo en España ahora, de chavales jóvenes interesados en la lectura, hace nada no pasaba, era muy raro. Es gente que a lo mejor no tiene dinero para irse de viaje por ahí pero se lo gastan en libros y les gusta. En España, el público es más volátil: nos gusta algo muchísimo y de repente nos deja de gustar, lo rechazamos, ya no es guay. Somos muy de que cuando algo que nos gusta empieza a gustarle a mucha gente, pues ya nos deja de molar. A mí me ha pasado mucho lo de tener gente que me adoraba hace dos años y ahora no deja de criticarme por el mismo libro. Allí no, allí son mucho más fieles, más entregados; te esperan, esperan los libros aunque tarden años en llegar…
¿Y esa adoración puede influir en el recital en sí?
A ver, acabo de estar en México y no te lo crees. ¡Mi madre no se lo cree, le tengo que enseñar los vídeos! Locuras del tipo de llegar al sitio con los cristales de la furgoneta tintados, verlos a todos con el móvil preparado, unas colas de cinco horas aunque ya tengan la entrada para pillar el mejor sitio… A lo mejor, un fan me ve y se pone a gritar porque le pueden los nervios y se va corriendo…
¡Como los Beatles!
Sí, sí. Hice cinco recitales con Andrea y en el último había como ochocientas personas en un teatro. Nada más salir al escenario, empezaron a gritar; luego se acercan y se echan a llorar, te abrazan, no te sueltan, te traen unos regalos brutales en los que se dejan una pasta enorme… Unas cosas… Hubo un chico que me pidió que le escribiera en el libro: «¿Quieres casarte conmigo?», porque esa noche iba a pedirle matrimonio a su novia. Formas parte de historias increíbles cuando en realidad lo único que hago es escribir poemas en mi habitación. Otra vez, en Colombia, y era la primera vez que iba, me pasó algo parecido, que me tuvo que rescatar un librero amigo mío para ir a firmar a su stand porque no me dejaban ni salir del lavabo. Me puse muy nerviosa porque yo soy muy segoviana y necesito mucho mi espacio, recuerdo que llegué aquella noche al hotel y pensé: «Nunca más. Me hago aquí un Salinger o un Pynchon y no vuelvo a pasar por esto» [risas]. Ahora me ponen seguridad en los recitales, que me parece de coña, pero es verdad que es necesario.
¿Puede tener que ver en ese éxito en América Latina el hecho de ser mujer y homosexual, que lo vivas con tanta normalidad que a mucha gente le sirvas de referente, que les des visibilidad?
No sé. Puede que al principio, pero es cierto que yo nunca me he plantado y he dicho lo que me gusta.
Porque no te ha hecho falta. Nunca has tenido que «salir del armario» porque entendías que no había armario. Eso no es tan sencillo en esta sociedad.
Es que no lo he hecho ni a nivel personal, con mis padres. Yo no quiero que me encasillen en nada. El público mío es muy amplio, no me cierro, no voy de abanderada de nadie, no creo que haga falta marcar una diferencia porque no somos diferentes. Para mí es como si te digo «me gustan las lentejas». Es verdad que en América Latina sí hay gente que me ha dicho que le ha ayudado, pero también hay gente que me sigue preguntando por qué escribo en femenino, o gente que me copia frases pero lo cambia al masculino, y eso sí que me molesta. Si quieres citar, pues cita, pero la frase original es esta. No es que me ofenda ni nada de eso, pero es que la frase original es la que es. La homosexualidad es un tema sobre el que nunca me he pronunciado: si ayuda a la gente, me alegro muchísimo porque me parece muy bonito, pero me hace la misma ilusión como que ayude a las mujeres maltratadas. También te digo que en América Latina yo he visto bastante normalización, a lo mejor es por el círculo en el que me movía, pero también he visto por la calle a chicos besarse sin que nadie les diga nada.
Aparte escribir poesía traduces del inglés. Valparaíso publicó tu edición de los Poemas de amor de Oscar Wilde y de Los hijos de Bob Dylan, de Gordon E. McNeer. ¿Cómo fue la experiencia de meterte en dos universos ajenos al tuyo, con su propia musicalidad, su propio ritmo?
Recuerdo que lo primero que me dijeron cuando hice el máster de Traducción Literaria de la Universidad Complutense fue que la poesía no se podía traducir… y cuando a mí me dicen que no se puede hacer algo, mi primera reacción siempre es: «Pues yo lo voy a hacer» [risas]. Así que mi trabajo de fin de máster fue el libro de Gordon, que tuve además la posibilidad de publicarlo y él me ayudó muchísimo, porque a su vez él también ha traducido a José Hierro y es el que ha traducido Baluarte al inglés. Sí que es cierto que es algo muy difícil, pero es algo con lo que yo aprendo mucho para luego poder escribir. No sé, es algo que disfruto, aunque sea muy complicado, suponga mucha responsabilidad y, al fin y al cabo, el trabajo del traductor consista en ser invisible: nadie puede darse cuenta de que hay alguien ahí en medio.
¿Y nunca hay esa tentación de ponerse en medio, de decir: «Yo esto lo diría así», sobre todo en casos como el de Oscar Wilde, al que obviamente no le puedes consultar como a McNeer…?
El caso de Oscar Wilde fue una pasada. No creo que sea el que mejor está traducido pero sí es el que más he disfrutado dentro de los tiempos que te dan en un encargo de estos. Lo ideal sería un año y como mucho te dan tres meses. Me acuerdo de que encontré en la Cuesta de Moyano [N. del R. Calle de Madrid donde se pueden comprar fácilmente libros de segunda mano a menudo descatalogados] un libro de los sesenta lleno de anécdotas suyas y me empapé por completo del personaje. A mí no me gusta meterme en la vida personal de la gente a la que admiro porque luego me suelo decepcionar, así que de Oscar sabía lo que todo el mundo sabe, pero ese libro te contaba cosas sobre él que te mostraban mucho sobre su personalidad, así que al final era como si estuviera traduciendo a un colega, como si ya le conociera. De hecho, él siempre llevaba un lirio en su chaqueta y cuando terminé la traducción me compré también unos lirios y me los puse para pasar un poco el duelo. Me puse ahí un poco intensa, que no me había pasado con ningún otro [risas].
La Robert de Niro de las traductoras…
Sí, sí, tenía algo raro con él, pero, vaya, cuando traduzco no soy poeta, soy traductora, no me atrevería a corregir una línea de Oscar Wilde. Lo que sí sentía era una cierta responsabilidad de conseguir que la gente que me sigue a mí, que es más joven e igual no conoce tanto a Oscar Wilde, se interesara por él, que conociera su faceta de poeta y no solo la de dramaturgo o prosista.
En julio de 2016 anunciaste que tu próximo proyecto iba a ser una novela, publicada por Seix Barral, para 2017. Sin embargo, aún no sabemos nada nuevo. ¿Cómo va la cosa?
Estoy ahora con las correcciones. Estas editoriales grandes trabajan con unos plazos brutales, entonces, por mucho que yo la tenga acabada, tengo que esperar a que me reenvíen, que vean el momento preciso para meterla en el catálogo y enviarla a librerías… Además, entre medias, he estado con el libro de Visor, y era buena idea espaciar la novela. Ya en noviembre me mandaron las correcciones para ir terminando el proceso y lo normal es que salga a lo largo del año.
¿Cómo te has sentido escribiendo en prosa?
No sé, este es el momento más complicado porque ya la he acabado y siempre tienes dudas de hasta qué punto lo has hecho bien. Tengo claro que no es una mierda porque, si no, no la mando, pero siempre hay un punto de inseguridad. Con la poesía, después de cuatro libros, ya parto con cierta seguridad de que lo que mando está bien. La novela, sin embargo, no es mi campo, funciona con unos códigos que desconozco y para mí era un reto que ni siquiera salió de mí: fue mi círculo el que me dijo que probara con la novela, como cuando me dijeron que probara a escribir en verso. Yo pensé: «Madre mía…», pero empecé y al final he aprendido mucho, me ha ayudado para leer más novela. Todo sirve para algo. También me ha dado mucha más disciplina, porque esto sí que es sentarse todos los días y esperar a que salga, no hay inspiración divina y no tardo un minuto en hacer un capítulo [risas].
Dentro de la prosa, ¿cuáles son tus referencias, con quién te gustaría que te compararan?
Mi máxima inspiración para la novela ha sido David Foenkinos. Cuando leí La delicadeza, dije «yo quiero hacer un libro de este estilo, muy poético, con una historia muy simple, muy sencilla, pero con un lenguaje muy bonito». En el fondo, es lo que a mí me va. También me gusta mucho la novela costumbrista: este verano leí Derecho natural, de Ignacio Martínez de Pisón, y me encantó.
Hace años, era impensable que con un poemario fueras a vender más que con una novela, pero hoy en día es lo más probable… ¿Qué crees que pasará con la tuya?
No tengo ni idea, tampoco parto con muchas expectativas porque he aprendido que, en la vida, cuanto menos esperes, mejor. Siento que en la editorial me están cuidando mucho y eso me da tranquilidad. Podrían haber cogido la novela como la mandé y haber dicho «para adelante con esto». El hecho de que me la devolvieran con muchas correcciones también me gustó, porque si me la devuelven en plan «cambia estas cuatro cosas y la sacamos el mes que viene», yo hubiera dicho «malo». Malo, porque yo sé que esto necesita un trabajo que al final es el trabajo del editor. Me han dicho que, al ser una primera novela, me quieren cuidar mucho porque la gente va a estar muy pendiente para criticarme. Querían algo que estuviera bien, me tomara el tiempo que me tomara.
¿Qué quedará de la industria cuando el boom de la poesía se agote?, ¿quedará el recital pero no el libro como tal?
Es difícil saberlo. No tengo claro que el recital vaya a sustituir al libro. También se dijo con el libro electrónico y no ha sido así. No hay un Spotify de la literatura. Por ejemplo, yo no he leído un libro electrónico en mi vida y mira que tiene ventajas, aunque solo sea el peso, que cuando voy en verano a casa de mis padres tengo que ir con maletas [risas]. En cuanto a los recitales, yo lo que veo es que vienen a oírte, pero luego se quedan a hacer cola para comprarlo y que se lo firmes. Casi nadie se va sin el libro. Algunos incluso prefieren la firma a escucharte.
Entre tanta velocidad, ¿no hay veces que sientes un poco de vértigo?
Procuro no hacerlo. Me han pasado muchas cosas en muy poco tiempo, así que he intentado gestionarlo todo con mucha cabeza, sin dejarme llevar, y en eso me ha ayudado mucho la gente de la que me rodeo, que son muy pocos pero son los justos y los que necesito. Son los que me dicen: «No eres nadie, no se te vaya a ir la cabeza porque no eres nadie». Me tratan igual que siempre. De hecho, yo agradezco mucho cuando viene alguien a verme a un recital y me trata de tú a tú, como algo normal, y nos reímos juntos. Cuando alguien viene así como muy serio, con muchas expectativas, me corta un poco el rollo porque es que yo no soy como me están viendo. El que alguien me hable con demasiado respeto me dificulta responderle de una manera normal. Por supuesto que me gusta que me digan cosas bonitas, pero no necesito vivir como otra gente, rodeada veinticuatro horas de halagos. Quizá mi timidez y mi sequedad castellana me han ayudado en ese sentido a centrarme mucho en lo que hago, en mis cosas… Es que no hago nada excepcional: escribo y a la gente le gusta. Ya está. Como el panadero que hace un pan que le gusta a la gente del barrio. No hay nada de divino ni de especial. Me lo tomo como lo que es: una suerte, un regalo, que en algún momento se va a acabar… consciente de que cuando se acabe yo voy a necesitar seguir escribiendo. En redes sociales ves mucha gente que depende del like, del «me gusta», y cuando pienso en esa gente digo: «¿Y dentro de cinco años, cuando Instagram no exista, qué será de ellos?». Van a tener una depresión porque nadie les va a decir lo guapos que son… y yo no quiero que me pase eso.
JOT DOWN
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