Racismo involuntario
Lo que advierto, y de ahí mi preocupación, es que la actitud arrogante hacia los que no piensan como nosotros explica por qué las buenas causas no convencen a quienes más las están necesitando
Cualquiera ha padecido alguna vez ese sentimiento de irritación al estar rodeada de gente que se ríe de algo a lo que tú no encuentras gracia alguna. Así me sentí yo observando cómo se celebraban las gracias gruesas de Tres anuncios en las afueras. Procuro escribir en esta columna, es la suerte que tengo, acerca de las cosas que me apasionan, porque siempre es más enriquecedor contagiar el entusiasmo que pontificar desde una posición de superioridad sobre aquello que se detesta; pero no escribo ahora como cinéfila sino como ciudadana, como ciudadana que observa cómo aquellos a los que se nos permite observar el mundo para contarlo, sea desde el periodismo, la literatura o el cine, estamos errando el tiro y provocando aplausos inmerecidos como los que recibe esta película.
El público se ríe porque cree que la mirada del director es progresista
Tres anuncios en las afueras trata de una mujer (Frances McDormand) de un pequeño pueblo de Missouri que convencida de que la policía no ha hecho lo suficiente para averiguar quién asesinó a su hija decide tomar cartas en el asunto: contrata grandes paneles publicitarios de una carretera no transitada, y exige desde ellos que se reabra el caso supuestamente no investigado. El asesinato en sí no queda resuelto y en realidad pasa casi a un segundo plano; el dolor de la madre, ese dolor que al director le ha debido de parecer sensiblero y costumbrista, queda reemplazado en McDormand por una mueca seca y agresiva que la convierte en una superheroína más que en una mujer que sufre la peor desgracia que puede sufrir una madre.
Pero es que el argumento parece una excusa del director para confirmar sus prejuicios. Desembarcó el artista con sus potentes caravanas cinematográficas en un pueblo del medio oeste americano, echó un vistacillo y armado de desconocimiento y falta de empatía retrató a la población rural como racista, ignorante y homófoba. El público se ríe. Se ríe porque cree que la mirada del director es progresista. Al fin y al cabo, ¿no está hablando de toda esos catetos que votaron a favor de Trump y en contra de las mujeres, los negros, los gays o el medio ambiente? Se ríe también porque son americanos, y ya se sabe que los americanos fuera de Nueva York o Los Ángeles son seres primarios que no disciernen y que a la mínima te apuntan con un rifle.
McDormand parece una actriz que llega a Hollywood a dar una lección de moral
Lástima que no nos demos cuenta de que ese mismo razonamiento simplón es extensible ahora mismo a la Gran Bretaña del Brexit, de donde por cierto es el director Martin McDonagh. Me pregunto cómo percibiríamos lo burdo de esta broma si un equipo de cine tomara por asalto un pueblo de ese Cádiz que soporta casi un 40% de paro y valiéndose de una superioridad moral envuelta en irrefutables ideas progresistas retratara a sus habitantes como atrasados y reaccionarios. Sospecho que eso aquí no podría suceder. Mantenemos, por fortuna, un debido respeto por esas zonas rurales de las que muchos de nosotros procedemos. Pero un país inmenso y desestructurado como EE UU es sin duda más proclive a que exista esa distancia y ese desprecio hacia la basura blanca, como ellos mismos denominan con una crudeza que hiela la sangre a los blancos pobres.
Me he sentido aliviada cuando, tras el primer recibimiento exitoso en los Globos de Oro, la película empezó a ser cuestionada como “involuntariamente racista”. Ay, Hollywood, tan entregado a las causas del momento, todas ellas identitarias, y tan poco empático con la realidad social de su país. Una decadencia social que amenaza con cercar la zona opulenta de la ciudad del cine, ya que se cifran en 50.000 los sin techo que viven en el área metropolitana de La La Land. Una situación declarada de emergencia que se extiende a San Francisco, adonde acuden pobres de los estados fríos, al abrigo de una intemperie más benigna.
La película, cómo no, rezuma violencia, pero al ser una violencia ejercida por una mujer herida es aplaudible. Si esa madre ataviada como una especie de Rambo versión femenina muele a patadas a dos estudiantes, es porque se lo merecían; si quema la comisaría con el poli dentro, es justo; si acusa al cura de consentir todos los abusos sexuales de sus pares es divertido. El fallo es que ella no parece una señora de pueblo sino una actriz que llega de Hollywood disfrazada de activista paramilitar a dar una pequeña gran lección moral a todos esos Red Neck, o paletos. Qué diferente aquella inolvidable Frances McDormand de Arde Mississippi en la película de Alan Parker. Representaba a un verdadera mujer del pueblo, inmersa en la pesadilla racista del sur en los años sesenta, pero ni los malos eran ridículas caricaturas, ni la violencia de los buenos llamaba al aplauso bobo. Alguna vez ha declarado McDonagh, el director, que Chéjov le aburre y le apasiona Tarantino. Tal vez debería subir la dosis chejoviana y rebajar la tarantinesca. Lo que advierto, y de ahí mi preocupación, es que la actitud arrogante hacia los que no piensan como nosotros explica por qué las buenas causas no convencen a quienes más las están necesitando. ¿No será porque en vez de seducirlos nos mofamos de ellos?
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