Gonzalo
Suárez
Actualizado 16/11/201505:13
Actualizado 16/11/201505:13
Tres personajes conviven en el cuerpo esquelético de James
Rhodes. El primero es el pianista que describe su
currículum: una
estrella de la música clásica que ha tocado en los
auditorios más exquisitos del Reino Unido. El segundo, el cuarentón
con pinta de rockero que abre la puerta de casa y extiende su brazo cuajado de
tatuajes: «Pasa, tío». Y el tercero, el tipo tímido que se apoltrona en su
sofá, empieza a relatar su vida con un hilillo de voz y, de repente, convierte
su apartamento en un confesionario XXL.
Sí: tú eres el sacerdote.
Diez minutos más tarde, lo sabes todo sobre cómo
su profesor de gimnasia le violaba al salir de clase. Sobre
su adicción a rajarse los brazos con cuchillas de afeitar. Sobre la vez que
intentó ahorcarse con un cable de la tele. Sobre cómo muchas noches, cuando le
asalta el insomnio, combate los ataques de ansiedad repasando mentalmente las
100.000 notas de su próximo recital. Una a una. Como quien cuenta ovejitas.
«La música de Johann Sebastian
Bach me ha salvado la vida cuando estaba a punto de tirar la toalla y no es una
metáfora: es la pura realidad», recalca.
Algo parecido sentirán quienes lean Instrumental:Memorias
de medicina, música y locura. El libro de Rhodes, que
ahora llega a España, es
brutal por lo que cuenta -abusos sexuales, ingresos psiquiátricos,
adicciones varias- y, sobre todo, por cómo lo cuenta: con
una franqueza que apabulla y conmueve a partes iguales. «Cuando voy en el metro
y alguien está leyendo mi libro, pienso: "Joder, ese chico sabe más sobre
mi vida que la inmensa mayoría de mis ex novias"», admite.
En realidad, es un milagro que el libro haya visto la luz. Durante
tres décadas, este artista -estrella musical en su país, autor de programas de
TV y el primer pianista clásico que fichó por un sello multinacional de rock
(Warner)- parecía empeñado en autodestruirse. Tocó
fondo durante uno de sus ingresos en un manicomio: despistó a
los enfermeros que le vigilaban las 24 horas, robó un cable, se hizo un nudo en
el cuello -«una especie de Windsor»- y trató de suicidarse saltando del
retrete.
-No conseguí romperme el cuello, así que me quedé ahí colgando,
asfixiándome, hasta que entró
un enfermero y me salvó la vida -confiesa con una mueca
desesperada-. ¡Qué ridículo! Ahora lo pienso y me dan ganas de abofetearme.
Rhodes recuerda la anécdota en un segundo piso de la zona pija de
Maida Vale, uno de los barrios más molones del noroeste de Londres. No habita
el casoplón que uno imaginaría para un pianista que ha llenado los mejores
teatros del Reino Unido. Su refugio es un apartamento de unos 70 metros
cuadrados, con una salita para el piano con el que practica cada mañana.
El músico charlotea con tono animado, puntúa cada frases con una
sonrisa y despliega la inimitable cortesía de la upper
class inglesa. Es lo último que te esperas de un tipo que ha
intentado suicidarse dos veces. Aunque, bien pensado, ¿cómo se supone que debe
comportarse un tipo que ha intentado suicidarse dos veces?
Y entonces, al cabo de unos minutos, te fijas en los detalles que
evidencian su abultado historial psiquiátrico. Decenas
de cicatrices recorren sus brazos. Un amasijo de tics nerviosos invade su
rostro mientras habla... En plena entrevista, se asoma inquieto
por la ventana, como si acabara de ver a un fantasma cruzando la calle. Más
tarde, comprobará nerviosamente que las dos grabadoras -sí, dos- están
registrando la charla. «Soy un poco maniático, como puedes comprobar», se ríe.
Jugar con fuego
Estos chispazos son una ventana palpable a su pasado. Nacido en
una familia judía de clase media-alta, Rhodes estudió en un colegio privado de
Saint Johns Wood, al noroeste de Londres. A
los cinco años, se topó con el hombre que le destrozó la vida: Peter Lee,
entrenador de boxeo en su escuela. Una tarde, al acabar la
clase, le pidió que se quedara a recoger los trastos. Como premio, le dio un
regalo cargado de simbolismo: una caja de cerillas. «Para que juegues con
fuego», le dijo.
El libro esquiva los detalles más duros del abuso. A Rhodes le
basta con un par de pinceladas: «Está dentro de mí y me duele». En cambio,
relata con absoluta precisión las secuelas de aquella agresión sexual. Un
lustro después de la primera violación, abandonó
aquel colegio convertido en un chaval totalmente distinto: tímido, neurótico y,
sobre todo, contaminado por una vergüenza de la que nunca ha logrado
desprenderse.
«Es como una mancha que siempre
está presente», explica en sus memorias.
«Mil cosas me lo recuerdan cada día. Cada vez que cago. Miro la tele. Veo un
niño. Lloro. Hojeo un periódico. Escucho las noticias. Veo una película. Me
tocan. Hago el amor. Me masturbo. Tomo algo inesperadamente caliente o bebo un
trago demasiado largo. Toso o me atraganto».
Pero ningún profesor de su colegio se dio cuenta de lo que
ocurría. Ni siquiera aquel día que se lo encontraron llorando, con sangre entre
las piernas, y les rogó que no le obligaran ir de nuevo al maldito gimnasio.
«El pequeño Rhodes tiene que endurecerse», bisbisearon sus maestros.
El pianista tardó 30 años en
hablar de aquellos abusos sexuales. Lo hizo en
una entrevista que llegó a manos de una antigua directora del colegio, quien
acudió a la comisaría a presentar una denuncia. Fue entonces cuando la Policía
localizó aPeter
Lee: tras tres décadas de impunidad, el
pederasta trabajaba como profesor de boxeo de menores de 10 años. Murió
meses después, en 2011, a punto de que lo sentaran en el banquillo por
violación. ¿Qué sintió al enterarse de su muerte? «No sentí nada. No sé lo que
debía sentir. Pero, en todo caso, no sentí nada».
"BACH ME HA
SALVADO LA VIDA"
Alcanzar esta serenidad le supuso 30
años de trabajo psicológico en los que sólo encontró consuelo en una pieza
musical: la Chacona
en re menor de
Bach. El pequeño Rhodes descubrió esta obra en un cassete
casero, y la convirtió en su refugio para sus peores días. Cada vez que sufría
un golpe de ansiedad -«es decir, cada jodido minuto que estaba despierto»-
canturreaba esa melodía en su cabeza para tranquilizarse. «Sin
esta pieza estaría muerto... Me sumergía en ella como si
fuera un laberinto musical en el que podía perderme felizmente».
Aquel descubrimiento le animó a
estudiar piano en su nueva escuela: primero de
forma autodidacta y, ya en la adolescencia, con un maestro profesional. Al
acabar el instituto, le ofrecieron una beca en el Guildhall
School of Music (Londres), pero sus padres le exigieron que
estudiara «algo de verdad». Así que se matriculó en la Universidad de
Edimburgo, con resultados fácilmente previsibles: bebió como un escocés, se
enganchó a todo tipo de drogas... y, al cabo de unos meses, acabó
ingresado en un psiquiátrico.
Tras aquel traspié, Rhodes
pasó una década sin tocar el piano. Se autoconvenció de que no
tenía suficiente talento, de que jamás habría triunfado... y se dedicó a «ganar
atroces cantidades de dinero» en la City. «Mi vida era como un matrimonio. ¿Era
feliz? No, no del todo. Pero han pasado 10 años, tengo una hipoteca... Me pasó
algo parecido con la música. Hasta que, de repente, la puerta se entreabrió...
y yo la empujé».
Aburrido de la vida en la City, Rhodes se recicló como agente de
pianistas. Y lo hizo a lo grande: gracias a sus contactos financieros, cerró
una reunión con Franco Panozzo, manager de su pianista favorito, el ruso Grigory
Sokolov. Antes de sellar el contrato, el italiano le
invitó a un plato de pasta y le pidió que tocase una pieza de Chopin en el
piano de casa. «James,
llevo en esto 25 años y nunca he visto a un amateur tocar así de bien...»,
fue su asombrada respuesta. «No vas a ser agente: vas a venir aquí cada mes a
estudiar con mi amigo Edo, el mejor profesor de Italia».
Si Instrumental fuera
un libro convencional, la historia acabaría aquí, con Rhodes convertido en una
improbable estrella del piano. En realidad, ocurrió lo contrario: el británico
sufrió uno de los peores bajones mentales de su vida. Volvió
al psiquiátrico, intentó suicidarse otra vez y descubrió «la droga más adictiva
del mundo»: cortarse los brazos. La primera vez que probó,
se dio un tajo tan profundo que acabó en Urgencias. «Soy tan capullo que no sé
ni cortarme», se ríe ahora.
En su libro, asegura que las
cuchillas son la droga perfecta, más adictiva que la cocaína.
Sí, los cortes te provocan un subidón químico, te dan sensación de
control, no tienen efectos secundarios como otras drogas... La automutilación
es una auténtica epidemia, pero no se habla de ello.
¿A qué se refiere?
Cada vez más gente se corta con cuchillas: banqueros de la City,
abogados de prestigio... Es nuestra forma de lidiar con el estrés. Pero la
gente cree que es algo de chicas adolescentes, así que no hablan de ello. Y si
no se debaten los problemas, es difícil combatirlos.
Para demostrarlo, Rhodes muestra las cicatrices que recorren sus
brazos. Luce varios tatuajes. Uno de ellos, el más grande, reza Sergei
Rachmaninov en caracteres cirílicos. Con una sonrisa tímida,
confiesa que no es sólo un homenaje a uno de sus héroes: «Disfruté
mucho el dolor de la aguja al perforar mi piel».
Hace dos años que Rhodes recurrió a las cuchillas por última vez.
Tampoco bebe, ni toma drogas, ni sufre pulsiones suicidas. A
sus 40 años, ha logrado la victoria sobre sus demonios: incompleta,
repleta de altibajos, pero victoria al fin y al cabo. Hoy vive con su segunda
mujer, cuida a su hijo y su libro ha recibido excelentes críticas. «Pero no me
engaño: sé que sólo me separan dos semanas de acabar en un psiquiátrico». ¿Por
qué? «Porque
ahora estoy bien, pero si me vienen varios problemas juntos, puedo
hundirme... Ya me ocurrió con la censura del libro».
Rhodes se refiere a la batalla
judicial que tuvo que librar con su ex mujer para publicar sus memorias. Ella pidió el secuestro del libro para evitar que su hijo,
que sufre Asperger, se enterara del pasado de su progenitor. El juez impuso
unas medidas cautelares que le impedían incluso tuitear cuando iba al
psiquiatra. Al final, el
Tribunal Supremo autorizó la edición del libro en mayo, tras
una campaña en la que le respaldaron amigos como el actor Benedict Cumberbacht.
«Era surrealista: vivía en el Reino Unido, en el siglo XXI, y no podía hablar
sobre mi propia vida».
Cada capítulo está encabezado con el título de una pieza musical y
una pequeña biografía -frecuentemente infeliz- de sus autores. ¿Acaso hay que
estar loco para ser músico? «¡En absoluto!», asegura. «Aparte de Schuman,
ninguno de los autores tenía una enfermedad mental severa. En
realidad, todos los humanos estamos un poco locos, ya seamos pianistas,
pintores o fontaneros. Lo que distingue a estos genios es
que fueron capaces de componer esta música maravillosa pese a que sufrían
depresión, ansiedad o lo que fuera». ¿Acaso la música no era un síntoma de su
locura, sino su forma de combatirla? «Exacto. Es lo que me pasa a mí.Cuando
me despierto a las tres de la mañana, lo único que me mantiene con vida es la
música. Si no, me volvería loco».
Si la música clásica salvó a
Rhodes, ahora él quiere salvar la música clásica. Su libro incluye una lista de Spotify con la pretende atraer
a los auditorios a una nueva generación a la que le repele el ambiente
apolillado de los recitales. «Si Mozart o Schubert fueran a un concierto hoy,
montarían un escándalo», sostiene. «No entiendo eso de tocar en frac ni los
músicos que no saludan al público... ¡Es todo ridículo! Cuando haces ruido o no
aplaudes en el momento adecuado, te miran como si estuvieras violando a tu
abuela».
La industria musical siempre
asegura que quiere abrirse a nuevos públicos...
¡Es mentira! Los pianistas son unos gilipollas. Lees sus cuentas
de Twitter y hablan en tercera persona: «Fulanito va a tocar no sé donde»... Yo
quiero saber quiénes son los músicos, como es su vida sexual, qué les emociona.
Ninguno habría escrito un libro como el mío.
Muchos terapeutas recomiendan a
las víctimas de abusos sexuales que escriban una carta a quien les violó. ¿Es
este libro esa carta a su violador?
Mis memorias son todo lo contrario de lo que mi violador quería
para mi vida: tengo un hijo, una carrera, una mujer maravillosa y estoy aquí,
hablando contigo. Así que la respuesta es "sí". Mi libro es un
gigantesco "jódete" a mi violador.
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