João Guimarrães Rosa
LA TERCERA ORILLA DEL RÍO
N
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uestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo
y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas
personas sensatas, cuando indagué la información. En lo que yo mismo recuerdo,
él no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros.
Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a
mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre
mandó que se le hiciera una canoa.
Era
en serio. Encargó la canoa, una especial, de palo vinhático, pequeña, sólo con la tablita de popa, como para caber
justo el remero. Tuvo que ser toda fabricada, elegida fuerte y arqueada en
rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra
madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería que él, que no se ocupaba de esas
artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre no hablaba.
Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más próxima al río, cosa de menos de
cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre.
Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme el día en que la
canoa estuvo terminada.
Tan cerca del agua Cartagena de Indias, 2011 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Sin
alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós.
No dijo otras palabras, ni llevó provisión y ropa, ni hizo ninguna
recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente
alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: "¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!". Nuestro padre contuvo
la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo
algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí.
El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: "Padre, ¿usted me lleva también en esa canoa
suya?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó
de vuelta. Hice como que vine, pero volví a la gruta del monte para saber.
Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió
alejándose, lo mismo su sombra, como un yacaré, extendida, larga.
Ilustración de Pedro Ruiz |
Nuestro padre no volvió. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron.
Nuestra
madre, avergonzada, se portó con mucha cordura, por eso todos atribuyeron a
nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban
que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro padre,
tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser la lepra, desertaba para
otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
Las
voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de
las riberas, incluso de la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre
nunca se asomaba a buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de
noche, y del modo como cursaba el río, libre solitario. Entonces, nuestra madre
y los parientes nuestros concluyeron: que las provisiones que estuvieran
escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o desembarcaba y se alejaba yéndose
para siempre, lo que por lo menos se condecía con lo correcto, o se arrepentía,
de una vez, y volví a casa.
Eso
era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida
hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente
experimentó con prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su
claridad, se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con piloncillo,
broa de maíz, racimo de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora,
muy costosa de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo
de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo
señas. Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca,
a salvo de bichos, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo.
Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, sólo que
disimulaba no saberla; ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para
que yo las consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.
Hizo
venir a nuestro tío, su hermano, para auxiliar en la hacienda y en los
negocios. Hizo venir al maestro para nosotros, los niños. Encomendó al cura que
un día se paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que
desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para
amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro
padre pasaba a lo largo, entrevisto o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar
que se acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace
mucho, dos hombres del periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo,
no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado, aproaba la canoa en
el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él sólo
conocía, a palmos, su oscuridad.
Uno
tuvo que acostumbrarse a aquello. A las penas, que trajo aquello, uno nunca se
acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo
con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba para atrás mis pensamientos. Lo
duro era no entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche,
con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del
año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por todas las
semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse del vivir. No bajaba
en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca más pisó
suelo o pasto. Claro, que al menos, para
dormir, su poco, él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo
escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada,
nunca más frotó fósforo. Lo que comía era un casi; aun de lo que no depositaba
entre las raíces de la gameleira o en la gruta de la barranca, él recogía poco,
ni lo suficiente. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para
tener derecha a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el
subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río,
todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de
árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona
alguna. Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro
padre no podía borrársenos; y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era
apenas para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse
otros sobresaltos.
Se
casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Uno pensaba en él, cuando se
comía comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas
noches de mucha lluvia, fría, fuerte y nuestro padre, sólo con la mano y una
calabaza para ir vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún
conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo
sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con unas uñas grandes,
enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi
desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en cuando se le
proporcionaban.
Y no
quería saber de nosotros; ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por
respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo
siempre decía: -"Fue papá el que un
día me enseñó a hacerlo así..." ; lo que no era cierto, exacto; era
mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros,
por qué, entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo
no encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió que
quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi
hermana con vestido blanco, el del casamiento; ella levantaba en los brazos la
criatura, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos,
esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, nosotros todos
lloramos, allí, abrazados.
Mi
hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermano se decidió y se fue, para una
ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó
yéndose también, para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me
quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la
vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo-
sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me
dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la
explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había
muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas
habladurías, sin sentido, como aconteció, en el comienzo, con las primeras
crecientes del río, con lluvias que no escampaban, todos temieron el fin del
mundo, decían: que nuestro padre había sido el elegido como Noé, y que, por lo
tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi
padre, yo no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.
Soy
hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre
siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río - ponía perpetuidad. Yo
sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía
achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía
padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en
su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar
del río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la
cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. El estaba allá, sin mi
tranquilidad. Soy inculpado de lo que no sé, con herida abierta dentro. Sabría,
si las cosas fueran distintas. Y fui madurando una idea.
Ilustración de Paio |
Sin
demorarme. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, los años todos, nunca a nadie
se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui allá.
Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Por fin
él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí,
a la voz. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y
declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo... Ahora, usted viene, no
precisa más... Usted viene, y yo, ahora, mismo, cuando quiera, los de acuerdo,
¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi
corazón batió en el compás seguro.
Él me
escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, de proa hacia acá, conforme. Y
yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho
un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con
pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder
desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy
pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.
Sufrí
el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy
hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que
ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero
entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen
también en una simple canoa, en esa agua, que no cesa, de extendidas orillas:
y, yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.
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