8 DIC 2001
Prolifera en los últimos tiempos un tipo de literatura que gusta sobre todo a quienes gusta que les guste la literatura. Así dicho parece una majadería, o una paradoja, o una maldad, pero no tiene por qué ser una cosa ni la otra, o al menos no necesariamente. A ese tipo de literatura -a veces de muy alta literatura, sin reticencias- le viene al pelo el término bel letrismo, acuñado por César Aira hace algún tiempo. Entiéndase: conciertos de buenas maneras, de convenientes lecturas, de bien decir, que eventualmente hilvanan con elegancia reflexiones filosóficas, divagaciones literarias, moralidades, crónicas personales, notas de viaje, obsesiones y devociones varias, acompañadas a menudo de citas y testimonios directos, y hasta de fotografías.
EL VIAJE
Sergio Pitol Anagrama. Barcelona, 2001 176 páginas. 1.900 pesetas
Como antes su memorable El arte de la fuga (1996), este último libro de Sergio Pitol, El viaje, participa en cierto modo, con su labilidad genérica, de esta amena y pacífica y acogedora corriente. Pero se distingue muy favorablemente por dos cualidades amabilísimas. En primer lugar, por la perfecta ausencia de esnobismo y de sofisticación, es decir, por la sencillez, o mejor aún la humildad, la emocionante transparencia de su escritura. Y además por su delicada pero en absoluto errática construcción, de naturaleza hondamente narrativa.
Todo comienza con el propósito, por parte de Pitol, de escribir 'una crónica literaria en clave menor' sobre los años que pasó en Praga como diplomático. Al revisar sus cuadernos de aquella época, encontró Pitol uno que contenía 'apuntes relativos a un breve viaje que hice a la Unión Soviética durante el experimento de Gorbachov', en 1986. En aquel viaje, Pitol había sido testigo de 'algo único: los primeros pasos de un dinosaurio por mucho tiempo congelado'. Eran los años de la perestroika. 'Por todas partes había brotes de vida. Era una consagración de la primavera, celebrada entre miles de obstáculos, de trampas, de rostros marcados por el odio'.
El cuaderno en cuestión, con los apuntes correspondientes a los quince días que duró el viaje, constituye el eje de este libro (el último, quizá, de una episódica pero muy notable tradición del turismo intelectual: la del 'viaje a la URSS'). Un libro que tiene mucho de apasionado tributo a la cultura rusa, por la que manifiesta Pitol una inveterada fascinación, pero que, conforme avanza, se revela como semillero de extrañas y portentosas experiencias de las que había de brotar -a modo de reviviscencia onírica, escatológica, carnavalesca- el argumento de Domar a la divina garza (1988), la novela que Pitol había de ponerse a escribir a su regreso a Praga, bajo la advocación de Bajtín.
En la primera etapa de su viaje, Pitol visita Moscú, invitado a dar una conferencia por la Asociación de Escritores Soviéticos (institución que, tal como se ofrece a los ojos de Pitol, parece salida de una novela de Bulgákov). La tirantez y el agobio de los días transcurridos allí tienen su correlato en dos testimonios sobrecogedores: la carta enviada por Méyerhold a Stalin, poco antes de morir torturado, y el retrato que Pitol hace de Marina Tsvetáieva y su familia.
A continuación se traslada Pitol a Tbilisi, la capital de Georgia, invitado ahora por la Unión de Escritores de esa república. Y el contraste con lo vivido en Moscú no puede ser mayor. Pitol descubre un país lleno de vitalidad, de colorido, de belleza ('¿a qué mundo he llegado?', se pregunta), en el que los aires de renovación alentados por Gorbachov han cobrado ya una fuerza imparable. Su vaharada se deja sentir en el asombro y la dicha que inunda a Pitol a cada paso, y no deja de producir al lector el regusto melancólico que dejan tras de sí las epifanías ya marchitas.
Pitol es de los contadísimos escritores capaces de relatar sus sueños nocturnos sin aburrir al lector. Los apuntes de su viaje contienen varios, alguno extraordinario. Igualmente extraordinarias son algunas de las situaciones delirantes en que Pitol se ve envuelto (¿será posible la anécdota de las letrinas públicas?), y de los personajes que conoce. Pero es en el centro mismo del libro y en su final donde Pitol cuela estratégicamente dos evocaciones de su infancia -las dos páginas magistrales sobre los Peces rojos de Matisse e 'Iván, niño ruso'- que, como una clave secreta, dejan bien clara cuál es la dirección profunda del viaje emprendido.
¿Existe el 'alma rusa'? Haber pretendido que sí le valió a Pitol, en su día, ironías y reproches, a los que este libro parece responder educadamente. La respuesta es, en no escasa medida, un elocuente santoral, en el que, a la ilustre vera de Chéjov y de Gógol, figuran los nombres de Dostoievski, de Tolstói, de Pushkin, de Pasternak, de Bely, de Pilniak, de Shklovski, de Lermontov, de Ajmátova, de Bulgákov, de Nabokov.
En cuanto a Tsvetáieva, en el retrato terrible que Pitol le dedica cuenta cómo, en su última época, dueña ya de una maestría admirable, 'escribe, sobre todo, ensayos y juega con los géneros a placer', de forma que cada pieza que compone 'es siempre un relato y la cápsula de una novela y una crónica de época y un trozo de autobiografía'. No hay mejor modo de describir El viaje.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de diciembre de 2001
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