sábado, 29 de diciembre de 2001

Kazuo Ishiguro / Cuando fuimos húerfanos / Reseña


Kazuo Ishiguro

Cuando fuimos huérfanos

Orígenes del 'souvenir'

Luis Magrinya
29 de septiembre de 2001


Cierta parte de la crítica nos ha avisado, por unas razones u otras, de que la constante recreación del pasado en las novelas de Kazuo Ishiguro no debe tomarse demasiado al pie de la letra. Para Barry Lewis, autor de una reciente monografía sobre el novelista, el largo y crucial episodio ambientado en el Nagasaki posnuclear de Pálida luz en las colinas (1982) tiene demasiados -y pintorescos- ecos de Madame Butterfly para que los pasemos por alto. A Malcolm Bradbury, que fue tutor de Ishiguro en la universidad, todo el Japón de Un artista del mundo flotante (1986) le parece pura japonaiseirie, 'una labor de raro manierismo'. Un lector de The Times protestó indignado contra Los restos del día (1989), alegando que el oporto jamás se servía como se describía en la novela, distribuido por el mayordomo después de la cena, sino que eran los mismos caballeros comensales quienes se lo pasaban unos a otros, en el sentido de las agujas del reloj. Como respondiendo a tales acusaciones, Ishiguro ha comentado alguna vez que la suya, más que histórica, era 'una Inglaterra mítica', 'esa Inglaterra que la industria de la nostalgia o del patrimonio suele utilizar para vender mantelerías o tazas de té'.




CUANDO FUIMOS HUÉRFANOS/QUAN ÉREM ORFES

Kazuo Ishiguro Traducción de Jesús Zulaika/Xavier Pàmies Anagrama/Edicions 62 Barcelona, 2000 404/368 páginas. 2.700 pesetas
Uno está en condiciones de esperar que la Inglaterra de esta novela sea la de Hércules Poirot, y la China..., bueno, sí, la de Fu Man-chu

Con Los inconsolables (1995), atrozmente situada en una ciudad centroeuropea sin nombre ni fecha, los paladines del rigor histórico se tuvieron que callar, aunque no por ello dejaran de lamentarse de lo muy confusos que les había dejado aquella súbita inmersión en los abismos de lo incontrastable. Gracias a Cuando fuimos huérfanos (2000), tendrán ocasión, si quieren, de volver a hablar. Cada una de las siete partes del nuevo libro de Ishiguro viene marcada -con precisión absurda, se diría- con un lugar y una fecha en el calendario de la década de 1930; y a lo largo de él, el elemento histórico va tomando forma en 'hechos' como el tráfico de opio de las compañías comerciales británicas, una conferencia titulada ¿Supone el nazismo una amenaza para el cristianismo?, la entrada de las tropas alemanas en Renania, Mussolini, los cañonazos del Ejército japonés sobre Shanghai, la guerrilla comunista china, Chiang Kai-shek y el Kuomintang. Ahora bien, dicho esto, habrá que decir también que el héroe y narrador de la novela es un detective con lupa y una celebridad social, que ha resuelto con éxito, entre otros, el 'caso Mannering' y el 'misterio de la muerte de Charles Emery'; que este mismo detective tiene un 'caso' pendiente que le corroe por dentro, pues se trata de la desaparición de sus propios padres, acaecida en Shanghai cuando él tenía 10 años; y que, en la segunda parte de la novela, viaja en efecto a Shanghai -ahora zona de guerra y hervidero de espías- con la idea envolvente de que sus padres llevan algo así como ¡18 años! secuestrados en una misma y misteriosa casa. En fin, que, visto lo visto y recordando ahora la escabrosa asociación antes apuntada entre historia, mito y mantelerías, uno está en condiciones de esperar que la Inglaterra de esta novela sea la de Hércules Poirot, y la China..., bueno, sí, la de Fu Man-chu.


Y esto es así, y no es así. El trabajo de Ishiguro con lo histórico es de filiación posmoderna y opera sobre imágenes más que sobre 'hechos' o, mejor, sobre las imágenes como hechos: algo que sin duda se opone al proceder de los nostálgicos, que tienden más bien a concebir los hechos como imágenes y a alumbrar incautas cantidades de poesía. No es por cierto ajeno, creo yo, a esta determinación antinostálgica que, en la retórica ultraprosaica de nuestro autor, las imágenes 'literarias' (léase metáforas, símiles, etcétera) brillen por su ausencia, y que brillen en cambio planas descripciones y frases como 'el interior de la tienda estaba atestado de objetos' que parecen requerir con insolencia una agriada inspección de la policía estilística. La maniobra de Ishiguro con las imágenes 'históricas' cabe verla, por su parte, a la luz de una astuta y algo implacable deconstrucción. Elige una 'construcción' prototípica como es el detective con lupa y, después de situarla y explicarla en su medio (Inglaterra), la arroja fuera de él (a Shanghai) para ver cómo se comporta sin la protección de la cultura a la que sirve. Podemos adelantar que se comporta torpe y precariamente; que, sin coartadas, funciona fatal; y que, lejos de su biotopo, revela paradójicamente no sólo su conducta impropia, sino sus orígenes más inconfesables.

La primera parte de la novela nos desvela la frágil composición individual de la imagen del detective, y vemos así a un tipo anclado en fantasías infantiles, torturado por su sentimiento de orfandad, y animado por una visiblemente falsa seguridad en sí mismo. Para él, su condición detectivesca no es más, aunque lo niegue o trascienda, que una conquista social, un status, y su satisfacción en el bordado del estereotipo es la del advenedizo dispuesto a plegarse, a demostrar que él no es ningún 'bicho raro' como dicen algunos, y a encontrar cueste lo que cueste -como ese otro gran souvenir de las Islas Británicas, el mayordomo de Los restos del día- un patrón donde encajar. Siendo, por lo demás, este tipo un narrador característicamente ishiguriano que 'cree recordar', que 'no sabría decir realmente', que 'se pregunta si' y 'tiene casi la certeza de', el contraste entre sus atenuaciones nebulosas y la contundencia con que afirma los proyectos y los éxitos de su personalidad social resulta tan cómico como dramático. En la segunda parte, proyectado a Shanghai, se empeña denodadamente en convertir las agitaciones del entorno histórico en una intriga exótica de agentes secretos creada ex profeso, se diría, para su lucimiento personal... hasta el punto delirante de convencerse de que la resolución del caso de la desaparición de sus padres puede cambiar el curso de los acontecimientos mundiales. El choque entre el individuo hecho imagen y la historia ajena a sus imaginaciones se establece en un clima de desquiciado acto de voluntad: un mundo de bombas, ratas y 'montones de intestinos humanos' que el detective entiende tan sólo como escenario de la gran escena del rescate de sus padres...








AMARGAS REVELACIONES


LAS TRANSFORMACIONES que exige el héroe al mundo entero acaban irremisiblemente volviéndose contra él, o conspirando en todo caso para depararle amargas revelaciones. Y, aunque todo está calculado, en su disparatada coherencia, para que éstas le sean servidas en una escena de género por un personaje de género -el testigo del pasado que vuelve y lo sabe todo-, el detective habrá de descubrir al final de su periplo qué horribles cimientos sostienen su carrera, su 'sentido de misión', sus impulsos redentores y, en fin, su deseo de identidad. Alguna de estas revelaciones, a tono con el caos desatado en Shanghai, parece destinada a convertirlo en otro inconsolable. La parte referida a la desaparición del padre, por ejemplo, es plausiblemente destructora en su laconismo y hasta en su vulgaridad. Pero, en lo tocante a la madre, la trama da un giro victoriano y, entre las sombras de un destino tristísimo, asoma la imagen consoladora de un gran sacrificio. Es posible que esta imagen sea igualmente ficticia, y que para salir de sus fantasías infantiles el héroe necesite otra fantasía. Pero, consolaciones aparte, la impresión final -también muy victoriana- es la de una herencia vergonzosa, la de una terrible mancha en el origen mismo de la rutilante carrera de detective que ha dado 'sentido' a su huérfana vida..., lo que, a un nivel histórico, ahora reconciliado, equivale a la clase de miserias imperiales sobre las que la cultura británica ha erigido algunas de sus más evocadoras estampas. En Grandes esperanzas, un descubrimiento similar servía a Pip para dejar de ser un petimetre; al protagonista de Cuando fuimos huérfanos lo envejece drásticamente, convirtiéndolo en un hombre quizá algo chocho, pero más sereno y cabal, capaz de mirar con mayor ecuanimidad tanto sus triunfos como sus fracasos. Hoy algunos activistas piden que nos fijemos en dónde se fabrica la ropa que compramos. Lo que nos enseña Ishiguro en esta novela es la sucia etiqueta que cuelga del reverso de la mantelería, y lo que pasa cuando se ve.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de septiembre de 2001
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