ÁLVARO CEPEDA SAMUDIO
TODOS ESTÁBAMOS A LA ESPERA
Íbamos llegando uno a uno y nos
sentábamos en los altos bancos a lo largo del bar. Nos quedábamos allí, en
silencio, oyendo las canciones que alguien cantaba en los discos. Otras noches
había boxeo. Entonces dejábamos de echar monedas en el tocadiscos y mirábamos
la pelea. Pero no duraban mucho tiempo. Casi nunca llegaban al último round,
pues siempre alguien era tirado violentamente sobre la lona gris y un hombre
con un corbatín le levantaba la mano al que se había quedado en pie y la pelea
terminaba. Algunas veces apostábamos, pero después de un tiempo no quisimos ver
más esto y dejamos de sintonizar al Madison. Nadie dijo nada. Nos pusimos de
acuerdo sobre ello sin que nadie lo propusiera. Dejamos de ver el boxeo como
hacíamos todo: sin decirnos nada. Había otras noches cuando no teníamos dinero
y entonces entrábamos, nos acercábamos al tocadiscos y apretábamos un botón. La
canción sonaba un largo rato y luego nos íbamos otra vez. Porque teníamos que
ir todas las noches, pues no sabíamos cuándo llegaría y no queríamos que
llegara y no estuviéramos nosotros allí. Pero el dueño se dio cuenta. Supo que
nosotros también estábamos a la espera y una noche, cuando pasábamos frente a
él hacia el tocadiscos, nos dijo: “Pueden tomar lo que quieran”. Entonces nos
acercamos al bar y comenzamos a tomar como siempre. Desde esa noche ya nunca
dejamos de ir. Y aunque no tuviéramos dinero, nos sentábamos en los altos
bancos rojos y pedíamos nuestros tragos. Una noche llegó alguien a quien nunca
habíamos visto. Como si conociera el lugar desde mucho antes, como si él
supiera de nosotros. Tomó un banco y lo acercó al nuestro. Luego dijo: “Voy a
quedarme aquí. Tiene que llegar a este bar”. Nadie lo miró. Pero nosotros sí.
Tenía el pelo negro, una pipa labrada y un saco grueso. No dijimos nada y él
puso sus billetes sobre el mostrador y comenzó a tomar lentamente. “Hace tiempo
que estoy esperando”, dijo, y golpeó la pipa contra la palma de la mano abierta
y dura. “Me salí de la carretera con los catorce que me tocaban a mí. Caminé
detrás de ellos hasta que encontré un pequeño claro de arena blanca. Entonces
oí que ya él había terminado. Ya su ametralladora no sonaba. Estaban de
espaldas. Yo comencé a llorar. Cuando él llegó su ametralladora volvió a sonar.
Yo me dije que no quería oír más. Y ni siquiera oí cuando las balas se
callaron. Seguramente me dijo que lo siguiera y yo lo seguí, pero ya no oí
más”. Nosotros no dijimos nada porque él siguió hablando y nosotros dejamos de
oírlo de pronto. Era que habíamos comenzado a recordar. Y nos fuimos apartando
poco a poco a medida que los recuerdos se alejaban. Llegamos a una estación.
Había buses plateados y ventanillas numeradas en negro en el fondo del gran
corredor. Allí habíamos comenzado, sentados en unas butacas tibias por el calor
de los cuerpos que llenaban la estación, con las revistas y los periódicos
desordenados a nuestro lado. No sabíamos si esperábamos o nos esperaban. Allí
habíamos comenzado. Pero antes era yo. Yo solo viajando sobre las carreteras de
ladrillos rojos. Yo frente a la vendedora de revistas, comprando todas las
revistas y todos los periódicos, no para leerlos, sino para ofrecérselos a
quien había de sentarse a mi lado en el doble asiento del viaje, y la voz de la
muchacha preguntando a qué hora sale su bus y un negro le da la hora que yo
conozco; porque he estado esperando toda la noche en esa estación. Y de pronto
me quedo solo con la muchacha y las paredes se van alejando en cuatro
direcciones y estamos allí solos, la muchacha y yo, el negro, con los botones
dorados de su chaqueta y su brillante escoba, se aleja empujado por la huida de
las paredes mientras la muchacha de las revistas desaparece detrás de las
carátulas multicolores que le hacen muecas. Yo le hablo a la muchacha que tiene
un largo tiquete verde en las manos y mira sin entender los itinerarios con su
complicada combinación de números. En la enorme soledad de la estación mi voz y
la voz de la muchacha van llenando lentamente todos sus vacíos. Y después ya no
hablamos más. La muchacha se duerme contra la madera lustrosa de los bancos y
yo estoy velando su sueño derrotado. De pronto me dice sin abrir los ojos:
“Tengo hambre”. Y yo me levanto sin
ruido y atravieso el frío ancho de la calle porque he visto en algún lado las
vitrinas opacadas de un restaurante. En un tarro de cartón me dan café caliente
para la muchacha. Yo le digo al griego que está detrás del mostrador: “Ella
está ahí en la estación, no sé para dónde va, pero ha esperado el bus toda la
noche y tiene hambre”. Y el griego me pregunta: “¿Por qué no te vas con ella?”.
Y yo le contesto que no lo había
pensado, pero que quiero irme con ella. Me llena un tarro de cartón blanco y me
lo entrega. “Llévaselo y antes de despertarla dile que te vas con ella”. Yo lo
hago así y la muchacha se toma lentamente el café mientras yo pienso en lo que
me ha dicho el griego. Cuando llegan los buses nos levantamos y salimos a leer
las letras blancas hasta hacerlas coincidir con los tiquetes. Yo me vuelvo al
restaurante y le digo al griego que ella se ha ido. Él me dice: “Tiene que
volver”. Yo atravieso todo el frío del mundo que se ha acumulado en la calle,
recojo mis revistas y me meto en el último bus.
Y otra vez las estaciones repetidas
a lo largo del cansancio que había comenzado hacía muchas semanas. Y por fin he
llegado a esta estación y me he encontrado en este banco rodeado de periódicos
y revistas. Cuando la voz vieja conocida que anuncia las llegadas y las salidas
anunció el nombre que esperábamos, ya éramos nosotros. Y subimos a nuestro bus.
Ahora estamos en este bar todavía a la espera. Nos rodea gente, cada uno con su
espera. Estamos estrechamente unidos en que todos sabemos que estamos a la
espera pero no nos conocemos, ni siquiera hablamos. Solamente “nosotros”
hablamos de vez en cuando. Y ahora ha llegado este hombre y nos ha hablado, nos
ha dicho cosas que no hemos preguntado. Secretamente sabemos que ha de seguir
hablando y hablando, que mañana vendrá y hablará otra vez, y seguirá viniendo
todas las noches. Vamos a tener miedo, miedo de que nos interrumpa a cada
momento cuando nos ponemos a parar monedas de canto sobre la madera humedecida
por nuestros vasos. Y de que pregunte cuando nos ponemos a jugar con los círculos
de agua que hay debajo de cada trago. Yo sé que nos está mirando y espera que
volvamos la cabeza hacia él para seguir hablando. Pero tenemos miedo y no
queremos mirarlo, no podemos mirarlo porque tenemos los ojos redondeados sobre
los vasos. No podemos oírlo, pues alguien ha vuelto a meter monedas en el
tocadiscos y hemos hecho tapones de música para nuestros oídos. Y para
distraernos pensamos: −la foca azul tiene una pelita blanca y roja sobre la
nariz−cómo se llamará la foca−tonto no ves que se llama Carstairs−no ese no es
el nombre de la foca−es el nombre del whiskey−pero no es lo mismo−yo siempre
quise ver las focas−vamos a verlas una tarde cuando haya verano−no, ya he
perdido el interés y de propio no son tan reales como esta foca azul−aquellas
también tendrán pelotas rojas pues yo las llevaré−llevaremos pelotas blancas y
pelotas rojas, las más grandes y más blancas y más rojas que podamos
conseguir−llevaremos pelotas para dárselas a las focas−sí tal vez podríamos ir
un día cuando haya verano−y después iríamos a un cine, me gusta el cine−creo
que me gustaría ver una película que se llame los rinocerontes hacen pompas de
jabón en la que esté Susan Peters que cuando yo era pequeño se parecía a una
muchacha que llevaba sus libros amarrados con una correa verde−hubo un tiempo
cuando veía todas las películas−cuando no se tienen sueños, cuando no esperamos
nada, tenemos que meternos en las salas de cine y tomar los sueños prestados de
las películas−también yo iba al cine todos los días a hacer míos todos los
sueños−. Dejamos de pensar y nos pusimos a jugar otra vez con las monedas. Nos
habíamos olvidado de nuestro miedo, no supimos cuándo entró; estaba mirándonos
cuando alzamos la cabeza para pedir los tragos. La vimos al mismo tiempo, pero
yo me quedé mirándola. Cuando me levanté, todas las monedas que estaban paradas
de canto comenzaron a rodar. Yo le dije: “He estado esperándote Madeleine”. Y
luego: “Ahora vendrás todas las noches”. Ella siguió mirándome y asintió.
Cuando salíamos oí su voz diciéndome: “Ya no me necesita más. Déjame ir ahora”.
Yo le tomé la mano y se la apreté con fuerza. Mientras cruzamos la calle
veíamos a Madeleine a través de la vitrina que había comenzado a esperar.
Álvaro Cepeda Samudio
Todos estábamos a la espera
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