jueves, 19 de abril de 2018

Alice Sebold / Casi la luna / Primer capítulo

Alice Sebold 

CASI LA LUNA 

Fragmento

1

A fin de cuentas, matar a mi madre resultó sencillo. La demencia, cuando se precipita, logra de algún modo revelar el alma de la persona afectada por ella. El alma de mi madre estaba corrompida como el agua salobre que llevara semanas en el fondo de un jarrón con flores. Era hermosa cuando mi padre la conoció y aún conservaba la capacidad de amar cuando se convirtió en mi madre a una edad avanzada, pero en el momento en que aquel día levantó la vista para mirarme, nada de eso tuvo la menor importancia.
Si no hubiera descolgado el auricular, la señora Castle, la desafortunada vecina de mi madre, habría seguido llamando a los números de emergencia de la lista que colgaba del frigorífico color almendra de mi madre. Sin embargo, no había pasado ni una hora y ya me encontraba regresando a toda prisa a la casa en que había nacido.
Era una fría mañana de octubre. Cuando llegué mi madre estaba sentada muy derecha en su sillón de orejas, envuelta en un chal de mohair, murmurando para sí. La señora Castle me dijo que mi madre no la había reconocido cuando le había llevado el periódico aquella mañana.
–Ha intentado cerrarme la puerta en las narices –dijo la señora Castle–. Gritaba como si la estuvieran escaldando. Ha sido una escena de lo más lamentable.
Mi madre, aquella presencia totémica, estaba sentada en el sillón de orejas tapizado en rojo y blanco en el que había pasado las más de dos décadas transcurridas desde la muerte de mi padre. Había envejecido lentamente en aquel sillón, dedicada primero a la lectura y a hacer punto, y después, cuando la vista comenzó a fallarle, a ver programas de la televisión pública desde el amanecer hasta que se quedaba dormida después de la cena. De un año o dos a esta parte se sentaba en el sillón y ni siquiera se molestaba en encender el televisor. Se colocaba en el regazo las madejas de hilo embrollado que mi hija mayor, Emily, seguía mandándole cada año por Navidad y las acariciaba como algunas ancianas deben de acariciar a sus gatos.
Le di las gracias a la señora Castle y le aseguré que me ocuparía de todo.
–Ya va siendo hora –dijo, volviéndose para mirarme desde la entrada–. Es terrible el tiempo que lleva sola en esta casa.
–Lo sé –respondí, y cerré la puerta.
La señora Castle descendió los escalones del porche de mi madre cargada con tres platos de distinto tamaño que había encontrado en la cocina y que según ella le pertenecían. No lo dudé. Los vecinos de mi madre eran una bendición. Cuando era pequeña, mi madre solía arremeter contra la iglesia ortodoxa griega que había al final de la calle, llamando a sus feligreses, sin motivo coherente, «esos estúpidos polacos enfervorizados». Sin embargo, eran aquellas personas quienes, haciendo honor a su reputación, siempre se ocuparon de que a la anciana cascarrabias que llevaba toda la vida en aquella casa destartalada no le faltara la comida ni la ropa. Y si de vez en cuando alguien le robaba, tampoco era de extrañar; al fin y al cabo no era seguro que una mujer viviera sola.
«Entre estas paredes vive gente», me había dicho en más de una ocasión, pero hasta que descubrí un preservativo junto a mi cama de niña no até cabos. Manny, un chico que de vez en cuando hacía reparaciones en casa de mi madre, invitaba a chicas y las subía a las habitaciones. Entonces hablé con la señora Castle e hice cambiar la cerradura. Yo no tenía la culpa de que mi madre se negara a marcharse.
–Madre –dije, como solo yo, su única hija, tenía derecho a llamarla. Levantó la vista y sonrió.
–Puta.
Lo curioso de la demencia es que en ocasiones da la sensación de que el enfermo tiene acceso directo a la verdad, parece que pudiera ver a través de la piel debajo de la que te escondes.
–Madre, soy Helen.
–¡Ya sé quién eres! –espetó.
Sus manos se aferraban a los brazos del sillón y observé la fuerza con que se asía a ellos, su estallido de enfado convertido en garras involuntarias.
–Me alegro –respondí.
Permanecí de pie durante unos segundos hasta sentir que ya habíamos sentado las bases. Ella era mi madre y yo su hija. Pensé que a partir de ese momento podíamos seguir adelante con otro de nuestros habituales incómodos encuentros.
Caminé hasta las ventanas y comencé a levantar las persianas que unas bandas de tela cada día más deshilachadas mantenían unidas. Fuera, el jardín de mi infancia estaba tan abandonado que me costó reconocer las formas originales de árboles y arbustos, aquellos lugares en los que había jugado con otros niños antes de que el comportamiento de mi madre comenzara a ser conocido más allá de los límites de nuestra casa.
–Me roba –dijo mi madre.
Le daba la espalda. Miraba una enredadera que se había encaramado al enorme abeto que se erguía en un rincón del jardín y había invadido el cobertizo donde mi padre se había dedicado alguna vez a la carpintería. En aquel lugar siempre era el hombre más feliz del mundo. En mis días más oscuros solía imaginarlo allí, lijando con esmero los globos de madera por los que había aparcado todos sus otros proyectos.
–¿Quién te roba? 

–Esa bruja.
Sabía que se refería a la señora Castle. La mujer que se aseguraba a diario de que mi madre despertara. La que le llevaba el Philadelphia Inquirer y no pocas veces cortaba flores de su jardín y las colocaba en jarras de plástico para el té helado que no se romperían en caso de que mi madre las volcara.
–No es verdad –dije–. La señora Castle es una mujer encantadora que cuida mucho de ti.
–¿Qué ha sido de mi tazón azul de Pigeon Forge?
Sabía de qué tazón hablaba y caí en la cuenta de que llevaba semanas sin verlo. Cuando era niña siempre estuvo lleno de lo que yo tenía por comida aprisionada: almendras y nueces de Brasil, y avellanas que mi padre se encargaba de cascar y extraer con un pequeño tenedor.
–Se lo regalé, madre –mentí. 

–¿Que hiciste qué? 
–Se porta de maravilla y sabía que le gustaba, así que se lo regalé un día mientras dormías la siesta.
«La ayuda no cae del cielo –sentí ganas de decirle–. Esa gente no te debe nada.»
Mi madre me miró. Fue una mirada horrible e infinita. Después frunció los labios, el inferior hacia fuera, que no tardó en temblar. Iba a llorar. Salí de la habitación y me dirigí a la cocina. Cada vez que volvía a casa encontraba buenas razones para pasar muchas de las horas que se suponía debía estar con mi madre en cualquier habitación salvo en la que ella se encontrara. Oí el leve gemido que llevaba oyendo toda mi vida. Era un gemido cuyas notas estaban orquestadas para provocar lástima. Mi padre siempre había sido el que corría a su lado. Tras su muerte, esa responsabilidad recayó sobre mí. Durante más de veinte años, con mayor o menor diligencia, me había estado ocupando de ella, corriendo a casa cuando me llamaba para decirme que iba a estallarle el corazón, o acompañándola en sus series de visitas al médico, más frecuentes a medida que envejecía.
A última hora de la tarde de aquel día me encontraba en el porche acristalado de la parte de atrás barriendo la estera. Había dejado la puerta abierta para oírla. Entonces, entre la nube de polvo que me rodeaba me llegó un inconfundible olor a mierda. Mi madre había intentado ir al baño pero no había logrado levantarse.
Solté la escoba y corrí a su lado. No había muerto, como yo había deseado momentáneamente, y sufrido la consiguiente pérdida de control de los esfínteres. Muerta en su casa, tal y como ella habría querido. En lugar de eso la encontré sentada en su silla, toda sucia.
–¡Me he hecho caca! –anunció. En aquella ocasión su sonrisa era distinta a la de «puta». La de «puta» estaba llena de vida. Aquella sonrisa me era desconocida. No contenía miedo ni maldad.
A menudo, cuando le contaba a mi hija pequeña, Sarah, lo ocurrido un día en particular, ella me decía que por mucho que me quisiera no tenía intención de desnudarme y cambiarme los pañales cuando fuera vieja. «Contrataré a alguien –decía–. No se me ocurre mejor manera de intentar ser feliz que evitar todo eso.»
El olor invadió la habitación en pocos segundos. Regresé al porche en dos ocasiones para tomar grandes bocanadas de aire polvoriento y no fui capaz de pensar en otra cosa que no fuera conseguir que mi madre tuviera el aspecto con el que le gustaría que la vieran. Sabía que tendría que llamar a una ambulancia. Sabía, desde hacía ya tiempo, que mi madre se estaba yendo de este mundo, pero no quería que llegara al hospital cubierta de mierda. O debería decir que sabía que ella no querría eso, de modo que aquello que siempre le había importado más que cualquier otra cosa a lo largo de su vida, las apariencias, se convirtió también en lo más importante para mí.
Tomé aire una última vez en el porche y regresé a su lado. Esfumada la sonrisa, estaba agitada en extremo.
–Mamá –dije, segura mientras lo decía de que no reconocía la palabra ni a la hija que la había pronunciado–. Te ayudaré a lavarte y después iremos a hacer algunas visitas.
«No volverás a hacer ninguna visita», pensé sin crueldad. ¿Por qué será que cuando alguien se muestra pragmático tiende a ser interpretado de ese modo? La mierda es la mierda y la verdad es la verdad. No hay más.
Me arrodillé frente a ella y la miré a la cara. La odiaba más de lo que hubiera odiado jamás a nadie. Aun así, levanté un brazo y, como si por fin tuviera permiso para tocar algo precioso, le acaricié la larga trenza plateada. «Mamá», susurré. Lo dije porque sabía que se quedaría flotando en el aire. Sin repercusión, sin respuesta.
Estaba húmeda y se sentía incómoda. Como un caracol atrapado bajo el sol, por ejemplo, deseosa de librarse del elemento que le causaba dolor. Me incorporé pero permanecí inclinada frente a ella. Pasé los brazos por debajo de los suyos, con cuidado de no apoyar peso sobre su cuerpo. Me agaché como un jugador de rugby a punto de hacer un placaje y la levanté. Era a la vez más ligera y más pesada de lo que había imaginado.
Logré levantarla sin demasiada dificultad, pero una vez estuvo de pie se desplomó entre mis brazos. Hice cuanto pude para no soltarla y evitar que ambas cayéramos al suelo. Mientras intentaba mantener el equilibrio con todo su peso entre mis brazos, no pude evitar pensar en mi padre, en cómo año tras año había soportado su carga, se había disculpado con los vecinos, y en cómo este cuerpo se había doblegado sobre el de él, una y otra vez, hasta que ambos terminaron por convertirse en uno solo.
Entonces sentí ganas de llorar. Se acercaba nuestro final y el de los secretos de la casa. Tenía cuarenta y nueve años y mi madre ochenta y ocho. Mi padre llevaba muerto casi todos los años que tenía mi hija pequeña, desde pocos meses después de que la niña cumpliera los cuatro. Sarah jamás conocería la dimensión real de su dulzura, ni jugaría en el taller entre las piezas de carpintería encoladas tres veces. Recordé los caballitos de balancín mutantes que había en el cobertizo y mis brazos, con mi madre entre ellos, se debilitaron peligrosamente. Cuánto había cambiado la casa y mi vida después de su muerte.
Arrastré a mi madre mientras ella se esforzaba por colaborar y la acerqué a las escaleras que conducían a su baño. Entonces me cuestioné si había perdido el juicio. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que sería capaz de hacer algo así? Pesaría por lo menos cuarenta y cinco kilos, y aunque yo seguía un programa de ejercicios para mantenerme en forma, jamás había sido capaz de levantar más de veinticinco. No iba a salir bien. Me desplomé sobre las escaleras, el cuerpo húmedo y sucio de mi madre encima del mío.
Resollé tumbada sobre las escaleras enmoquetadas pero no me di por vencida. Estaba decidida a lavar a mi madre y vestirla con ropa limpia antes de llamar a la ambulancia. Aún en el suelo, mientras el cuerpo de mi madre se convertía en una especie de peso familiar, algo como la extraña sensación de estar atrapada debajo de un amante adormilado, pensé en las alternativas. Podía llevarla al baño que había en la parte de atrás y lavarla en el fregadero. También estaba la cocina. Pero ¿cómo lograría sostenerla en pie? ¿Cómo iba a sujetarla y lavarla a la vez, por no mencionar el charco de agua que se formaría y el riesgo de resbalar y terminar ambas con la cabeza abierta?
Mi madre comenzó a roncar. Tenía la cabeza recostada sobre mi hombro, por lo que pude verle la cara y el cuello, avejentados y llenos de manchas. Me fijé en sus pómulos, tan afilados como siempre los había tenido, una visión casi dolorosa debajo de aquella piel cadavérica. «¿Quién me querrá?», pensé, pero no tardé en olvidar la pregunta y concentrarme en las hojas de los abedules bañados por el sol crepuscular. Llevaba allí todo el día. Ni siquiera había llamado a Westmore para cancelar la clase. Imaginé el espacio vacío en la tarima de la clase de Dibujo al Natural 101 y a los estudiantes frente a los caballetes, los carboncillos detenidos entre sus dedos.
Sabía que si no me movía mi madre seguiría durmiendo durante horas y se haría de noche. Imaginé a mi amiga Natalie buscándome por los pasillos del edificio de arte, interrogando en vano a los estudiantes. Natalie llamaría a mi casa, tal vez incluso se acercara hasta allí con Hamish, su hijo. Sonaría el timbre en la casa vacía y Natalie pensaría que tal vez me había sucedido algo, a mí, a Sarah o a Emily.
Levanté los brazos por debajo de los de mi madre y logré separarlos de las escaleras. Primero uno y después otro, como si estuviera manipulando una muñeca de tamaño real. Haberla controlado siempre con tanta facilidad, imposible. Tenía que arreglármelas sin llamar a mis hijas. Era algo que tenía que conseguir yo sola. Me revolví debajo de su cuerpo y ella gimió como un globo pinchado. Me senté en las escaleras junto a su cuerpo. La casa tenía un peso y una fuerza que sabía capaces de aplastarme. Tenía que salir de allí y entonces, de repente, recordé la bañera rodeada de caballitos de balancín en el cobertizo.
Dejé que mi madre siguiera durmiendo y subí a toda prisa por las escaleras; entré en su habitación a por mantas y en el cuarto del tocador a por toallas. Me detuve frente al espejo que había encima del lavabo y comprobé mi aspecto. Me vi los ojos más pequeños y azules de lo habitual, como si la intensidad de la situación afectara al color y la percepción. Hacía años que llevaba el pelo tan corto que se me veía la piel. Recuerdo que entré en casa de mi madre y ella me echó un vistazo y comentó: «No me digas que tú también tienes cáncer. Todo el mundo tiene cáncer hoy día». Le conté que aquel peinado era más cómodo, para hacer ejercicio, trabajar y hacer las tareas del jardín. Fue la ambigüedad de la pregunta lo que me llamó la atención. ¿Se habría preocupado si hubiera tenido cáncer, o habría creído que le hacía la competencia? El tono de su voz apuntaba hacia lo segundo, pero era difícil creer algo así de una madre.
Me detuve en lo alto de las escaleras con las mantas y las toallas. Traté de no pensar en el hecho de que mi madre no volvería a ver aquellas habitaciones, que a partir de ese momento se convertirían, para mí, en dependencias vacías atestadas de posesiones.





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