Emmanuel Carrère
Bigotes impostores
SERGI PAMIES
19 JUN 2005
Los que esperaban que después del escándalo de Enric Marco la impostura sería más perseguida y criminalizada se equivocaban. Las vestiduras rasgadas de los primeros días perdieron fuerza y se ha llegado a la paradoja de criticar al historiador que destapó la manipulación, al que han acusado, entre otras cosas, de ser inoportuno. La verdad suele ser inoportuna, sobre todo cuando sirve para pillar con las manos en la masa a quienes dicen ser lo que no son. ¿Que es humano? Por supuesto. ¿Que es una debilidad antigua como el tiempo? También. Pero precisamente por eso conviene denunciarlo y estar alerta no ya a la actuación de Marco, que ya ha sido extensamente comentada, sino a las tentaciones impostoras del entorno.
La frontera que separa la impostura de la estafa puede cruzarse con tanta facilidad que se presta a confusión. Intervienen factores económicos pero, al final, ambas actividades podrían compartir una única definición: "fingimiento o engaño con apariencia de verdad". Si el engaño sirve para lucrarse, es estafa, aunque muchas imposturas también reportan beneficios. Uno de los expertos contemporáneos en esta clase de debilidades es el escritor francés Emmanuel Carrère. En sus libros Una semana en la nieve y El adversario se sintió fascinado por un caso verídico: el de un sujeto que se inventó una vida de mentira que, además, le sirvió para ocultar un terrible crimen. Carrère quedó tocado por el tema y por el éxito. Ahora, muchos años más tarde, está a punto de estrenar una película basada en una de sus novelas, El bigote. La película se estrenará el 6 de julio y cuenta la historia de un hombre que un día decide afeitarse el bigote para sorprender a su mujer y descubre que nadie se da cuenta del cambio. Esta ausencia de reacción desencadena un proceso de dudas y obsesiones que acaba teniendo terribles consecuencias psicológicas.
En realidad, la impostura es un proceso inverso al que experimenta el personaje de Carrère: consiste en ponerse un bigote falso, descubrir que nadie se da cuenta y, a la larga, llegar a presidir la Asociación Internacional de Bigotudos y conceder sesudas entrevistas en las que reflexionar sobre el drama de llevar una cosa peluda entre la nariz y el labio superior. A Carrère no se le puede considerar un impostor, aunque recurra a este concepto para justificar su paso de la escritura a la dirección cinematográfica. Si confiesas, no engañas, y mucho menos si firmas y asumes los riesgos de este tipo de aventuras. Hacerse pasar por lo que no eres, en cambio, es una tentación que puede dar dividendos. En 1983, un par de estafadores fascinados por el III Reich convencieron a la revista Stern de que habían descubierto El diario de Hitler. O sea: se hicieron pasar por Hitler con efectos retroactivos, justo lo contrario de lo que hizo Marco. La revista mordió el anzuelo, les pagó millones y se presentó ante la opinión pública con una exclusiva que fue adquirida, a precio de oro, por las revistas Paris Match y Panorama. Todo era un fabuloso timo. Los estafadores fueron detenidos y condenados a cuatro años y medio de cárcel. Les habría salido más barato descubrir que el bigote de Hitler era falso. Pensé en ellos cuando la semana pasada vi a Luis Roldán en televisión, ejerciendo de agente de seguros antes de regresar a dormir a la cárcel. Ha sido otro de nuestros grandes impostores y el hecho de que ahora venda seguros de vida es una forma de perpetuar la impostura y, al mismo tiempo, reducir sus efectos más nocivos. Por cierto: Roldán también se afeitó la barba y el bigote pero nadie notó la diferencia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 19 de junio de 2005
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