HUELLAS
Por Daniel Domínguez
7 de diciembre de 2009
A mediodía nos hemos regalado un largo y ventoso paseo por el camino de las dunas de Corrubedo. El cielo nos ofrenda una gramática de grises y un aluvión de residuos se ha depositado en los arenales tras los temporales de estas semanas. Respiramos aromas húmedos de anises y caminamos sobre el musgo que tapiza la formación dunar con verdes cuajados, plenos y aterciopelados, y que le debemos a las lluvias recientes y tenaces.
Ángeles me cuenta lo mucho que le gusta Ángulo de reposo, la novela de Wallace Stegner -700 pags.- que lee estos días aprovechando el puente y del que ya había leído En lugar seguro. Wallace Stegner (1903-1993) puso en marcha el taller de escritura creativa de Stanford por donde pasaron Raymond Carver o Tobias Wolff, y combinó la docencia con la actividad literaria y la defensa de la naturaleza. Ángeles no sólo me cuenta cuánto le gusta Ángulo de reposo sino que me la cuenta. Cuántas novelas (y cuentos de Alice Munro) me habrá contado en todos estos años y las cuenta tan bien que, paradójicamente, acabo por leer algunas de ésas, de entre las muchas que trasiega al cabo del año. Bueno, llegado el caso, me pone tareas. Ahora insiste en que lea Lucy Gayheart de Willa Cather.
También evocamos episodios memorables de In Treatment, la serie de la HBO que nos bajó nuestro hijo con todas sus bendiciones. Ayer acabamos de ver la 2º temporada. Por definirla en pocas palabras diré que es digna de Bergman. O, dicho de otro modo, es una serie que me recordó a una versión extendida, por ejemplo, de Saraband. Y diré más, hacía tiempo que no veía a unas actrices jóvenes -Mia Wasikowska (Sophie) y Alison Pill (April)- que me recordaron las primeras películas de una Harriet Andersson o una Bibi Andersson, pero también Melissa George (Laura) y Hope Davis (Mia), y la gran Dianne Wiest (Gina). Y claro, Gabriel Byrne (Paul) en el papel de su vida. Y estoy siendo injusto con cada uno de los actores que no menciono, porque lo merecen, y con letras mayúsculas. Porque In Treatment resulta en sus episodios -23' cada uno, 45 en la 1ª temporada y 35 en la 2ª- una serie modélica gracias a sus actores, es decir, gracias también a sus magistrales guiones y a una dirección medida y exquisita, elegante y sutil, cálida y plena de detalles.
Una serie que, de paso, reinventa la poética perdida del plano-contraplano. Pero, además, tiene un formato televisivo perfecto: Paul es un terapeuta y asistimos a una de las sesiones de cada día de la semana, excepto el viernes cuando él mismo acude a terapia con Gina, a la que conoce desde sus tiempos de estudiante, una estrategia que nos permite conocerlo en profundidad y, por tanto, valorar su silencio y contención el resto de las jornadas. Cada sesión representa una cara del poliedro de la experiencia humana, pongamos por caso la 2ª temporada: el lunes, Mia, una abogada que conjuga una vida profesional exitosa y un vacío existencial; el martes, April, una chica brillante e inteligente a la que acaban de diagnosticar un linfoma; el miércoles, Oliver, un niño con sobrepeso que se siente culpable de la separación de sus padres, Luke y Bess, que también acuden a las sesiones, a veces juntos, a veces por separado; y el jueves, Walter, un viejo ejecutivo de una corporación al que la prensa culpa de una intoxicación alimentaria que ha causado la muerte a varios niños.
Por lo visto, In Treatment parte de un formato creado por Hagai Levi para la televisión israelí y que Rodrigo García desarrolló (y escribió y dirigió bastantes episodios de la 1ª temporada) para la HBO. Sobra decir que cada episodio se desarrolla en la consulta del terapeuta, de la que salimos en contadas ocasiones, eso sí, por muy fundadas razones. Cuando habíamos visto los episodios de las dos primeras semanas, comentamos que era el formato perfecto para que desarrollara aquí una televisión pública. La semana pasada me enteré de que alguien se lo propuso a tve, y declinaron la idea. La verdad, no me extraña. Pero volvamos a In Treatment y al, digamos, estilo HBO. Cabe resaltar que no eluden la complejidad de las relaciones humanas, la devastación que llevan aparejadas y la erosión abrasiva que causan; y que rehúyen las soluciones fáciles y el impudor. Resulta admirable el grado de intimidad que llegamos a compartir los espectadores con cada uno de los personajes, pero sin renunciar a la distancia que nos permite comprender y anticipar, y que deriva de un montaje preciso del primer plano y el plano de conjunto, del plano inmóvil y de los travellings casi invisibles. Todo un ejercicio de caligrafía de las emociones que deja un poso de tristeza, de una mirada compasiva sobre la condición humana, sobre nuestro irremediable desvalimiento. Huellas.
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