Donald Trump
Un millonario se divierte
A pesar de los dislates racistas de Donald Trump, Estados Unidos son la mejor prueba de que puede prosperar una sociedad multirracial, multicultural y multirreligiosa, que concede oportunidades a quien quiere trabajar
Entre los millonarios, como entre los demás seres comunes y corrientes, hay de todo: gentes de gran talento y esforzado trabajo, que han hecho su fortuna prestando una gran contribución a la humanidad, como Bill Gates o Warren Buffett, y que, además, destinan buena parte de su inmensa fortuna a obras de beneficencia y servicio social, o imbéciles racistas como el señor Donald Trump, ridículo personaje que no sabe qué hacer con su tiempo y sus millones y se divierte en estos días como aspirante presidencial republicano insultando a la comunidad hispánica de Estados Unidos —más de cincuenta millones de personas— que, según él, son una chusma infecta de ladrones y violadores.
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Los dislates de un payaso con dinero no tendrían mayor importancia si las estupideces que Trump dice a diestra y siniestra en su campaña política —entre ellas figuran los insultos al senador McCain, que peleó en Vietnam, fue torturado y pasó años en un campo de concentración del Vietcong— no hubieran tocado un nervio en el electorado norteamericano y lo hubieran catapultado a un primer lugar entre los precandidatos del Partido Republicano. Por lo visto, entre éstos, sólo Jeb Bush, que está casado con una mexicana, se ha atrevido a criticarlo; los demás han mirado a otro lado, y por lo menos uno de ellos, el senador Ted Cruz (de Texas), ha apoyado sus diatribas.
Pero, por fortuna, la respuesta de la sociedad civil en Estados Unidos a las obscenidades de Donald Trump ha sido contundente. Han roto con él varias cadenas de televisión, como Univision y Televisa, las tiendas Macy’s, el empresario Carlos Slim, muchas publicaciones y un gran número de artistas de cine, cantantes, escritores, e incluso el chef español José Andrés, muy conocido en Estados Unidos, que iba a abrir uno de sus restaurantes en un hotel de Trump, se ha negado a hacerlo luego de sus declaraciones racistas.
¿Es bueno o malo que el tema racial, hasta ahora evitado en las campañas políticas norteamericanas, salga a la luz e incluso pase a ser protagonista en la próxima elección presidencial? Hay quienes consideran que, pese a las sucias razones que han empujado a Donald Trump a servirse de él —vanidad y soberbia— no es malo que el asunto se ventile abiertamente, en vez de estar supurando en la sombra, sin que nadie lo contradiga y refute las falsas estadísticas en que pretende apoyarse el racismo antihispánico. Tal vez tengan razón. Por ejemplo, las afirmaciones de Trump han permitido que distintas agencias y encuestadoras de Estados Unidos demuestren que es absolutamente falso que la inmigración mexicana haya venido creciendo sistemáticamente. Por el contrario, la propia Oficina del Censo (según un artículo de Andrés Oppenheimer) acaba de hacer saber que en la última década el flujo migratorio procedente de México cayó de 400.000 a 125.000 el año pasado. Y que la tendencia sigue siendo decreciente.
El problema es que el racismo no es nunca racional, no está jamás sustentado en datos objetivos, sino en prejuicios, suspicacias y miedos inveterados hacia el “otro”, el que es distinto, tiene otro color de piel, habla otra lengua, adora a otros dioses y practica costumbres diferentes. Por eso es tan difícil derrotarlo con ideas, apelando a la sensatez. Todas las sociedades, sin excepción, alientan en su seno esos sentimientos torvos, contra los que, a menudo, la cultura es ineficaz y a veces impotente. Ella los reduce, desde luego, y a menudo los sepulta en el inconsciente colectivo. Pero nunca llegan a desaparecer del todo y, sobre todo en los momentos de confusión y de crisis, suelen, atizados por demagogos políticos o fanáticos religiosos, aflorar a la superficie y producir los chivos expiatorios en los que grandes sectores, a veces incluso la mayoría de la población, se exonera a sí misma de sus responsabilidades y descarga toda la culpa de sus males en “el judío”, “el árabe”, “el negro” o “el mexicano”. Remover aquellas aguas puercas de los bajos fondos irracionales es sumamente peligroso, pues el racismo es siempre fuente de violencias atroces y puede llegar a destruir la convivencia pacífica y socavar profundamente los derechos humanos y la libertad.
Es muy probable que, pese a la incultura de que hace gala en todo lo que dice y hace el señor Donald Trump —empezando por sus horribles y ostentosos rascacielos— intuya que sus insultos a los estadounidenses de origen latino o hispano son absolutamente infundados y los perpetre a sabiendas del daño que eso puede hacer a un país que, dicho sea de paso, ha sido y sigue siendo un país de inmigrantes, es decir, de manera frívola e irresponsable. Saber hacer dinero, como ser un as en el ajedrez o pateando una pelota, no presupone nada más que una habilidad muy específica para un quehacer dado. Se puede ser millonario siendo —para todo lo demás— un tonto irrecuperable y un inculto pertinaz, y todo parece indicar que el señor Trump pertenece a esa variante lastimosa de la especie.
Pero sería también muy injusto concluir, como han hecho algunos a raíz de las intemperancias retóricas del magnate inmobiliario, que el racismo y demás prejuicios discriminatorios y sectarios son la esencia del capitalismo, su producto más refinado e inevitable. No sólo no es así. Estados Unidos son la mejor prueba de que una sociedad multirracial, multicultural y multirreligiosa puede existir, desarrollarse y progresar a un ritmo muy notable, creando oportunidades que atraen a sus playas a gentes de todo el planeta. Estados Unidos es el primer país de nuestro tiempo gracias a esa miríada de pobres gentes que, desesperadas por no encontrar alicientes ni oportunidades en sus propios países, fueron allí a romperse el alma, trabajando sin tregua y, a la vez que se labraban un porvenir, construyeron un gran país, la primera potencia multicultural de la historia moderna.
Al igual que los irlandeses, los escandinavos, los alemanes, los franceses, los españoles, los italianos, los japoneses, los indios, los judíos y los árabes, los hispanos han contribuido de manera muy efectiva a hacer de Estados Unidos lo que es. Si en cualquier país, hoy, resulta una sandez hablar de sociedades pulquérrimas, no mezcladas, lo es todavía más en Estados Unidos, donde, debido a la flexibilidad de su sistema que concede oportunidades a todos quienes quieren y saben trabajar, la sociedad se ha ido renovando sin tregua, asimilando e integrando a gentes procedentes de los cuatro puntos cardinales. En este sentido, Estados Unidos son la sociedad punta de nuestro tiempo, el ejemplo que tarde o temprano deberán seguir —abriendo sus fronteras a todos— los países que quieran llegar a ser (o seguir siendo) modernos, en un mundo marcado por la globalización. La existencia de un Donald Trump en su seno no debe hacernos olvidar esa estimulante verdad.
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