David Foster Wallace |
ENTREVISTA INÉDITA
CON DAVID FOSTER WALLACE
“La broma infinita’ es un intento de entender la tristeza inherente al capitalismo”
David Foster Wallace, uno de los escritores más influyentes de la narrativa contemporánea, murió hoy hace 10 años. Eduardo Lago recupera ahora una conversación perdida durante años con el autor de culto
Eduardo Lagos
Nueva York, 11 de septiembre de 2018
David Foster Wallace, nacido en 1962 en Ithaca (Nueva York), es uno de los narradores más influyentes del panorama literario internacional de las últimas décadas, y su magnum opus, La broma infinita, una novela que rebasa el millar de páginas e incorpora más de 400 notas que constituyen otras tantas ramificaciones tentaculares de la narración central, marcó un hito en la historia de la literatura reciente. Convertido en un mito que trasciende la esfera de lo literario, su influencia sobre narradores de todas latitudes no hace sino aumentar con el transcurso del tiempo. Hoy, 12 de septiembre, se cumplen 10 años de su muerte. Las circunstancias de aquel trágico suceso son muy conocidas. Aquella tarde, su mujer tenía una inauguración de sus obras pictóricas en una galería ubicada en las cercanías de Claremont, California, donde vivía la pareja. De manera un tanto inesperada, en el momento de salir, David Foster Wallace anunció que prefería quedarse en casa. Cuando su mujer regresó lo encontró ahorcado en el garaje de su vivienda. Su reputación había ido creciendo de manera paulatina, convirtiéndolo en un icono de lo que habría de ser la literatura del futuro. La broma infinita no es más que parte de un legado enormemente rico y complejo, que incluye obras fundamentales también en el ámbito de la no ficción. La entrevista inédita que se ofrece hoy en EL PAÍS [integrada en libro Walt Whitman ya no vive aquí, de Lago, que publica la próxima semana Sexto piso] forma parte de una serie de conversaciones que mantuve autor durante varios años a partir del 2000. Una de ellas ya se publicó en EL PAÍS en 2002. Otras grabaciones de los encuentros se quedaron traspapeladas durante más de 15 años. Recientemente recuperé una de las cintas ordenando mi despacho de la universidad, Sarah Lawrence College.
Marzo de 2000
Ya sé que en estos momentos no está dando clases en la universidad, pero me gustaría preguntarle por los libros que suele asignar a sus estudiantes cuando imparte cursos de escritura creativa.
Utilizo toda clase de textos. En los cursos de principiantes utilizo una antología que incluye los cuentos «A & P», de John Updike; «El tren de las cinco cuarenta y ocho», de John Cheever; «Los que se marcharon de Omelas», de Ursula K. Le Guin; «La lotería», de Shirley Jackson… Es decir, cuentos convencionales que figuran en todas las antologías. En algunas ocasiones he intentado enseñar obras de ficción más ambiciosas, textos extraños o difíciles, pero los estudiantes que empiezan no están suficientemente preparados para afrontarlos, de modo que la experiencia no siempre resulta bien.
Con los estudiantes de licenciatura imparto cursos temáticos, de modo que las lecturas dependen del diseño del curso. He enseñado mucho a Cormac McCarthy, por quien siento una gran admiración, a Don DeLillo, William Gaddis… ¿Quién más? Bastante William Gass, aunque por lo general sus primeros libros. Y mucha poesía… Yo no soy poeta, pero soy un ávido lector de poesía, de modo que enseño mucha poesía contemporánea.
¿Se considera un escritor accesible? ¿Sabe qué clase de lector se acerca a sus libros?
Yo creo que la ficción que escribo es bastante accesible, aunque va dirigida a gente a la que le gusta de verdad leer y piensa que la lectura es algo que requiere disciplina y esfuerzo. Como sabrá, la casi totalidad de lo que se publica en Estados Unidos son libros que a veces pueden ser buenos, pero cuya lectura no requiere demasiado esfuerzo, el equivalente de ir al cine a ver una película entretenida. Casi todo el dinero que genera la literatura procede de libros que la gente lee cuando viaja en avión o está en la playa. Mis libros no son así. La mayor parte de los narradores americanos con los que me relaciono escriben ficción más bien difícil y exigente. Yo creo que soy de los más accesibles, por la sencilla razón de que al escribir no busco intencionadamente complicar las cosas, al revés; procuro que sean lo más sencillas posible. Hay un tipo de ficción, en mi opinión muy buena, que busca deliberadamente ser difícil; obliga al lector a afrontar cierto tipo de estrategias, pero yo no escribo así, por eso no se me suele situar en el campo de los escritores particularmente difíciles. La gente me suele situar, o eso creo, entre los escritores más bien accesibles, aunque formo parte de un grupo que de entrada no cabe considerar exactamente accesible, un grupo que cultiva un tipo de literatura que exige que los lectores tengan cierta preparación y un amor genuino por los libros, gente que cuando lee se implica estéticamente y para la que la literatura es algo más que un pasatiempo.
Según usted, La broma infinita es una novela esencialmente impregnada por un sentimiento de tristeza. ¿Podría ahondar un poco en esa idea? ¿Qué otras intenciones tenía cuando empezó a escribirla?
Lo que quiero decir con eso, a propósito de la cultura americana, en particular para los jóvenes, es que, desde el punto de vista material, Estados Unidos es un lugar magnífico para vivir. La economía es muy potente y hay gran abundancia de medios. Cuando empecé a escribir La broma infinita tenía treinta años, pertenecía a la clase media alta, era blanco, nunca había padecido ninguna forma de discriminación, desconocía cualquier forma de pobreza de la que yo no fuera el causante y la mayor parte de mis amigos se encontraban en una posición parecida. Y sin embargo, la tristeza es algo tangible, está ahí, es una realidad. Hay una cierta… ¿cuál sería la palabra? Una desconexión o alienación entre la gente que tiene menos de cuarenta o cuarenta y cinco años en este país. Se podría decir que el malestar se remonta al Watergate o Vietnam, aunque hay muchas otras causas. La broma infinita intenta abordar el fenómeno de la adicción, tanto a los estupefacientes como en la acepción originaria de la palabra en inglés, adicción en el sentido de devoción, en un sentido casi religioso. Mi novela es un intento por entender una especie de tristeza que es inherente al capitalismo, algo que está en la raíz del fenómeno de la adicción. El motivo por el que insistí en la idea de que La broma infinita era un libro presidido por el signo de la tristeza es que, cuando me empezaron a hacer entrevistas poco después de su publicación, todo el mundo insistía en que era un libro muy divertido, cosa que no entendía y me intrigaba, pero honestamente también me decepcionaba, porque para mí el sentimiento dominante del libro es de una inmensa tristeza.
¿Cómo definiría su generación literaria?
¡Santo cielo!
Suponiendo que crea en una cosa así.
¿Podría precisar un poco más la pregunta? ¿Quiénes serían los escritores de mi generación afines a mí?
Por su edad, forma parte de un grupo que ha heredado una tradición literaria que los escritores como usted están intentando transformar. Hay muchas maneras de entender la literatura, pero es evidente que entre los jóvenes escritores norteamericanos de hoy hay muchos que están intentando escribir ficción de otra manera. ¿Se siente parte de un grupo así, y qué papel desempeñaría su trabajo dentro de ese grupo?
La verdad es que no lo sé. Las primeras veces que me preguntaron eso yo era muy joven, pertenecía a la que entonces era la generación más reciente de narradores americanos, pero después han venido otros… En la narrativa americana surge una nueva generación cada cinco o siete años. Se me suele asociar con gente como William T. Vollmann, Richard Powers, Joanna Scott, A. M. Homes, Jonathan Franzen o Mark Leyner. Todos rondan los cuarenta, Powers y Scott tienen algo más de cuarenta, yo tengo treinta y ocho. Todos empezamos a publicar por la misma época. Como grupo somos un porcentaje bastante pequeño, la mayoría de los escritores jóvenes en activo cultivan lo que yo llamo Realismo, con mayúscula, escriben de manera tradicional, en tercera persona, bajo la mirada limitada a un narrador omnisciente, con un personaje y un conflicto centrales. Es un tipo de ficción estructurado a la manera clásica. De los escritores con los que se me asocia hay algunos entre los que le acabo de mencionar con los que tengo algo en común. De manera especial, cuando fuimos a la universidad se nos expuso a toda una serie de corrientes, en primer lugar la teoría literaria europea, y en segundo lugar lo que se entiende por ficción norteamericana posmoderna, es decir, Nabokov, DeLillo, Pynchon, Barth, Gaddis y Gass, todo ese grupo. Haber estado expuesto a esos dos tipos de influencias hace que resulte constitutivamente más difícil escribir de manera tradicional, porque la verdad es que parte de la mejor ficción posmoderna clásica para mí hizo saltar por los aires la credibilidad del realismo clásico y sus estrategias. He hablado lo suficiente con alguno de esos escritores, como es el caso de Richard Powers, como para pensar que está de acuerdo con lo que digo. En mi opinión, lo que se entiende por «posmodernismo norteamericano clásico», también conocido como «metaficción», una forma elevada de ficción que a veces tiene tintes surrealistas, es de una utilidad muy limitada, es decir, su tarea esencial, me parece a mí, consistió en destruir el modelo heredado, en allanar el camino haciendo reventar una enorme cantidad de hipocresías y convenciones, pero literariamente el resultado enseguida se convierte en algo muy cansino. Por ejemplo, los primeros libros de John Barth me parecen interesantes, pero después lo que hizo fue repetir hasta el agotamiento ciertas técnicas y obsesiones. En mi opinión Barth es el ejemplo más vívido de por qué yo, al igual que todos los escritores que mencioné antes, no nos sentimos cómodos con la idea de seguir cultivando el tipo de ficción que hacían los posmodernos. Se ha llegado a un punto límite. Por otra parte, aquella manera de entender la literatura ha influido mucho en nosotros, como resultado de lo cual, al menos en mi caso, no es posible ver, entender ni intentar capturar o reflejar el mundo a través del molde de la ficción realista clásica.
Ya…
Lo que quiero dar a entender con todo esto es que probablemente el grupo en el que se me incluye ha estado bajo la poderosísima influencia del posmodernismo, tanto el norteamericano como el europeo. Estoy pensando en escritores como Calvino. También han influido en nosotros algunos escritores latinoamericanos, como Borges, Márquez y Puig. De todos modos, me resulta un tanto incómodo hablar de mí mismo como parte de un posmodernismo intelectual de vanguardia, como un movimiento estándar cuyo fin es escribir un tipo de ficción que no responda al uso de fórmulas tradicionales, pero que al mismo tiempo busque que la escritura tenga una textura emocional en lugar de limitarse a poner en práctica meros juegos de lenguaje o a jugar con paradojas cognitivas, una forma de escritura que siga teniendo relación con la experiencia de lo que significa en particular ser norteamericano, procurando evitar escribir a la manera tradicional de gente como John Updike o John Cheever. ¡Uf! Menudo rollo le acabo de soltar… ¿Lo que he dicho tiene algún sentido? En todo caso, espero que lo edite bien.
Se entiende perfectamente bien, no se preocupe.
De todos modos, me gustaría aclarar una cosa. Me siento un poco incómodo hablando en nombre de todos los escritores que he mencionado. No es ésa mi intención. Se trata tan sólo de mi manera de explicar por qué la gente tiende a agruparnos.
Queda claro. Cambiando de tema, ¿por qué le presta tanta atención al tenis en lo que escribe?
¿Cómo?
¿Por qué ocupa tanto espacio el tenis en su obra?
Me temo que la explicación no es demasiado interesante. Es el único deporte del que entiendo algo. Crecí dedicándome al tenis de competición. Sencillamente sé mucho de tenis y lo sigo con más avidez que cualquier otro deporte. Creo que aparte de en un par de ensayos y en La broma infinita no he escrito sobre tenis. De todos modos, las razones por las que el tenis ocupa un lugar tan importante en La broma infinita no son de orden autobiográfico, sino que tienen que ver con la estructura general del libro.
¿Qué quiere decir exactamente?
Agg… Me temo que he caído en mi propia trampa sin darme cuenta… Veamos… Una manera muy sencilla de explicarlo sería hablar de la idea de movimiento, un movimiento constante pero dentro de un conjunto de limitaciones claramente definidas. También guarda relación con la idea de dualidad, con la existencia de un movimiento que opera en dos direcciones, hacia atrás y hacia delante, yendo y viniendo entre dos espacios separados, de tal manera que se crea una forma geométrica…, algo así.
¿Podría hablar de la relación existente entre las posibilidades de la ficción y de la televisión?
Déjeme pensarlo un momento… El ensayo que usted tiene en mente lo escribí a principios de los noventa y no se publicó hasta 1993. Para ser completamente honesto, le diré que hace años que no tengo televisión. A veces veo un poco de televisión cuando voy a casa de algún amigo, pero lo cierto es que hace mucho tiempo que no estoy al tanto de lo que le interesa a la gente. El propósito de mi ensayo sobre la televisión era en gran medida articular las preocupaciones que comparto con algunos de los escritores norteamericanos jóvenes que mencioné antes… No sé cómo podría resumir en unas pocas frases la relación existente entre televisión y ficción en el año 2000. Creo que la respuesta más interesante sería decir que la ficción literaria estadounidense seria mantiene una relación de amor-odio muy complicada con el entretenimiento comercial prevalente en nuestra cultura, lo cual no creo que sea ninguna sorpresa para los europeos. No es sólo una cuestión económica, sino también estética, y también tiene que ver con el hecho de que nos proponemos producir cosas y a veces entretener a la gente, pero también se trata de que somos una generación que creció viendo televisión y entendiéndonos a nosotros mismos como parte de una audiencia de modo que, aparte de decir que estoy seguro de que probablemente sigue habiendo una conexión muy íntima entre los dos medios, creo que con la explosión que suponen las nuevas tecnologías e internet la idea de «entretenimiento interactivo» hace que la relación entre ficción y televisión sea hoy infinitamente más complicada que cuando escribí aquel ensayo.
Era mi siguiente pregunta: ¿Cómo afecta internet al arte de la ficción?
La pregunta es muy relevante. A la mayor parte de la gente le interesa saber de qué manera internet puede afectar al negocio editorial. Personalmente creo que internet no supone más que una avalancha desmesurada de información y entretenimiento, una acumulación de sensaciones con muy poco criterio a la hora de ayudar al consumidor a elegir, encontrar o discernir entre las opciones que se ponen a su alcance en medio de una vorágine verdaderamente rabiosa de fervor capitalista. Esto es así no sólo por la manera en la que opera internet, sino por la manera en que se invierte en él. No hace falta que le recuerde la explosión «puntocom» que copó el mercado de valores y cosas así. En ese sentido, yo creo, como mero observador lego, que internet no es nada más que la destilación de la ética capitalista norteamericana en estado químicamente puro, un aluvión de posibilidades seductoras entre las que elegir. Internet es la entronización absoluta del laissez-faire, sin la presencia de herramientas verdaderamente efectivas que permitan elegir o buscar. Todo el mundo está infinitamente más interesado por los aspectos económicos y materiales de internet que por los éticos y estéticos, por las dimensiones morales y políticas inherentes. En una palabra, no se me ocurre mejor manera de resumir los puntos fuertes y débiles de los Estados Unidos de hoy. En cuanto a la ficción, supongo que habrá muchos escritores a quienes les interesa internet como herramienta para crear ficción, pero, que yo sepa, el único que lo ha hecho hasta ahora es Richard Powers en Galatea 2.2 y en un libro que acaba de salir, Plowing the Dark, que tiene que ver en parte con la realidad virtual… Powers, que es un experto en cibernética, es el único entre nosotros que ha dado con modos efectivos de usar la red como una herramienta real en la ficción. Los demás nos mantenemos al margen, un tanto asombrados de ver las expectativas despertadas por un fenómeno que en realidad no es más que una exageración de todo lo que hemos tenido hasta ahora. ¿Tiene algún sentido lo que estoy diciendo?
Por supuesto… Cambiando de tema, ¿ve algún paralelismo entre su visión como escritor y la visión de un cineasta como David Lynch?
Muy buena pregunta. No lo sé. Escribí un artículo sobre David Lynch en el que creo que descubrí por mi cuenta algunas cosas sobre él y llegué a la conclusión de que es casi un expresionista clásico. Yo creo que Lynch, y el cine artístico en general, lleva a cabo una exploración casi surrealista en el sentido clásico, en virtud de la cual se dan muchas más asociaciones oníricas y literalmente inconscientes de las que se dan, creo, en la ficción de vanguardia, moderna, posmoderna, o como se la quiera llamar. La ficción opera de manera bastante más deliberada y autoconsciente y… claustrofóbica que el cine artístico norteamericano. Sí, sé que ver a Lynch en su mejor forma me resulta excitante tanto como aficionado al cine como escritor. En mi opinión, David Lynch es un Gran Artista, así, con mayúsculas. No sé si entiendo su estética o la mía propia lo suficientemente bien como para hablar de conexiones… Vi Terciopelo azul cuando era estudiante de posgrado en la universidad y me pareció una gran película. En el ensayo que escribí sobre esta película hablo del impacto que tuvo sobre mi generación, un impacto que creo que fue más emocional que estético.
¿Diría que La broma infinita es su mejor libro?
No pienso en esos términos.
¿Está trabajando en otra novela o tiene intención de hacerlo en un futuro más o menos inmediato?
Me tendría que explicar a qué se refiere con eso de «estar trabajando». No sé cuál será el próximo libro que termine. Tiendo a trabajar en varias cosas a la vez, la mayoría de las cuales acaban en fracaso. No tengo la menor idea de cuál será el siguiente proyecto que logre terminar.
El sentido de mi pregunta es si sus lectores pueden esperar un «gran» libro como La broma infinita, «grande» en todos los sentidos de la palabra.
Es una superstición, pero no me gusta hablar de lo que todavía no he terminado.
El uso que hace de las notas en La broma infinita y en otros libros me parece fascinante. Las notas son una marca de identidad de la escritura académica, pero en sus manos se convierten en una innovación muy original de la que se sirve para crear una forma de narrar fragmentaria. ¿Hay una especie de poética de la nota en lo que hace, y en qué consistiría?
No creo que haya algo así. Empecé a utilizar notas en La broma infinita como una manera de crear un sentido adicional a la «dualidad» del libro… Una de las cosas que me parecen más artificiales en la mayor parte de la ficción al uso es que operan como si la experiencia, el pensamiento y la percepción tuvieran un carácter lineal y singular, como si sólo pensáramos o sintiéramos una sola cosa en cada momento. Justamente ésa es una de las limitaciones de la página y yo creo que hasta cierto punto las notas sirven para sugerir al menos una especie de desdoblamiento que yo creo que es un poco más acorde con la realidad. Desde luego no es algo que yo haya inventado. Manuel Puig lo hace en El beso de la mujer araña y John Updike en Un mes de domingos… En La broma infinita acumulé una enorme cantidad de notas y como consecuencia de ello entré en un hábito de escritura y de pensamiento que me hizo depender de manera excesiva de las notas [risas]. En las últimas cosas que he escrito no hay notas. No estoy seguro, pero no son una marca de identidad de ningún tipo, sino algo a lo que recurrí de manera compulsiva durante un tiempo.
Otro aspecto sumamente interesante de su trabajo es la utilización de entrevistas falsas en Entrevistas breves con hombres repulsivos. ¿Puede hablar de la génesis de esa idea?
¡Santo cielo…! El primer borrador de La broma infinita estaba plagado de entrevistas, pero al final decidí quitar la mayor parte. Creo que me atrae el formato de la entrevista porque me gusta la idea de transcripción, como una manera plausible de reducirlo todo a la voz. Hay ficciones que constan sólo de voces que se dirigen sin mediaciones al lector, pero es un recurso que me resulta un tanto afectado, mientras que una transcripción es una forma plausible de eliminar todo modo de representación salvo a alguien en el acto de hablar. Es una manera de permitir al lector que conozca y perciba al personaje exclusivamente a través de su voz. Entrevistas breves con hombres repulsivos opera de un modo un poco diferente, porque sólo se tiene acceso a un lado de la conversación, las respuestas. Se supone que las respuestas ayudan al lector a deducir la pregunta, pudiendo así hacerse una idea de la personalidad y la ideología de quien formula las preguntas, pero no creo que tampoco obedezca a ningún tipo de poética. Se trata simplemente de probar un recurso estilístico. Y tampoco es algo que haya inventado yo. Me consta que DeLillo ha escrito al menos un par de relatos que consisten exclusivamente en respuestas. El recurso se encuentra en un texto tan remoto como «Mi duquesa muerta»(1842), de Robert Browning. Cualquier forma de monólogo dramático implica una especie de conversación de la que sólo se escucha un lado. Fin.
¿Podría hablar un poco de Ilustres raperos, el libro que hizo con Mark Costello?
Lo escribí a finales de los ochenta, cuando en Estados Unidos se escuchaba mucho el tipo de música conocido como gansta rap, un género muy violento, materialista y misógino, que se hizo muy popular entre todo tipo de gente, también entre los jóvenes blancos. El libro es esencialmente un largo ensayo sobre lo que significa ser blanco en Estados Unidos y que te guste escuchar un tipo de música así, por qué los blancos se identifican o sienten una fuerte atracción por una música negra de esas características, eso es todo. Es un libro muy breve.
A lo largo de los años he tenido ocasión de entrevistar a muchos escritores norteamericanos y en general me ha parecido que son muy endogámicos, que sólo conocen lo que se escribe en Estados Unidos. Es raro que estén al tanto de lo que sucede en Europa y otros lugares.
Leo por tres motivos: por trabajo, para mis clases; cosas que me sirvan para mi propia escritura; y por placer. Tiendo a leer poca ficción americana contemporánea, en parte porque no quiero que mi trabajo tenga que ver con lo que están haciendo otros. Además, no me resulta divertido, porque creo que lo leo de manera más crítica que otras cosas. No estoy totalmente al tanto de lo que pasa con la literatura europea, o latinoamericana, o asiática, supongo que leo tanto ese tipo de literatura como lo puedan hacer otros norteamericanos. Lo cierto es que no me siento terriblemente cómodo leyendo traducciones. Hay muy buenos traductores del español, lo cual me hace sentirme menos incómodo leyendo autores traducidos de esa lengua, aunque la mayoría de las traducciones que leo son de escritores latinoamericanos.
Se acaba de publicar en España La niña del pelo raro. ¿Se siente muy alejado de sus primeros libros, como el volumen en el que aparece ese cuento o La escoba del sistema, su primera novela?
Me siento estúpido. No tenía ni idea de que se habían publicado mis libros en España. Me siento muy lejano de cuanto tenga que ver con todo tipo de traducciones, porque cuando se lee una traducción —sin ánimo de ofender, ya sé que usted tradujo El plantador de tabaco, de Barth—, lo que el lector disfruta no es el trabajo del autor sino el del traductor. Hablo sobre todo como lector de poesía. Si no se lee el original, no se lee nada que tenga que ver ni remotamente con lo que hizo el autor. En cuanto a La niña del pelo raro, creo que hay muy buenas historias en ese libro, aunque se ve claramente que el autor es alguien muy muy joven.
¿Qué historias le gustan de aquel libro?
Oh… La primera, sobre un programa concurso de Jeopardy… es una buena historia; también funciona muy bien, creo, la historia sobre Lyndon B. Johnson; hay un cuento en el que a alguien le da un ataque al corazón en un garaje. Me imagino que habrá sido difícil de traducir porque esencialmente es una frase muy larga. No sé si le gustará a nadie, pero en mi opinión es una historia más o menos perfecta… Y el último texto, que en parte es sobre John Barth, me divertí mucho escribiéndolo. Cuando lo volví a leer, varios años después, no me gustó, pero hace poco lo volví a leer y me pareció que de hecho estaba muy bien [risas]. Eso sí, cómo puedan sonar esas historias en castellano es algo de lo que no me puedo hacer una idea.
Lo que hace en esa última historia, «Hacia el oeste, el avance del imperio continúa», es exorcizar a John Barth. Es casi un ajuste de cuentas en el que usted le dice a Barth: «Hasta aquí hemos llegado. Suficiente».
Yo creo que en ese relato –bueno, en realidad es casi una novela, una novela corta– lo que me propongo es llevar ciertos axiomas del posmodernismo norteamericano clásico hasta sus últimas consecuencias, hasta su conclusión. Pero también hay otra cosa: quiero hablar de la tremenda tristeza y emoción que creo que está implícita en el posmodernismo clásico cuando es bueno. En mi opinión eso es algo de lo que los propios autores no son conscientes. De modo que lo que hay es una especie de relación de amor-odio hacia Barth. Cuando lo escribí acababa de graduarme del programa de escritura creativa de la Universidad de Arizona y mis sentimientos hacia los programas de escritura eran muy confusos, tenía dudas acerca del hecho mismo de la existencia de «escuelas» en las que se pueda aprender a escribir ficción. Yo creo que más que un exorcismo de John Barth en particular, el cuento es una sátira de la ficción académica en general. En Estados Unidos un libro como Perdido en la casa encantada, de John Barth, está considerado como el texto sagrado del posmodernismo, el equivalente a La tierra baldía de Eliot en relación con el modernismo, así que era un blanco fácil.
Volviendo por un momento a algunas de las afirmaciones que hizo anteriormente acerca de su relación con el posmodernismo americano clásico, según usted la literatura debe incorporar una dosis de experimentalismo como resultado del cual surge de algún modo una nueva forma de realismo, aunque muy alejada del realismo tradicional. Eso es algo que guarda relación con lo que acaba de decir de aceptar la dimensión sentimental de la escritura…
Sí.
… con la idea de que la literatura tiene como fin despertar una emoción en el lector… En este sentido, ¿qué pasa exactamente con el realismo? ¿El término sigue siendo válido en esas circunstancias?
Las cuestiones que plantea… Me parece que la pregunta es muy relevante, pero siento que soy la persona menos adecuada para responderla. Estoy seguro de que me entenderá: para mí escribir ficción significa… Fundamentalmente me veo a mí mismo como un escritor de ficción y cuando estoy escribiendo me resulta muy difícil y me da mucho miedo estar pendiente de si lo que hago está vivo o no. No sé cómo explicarlo. Hay veces que siento mi propia escritura como algo vivo y real, siento que estoy conversando con los personajes y con partes de mí mismo y con el lector, y es una sensación vivificante. Otras veces lo que escribo me parece falso y pretencioso, impostado, estereotipado y entonces pienso… Bueno, eso es con respecto a mi propio trabajo, pero como lector también tengo una sensación parecida. Hablando como lector, la ficción que más me gusta tiende a apelar sobre todo al plano emocional y espiritual. Vivir en Estados Unidos en el nuevo milenio no es estúpido o trillado o sentimental; la emoción y la espiritualidad son cosas que hay que alcanzar en la escritura realizando un tremendo esfuerzo a lo largo de un proceso cognitivo [risas].
¿Y?
Y… Y también hay sin la menor duda un importante componente político… No… No estoy respondiendo bien… La verdadera respuesta es que lo que usted acaba de decir sería una buena descripción del tipo de ficción que me gusta leer, y que, en mi opinión, cuando es experimental a mí nunca me lo parece, en el sentido de que no se trata de experimentar por experimentar, ni es cuestión de hacer ningún juego de ingenio con la estructura, sino que si hay una dimensión experimental es porque era inevitable, porque el autor no tenía ninguna otra manera de transmitir las dimensiones de experiencia, emoción y conocimiento que encierra en sí el mundo de la historia. Lo que estoy haciendo es tratar de ilustrar el hecho de que hay ejemplos tanto en el realismo clásico como en la vanguardia más experimental que verdaderamente me gustan, y, sobre todo como lector, intento articular qué es lo que me gusta de esos textos. Como escritor, sin duda eso es lo que trato de conseguir en lo que hago, pero como usted sabe perfectamente no es cuestión de sentarse a escribir y decir: «OK, voy a hacer algo que sea experimental pero también realista». Es más bien cuestión de gusto, a qué sabe algo cuando se tiene en la boca; qué sensación tengo en el estómago mientras escribo. […] Lo siento, me ha salido una respuesta demasiado larga.
No, no, de hecho, es muy…
Sus preguntas me hacen pensar. De hecho, creo que deberíamos pasarnos un día entero hablando de estas cosas y tomando una cafetera tras otra.
Bueno, llevo más de quince años entrevistando a los escritores norteamericanos más importantes y me gustaría reunir todas las entrevistas en un libro, así que…
Cuando quiera nos sentamos a hablar. Lo cierto es que las preguntas que me hace dan pie más que a una entrevista a una conversación, una en la que usted replicara a mis respuestas para que así fuera un diálogo hasta el final.
Se podría hacer si no hubiera presiones de tiempo como ahora. Son cuestiones de mucho alcance, pero ahora quiero hacerle una pregunta anecdótica.
Sí…
¿Qué edad tiene la protagonista de La niña del pelo raro?
Ahhh [largo silencio]… No lo sé. ¿En la historia no lo digo?
No. Justamente es una cuestión de traducción. En la versión española se traduce «girl» como «niña», lo cual implica una niña pequeña, no una chica.
Conforme a mi recuerdo sí es lo suficientemente joven como para que el narrador, que tiene veintitantos años, la vea como a una niña pequeña.
OK.
Entre siete y doce años, diría yo. En ese caso la traducción es adecuada. ¿Está al tanto de que La broma infinita se ha traducido al castellano?
No. Tengo un pacto con mi agente conforme al cual no me dice nada de mis traducciones.
¿En serio?
La razón es que si están en un idioma que soy capaz de leer y entender me resulta inevitable interferir, y si están en un idioma que no entiendo me resulta imposible conciliar el sueño pensando en qué habrán hecho [risas]. Le deseo suerte al traductor de La broma infinita, porque en realidad no se puede traducir. El inglés es demasiado idiomático.
Estoy de acuerdo. Tengo una anécdota al respecto. Cuando terminé la traducción de El plantador de tabaco, John Barth me invitó a comer en el club de la Universidad Johns Hopkins y después lo entrevisté como ahora a usted, pero no me dijo nada de la traducción hasta al cabo de varios años, cuando vino a España a un encuentro de literatura norteamericana y le dijeron que la traducción era buena, cosa que él no tenía modo de saber.
Me imagino que es halagador ver tu trabajo traducido, pero a mí es algo que también me aterra.
¿Por qué?
Porque el lector cree que el texto es mío y no es así… ¿Le puedo hacer yo una pregunta?
Naturalmente.
¿Cuánto tardó en traducir El plantador de tabaco?
Cinco años.
Supongo que es lo mínimo que se tarda con un libro así… ¿Le importa que le haga otra pregunta? No tiene nada que ver con lo que estamos hablando.
Claro.
¿Conoce a Tom Lux?
Lo conozco bien. He traducido algunos poemas suyos.
Cuando lo vuelva a ver, salúdele de mi parte y pregúntele si sigue mascando estimulantes dentales. Los empezó a usar cuando dejó de fumar. La pregunta le hará reír.
Descuide, así lo haré.
Buen tipo, Tom.
Y buen poeta.
Sin duda.
Tenemos que terminar. Tengo material de sobra. Me han pedido que escriba una reseña de La niña del pelo raro, pero ese libro no me interesa tanto como otros así que escribiré sobre su trabajo en general.
Me parece muy bien, y recuerde, sus preguntas son lo bastante interesantes como para que nos pasemos un par de días hablando acerca de todas las cuestiones que plantea en una conversación real, no una entrevista de encargo, una conversación en la que usted hablara tanto como yo.
Le agradezco mucho sus palabras. Tal vez algún día.
Le puedo dar… ¿Por qué no toma nota de mi dirección?
OK.
Es la mejor manera de ponerse en contacto conmigo.
Muy bien.
Vivo en Rural Route 2. Si quiere basta con poner R 2. Todo el mundo sabe que es una carretera rural. Vivo en el campo. Ese tipo de direcciones es muy normal en el Medio Oeste. Es el buzón 361. Bloomington, Illinois. El código postal es 61704.
Muchas gracias. Creo que aquí tengo suficiente material para hacer algo que ayude a los lectores españoles a acercarse a su escritura.
O por lo menos a la escritura del traductor [risas].
Exacto.
Está bien. Gracias, y no se olvide de saludar a mister Lux de mi parte.
No lo olvidaré.
Cuídese.
Usted también.
Esta entrevista a David Foster Wallace aparece en el libro Walt Whitman ya no vive aquí. Ensayos sobre literatura norteamerica, de Eduardo Lago, que publica la semana que viene la editorial Sexto Piso.
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