Aretha Franklin SCIAMMARELLA |
Aretha Franklin
Abrigo de visón, manitas de cerdo
Aretha Franklin tuvo una racha extraordinaria pero luego se desaprovecharon sus dotes
17 de agosto de 2018
Esta historia de Aretha Franklin ocurre en un hotel de lujo neoyorquino. La cantante hace su entrada en el hall, con sus joyas y su abrigo de visón; ha estado de compras y aprieta contra su pecho una bolsa grande de papel de estraza. De repente, la bolsa revienta y su contenido se desparrama por el suelo encerado. Empleados y clientes se quedan horrorizados. Son productos de casquería y despojos: tripas, intestinos, morros, orejas, patas de cerdo. Como si nada tuviera que ver con ella, Aretha continúa andando hasta el ascensor y, sin mirar atrás, sube hacía su suite.
En la anécdota, intuimos a la verdadera Aretha. Una estrella capaz de dedicarse a cocinar la sabrosa comida sureña, la llamada soul food, en un hotel de Manhattan. Y también la diva altiva, preparada para ignorar los desastres causados por sus modos imperiales. La querencia por lo auténtico revela la profundidad de sus raíces, ese pozo de góspel ancestral –sin olvidar el blues- que ella utilizaba para exorcizar sus dolores íntimos.
Y luego estaba la superestrella. Ella usaba sus exigencias como recordatorios de su naturaleza sobrehumana. Enemiga del aire acondicionado, hacía sufrir a los privilegiados que habían pagado cantidades desmesuradas para verla en directo. Su fobia a los aviones era la excusa perfecta para frustrar a los promotores europeos, que alegaban inútilmente que también se podía cruzar el Atlántico en barco.
Europa siempre ha sido una solución para artistas afroamericanos en momentos delicados de su carrera. Pero Aretha no buscaba la respetabilidad que proporcionan los escenarios británicos o franceses. Ella jugaba en otra liga, la del show business estadounidense, en tiempos donde eran pocas las mujeres que aspiraban a la Primera División. La rivalidad se establecía en cifras de venta, condiciones de contratos, honores oficiales, incluso en intangibles que solo ellas podían calibrar.
Sin embargo, no se discutían los méritos musicales. Y es posible que en eso también Aretha llevara ventajas. Según reconoció Jerry Wexler, uno de los hipsters de Atlantic que pilotaron su gran lanzamiento en 1967, ella era perfectamente capaz de producirse a sí misma y, de hecho, lo hizo en muchas de sus grabaciones. Solo que Wexler y compañía no le daban crédito, supuestamente para que no se le subiera a la cabeza.
Una excusa miserable, que oculta la lucha por las royalties de producción y el deseo inconfesable de aprovecharse de las inseguridades de Aretha. Como cualquier otra cantante, ella necesitaba retos y contrincantes musicales de altura, como se evidenció en Sparkle, el elepé de 1976 donde colaboró con Curtis Mayfielfd.
A partir de 1980, tras su fichaje por Arista, Aretha se habituó al automatismo de trabajar con productores acomodaticios -Narada Michael Walden, Luther Vandross. Michael Powell- que aseguraban tener el pulso del éxito: simplemente, ella tenía que aportar su voz monumental. Se deslizaba hacia la era de los duetos, que engolosinaban a los programadores de radios y que generaban éxitos tibios. Uno puede soñar que algún día se monte un Núremberg para juzgar a los responsables de juntarla con Puff Daddy o Kenny G.
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