Marcel Proust Paris, 1892 |
Entre Wagner y Proust
9 ABR 2013 - 00:31 CET
En la historia de las relaciones entre la literatura, la música y las nuevas tecnologías, éste es mi episodio preferido: encerrado en su piso de París, tal vez acostado en la cama, rodeado de almohadones, envuelto en ropas de abrigo, Marcel Proust escucha por teléfono la transmisión de una ópera. Sabemos que escuchó así el Pélleas et Melissande de Debussy; también fragmentos diversos de Wagner, entre ellos un acto entero de Los maestros cantores. Marcel Proust, entusiasta de todos y cada uno de los inventos más modernos de su tiempo, el teléfono, el aeroplano, el automóvil, se había suscrito a una novedad reciente que permitía asistir a la ópera, al teatro o a un concierto sin necesidad de moverse de casa, y que a pesar de su éxito se ha borrado de nuestra memoria tecnológica, aunque tenía un nombre muy prometedor: el teatrófono. En una carta a un amigo Proust confesaba que se había vuelto adicto a ese aparato, como quien se vuelve adicto a su iPhone. Bien es verdad que todavía más que escuchar la música en el teatrófono le gustaba tener a los propios músicos en casa. Así es como en algún invierno de la Gran Guerra, en su casa sin calefacción y con las luces apagadas en prevención de las bombas de los zepelines alemanes, pagó espléndidamente a los miembros del cuarteto Rosé para que vinieran a tocar para él los cuartetos últimos de Beethoven.
En plena guerra contra Alemania, y en medio de los fervores nacionalistas exacerbados por ella, Marcel Proust, que era un alma libre, seguía mostrando su amor por la música alemana, por Beethoven y Wagner. En aquellos cuartetos de Beethoven encontraba el ejemplo de una obra de arte tan original que ha de aguardar el paso de varias generaciones para que se forme el público capaz de apreciarla. Hablando de otras artes, un escritor piensa siempre en su propio trabajo, busca en ellas el reflejo o la formulación en otros términos de las cosas que más le inquietan. En el Beethoven tardío Proust reconocía su propia ambición de estar descubriendo una forma de escribir que no había existido nunca antes, y que por lo tanto iba a encontrar muy pocos lectores preparados para recibirla. Wagner era un desafío y un modelo, aparte de una afición que lo había acompañado desde la primera juventud. Mucho antes de la invención del teatrófono había escuchado fragmentos orquestales de sus óperas en las salas de conciertos. Y desde luego, lector ávido de Baudelaire, conocía su extraordinaria Carta a Richard Wagner, que era un manifiesto radical de renovación estética, de celebración no sólo de una música mucho más poderosa que todas las rutinas de la escuela francesa sino también de una forma nueva de usar las palabras para transmitir los estados más hondos de la conciencia y las impresiones sensoriales del mundo.
Wagner, dice Baudelaire, piensa de una manera doble, poéticamente y musicalmente; y gracias a eso hace que cada una de esas dos artes comience su tarea “allá donde se detienen los límites de la otra”. En À la recherche a Proust no le bastan los límites de la literatura y quiere ambiciosamente agrupar todas las artes. Por eso hay en sus miles de páginas más pintores y músicos que escritores. Y entre todos ellos, los reales y los inventados, el que tiene una presencia más decisiva, unas veces evidente y otras no, es Richard Wagner. Que el segundo volumen de la novela se titule A la sombra de las muchachas en flor es algo más que una referencia culterana a las muchachas flores del segundo acto de Parsifal. Como el héroe joven y un poco tonto de la ópera, el protagonista de la novela se deja hechizar durante mucho tiempo por esas adolescentes tentadoras que no pertenecen ya a las mitologías medievales, sino al mundo plenamente moderno, y por eso toman baños de mar, juegan al tenis y montan en bicicleta. A Proust, mientras escribía, le obsesionaba un problema doble, más grave aún según se iba expandiendo más allá de todo cálculo previo su gran proyecto narrativo: cómo encontrar una forma total que abarcara y ordenara toda la variedad de sus personajes, las situaciones y los pormenores; y cómo hacer que cada uno de éstos mantuviera su propio relieve singular y ninguno quedara ahogado o confundido bajo el peso formidable de la totalidad.
La respuesta la fue encontrando a tientas, como se encuentran esas cosas, si se tiene tesón y además se tiene algo de suerte, la necesaria para que surja una iluminación singular que da sentido de golpe a la acumulación desalentadora del trabajo ya hecho y marca con repentina claridad la dirección del impulso. Pero era una respuesta que quizás ya había intuido escuchando a Wagner, y que en cualquier caso formuló explícitamente mencionando su ejemplo. En uno de los pasajes de más riqueza sonora de toda la novela, en el quinto volumen, La prisionera, el narrador invoca los ruidos y las voces que llegan desde la calle a su dormitorio en la primera hora de la mañana: las llamadas diversas de los vendedores ambulantes, que le hacen acordarse del canto gregoriano y del Pélleas de Debussy; los cascos de los caballos sobre el adoquinado, los martillazos de un artesano, el trotar de las pezuñas de las cabras de leche, el timbre lejano del tranvía; y todo ello, cada mañana, con grados diferentes de proximidad y nitidez, más amortiguado si la atmósfera está húmeda, más claro en el aire limpio y frío de las mañanas despejadas. Encerrado en su dormitorio, tras los cristales del balcón y el espesor de las cortinas, la conciencia todavía no despojada del sueño, el narrador percibe como una música los sonidos del mundo, cada uno distinto de los demás, y todos sin embargo organizados en una larga ondulación armónica que le hace pensar, más allá de Debussy, en los paisajes de Wagner, en cómo el canto de un pájaro en un bosque o la melodía simple de un pastor se dibujan contra el fondo sonoro de los árboles o del mar y al mismo tiempo se entretejen en él. “Wagner”, escribe Proust con ese fervor tan suyo, tan limpio de pedantería, “que ha hecho entrar en la música tantos ritmos de la naturaleza y de la vida, del reflujo del mar a los martillazos del zapatero, de los golpes del herrero al canto de los pájaros…”.
Nadie antes de Wagner se había atrevido a concebir duraciones musicales tan largas, que exigieran una atención tan sin descanso: sin duda ese ejemplo confortaba a Proust cuando veía cómo su novela se iba ensanchando y prolongando mucho más allá de lo que él habría podido imaginar al principio, más que ninguna otra novela. Pero en esa extensión no habría ni una sola zona de vaguedad ni de autoindulgencia, ningún elemento que no ocupara un lugar necesario y orgánico en el gran proyecto general, en el fondo tan austero comoTristán e Isolda, Parsifal o El anillo. El Wagner de la madurez o el Beethoven viejo habían exigido una nueva forma de escuchar la música: él, Proust, exigiría un nuevo tipo de lector. Nadie ha pedido tanto, nadie ha dado tanto a cambio.
EL PAÍS
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