MANUEL VICENT
Ser o no ser
El País, 12 SEP 1999
Aunque se sabía de memoria lo mejor de Shakespeare e incluso podía recitar en inglés con buen acento la escena entre Hamlet y Ofelia, esta rusa trabajaba en una sala porno y su actuación consistía en simular una masturbación o en mantener con el cliente una conversación erótica a 500 pesetas los tres minutos en una cabina protegida por un cristal antibala. Entre varias bellezas rubias y mulatas la foto de Ketty, llena de seducción, se exhibía en un tablero del local señalada con un número. Dentro de cada cabina había botones también numerados y si el cliente había elegido a Ketty como materia de sus sueños debía pulsar el número ocho. Así sucedió esta vez. Un cliente pulsó el botón de la rusa y en un camerino, donde las chicas esperaban en quimono leyendo revistas del corazón, sonó un timbrazo, se encendió el número ocho y entonces Ketty supo que en la cabina un cliente la requería. Se repintó la boca ante el espejo, se ajustó el liguero de encaje e imaginó que en la penumbra rosa de la cabina le esperaría como siempre un viejo baboso, pero esta vez al otro lado del cristal antibala, sentado en un sillón raído con un rollo de papel higiénico y una bolsa de basura abierta a sus pies estaba un actor que fue muy famoso, uno de los grandes del teatro, ahora olvidado. Tenía una tragedia de Shakespeare en las manos que abrió por la página del monólogo de Hamlet. Ketty no manifestó ningún asombro al ver allí a aquel viejo maestro hoy ignorado por el público, uno de sus mejores clientes. La escena la tenían ya muy ensayada. El actor iba echando monedas en la ranura cada tres minutos para que el cristal no se velara mientras leía con gran entonación el monólogo de Hamlet que la chica en liguero rojo, aunque muy recatada, escuchaba con unción simulando ser Ofelia. Morir... dormir... dormir... soñar acaso, he aquí el obstáculo, pensar qué sueños podrán sobrevenir en aquel hondo letargo de la muerte, recitaba el viejo. Y Ketty en inglés respondía: "Y yo doncella la más mísera entre todas, que sorbí la miel de tus dulces promesas...". Al actor jubilado, antiguo genio de la escena, le excitaba ver a Ofelia desnuda y encerrada en la pecera, pero en el momento del clímax sólo salía de sus labios un leve jadeo seguido de una maldición. Luego arrojaba la tragedia de Shakespeare en la bolsa de basura y sin despedirse de Ofelia salía de la cabina. Y así hasta la próxima semana.* Este articulo apareció en la edición impresa del Domingo, 12 de septiembre de 1999
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