Néstor Sánchez |
Sobre La condición efímera
19JUL
por Osvaldo Baigorria
Un vagabundo que habla argentino practica los ejercicios esotéricos de un místico ruso en las calles de alguna ciudad norteamericana. Marcha a ritmo. Frena antes de cruzar aunque hay luz verde. Se concentra, murmura algo para sí. Mira hacia la derecha, baja el cordón con el pie izquierdo, cruza la calle y sube al otro cordón con el derecho pero, como si se hubiera arrepentido, baja hacia atrás y sube de nuevo con el izquierdo. Mete las manos en los bolsillos, las saca. Respira hondo. Vuelve a caminar.
Entre los sin techo corre la voz de que es un escritor famoso. Algo hay de cierto. Tiene cuatro novelas publicadas, dos de ellas en Europa, en español y en francés. Ha sido traductor (Celine, Pavese) y lector de Seix Barral, ha sido elogiado por Severo Sarduy, Héctor Bianciotti, Silvia Molloy, Julio Cortázar. Hasta que un día desaparece del lugar de trabajo, residencia y amigos. Muchos lo dan por muerto. Otros dicen que anda de clochard en París, Amsterdam, Madrid, Roma, Milán, Caracas, Barcelona. Y otros que anda perdido en su propio barrio de Villa Urquiza, Buenos Aires.
Por catorce años deja de cartearse con su madre y su único hijo. Éste lo busca desde los doce. Lo recuerda gracias a mínimos contactos por correo (postales extranjeras, souvenirs de las primeras fugas). Crece escribiendo cartas de auxilio a consulados, embajadas, editoriales, agentes literarios: “¿Alguien sabe dónde está mi padre?”. La agente Carmen Balcells le responde en 1982: “Tu papá desapareció completamente de mi órbita”. Hasta que un día le llega una carta con estampilla estadounidense. En la única hoja hay cuatro líneas manuscritas firmadas por una desconocida “Cecilia”:
Los Ángeles, 26 de junio de 1982
Por una nota que enviara al consulado de su país en Francia, interesándose por el domicilio actual de su padre, me corresponde brindárselo: 885 Levering Avenue, L.A., California, 90024 EE.UU.
Luego se sabrá que esa era la dirección de una playa de estacionamiento donde el vagabundo dormía, dentro de la casilla del personal de guardia, a cargo de un argentino que le había permitido refugiarse allí de una ciudad hecha para motores y no para peatones. Uno más de los domicilios precarios del sudaca errante, clochard, linyera, croto, roto, bum, hobo en la vía. Coleccionista de domicilios: noventa en doce años.
“Aprendí a subsistir con dos dólares por día, durmiendo en cualquier sitio y haciendo el dinero mínimo para mis gastos de cualquier manera.” Así, en menos de diez segundos, Néstor Sánchez resumía sus años de nomadismo en una entrevista de Juan José Salinas para la revista Cerdos & Peces. La entrevista se titulaba “Para ser lumpen hay que tener conducta”. Y el copete anunciaba “el regreso de un escritor maldito y esotérico tras dieciocho años de ausencia”. Allí, Sánchez hablaba de una conducta iluminada: la conducta del lumpen. Uno que difícilmente entra en el pacto biológico, que rara vez procrea y se deja arrastrar por la murga. Uno de otra época: “Antes, los que seguían el camino lumpen tenían las cosas muy claras. El código del escritor lumpen, del poeta, era sencillo: 1) No hacer la carrera literaria, 2) No ganar ningún premio nacional, 3) No hacer periodismo y 4) No hacer publicidad. Siempre fue así hasta que la crisis económica trastocó todo, permitiendo que los facilistas se adueñaran del corazón y la mente de los lectores como si el corazón y la mente fueran un supermercado”.
Néstor Sánchez estaba de regreso. No sólo a Argentina: a la escritura. A la pregunta de por qué había dejado de escribir durante quince años (y de publicar durante dieciocho) la respuesta fue: “Porque cuando se tiene una revelación como la que yo tuve, uno se da cuenta que escribir es un acto de orgullo… Dejé de escribir porque me encontré frente a un conocimiento sagrado que requería una humildad inédita”.
El responsable directo –o quizá indirecto- de esa revelación se llamaba Georgi Ivanovitch Gurdjieff. Nacido en Alexandrópol en fecha imprecisa, quizá 1872, y emigrado a París en 1922, Gurdjieff tuvo entre sus alumnos a René Daumal, a Katherine Mansfield y a Frank Lloyd Wright. Su fecha de muerte –1949– para algunos también fue imprecisa, dudosa o inaceptable. Suele pasar: los discípulos se inclinan a velar literalmente el deceso, cubren con leyendas las últimas horas y el ritual funerario (los médicos se asombran, la frente del maestro sigue tibia), dejan la puerta abierta y la luz encendida hacia el milagro. “¿Había muerto realmente Gurdjieff?” se preguntaría Néstor Sánchez, converso durante un viaje a Lima en la década del 60. “¿Era posible que un hombre de su dimensión terminase como todo el mundo?”
Una reseña bibliográfica del libro Encuentros con hombres notables de G. I. Gurdjieff, muy elogiosa aunque sin firma, publicada bajo el título “Una llave para el Reino” en la revista Primera Plana del 30 de enero de 1968, sentenciaba: “la verdad es cristalina pero nunca evidente y el conocimiento que se obtiene sin esfuerzo se olvida con facilidad”. En esa revista donde Sánchez publicó varios artículos con su firma, el anónimo comentador refería a Encuentros… como una biografía fingida, un libro que es varios libros a la vez pero no continuados sino concéntricos, como naipes del Tarot, de modo que “la legibilidad del material depende del ángulo de lectura”. Tengo la impresión de que el comentador debía ser Néstor Sánchez, quizá refiriéndose a su propia aspiración. Uno y varios libros, naipes y destino, biografía en formato de ficción, un programa de instrucciones en clave para leer sus relatos.
De todos modos, el regreso anunciado en aquella entrevista sería por poco tiempo. Un último libro y listo. El desertor volvería a traicionar toda expectativa. Su renuncia a escribir sería, al final, indeclinable.
Cuando me puse a leerlo surgió la pregunta sobre cuál sería el ángulo, el punto de mira apropiado para hacerlo más legible, inteligible. Ocurió siete años después de su muerte (¿era posible que terminase como todo el mundo?). El encuentro fue por azar y predestinación, por encargo y equivocación.
***
Sin ninguna pretensión crítica, creo que puedo decir, de los doce relatos de este último libro, lo siguiente: en ellos se alude al camino, vía o tao seco que habría recibido como revelación el autor.
“Adagio para viola d’ amore”, con dedicatoria a Hugo Gola, es un homenaje a Juan L. Ortiz, querido viejo deambulante de las correspondencias que llegó a descreer de toda palabra, en plena vejez, en la misma provincia de casi toda la vida. En “Una consigna” se invita a renunciar al rasgo más peculiar y enraizado (¿la queja, el lamento? cada uno lo dirá). “Devociones” muestra un cuerpo que se inclina como oriental ante ese caminar incesante, con mil huellas bajo el propio pie (Lao-tsé) hasta que las palabras “sentido de la vida” sean escuchadas en la calle y provoquen el largo llanto de una mujer muy callada. “Las grandes maniobras” (un texto anterior, publicado en la revista Eco de Colombia en diciembre del 69) también incorpora el trabajo en diez movimientos de un hombre y una mujer que viajan para encontrarse y desencontrarse entre Lima, Valparaíso, Madrid, París, Milán, Acapulco, entre otros sitios. Y “La comarca” aconseja respetar todo lo que respira, incluyéndose a uno mismo aunque habría que procurar siempre incluirse de otro modo: “El misterio abomina de la febrilidad”.
¿Qué decía el autor de estas composiciones? Al hijo: “La condición efímera es una especie de doce puntos de vista dispares de vivencias concretas a ser decantadas en lo relacionado con el ejercicio”.
Léase: Trabajo de Gurdjieff. Otros nombres de leyenda son invocados por el caminante: Castaneda, Lao-tsé, Eugenio Montale, René Daumal, Gerard de Nerval, Sigmund Freud, el Eclesiastés. ¿Eclecticismo? ¿O compromiso con la búsqueda de una verdad intransmisible? “El que habla no sabe y el que sabe, no habla” (Chuang-tsé).
Ese viaje linyera, anti-flâneur, del que no busca ni mira fascinado una ciudad extranjera (todas las ciudades lo son), que no se deja ir a flote como un cuerpo sin alma (aunque tal vez sí como un cuerpo sin órganos), que ejercita y camina en estado de alerta, sin distraerse en las vidrieras, sin tomar apuntes para trasmitir un modo de vida superior o exótico a lectores lejanos, puede cartografiarse como mínimo a través de dos relatos de La condición efímera: “Ley del tres” y “Diario de Manhattan”. Esto emerge de una confesión arrancada en la clandestinidad. Porque el padre nunca le habló mucho al hijo sobre su vida en la calle. Dio sólo indicios, señas en diálogos grabados por Claudio Sánchez casi siempre en secreto, con un grabador que este ponía sobre sus rodillas debajo de una mesa de café de barrio donde se sentaban a charlar.
“Durante los primeros seis meses de su regreso yo lo veía todas las tardes hasta la noche, después de trabajar. Íbamos a los bares o salíamos a caminar hasta plaza Pueyrredón y nos quedábamos ahí todo el atardecer. Era un lugar tranquilo. Él tenía pánico a las multitudes. Me decía que las universidades de Estados Unidos tenían parques muy buenos y que él siempre se sentaba en un banco alejado de la multitud. Y que ahí, cada tanto, le aparecía una señal. Algo que le hablaba. Parece que un día estaba sentado y de todas partes empezaron a aparecer cochecitos con bebés, cantidades de ellos. Y vos sabés que mientras me lo estaba contando, ese mismo día, en el banco de la placita de Pueyrredón, empezaron a pasar cochecitos con bebés. Varios. Tres, cuatro, cinco. Todo muy extraño.”
En esas mismas charlas, el padre le contó cómo fue su llegada a Manhattan. Allí vivía Vicky Rabin (Victoria Slavuski). Néstor Sánchez se había separado de ella hacía varios años pero era la única persona que conocía en la isla. De modo que apenas llegó de Europa la llamó por teléfono. Le pidió alojamiento. Ella se desentendió pero se encontró a solas con la nueva compañera de Sánchez, Cecilia.
Dice en “Ley del tres”: “Como tal vez correspondía tomaron contacto directo un par de semanas más tarde, en el bar desolado, a causa de un libro más bien voluminoso, en cuerpo ocho, de tapas azul profundo, que llamara la atención de la que, en su caso de pie, solicitara un fósforo, y de un infinito si se prefiere algo complicado en lengua francesa: bricoler, que constituiría el inicio concreto de diálogo. Esther –un año y algunos meses mayor, la del libro– le propondría sentarse a Catalina –esa tarde con gorro de lana a rayas horizontales rojas y negras–, obteniendo una aceptación inmediata”. Esther es Vicky Rabin; Catalina, Cecilia Scribbens. Así me lo informa Claudio Sánchez: “Una vez mi padre me confiesa que cuando se le ocurre escribir “Ley del tres” le daba la sensación de que en su vida la posibilidad de una relación sagrada se podía dar con la dos, Cecilia y Vicky. Cuando a esta la conectan en Nueva York, un poco jugando a imaginar con Cecilia cómo iba a ser ese contacto, se juega también la idea de una futura relación entre los tres. La idea de él era tener una igualdad de cariño hacia las dos”. Y así se lo cuenta Néstor Sánchez a Claudio, voz grabada en cinta virgen (¿encinta virgen? ¡Espíritu santo!): “En la imaginación, eran dos mujeres que se amaban tanto que luchaban para que el hijo con el hombre lo tuviera la otra. Una experiencia fuerte, la de dos mujeres y un hombre. Es maravilloso. Dos mujeres y un hombre hacen una relación inconcebible en su belleza. Es el sentimiento de la vida sagrada”. Por supuesto que “Ley del tres”cuenta lo que pudo ser y no fue. Según testimonio del autor a ese grabador oculto: “Al principio, yo imaginé el encuentro con Vicky. Y Vicky y Cecilia se encontraron. Y Vicky pidió que yo le hablara. Y le hablé esa misma noche, a las 9, por teléfono. Y le pedí alojamiento, porque Cecilia y yo no teníamos alojamiento en Estados Unidos. Pero Vicky no se ocupó y yo le colgué. Ese relato quedó trunco”.
Mutilado. Como con un miembro ausente, un pie de menos. Ese vacío singular que surge cuando al llegar a una ciudad se hace la prueba de llamar números de teléfono en vano, escribe Sebald en “All’estero”. Sí, es horrible. Una especie de naufragio.Y más si uno es del Sur y está homeless en una ciudad del Norte. Así quedó en “Ley del tres”:
“Juntamos las manos sobre la mesa: eran seis. Esther dice: habría que compartir enteramente las conminaciones de lo cotidiano. Y Catalina, presionando en el sino común: habría que construir un arca”.
Como epígrafe, bajo el título hay una frase de Gregory Corso: “Beside me, in all its martial pose, walks real opportunity”.
Dos mujeres y un hombre. Si se quiere, una situación tradicional. Sin embargo, para el narrador la lealtad del trío debía ser soportada hasta su máxima intensidad de modo que pueda merecer la palabra “leal” (tan ética y tan diferente a “fiel”). Lealtad: el compromiso de desaprender la vieja película que condena al egocentrismo de ser dos y de afrontar la disyuntiva de ser tres imprescindibles en tanto tres. Una disyuntiva que hallaría su ineludible frontera: el trío tendría que haberse decidido a ser “propagador de pueblos”. Los hijos compartidos, salvados del naufragio. En un arca, balsa, isla flotante, comuna hippie. Era demasiado. Y el lazo de seis manos al final se rompe. “Nos soltamos. Resultaría trastornante el estrépito del término arca”.
—-
La condición efímera
Néstor Sánchez
Paradiso
http://elinterpretador.wordpress.com/2011/07/19/sobre-la-condicion-efimera/#more-1133
Néstor Sánchez:
Ni paliativos ni paraísos artificiales
por Pablo E. Chacón
Entre enero y marzo de 1989, los escritores Néstor Sánchez y Carlos Riccardo se reunieron con alguna periodicidad para conversar sobre literatura, escritores, el trabajo espiritual y el nomadismo que durante años se había impuesto el primero de ellos, recién llegado a la capital argentina.
El testimonio quedó en manos de Riccardo, guardado en tres casettes ahora desgrabados y hechos públicos en El drama sin atenuantes, un precioso volumen que acaba de publicar el sello Letranómada.
Sin relación directa con este texto pero con un aire de familia, la editorial Mansalva, que dirige el poeta Francisco Garamona, acaba de publicar, de Osvaldo Baigorria, una suerte de biografía, Sobre Sánchez, un libro excepcional sobre el que volveremos.
Sánchez nació en Buenos Aires en 1935. Sus libros encontraron gran recepción en los 60 pero vale aclarar que por mucha admiración que por él profesara Julio Cortázar, este hombre jamás dedicó un párrafo al llamado "realismo mágico".
Publicó Nosotros dos, en 1966; Siberia blues, en 1967, El amhor, los orsinis y la muerte, en 1969,Cómico de la lengua, en 1973 y La condición efímera, en 1988.
Riccardo nació en Buenos Aires en 1956; escritor, traductor, viajero, entre sus libros se destacanCuaderno del peyote, La orilla y Solares; se desempeñó como miembro del consejo de redacción de la revista de poesía Ultimo reino y codirector de la revista de arte y literatura tsé-tsé.
En el prólogo, dice Mariano Fiszman: "El drama sin atenuantes (...) está en la línea de La condición efímera, son de la misma época todavía locuaz y por momentos exaltada y de «disyuntiva ética»".
"Néstor Sánchez habla, se hace presente en las palabras, y Carlos Riccardo tiene el mérito de hablar su idioma y de no tratar de averiguar nada".
El autor de Cómico de la lengua —que jamás es taxativo— desgrana anécdotas y desliza sucesos que ha vivido como editor en París, reconocido escritor en Barcelona, vagabundo en los Estados Unidos, siempre bajo la guía de los discípulos de Georges Ivanovitch Gusdjieff.
Este fue un maestro armenio que completó su formación espiritual en un monasterio de los Himalayas y se instaló, durante los 20, en las afueras de París, en Fontainebleau, representando la avanzada de cierto conocimiento sagrado de miles de años.
Cuenta Riccardo: "Nos vimos por primera vez en el 87, en un bar de Diagonal Norte, en frente de Viridiana, lugar que sería después el punto de encuentro más frecuente".
"Tenía un entusiasmo moderado que en los dos o tres años siguientes se fue desmoronando". En esa época preparaba La condición efímera, acaso la mejor descripción in situ de la deriva por las enseñanzas de Gurdjieff de un argentino.
Por cierto, su otra influencia eran ciertos filósofos y el antropólogo Carlos Castaneda, pero no había nada en su discurso que hiciera eco siquiera al mundo contracultural que esa retórica supo traficar.
Por el contrario, Sánchez —según sus conocidos— jamás abandonó ese aire caballeresco, un poco fuera de lugar, de tanguero viajero y respetuoso, algo conservador y consumado actor en un mundo que ya no era el suyo, y mucho menos el de su ida de la Argentina, en 1969.
Y concluye con una referencia a su maestro, por cuyas enseñanzas puede decirse que abandonó la práctica de la escritura, que había asombrado, durante su paso por España, a un joven Enrique Vila-Matas, siempre atento a las rarezas.
"Primero que nada, quiero hacer una leve referencia a algo que dijiste de Gurdjieff como aventura mística. No lo es, de ninguna manera. Es una experiencia concreta, la del despertar metafísico, que tal vez yo no practiqué a fondo".
Sin relación directa con este texto pero con un aire de familia, la editorial Mansalva, que dirige el poeta Francisco Garamona, acaba de publicar, de Osvaldo Baigorria, una suerte de biografía, Sobre Sánchez, un libro excepcional sobre el que volveremos.
Sánchez nació en Buenos Aires en 1935. Sus libros encontraron gran recepción en los 60 pero vale aclarar que por mucha admiración que por él profesara Julio Cortázar, este hombre jamás dedicó un párrafo al llamado "realismo mágico".
Publicó Nosotros dos, en 1966; Siberia blues, en 1967, El amhor, los orsinis y la muerte, en 1969,Cómico de la lengua, en 1973 y La condición efímera, en 1988.
Riccardo nació en Buenos Aires en 1956; escritor, traductor, viajero, entre sus libros se destacanCuaderno del peyote, La orilla y Solares; se desempeñó como miembro del consejo de redacción de la revista de poesía Ultimo reino y codirector de la revista de arte y literatura tsé-tsé.
En el prólogo, dice Mariano Fiszman: "El drama sin atenuantes (...) está en la línea de La condición efímera, son de la misma época todavía locuaz y por momentos exaltada y de «disyuntiva ética»".
"Néstor Sánchez habla, se hace presente en las palabras, y Carlos Riccardo tiene el mérito de hablar su idioma y de no tratar de averiguar nada".
El autor de Cómico de la lengua —que jamás es taxativo— desgrana anécdotas y desliza sucesos que ha vivido como editor en París, reconocido escritor en Barcelona, vagabundo en los Estados Unidos, siempre bajo la guía de los discípulos de Georges Ivanovitch Gusdjieff.
Este fue un maestro armenio que completó su formación espiritual en un monasterio de los Himalayas y se instaló, durante los 20, en las afueras de París, en Fontainebleau, representando la avanzada de cierto conocimiento sagrado de miles de años.
Cuenta Riccardo: "Nos vimos por primera vez en el 87, en un bar de Diagonal Norte, en frente de Viridiana, lugar que sería después el punto de encuentro más frecuente".
"Tenía un entusiasmo moderado que en los dos o tres años siguientes se fue desmoronando". En esa época preparaba La condición efímera, acaso la mejor descripción in situ de la deriva por las enseñanzas de Gurdjieff de un argentino.
Por cierto, su otra influencia eran ciertos filósofos y el antropólogo Carlos Castaneda, pero no había nada en su discurso que hiciera eco siquiera al mundo contracultural que esa retórica supo traficar.
Por el contrario, Sánchez —según sus conocidos— jamás abandonó ese aire caballeresco, un poco fuera de lugar, de tanguero viajero y respetuoso, algo conservador y consumado actor en un mundo que ya no era el suyo, y mucho menos el de su ida de la Argentina, en 1969.
Y concluye con una referencia a su maestro, por cuyas enseñanzas puede decirse que abandonó la práctica de la escritura, que había asombrado, durante su paso por España, a un joven Enrique Vila-Matas, siempre atento a las rarezas.
"Primero que nada, quiero hacer una leve referencia a algo que dijiste de Gurdjieff como aventura mística. No lo es, de ninguna manera. Es una experiencia concreta, la del despertar metafísico, que tal vez yo no practiqué a fondo".
http://slt.telam.com.ar/noticia/ni-paliativos-ni-paraisos-artificiales_n1233
El drama sin atenuantes
Por Mario Fiszman
Acaba de aparecer El drama sin atenuantes, de Carlos Riccardo, que contiene sus conversaciones con el gran escritor argentino Néstor Sánchez. Los diálogos son de 1989 y por fin aparecen editados en libro en su totalidad, con una nota de Riccardo que los pone en su contexto y una presentación escrita por mí.
Hay que aclarar que, dentro de un libro bien editado, el texto que escribí fue “corregido” sin aviso, y sin revisión, de muchas formas (puntuación, sintaxis, vocabulario). Tanta corrección no lo mejoró, todo lo contrario. Lo que sigue es el texto original.
Presentación
Néstor Sánchez empezó a escribir de chico, en la escuela, redacciones, cartas, cualquier cosa: “tenía aptitud”. El padre escribía, y el hermano, menor, también iba a escribir. Cuando murió el padre, dejó la secundaria para ir a trabajar. A los dieciocho, un tipo que conocía, “un maestro de la vida”, le aconsejó que escribiera. Muchos poemas y un libro de cuentos negado abrieron el camino para sus novelas. En esas cuatro novelas, publicadas entre 1966 y 1975, Néstor Sánchez inventó una escritura original, a favor de su voz y contra la narrativa convencional. Y a medida que su escritura se transformaba, él se iba escapando: de la beca, del Boom, del aburrimiento de la comunidad intelectual, de los países (la tercera novela empieza así: “inútil toda pretensión de retenerlo...”). Siempre en la otra vereda de esa gente que, como dice en este diálogo, “cree en todo, en la cultura, en la literatura”; el suyo era un proceso “de pérdida irreparable”. Para un escritor esa contradicción puede ser productiva pero también peligrosa. Sobre todo para un escritor que, además, era muy “literario” (citas, referencias, máxima atención al lenguaje, escritura poemática), y cuyos libros son una buena muestra de la cultura del momento en que se escribieron. Pero Néstor Sánchez siguió su camino, sin tratar de evitar los peligros. Escribió mientras lo que aparecía en el papel lo sorprendía, y cuando ya no tuvo sentido dejó de hacerlo.
A Carlos Riccardo, a mí y a muchos otros, los libros de Néstor Sánchez nos marcaron como pocas veces pasa. Nos conmovió su poesía, su lucidez, su verdad. Después lo conocimos en persona y eso profundizó la marca. Se nos volvió maestro sin postularse y sin explotar los beneficios o maleficios del cargo, como uno de esos maestros de la vida que él había conocido, tipos más o menos clandestinos con los que uno se cruza de casualidad en la ciudad y que tienen su refugio en una pieza llena de humo, de voces de vecinas, de tangos de radio y de libros apilados que para el discípulo encierran secretos inalcanzables. La figura del maestro es fundamental: “La vieja siempre nostalgia de guía”, le dice a Carlos Riccardo. Y cuenta que cuando escucha a alguien que dice “El maestro ha muerto y cada uno trabaja como puede”, la frase le produce una gran conmoción: “Caminé cuarenta cuadras bajo la nevisca, llorando, ¿qué me quería decir?” En sus novelas, en las alianzas que unen a los personajes, dentro de la barra o banda nunca falta el maestro al que se le reconoce un conocimiento silencioso, como el título del libro de Castaneda que me llevé de regalo de su casa.
Por ahí porque vivió obsesionado por la idea de la muerte lo deslumbró tanto ese Don Juan que recomienda tener a la muerte como consejera. O más que la muerte lo escandalizó la brevedad de la vida, ver el camión de ganado yendo al matadero y ver que en el camino la gente paraba a comprar aspiradoras en cuotas o a tomar cafecitos en velorios creyendo que eran de otro. La tribu de su barrio dejó de contenerlo, las ceremonias estaban vacías. Puso el grito en el cielo, bien alto. Se ilusionó con una vida nueva y extensísima, a la altura de la que sentía por momentos en él. Después vino el desencanto, y la locura.
El drama sin atenuantes podría ser tranquilamente el título de otro libro escrito por él: Nosotros dos, Siberia Blues, El amhor, los orsinis y la muerte, Cómico de la lengua, La condición efímera, y El drama sin atenuantes. Está en la línea de La condición efímera, son de la misma época todavía locuaz y por momentos exaltada y de “disyuntiva ética”. No sería justo llamarlo entrevista ni reportaje, no se parece a esas formas disecadas de la charla. Acá no hay un ser consagrado que deja caer verdades para que una oreja se extasíe en nombre del público. Acá Néstor Sánchez habla, se hace presente en las palabras, y Carlos Riccardo tiene el mérito de hablar su mismo idioma y de no tratar de averiguar nada. No pregunta para forzar respuestas ni para sacarle cosas. Las cosas salen solas, una lleva a la otra y el diálogo crece, se va por las ramas y da frutos que todos podemos saborear gracias a que, por suerte para nosotros, en su momento Carlos Riccardo estuvo ahí, cara a cara con Néstor Sánchez, escuchándolo y grabando todo en casetes y más tarde desgrabándolo, se encontró con él varias veces a charlar durante horas (tomaban algo, después cada uno se iba a su casa con la cabeza afiebrada, tenían que dejar pasar un tiempo para volver a encontrarse), guardó años estas conversaciones y ahora nos trae lo que quedó de esos encuentros. Léanlo y busquen sus palabras, sus preguntas y respuestas.
Y lean a Néstor Sánchez, otra vez si es preciso. Olvídense de la supuesta oscuridad de sus temas, los temas importan poco, nada más abran sus libros en cualquier página para encontrarse con esa voz que “insiste en llamar acontecimientos a las cosas más insignificantes” y que con su ritmo improvisado de músico de jazz convierte en acontecimientos luminosos la vida de un montón de personajes con nombres de jugadores de primera C que se desplazan de Banfield a Caballito, de San Isidro a Villa Urquiza y de Mar del Plata a la isla Maciel por tantos barrios y calles de la ciudad que los terminan volviendo imágenes poéticas, como la calle Valdenegro, el pueblo de Ingeniero Maschwitz, o cruzar Triunvirato desierta bajo el sol, y más tarde por toda América hasta Chicago, Manhattan, París. Toman trenes de día, taxis de madrugada, suben a un carro de mudanzas enganchado a una yegua, a un camión, a un colectivo de la línea 406, cruzan el Riachuelo como en algún momento cruzarán el Missisipi como cruzaron el Paraná para ver al poeta, o bajan en Once de otro colectivo que al chico que ingresa al Normal le parece un trasatlántico. No se establecen nunca, ocupan casas precarias, prestadas, prefabricadas, departamentitos de separado con demasiadas marcas de puchos en el piso, piezas en los fondos que se dedican a pintar torpes después que vuelven de la oficina y antes de hacer el amor. Toda esa vida llena de sol a quemarropa y lluvia tristona cabe ahí. Los proyectos, los bailes, los robos y los billares de mañana como bestias abandonadas. Pola Negri y Clara Bow. Un loro llamado Orsini, el perro que lame la olla en el baldío y esa yegua blanca que “mea llena de fe con las patas traseras bien abiertas”. La cabeza vendada de Apollinaire, la máscara de Dylan Thomas, Troilo, el tango, el jazz y Joyce, “porque todo parece destinado a la literatura”. En la selva amazónica, fabricando frenéticamente botones de cuero toda una temporada de lluvias tropicales, o en esa meseta que es el cementerio de Flores donde Batsheva, Giménez, María, los dos Yuyos, Orsini y Donald Gleason reunidos alrededor del cajón o féretro o ataúd de Felipa se pasan un ramo de crisantemos, una cala, un gladiolo, helechos, un clavel y una rosa en ronda grotesca hasta que a Giménez el viento le vuela el sombrero: léanlo hasta llenarse de vida.
Mariano Fiszman
http://www.marianofiszman.blogspot.com.ar/2012/07/acaba-de-aparecer-el-drama-sin.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario