Jorge Luis Borges |
EL DÍA QUE BORGES
LEYÓ A NÉSTOR SÁNCHEZ
Por Lautaro Ortiz
Néstor Sánchez |
Una imagen del único encuentro entre Jorge Luis Borges y Néstor Sánchez en el año 1969, revelaría el instante en que se cruzaron por primera y única vez en una sala de la Biblioteca Nacional dos estilos, dos formas decididamente opuestas de vivir, leer y escribir literatura. De un lado, el cuentista universal, el gran conversador, el canon supremo de la letras argentinas y, por el otro, el anti-canon, el beat mayor de la literatura nacional, el que lo tuvo todo y lo abandonó para convertirse en el más secreto –y menos comprendido- de los escritores de nuestro país. Pero no hubo fotografías de aquel cruce, sólo una entrevista publicada en la ignota revista Artiempo. En 1969, Borges ya era considerado la figura clave de las letras de América Latina y firme candidato para el Nobel. Su obra más importante había sido publicada y su figura crecía en los pasillos de la Biblioteca Nacional.
Borges “no era un hombre ocupado” y por eso recibió sin objeciones al joven Sánchez que ya tenía en su haber un libro de relatos (“Escuchando a tu hijo”) y dos novelas publicadas (“Nosotros dos” y “Siberia Blues”), que Julio Cortázar había celebrado.
Pero el autor de “El Aleph” no había leído a Sánchez (nacido en Villa Pueyrredón en febrero de 1935) y, por lo tanto, no sabía que ese joven que lo interrogaba -de espaldas anchas y porte de boxeador- llevaba adelante una experiencia narrativa de vanguardia, iniciando un camino solitario, opuesto al discurso del “intelectual comprometido” tan vigente en la época.
A diferencia de Borges, no hubo nunca espacio para la ficción en la obra de Sánchez (“Siempre escribí en relación conmigo mismo, en relación con un estado de sinceridad irremediable (…) nunca en mis libros inventé una historia. Todo ha sido en base a mi vida presente o pasada”). Esa visión, que el propio novelista defendió con los puños en alto, lo ubicó rápidamente en un lugar incómodo, difícil, incluso ante el renombrado boom literario de entonces. La polémica ya había caído sobre él. Juan Carlos Onetti ironizó en 1968 apelando al disco de Newton: “Cada página es de otro color, cuando las ponés a girar, lo que ves es puro blanco”, pero Emir Rodríguez Monegal y Julio Cortázar salieron a defenderlo. Explicará el autor de “Rayuela”: “Sánchez es un novelista muy criticado y muy combatido por el carácter experimental, muy audaz, de su obra, pero que a mí me parece un escritor sumamente útil en nuestro medio. Es un hombre que rechaza los moldes ordinarios de la literatura narrativa y busca escribir libros que, siendo novelas, tienen al mismo tiempo un aspecto formal, un aspecto idiomático, que está lleno de belleza porque va en contra de todos los lugares comunes de la adjetivación usual. Néstor Sánchez tiene una imaginación muy extraña y que trabaja a base de síntesis fulgurantes, lo cual dificulta mucho la lectura. Es un problema, yo lo sé, es muy difícil leer a Sánchez, pero yo siempre lo he querido y lo he estimado mucho...”
Si bien aquel “despertar” latinoamericano lo favoreció (gracias a ello su obra fue reeditada en España por Seix-Barral y traducida al francés por Gallimard), Sánchez siempre declaró sentir “asco” por la literatura dedicada al “buen negocio de la facilidad y los lugares comunes”.
En la silenciosa sala de la Biblioteca Nacional, frente al maestro de movimientos “sonambúlicos”, se había sentado, entonces, un Sánchez maduro, un escritor que ya había logrado sintetizar sus más evidentes influencias: James Joyce, Julio Cortázar, el surrealismo y la Beat Generation. Pero Borges era ajeno a la épica sancheana. Nada sabía de aquel gurú de los barrios alejados de Florida, de su padre ferroviario, de su primera pasión por el tango (el Club Atlanta y el grupo de bailarines que había formado junto a Juan Carlos Copes en 1955), de su afición por el turf, el cine, o la decisiva influencia de sus amigos Edgar Bayley, Gianni Siccardi, Enrique Molina y Francisco Madariaga.
Mientras Borges estaba atento a los comentarios sobre el inminente estreno de la película de Hugo Santiago “Invasión” (escrita por él y su inseparable Bioy Casares), Sánchez se encontraba a punto de dar un golpe de timón y tirar por la borda aquel innecesario éxito: “Cuando corregía las pruebas de galera de Siberia Blues sentí que se había terminado un proceso de vida, yo necesitaba abrir fronteras y hacer contacto con otras fuentes culturales”. Lo aguardaban las praderas de Iowa en el middle-west norteamericano, el deslumbramiento por las enseñanzas de G.I. Gurdjieff, un fugaz contacto con la marihuana, una primera noticia sobre la existencia de Carlos Castaneda y una épica cada vez más compleja que lo llevó a abandonar progresivamente la escritura. Su intenso peregrinaje por Lima, Caracas, Roma, París, Barcelona, Nueva York (donde vivirá 8 años como clochard), culminará con su regreso a Buenos Aires en 1987. Una larga ausencia que le costó el olvido (un grupo de lectores le hizo un homenaje en Buenos Aires creyéndolo muerto) y el silencio editorial, a pesar de la publicación por Sudamericana, en 1988, de su último libro “La condición efímera”. Néstor Sánchez -en palabras de Martín Micharvegas- fue el escritor que “se partió la cara contra sí mismo y contra el mundo, para hacer de la escritura una herramienta movilizadora y de cambio”.
Claves para el diálogo
Sánchez recordó hasta el final de sus días aquel encuentro con Borges, con quien creía compartir su pulso obsesivo por la muerte y una respuesta sobre el destino de los hombres (la muerte será una de las obsesiones mayores de Sánchez quien dijo:“Siempre estaba la muerte como lei motiv, me parecía mentira que la gente no se diera cuenta que se iba a morir, eso me pasó siempre, entonces en todos mis libros hay una advertencia: la vigencia de la muerte (...)”) Por eso, durante aquella conversación, el joven interroga al maestro: “A los treinta años, me parece, la idea de la muerte sólo admite una pregunta ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué sucede a los setenta?”.
A medida que Borges habla, esforzándose por ser “igual” al Borges que respondió otras “entrevistas idéntica a sí mismas”, Sánchez intenta quebrar el juego cíclico del autor de “Las ruinas circulares” y traslada el diálogo hacia otro terreno –que no es otro que el suyo- a pesar de algunas lógicas concesiones. Pero al reflejarse en el campo pulido del espejo borgeano, transgrede -en los hechos- las normas del género mayor del periodismo: el periodista se vuelve tan interesante como el entrevistado.
Sobre las cuerdas, Borges comienza a recibir una serie de preguntas incisivas, dirigidas al mentón, sobre la validez de su poesía, la construcción de sus mitos –como Macedonio Fernández-, la importancia de los escritores que integraban el grupo “Sur”, la aceptación incondicional de la lectura que la crítica hizo de su obra, hasta hacerle admitir finalmente que la metafísica ha sido en él una curiosidad “filológica”.
Sánchez creyó derribar al mito. Pero al final de la charla cuando “Borges se pone de pie y consulta el reloj”, el maestro muestra su mejor arma: la intuición. Dijo Sánchez a quien esto escribe: “Volvimos a mencionar a Oupensky, a Joyce y a Gurdiejff, y el viejo acercándose me preguntó: ´Dígame una cosa ¿Usted es teósofo?´... Y tenía razón”.
ENTREVISTA
BORGES IGUAL A BORGES
POR NÉSTOR SÄNCHEZ
En 1969 la publicación Artiempo presentaba la siguiente entrevista: “Con su viejo humor, y a través de parábolas anti periodísticas, el autor de ´Historia Universal de la Infamia, reinstala su previsible personalidad”.
La primera virtud de Jorge Luis Borges se experimenta casi al mismo tiempo de entrar al salón incalificable de la Biblioteca Nacional donde atiende a todos los que necesitan entrevistarlo, sin excepción alguna. Deja las manos sobre una mesa de tamaño casi tan irreal como el salón, y a partir de allí dispone de todo su tiempo: Borges no es un hombre ocupado.
Poco más tarde necesitará saber con qué tipo de periodismo se topará una vez más su prestigio de hombre de letras. Lo cierto es que Borges necesitará forzar su nueva entrevista hasta volcarla hacia los hábitos de una entrevista ejemplar, casi una entelequia, a la que parecería responder desde hace muchísimo tiempo. Y la sensación de tiempo detenido en el tiempo de hablar no es la segunda virtud de Borges, es a lo sumo el clima obligado de aquella entrevista idéntica a sí misma que él reinstala con un par de movimientos sonambúlicos de sus manos.
Sin embargo, a los pocos minutos entrará en juego otro viejo compañero suyo: el viejo humor. Y hasta parece justo que él lo sepa justo. Inicia entonces una especia de parábola antiperiodística (anti-entrevista periodística) basadas aparentemente, en su desconfianza física ante todo interlocutor desconocido: “Hace muchos años trabajé durante algunos meses en el Diario Crítica –recuerda casi sorprendido- fui el peor periodista del mundo. Fíjese, yo he conocido –eran los años veinte- mucha gente que debía muertes. Claro, en aquella época en que todavía funcionaba el cuchillo se hacían casi comunes los que debían dos muertes; se trataba de personas interesantes, cordiales; se podía estar horas con ellos y hasta cultivar su amistad sin que las muertes pesaran en ningún momento. Sin duda eran mejores que los periodistas”.
-¿Quién de los dos Borges contesta generalmente un reportaje?
-Yo trato por todos los medios que sea el primero, pero generalmente no puedo evitar que el segundo, el Borges literato, se entrometa. Es muy entrometido.
-¿Antes de identificarse con el ultraísmo, tuvo alguna oportunidad de ser influenciado por jóvenes como Guillaume Apollinaire y Blaise Cendras?
-En realidad, no. Creo que en mi obra (no hay otra manera de llamar a lo que he escrito) no hay influencias. En todo caso hay desmedro de todo aquello que me ha tocado de cerca, que ha significado algo para el escritor en mí.
-¿Cree que esa falta de contemporaneidad real de su juventud se vincula al hecho de que sus poemas aparezcan como de menos interés en relación con sus cuentos y prosas de cámara?
-Pienso que mis poemas y prosas no difieren esencialmente. El verso libre es un asunto tipográfico. Todo lo que escribo son atributos o adjetivos míos, yo diría diversas facetas de un mismo fenómeno.
-Usted fue incluido en el desopilante libro de Powells pero alguna vez se refirió, entre otros a Pedro Ouspensky. ¿Cree deberle mucho al auténtico esoterismo occidental, desde Pitágoras a Gurdjieff?
-Yo también, como mucha gente interesada en el tema, tenía idea de que Powells no era otra cosa que un charlatán; pero cuando lo conocí en Europa me di cuenta de que era como yo, un agnóstico. El no estaba seguro respecto de la cuarta dimensión, de la trasmigración, de la transmisión del pensamiento; todas esas posibilidades más allá del positivismo. Almorzando con él lo encontré muy simpático y afín a mis dudas, me habló de su “espíritu borgeano” y nos hicimos amigos. Por otra parte puedo decirle que nunca pase, en estos temas, de una actitud de curiosidad intelectual. Mi madre católica a la manera Argentina, sin mayor fervor; mi abuela protestante; y mi padre discípulo de Spencer, un libre pensador. El clima familiar en que me formé no pasó de una discordia amistosa. Mi literatura no es fantástica para asombrar al lector, todo eso corresponde a estados del alma que he tenido. Es una literatura fantástica pero no irreal. Incluso hay un poema mío en un puente de Constitución que bien podría relacionarse con una búsqueda mística. Yo creo que se trató de un estado poético, nada más.
-¿Entonces su pasión por la metafísica no fue nunca más allá de una actitud filológica?
-Nunca. A lo sumo nunca de un modo trágico como lo ha elegido Unamuno, por poner un ejemplo.
-¿Siente haber exagerado la figura de Macedonio Fernández?
-No, creo que es el hombre más inolvidable que he conocido a lo largo de mi vida; eso lo sentimos todos sus contertulios. Le voy a hacer nombres de muertos y vivos: Santiago Davobe, Enrique Fernández Latour y Manuel Peyrou. Claro, la grandeza de Macedonio estaba en el diálogo más que en lo escrito por él. Fíjese que a pesar de ser un conversador brillante era lacónico y tímido. Si bien no desaconsejo la lectura de sus libros tampoco puedo negar que se trata de un hombre que nunca se entregó enteramente a ellos. Era un hombre de genio, pero su instrumento fue el diálogo, como en el caso de Sócrates (y para poner un ejemplo que no sea polémico). Macedonio fue amigo de Lugones, Ingenieros, J.B. Justo, Molina y Vedia, de Jorge Borges, mi padre. Sin embargo, después de muerto empezaron a aparecer (y todavía siguen apareciendo) todo tipo de gente que asegura haber frecuentado su amistad; y esto no favorece su recuerdo. Pero siempre pasa lo mismo con hombres notables una vez que están muertos.
-¿En algún momento de su vida necesitó alcanzar un aliento más riesgoso que el cuento? ¿Lo intentó?
-Nunca. Bastante trabajo me da hasta el final de mis cuentos. En la actualidad pienso en algo que va a ser menos una novela que un cuento largo y que se va llamar El Congreso. Por supuesto que este título no tiene nada que ver con una alusión de tipo político.
-¿Cuál es el cuento suyo que más quiere?
-¿Puedo vacilar? Bueno, hay un cuento que se llama La intrusa, y otro El sur
-¿Y el que menos quiere?
-Sin duda El hombre de la esquina rosada; yo no lo escribí como cuento realista y, sin embargo, todos se empeñan en leerlo como tal. Un desafío no se hace de esa manera, un compadre auténtico no habla de esa forma. La película es mejor que el cuento. En realidad, si publicar un libro es una gran emoción, ver un film hecho con un argumento propio la supera con creces. Es como si se carnalizaran un grupo de fantasmas que brotaron de uno.
-¿Algún escritor argentino, alguna vez, llegó a decir algo inteligente sobre usted y su obra?
-Casi todos, argentinos y extranjeros, que han hablado en alguna oportunidad sobre mi obra resultaron más inteligentes que yo: o si prefiere más imaginativos.
-Por momentos ¿se ha sentido tan solo como su obra entre la gente de la revista Sur?
-No, nunca, ¿por qué solo? La señora Victoria Ocampo me hizo el honor de invitarme a colaborar en su revista. La revista Sur ha sido generosa conmigo, nunca me fue rechazado ningún original. No me sentí nunca solo; la señora Victoria ha sido muy buena conmigo. A ella se debió la idea de que yo fuera postulado como director de la Biblioteca Nacional, a ella junto con Esther Zamborain de Torres. Cuando me lo propusieron les contesté que jamás me iban a dar un cargo semejante, me quedaba grande. Por mi parte les propuse la biblioteca de Lomas de Zamora, era un sitio que siempre me ha gustado. Sin embargo, el mismo general Lonardi, en persona, justo un 17 de octubre de 1955, me entregó el nombramiento.
-Usted ha tenido, casi siempre, conciencia de nuestro provincianismo cultural y ha deslizado algunas bromas al respecto. Eso de que “el genio de Joyce era puramente verbal lástima que lo gastó en la novela”, incluido en su breviario de literatura inglesa ¿se relaciona con la misma actitud?
-No es broma. Creo que la novela no requiere un estilo tan trabajado como el suyo, un estilo que ofrece tantas dificultades de lectura. Cervantes y Tolstoi fueron grandes novelistas y no necesitaron recurrir a tanta complejidad formal.
-¿Quién ha sido el autor de influencias más perdurable en su formación de escritor?
-En primer término debo reconocer que todos los libros leídos y todas las personas con que cambié alguna palabra han influido decisivamente en mí. Pero comprendo que la pregunta exige una definición casi categórica. Entonces tengo que nombrar a Chesterton, a pesar de que no profeso sus opiniones religiosas. Y esto no significa que para mí Chesterton sea superior a Bernard Shaw, pero en alguna medida me siento indigno de Shaw. Uno no puede elegir a sus maestros. A Chesterton lo considero más imitable.
-Sin embargo, uno de sus libros claves, ‘Historia universal de la infamia’ rezuma la influencia de Marcel Schwob.
-A pesar de que la idea general de "Vidas imaginarias" de Schwob, me pareció estupenda desde el primer momento, cuando encaré su lectura atenta me sentí, si se quiere, defraudado; otro tanto le pasó a Bioy Casares, él tampoco podía llegar al final. Sin embargo, a pesar de que me costara tanto trabajo su lectura, la idea general del libro empezó a interesarme vivamente. Pensé que se podía hacer algo mejor con esa idea. Sin duda el ambiente general del libro de Schwob fue lo que motivó Historia universal de la infamia’.
-A los treinta años, me parece, la idea de la muerte sólo admite una pregunta ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué sucede a los setenta?
-Hace bastante tiempo estoy tentado en escribir un poema sobre eso. Podría hablarle, a grandes rasgos, de la serenidad que trae la vejez, de esa apacible resignación que incluye la tristeza, pero de una manera muy diferente. A los treinta años, eso sí, cultivaba desdicha, necesitaba ser cada día más desdichado, más profundamente desdichado. Aquello ya no cuenta para mí.
Después Borges, repentinamente jubiloso, hablará de Invasión, un film próximo a estrenarse en Buenos Aires, y cuyo argumento escribiera “sobre esa misma mesa” en colaboración con Bioy Casares. En Invasión, entre otras cosas, se canta su Milonga del condenado a muerte con música del legendario Aníbal Troilo: “fíjese que dos días después que la compuse, Hugo Santiago, el realizador del film, me dijo que a la milonga le ponía música Troilo; y yo le pregunté ¿a qué milonga?, pasa que me había olvidado, las milongas son temas populares y la métrica el octasílabo, y a mí me salen tan fácil que una vez compuestas casi inmediatamente las olvido”.
Este año, aparte de traducir Walt Whitman en colaboración con su esposa y de entregar un libro de poemas a la imprenta, tiene en preparación otro argumento cinematográfico: “Los otros”, de corte puramente fantástico. La acción se va a central en una librería de la calle Corrientes cerca de Rodríguez Peña. Borges se pone de pie y consulta el reloj: el mundo, desgraciadamente, es real; él, desgraciadamente es Borges.
http://vertebradas.blogspot.com/2012/03/el-dia-que-borges-leyo-nestor-sanchez.html
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