James Joyce
A
MAYOR GRACIA DE DIOS
Traducción
de Guillermo Cabrera Infante
Dos caballeros que se hallaban en
los lavabos en ese momento trataron de levantarlo: pero no tenía remedio.
Quedó hecho un ovillo al pie de la escalera por la que había caído. Consiguieron
darle vuelta. Su sombrero había rodado lejos y sus ropas estaban manchadas por
la mugre y las emanaciones del piso en que yacía bocabajo. Tenía los ojos
cerrados y respiraba a gruñidos. Un hilo de sangre le corría por la comisura
de los labios.
Dichos caballeros y uno de los
sacristanes lo subieron y lo depositaron de nuevo en el piso del bar. Enseguida
lo rodeó un corro masculino. El dueño del bar preguntó que quién era y que
quién estaba con él. Nadie sabía quién era pero uno de los sacristanes dijo que
él le sirvió un roncito al caballero.
-¿Y estaba solo? -preguntó el dueño.
-No, señor. Había otros dos
caballeros con él.
-¿Y dónde se han metido?
Nadie sabía; una voz dijo:
-Aire, aire, que se ha desmayado.
El círculo de espectadores se dilató
y encogió, elástico. Una oscura medalla de sangre se había formado cerca de la
cabeza del individuo sobre el piso teselado. El dueño, alarmado por la palidez
grisácea de la cara de aquel hombre, mandó a buscar un policía.
Le zafaron el cuello y la corbata.
Abrió los ojos un momento, suspiró y los volvió a cerrar. Uno de los
caballeros que lo llevaron arriba sostenía un abollado sombrero de copa en la
mano. El dueño preguntó repetidas veces si alguien sabía quién era el lesionado
o dónde habían ido a parar sus amigos. La puerta del bar se abrió y entró un
inmenso policía. Un gentío que lo venía siguiendo desde el callejón se agrupó a
la entrada, luchando por mirar hacia el interior a través de los cristales.
El dueño contó enseguida lo que
sabía. El policía -joven y de facciones toscas, inmóviles- escuchaba. Movía
lentamente la cabeza de derecha a izquierda y del dueño al individuo en el
suelo, como si temiera ser víctima de una alucinación. Luego se quitó un
guante, sacó un librito del cinturón, le chupó la punta a su lápiz y, dejó ver
que estaba listo para levantar acta. Preguntó con un sospechoso acento de
provincias:
-¿Quién es este hombre? ¿Cómo se
llama y dónde vive? Un joven en traje de ciclista se abrió paso por entre los
espectadores. Se arrodilló rápido junto al herido y pidió agua. El policía se
arrodilló también a ayudar. El joven lavó la sangre de la boca del herido y
luego pidió un poco de brandy. El policía repitió la orden con voz autoritaria
hasta que vino corriendo un sacristán con un vaso. Le forzaron el brandy por
el gaznate. En unos instantes el hombre abrió los ojos y miró a su alrededor.
Observó el corro de caras y luego, al comprender, trató de ponerse en pie.
-¿Ya se siente bien? -le preguntó el
joven vestido de ciclista.
-Bah, na'a -dijo el herido, tratando
de levantarse.
Lo ayudaron a ponerse en pie. El
dueño dijo algo de un hospital y algunos hicieron sugerencias. Le colocaron la
estropeada chistera en la cabeza. El policía preguntó:
-¿Dónde vive usted?
El hombre, sin responder, empezó a
torcerse las puntas del bigote. No le daba importancia al accidente. No era
nada, dijo: un simple percance. Tenía la lengua pastosa.
-¿Dónde vive usted? -repitió el
policía.
El hombre dijo que le estaban
buscando un ¿coche. Mientras discutían el asunto, un hombre alto, ágil y rubio
que llevaba un largo gabán amarillo vino del extremo del bar. Al ver el
espectáculo llamó:
-¡Hola, Tom, viejo! ¿Qué ocurre?
-Bah, na'a -dijo el hombre.
El recién llegado inspeccionó la
deplorable figura que tenía delante y se volvió después al policía para decir:
-Está bien, vigilante. Yo lo llevo a
su casa.
El policía se tocó el casco con la
mano y respondió:
-¡Muy bien, Mr Power!
-Vamos, Tom -dijo Mr Power, cogiendo
a su amigo por un brazo-. ¿Qué, ningún hueso roto? ¿Puedes caminar?
El joven vestido de ciclista cogió
al hombre por el otro brazo y la gente se dispersó.
-¿Cómo te metiste en este lío?
-preguntó Mr Power.
-El señor rodó escaleras abajo -dijo
el joven.
-L'ejoy 'uy aga'ejío, je'or -dijo el
lesionado.
-No hay por qué. -¿A'go'íamos 'ornar
algo...?
-Ahora no. Ahora no.
Los tres hombres salieron del bar y
la gente se escurrió por las puertas rumbo al callejón. El dueño llevó al
policía hasta la escalera para que inspeccionara el lugar del accidente. Ambos
estuvieron de acuerdo en que al caballero se le fueron los pies con toda
seguridad. Los clientes regresaron al mostrador y el sacristán se dispuso a
quitar las manchas de sangre del piso.
Cuando salieron a Grafton Street, Mr
Power silbó a un espontáneo. El lesionado dijo de nuevo, tan bien como pudo:
-'e 'j'oy' 'uy a'a'ejí'o, je'or.
E'e'o 'e 'og 'eamog 'e nue'o. Mi 'o'e e' Kernan.
El susto y el dolor incipiente lo
habían vuelto a medias sobrio.
-No hay de qué -dijo el joven.
Se dieron la mano. Alzaron a Mr
Keman al coche y, mientras Power le daba la dirección al cochero, expresó su
gratitud al joven y lamentó que no pudieran tomar un trago.
-En otra ocasión -dijo el joven.
El coche partió rumbo a Westmoreland
Street. Cuando pasó la Oficina del Lastre, eran las nueve y media en el reloj.
Un cortante viento del este los azotó desde la boca del río. Mr Kernan se
había hecho un ovillo contra el frío. Su amigo le pidió que le explicara cómo
ocurrió el accidente.
-No pue'o -respondió-. Me
go'é'a'engua.
-Déjame ver.
El otro se inclinó hacia delante
para mirar el interior de la boca de Mr Kernan, pero no vio nada. Encendió un
fósforo y, protegiéndolo con la mano, miró de nuevo dentro de la boca que Mr
Kernan abría obediente. El movimiento del carro acercaba y alejaba el fósforo
a la boca abierta. Los dientes de abajo y las encías estaban cubiertas con
sangre coagulada, y al parecer se había cortado un minúsculo segmento de la
lengua de una mordida. El fósforo se apagó.
-Se ve muy feo -dijo Mr Power.
-Nah, no e' na'a -dijo Mr Kernan,
cerrando la boca, tapándose el cuello con las sucias solapas del abrigo.
Mr Kernan era un viajante comercial
de la vieja escuela que creía en la dignidad de su oficio. No se le veía nunca
en la ciudad sin una chistera más o menos decente y un par de polainas. Gracias
a estos adminículos, decía, siempre puede uno hacer un buen efecto. Continuaba
así la tradición de su napoleón, el gran Blackwhite, cuya memoria evocaba a
menudo con imitaciones y anécdotas. Había escapado hasta ahora a los métodos
comerciales modernos manteniendo una pequeña oficina en Crowe Street que tenía
el nombre y la dirección de la firma en la cortina London, E.C. En la oficina y
sobre la repisa se alineaba un pelotón de potes y sobre la mesa frente a la
ventana había habitualmente cuatro o cinco boles mediados con un líquido
negro. Mr Kernan usaba estos boles para probar el té. Bebía un sorbo, lo
mantenía en la boca para saturarse el paladar y luego lo escupía en la
chimenea. Después, hacía una pausa pericial.
Mr Power, mucho más joven, era empleado
de la oficina de la gendarmería real en Dublin Castle. La curva de su ascenso
social cortaba la curva del descenso de su amigo, pero la decadencia de Mr
Kernan la mitigaba el hecho de que los amigos que lo conocieron en su apogeo
todavía lo estimaban como personaje. Mr Power era uno de esos amigos. Sus.
deudas inexplicables eran la comidilla de su círculo, que lo tenía por un
hombre de mundo.
El coche se detuvo frente a una
pequeña casa en la carretera de Glasnevin y Mr Kernan fue ayudado a entrar en
su casa. Su esposa lo acostó mientras Mr Power se sentaba en la cocina
preguntándoles a los niños a qué escuela iban y por qué lección iban. Los niños
-dos hembras y un varón- conscientes de la desvalidez del padre y de la
ausencia de la madre, se pusieron a jugar con Mr Power. Se sorprendió éste de
sus modales y de su acento y se quedó pensativo. Al rato entró Mrs Kernan en la
cocina exclamando:
-¡Qué aspecto! ¡Ay, un día se va a
matar y será para nosotros el acabóse! Lleva bebiendo desde el viernes.
Mr Power tuvo cuidado de explicarle
que él no era culpable, que había pasado por el sitio de casualidad. Mrs
Kernan, recordando sus buenos oficios en las peleas domésticas y también
muchos pequeños, pero oportunos préstamos, le dijo:
-Oh, no tiene usted que decírmelo,
Mr Power. Ya sé que es usted un buen amigo, no como esos otros. ¡Esos amigotes
muy buenos cuando éste tiene dinero para alejarlo de su mujer y de la familia!
¿Con quién estaba esta noche? Me gustaría saberlo.
Mr Power movió la cabeza pero no
dijo nada.
-Cuánto siento -siguió ella- no
tener nada para ofrecerle. Pero si espera un minuto mandaré por algo a
Fogarty's, aquí al doblar.
Mr Power se puso en pie.
-Estábamos esperando a que regresara
con el dinero. Nunca se acuerda de que tiene una casa, por lo que se ve.
-Ah, vamos, Mrs Kernan -dijo Mr
Power-, ya conseguiremos hacer que doble la hoja. Voy a hablarle a Martin. Es
el indicado. Vendremos para acá una de estas noches a convencerlo.
Lo acompañó hasta la puerta. El
cochero zapateaba por la acera, moviendo los hombros para calentarse.
-Muy amable de su parte haberlo
traído -dijo ella.
-No hay de qué -dijo Mr Power.
Subió al coche. Al irse se quitó el
sombrero, jovial.
-Vamos a hacer de él un hombre nuevo
-le dijo-. Buenas noches, Mrs Kernan.
Los intrigados ojos de Mrs Kernan
siguieron al coche hasta que se perdió de vista. Luego, bajó los ojos, entró
en la casa y vació los bolsillos a su marido.
Era una mujer de mediana edad,
activa y práctica. No hacía mucho que había celebrado sus bodas de plata,
reconciliándose con su esposo bailando con él acompañada al piano por Mr
Power. Cuando eran novios Mr Keman le pareció una figura que no dejaba de tener
donaire, y todavía hoy se iba corriendo a la capilla cada vez que oía que había
boda y, al ver a los contrayentes, se recordaba con vivo placer saliendo de la
iglesia Stella Maris, en Sandymount, apoyada del brazo de un hombre jovial y
bien alimentado, que vestía con elegancia levita y pantalones lavanda y
balanceaba graciosamente una chistera sobre el otro brazo. A las tres semanas
ya encontraba aburrida la vida de casada y, más tarde, cuando empezaba a
encontrarla insoportable, quedó encinta. El papel de madre no le presentó
dificultades insuperables y durante veinticinco años fue una astuta ama de
casa. Sus dos hijos mayores estaban encarrilados. Uno trabajaba en una
retacería de Glasgow y el otro era empleado de un importador de té en Belfast.
Eran buenos hijos que le escribían regularmente y a veces le mandaban dinero. Los
otros hijos estaban todavía en la escuela.
Al día siguiente Mr Kernan envió una
carta a la oficina y se quedó en cama. Le hizo ella un caldo de vaca y lo
regañó como era debido. Ella aceptaba su frecuente embriaguez como resultado
del clima, lo atendía como era debido cuando estaba descompuesto y trataba
siempre de que tomara su desayuno. Había maridos peores. Nunca se le vio
violento desde que los niños crecieron y sabía que era capaz de caminar al otro
extremo de la ciudad de ida y vuelta para tomar una orden por exigua que
fuera.
Dos noches más tarde sus amigos
vinieron a verlo. Ella los trajo al cuarto impregnado de un olor particular, y
los sentó junto al fuego. La lengua de Mr Kernan, que las punzadas ocasionales
habían vuelto algo irritable durante el día, se hizo más comedida. Se sentó en
la cama sostenido por almohadas y el escaso color de su cara abotargada la
asemejaba a la ceniza viva. Se excusó con sus amigos por el cuarto en desorden,
pero al mismo tiempo los enfrentó con mirada desafiante: orgullo de veterano.
No estaba consciente en absoluto de
que era víctima de un complot que sus amigos, Mr Cunningham, Mr M'Coy y Mr
Power habían revelado a Mrs Kernan en la sala. Fue idea de Mr Power, pero su
realización estaba a cargo de Mr Cunningham. Mr Kernan era de origen
protestante y, aunque se convirtió a la fe católica cuando su matrimonio, no
había pertenecido al gremio de la Iglesia en los últimos veinte años. Era
dado, además, a lanzar indirectas al catolicismo.
Mr Cunningham era el hombre indicado
como colega mayor de Mr Power que era. Su misma vida doméstica no era
precisamente feliz. La gente le tenía mucha pena porque se sabía que estaba
casado con una mujer poco presentable que era una borracha perdida. Le había
puesto casa seis veces; y, en cada ocasión, ella había empeñado los muebles.
Todo
el mundo respetaba al pobre Martin Cunningham. Era hombre cabal y sensato,
influyente, inteligente. El acero de su sabiduría humanista -una astucia
natural especializada y experimentada frecuentando por largo tiempo los casos
ante las cortes de justicia-, estaba templado con breves inmersiones en las
aguas de la filosofía en general. Estaba bien informado. Sus amigos se
inclinaban ante sus opiniones y consideraban que su cara se parecía a la de Shakespeare.
Cuando hicieron a Mrs Kernan
partícipe del complot, ésta dijo:
-Dejo el asunto en sus manos, Mr
Cunningham.
Después de un cuarto de siglo de
vida matrimonial le quedaban muy pocas ilusiones. La religión era un hábito
para ella y sospechaba que un hombre de la edad de su esposo no cambiaría gran
cosa antes de morir. Se veía tentada a ver el accidente como curiosamente
apropiado y, si no fuera porque no quería parecer sanguinaria, le hubiera dicho
a este señor que la lengua de Mr Kernan no sufriría porque se la recortaran.
Sin embargo, Mr Cunningham era un hombre capacitado; y la religión es siempre
la religión. El ardid podría resultar beneficioso y, al menos, daño no haría.
Sus creencias no eran extravagantes. Creía ella firmemente en el Sagrado
Corazón como la más útil, en general, de todas las devociones católicas y
aprobaba los sacramentos. Su fe estaba limitada por sus pucheros pero, de
proponérselo, habría podido creer en la banshee, esa némesis irlandesa, y en
el Espíritu Santo.
Los caballeros empezaron a hablar
del accidente. Mr Cunningham dijo que él había conocido una vez un caso
similar. Un sexagenario se cortó un pedazo de lengua de una mordida durante un
ataque epiléptico y la lengua le creció de nuevo y no se le notaba ni rastro de
la mordida.
-Muy bien, pero yo no soy un
sexagenario.
-Ni que Dios lo quiera.
-¿No te duele? -preguntó Mr M'Coy.
Mr M'Coy fue antes un tenor de
cierta reputación. Su esposa, que había sido soprano, todavía daba clases de
piano a niños a precios módicos. Su línea de la vida no había sido la distancia
más corta entre dos puntos, y por breves períodos de tiempo se había visto
obligado a vivir como caballero de industria. Había sido empleado de los
ferrocarriles de Midland, agente de anuncios para The Irish Times y para The
Freeman's Journal, comisionista de una firma de carbón, investigador privado,
empleado de la oficina del vice-alguacil, y hace poco que lo habían nombrado
secretario del fiscal forense municipal. Su nuevo cargo lo obligaba a interesarse
profesionalmente en el caso de Mr Kernan.
-¿Dolerme? No mucho -respondió Mr
Kernan-. ¡Pero es tan nauseabundo! Me siento con ganas de vomitar.
-Eso es el trago -dijo Mr Cunningham
con firmeza.
-No -dijo Mr Kernan-. Parece que
cogí catarro en el coche. Algo me viene a la garganta, flema o...
-Mucosidad -dijo Mr M'Coy.
-Me entra como por debajo de la
garganta. Una cosa asqueante.
-Sí, sí -dijo Mr M'Coy-, del tórax.
Miró al mismo tiempo a Mr Cunningham
y a Mr Power con aire desafiante. Mr Cunningham asintió rápidamente, y Mr Power
dijo:
-Ah, bueno, bien está lo que bien
acaba.
-Te estoy muy agradecido, mi viejo
-dijo el inválido. Mr Power movió la mano.
-Esos otros dos tipos con quien
estaba...
-¿Con quién estabas? -preguntó Mr
Cunningham.
-Este muchacho. No me acuerdo de su
nombre. ¡Maldita sea! ¿Cómo se llama? Un tipo él con el pelo rufo...
-¿Y con quién más?
-Con Harford.
-Jumm
-dijo Mr Cunningham.
Cuando
Mr Cunningham soltó aquella exclamación todo el mundo se calló. Era sabido: el
que hablaba tenía acceso a fuentes de información secretas. En este caso el
monosílabo conllevaba una intención moralizante. A veces, Mr Harford formaba
parte de una pequeña brigada que salía de la ciudad los domingos por la tarde
con el propósito de llegar, lo antes posible, a algún pub de las afueras, donde
sus miembros se calificaban a sí mismos de genuinos viajantes. Pero sus compañeros
de travesías nunca pasaron por alto sus orígenes. Se había iniciado en los
negocios como un oscuro banquero que prestaba pequeñas sumas a obreros y las
cobraba con usura. Más tarde se asoció a un caballero muy gordo y bajo, Mr Goldberg,
en el Banco de Préstamos Liffey. Aunque no se había convertido a otra cosa que
al código ético-judío, sus amigos católicos, siempre que les ajustaba las
cuentas, personalmente o por persona interpuesta, se referían a él amargamente
como a un judío irlandés y analfabeto, y veían al hijo bobo que tenía como una
manifestación de la censura divina a la usura. En otras ocasiones no dejaban de
recordar sus buenas cualidades.
-Quisiera saber dónde se metió ese
-dijo Mr Kernan. Quería que los detalles del incidente quedaran sin precisar
para hacer creer a sus amigos que se produjo una confusión, que Mr Harford y él
no se habían llegado a ver ese día. Sus amigos, que conocían perfectamente las
costumbres de Mr. Harford, se quedaron callados. Mr Power dijo de nuevo:
-Bien está lo que bien acaba.
Mr Kernan cambió la conversación al
punto.
-Qué muchacho más decente ese
estudiante de medicina -dijo-. Si no hubiera sido por él...
-Sí, si no hubiera sido por él -dijo
Mr Power- te habrías agravado en un caso de siete días sin multa.
-Sí, sí -dijo Mr Kernan, haciendo
memoria-. Recuerdo ahora que apareció un policía. Un tipo decente, al parecer.
¿Qué fue lo que pasó?
-Lo que pasó es que estabas
temulento, Tom -dijo Mr Cunningham, grave.
-Verdad como un templo -dijo Mr
Kernan, igualmente grave.
-Supongo que tuviste que lidiar con
el guardia, Jack -dijo Mr M'Coy.
Mr Power no apreció aquel uso de su
nombre de pila. No era rígido, pero no podía olvidar que Mr M'Coy hacía poco
que había emprendido una cruzada en busca de valijas y vademécunes por todo el
país para permitirle a Mrs M'Coy cumplir compromisos imaginarios por el
interior. Más que el hecho de que lo hubieran engañado(lo ofendía que jugaran
tan sucio.
Respondió
la pregunta, pues, como si Mr Kernan fuera quien la hizo.
El cuento indignó a Mr Kernan.
Estaba vivamente consciente de sus deberes ciudadanos, deseaba vivir en
términos de mutuo respeto con su ciudad natal y lo ofendía cualquier agravio
impuesto por los que él llamaba viandas del campo.
-¿Para eso pagamos impuestos?
-preguntó-. Para dar ropa y comida a estos patanes ignorantes, que eso es lo
que son.
Mr Cunningham se rió. Era un
empleado a sueldo de la Corona solamente en horas de oficina.
-¿Cómo van a ser otra cosa, Tom?
-dijo.
Imitó un pesado acento de provincia
y dijo con autoridad:
-¡65, coge tu col!
Rieron todos. Mr M'Coy, que quería
colarse en la conversación por cualquier hueco, fingió no haber oído nunca el
cuento. Mr Cunningham le contó:
-Se supone que ocurre, según dicen,
tú sabes, en esas barracas donde entrenan a estos enormes aldeanos, verdaderos
omadhauns, tú sabes: energúmenos. El sargento los obliga a pararse en fila de
espaldas a la pared.
Ilustraba el cuento con gestos
grotescos.
-Es la hora del rancho, tú sabes.
Entonces, el sargento este, que tiene una enorme paila con coles delante de él
en la mesa, con un enorme cucharón que parece una pala, saca un montón de coles
con él y lo lanza al otro extremo del cuarto para que estos pobres diablos
tengan que cogerla con el plato: coge tu col, 65.
De nuevo rieron todos, pero Mr
Kernan estaba todavía bastante indignado. Dijo que iba a escribir una carta a
los periódicos.
-Estas bestias que vienen del campo
dijo- creyendo que pueden mangonear a la gente. No tengo que decirte, Martin,
la clase de gente que es.
Mr Cunningham dio su aprobación
calibrada.
-Es como todo en la vida dijo-. Los
hay buenos y los hay malos.
-Ah, sí, claro, también los hay
buenos, te lo admito -dijo Mr Kernan, satisfecho.
-Es mejor no tener que ver con ellos
-dijo Mr M'Coy-. ¡Esa es mi opinión!
Mrs Kernan entró al cuarto y,
colocando una bandeja en la mesa, dijo: —Sírvanse, señores.
Mr Power se puso de pie, oficioso,
ofreciéndole su silla. Ella la rechazó diciendo que estaba planchando abajo y,
después de haber cambiado unas señas con Mr Cunningham por detrás de Mr Power,
se dispuso a salir. Su marido la llamó:
-¿Y no hay nada para mí, mi
pichoncito?
-¡Ah, para ti! ¡Una galleta es lo
que hay! -dijo Mrs Kernan, mordaz.
Al irse, su marido le gritó: -¡Nada
para tu pobre maridito! Su voz y su cara eran tan cómicas que la distribución
de las botellas de stout tuvo lugar en medio de una alegría general. Los
caballeros bebieron y pusieron los vasos en la mesa, haciendo una pausa. Luego,
Mr Cunningham se volvió hacia Mr Power y dijo como quien no quiere la cosa:
-Jack, dijiste el jueves por la
noche, ¿no?
-El jueves, sí -dijo Mr Power.
-¡Muy bien! -dijo, dispuesto, Mr
Cunningham. -Podemos vernos en M'Auley's -dijo Mr M'Coy-. Me parece lo más
conveniente.
-Pero no debemos llegar tarde -dijo
Mr Power en serio-, porque es seguro que estará abarrotado.
-Podemos encontrarnos a las siete y
media -dijo Mister M'Coy.
-¡Convenido! dijo Mr Cunningham.
-¡Entonces, en M'Auley's a la siete y media!
Siguió un breve silencio. Mr Kernan
esperó a ver si sus amigos lo hacían partícipe. Luego, preguntó:
-¿Qué se barrunta?
-Oh, nada -dijo Mr Cunningham-. No
es más que un asuntico que tenemos el jueves.
-La ópera, ¿no? -dijo Mr Kernan.
-No, no -dijo Mr Cunningham,
evasivo-. Es un asuntico... espiritual.
-Ah -dijo Mr Kernan.
Hubo un silencio de nuevo. Luego, Mr
Power dijo, a quemarropa:
-Para decirte la verdad, Tom, vamos
a hacer retiro.
-Sí, así es -dijo Mr Cunningham-,
Jack y yo y acá
M'Coy vamos todos a damos un baño de
blancura.
Soltó la metáfora con una cierta
energía rústica y, alentado por el sonido de su voz, prosiguió:
-Ves tú, más vale que admitamos que
somos una buena colección de canallas, todos y cada uno de nosotros. Dije todos
y cada uno -añadió con áspera liberalidad, volviéndose a Mr Power-. ¡Hay que
admitirlo!
-Yo lo admito-dijo Mr Power.
-Y yo también -dijo Mr M'Coy.
-Así que vamos a damos un baño de
blancura juntos -dijo Mr Cunningham.
Una idea pareció pasarle por la
cabeza. Se volvió de pronto al inválido y le dijo:
-¿Sabes lo que se me acaba de
ocurrir, Tom? Debías venir con nosotros y formar un cuarteto.
-Buena idea -dijo Mr Power-. Los
cuatro juntos.
Mr Keman permaneció callado. La
proposición no tenía mucho significado en su mente, pero, entendiendo que
algunas agencias espirituales intervendrían en nombre suyo, pensó que era una
cuestión de dignidad mostrarse indoblegable. No tomó parte en la conversación
en largo rato, sino que se limitó a escuchar, con un aire de calmada enemistad,
mientras sus amigos discutían sobre la Compañía de Jesús.
-No tengo tan mala opinión de los
jesuitas -dijo él, interviniendo al cabo-. Es una orden ilustrada. También
creo que tienen buenas intenciones.
-Es la orden más grandiosa de la
Iglesia, Tom -dijo Mr Cunningham, con entusiasmo-. El General de los jesuitas
viene inmediatamente después del Papa.
-No hay que engañarse dijo Mr
M'Coy-, si uno quiere que una cosa salga bien y sin pega, hay que ir a ver a
un jesuita. ¡Esos tipos tienen una palanca! Voy a contarles algo al respecto...
-Los jesuitas son una congregación
de primera -dijo Mr Power.
-Qué cosa curiosa -dijo Mr Cunningham-,
la Compañía de Jesús. Todas las demás órdenes religiosas han tenido que ser
reformadas tarde o temprano, pero la Orden de los Jesuitas nunca ha sido
reformada, porque nunca se ha deformado.
-¿De veras? -preguntó Mr M'Coy.
-Es un hecho -dijo Mr Cunningham-.
Es un hecho histórico.
-Miren, además, a su iglesia -dijo
Mr Power-. Miren la congregación que tienen.
-Los jesuitas son los sacerdotes de
la alta sociedad -dijo Mr M'Coy.
-Por supuesto dijo Mr Power.
-Sí -dijo Mr Kernan-. Es por eso que
me atraen. Son sólo esos curas ignorantes y engreídos que me...
-Todos son buenos hombres -dijo Mr
Cunningham-. Cada uno en lo suyo. El sacerdocio irlandés es respetado en todo
el orbe.
-Eso sí -dijo Mr Power.
-No como gran parte del clero del
continente -dijo Mr M'Coy-, que no merece ni el nombre que tiene.
-Tal vez tengan ustedes razón -dijo
Mr Kernan, ablandándose.
-Claro que tengo razón -dijo Mr
Cunningham-. No he estado en este mundo todo este tiempo y visto tantas cosas
en esta vida como para no saber juzgar los caracteres.
Los caballeros bebieron de nuevo,
siguiendo cada uno el ejemplo del otro. Mr Kernan parecía sopesar algo en su
ánimo. Estaba impresionado. Tenía una altísima opinión de Mr Cunningham como
juez de caracteres y fisonomista. Pidió pormenores.
-Oh, no es más que un retiro, tú
sabes -dijo Mr Cunningham-. Lo patrocina el padre Purdon. Para hombres de
negocios, tú sabes.
-No va a usar mano dura con
nosotros, Tom -dijo Mr Power, persuasivo.
-¿El padre Purdon? ¿El padre Purdon?
-dijo el inválido.
-Pero tú debes de conocerlo, Tom
-dijo Mr Cunningham, animoso-. ¡Un gran tipo! Es un hombre de mundo, como
nosotros.
-Ah... sí. Creo que lo conozco. De
cara un poco colorada; alto él.
-Ese mismo.
-Y dime, Martin... ¿es buen predicador?
-Jumnó... No se trata de un sermón
exactamente, tú sabes. Es más bien una charla amistosa, tú sabes, una charla
sensata.
Mr Kernan deliberaba consigo mismo.
Mr M'Coy dijo:
-El padre Tom Burke, ¡ése sí era
tremendo tipo!
-Ah, el padre Tom Burke -dijo Mr
Cunningham-, era un orador nato. ¿Lo oíste alguna vez, Tom?
-¿Que si lo oí? -dijo el inválido,
picado-. ¡Quesiqué! Lo oí...
-Y, sin embargo, dicen que como
teólogo no valía gran cosa -dijo Mr Cunningham.
-¿De veras? -dijo Mr M'Coy.
-Oh, claro, no hay nada malo en eso,
tú sabes. Sólo que a veces dicen que sus sermones no eran muy ortodoxos que
digamos.
-¡Ah!... Ese sí era un hombre
espléndido -dijo Mister M'Coy.
-Lo oí una vez -prosiguió Mr
Kernan-. Ahora se me ha olvidado el tema de su discurso. Crofton y yo estábamos
en el fondo del... tú sabes, del patio de...
-La nave -dijo Mr Cunningham.
-Sí, al fondo, cerca de la puerta.
Me olvidé sobre qué era... Ah, sí, sobre el Papa, el difunto Papa. Ahora me
acuerdo. Palabra que era estupendo su estilo oratorio. ¡Y qué voz! ¡Dios!
¡Vaya voz que tenía! Lo llamó Prisionero del Vaticano. Recuerdo que Crofton me
decía a la salida...
-Pero Crofton es un orangista, ¿no
es así? -dijo Mister Power.
-Claro que sí -dijo Mr Kernan-, y un
orangista muy decente que es. Fuimos a Butler's en Moore Street -palabra, yo
estaba de lo más conmovido, en verdad de Dios- y recuerdo muy bien sus
palabras. Kernan, me dijo, profesamos diferentes religiones, me dijo, pero
nuestra creencia es la misma. Me parece que está pero muy bien dicho.
-Hay mucho de cierto en eso -dijo Mr
Power-. Había siempre una muchedumbre protestante en la capilla cuando el padre
Tom predicaba.
-No hay mucha diferencia entre
nosotros -dijo Mister M'Coy-. Creemos todos en...
Dudó un momento.
-...en el Redentor. Lo único que
ellos no creen en el papa ni en la Virgen María.
-Pero, naturalmente -dijo Mr
Cunningham, queda y eficazmente-, nuestra religión es la religión: la
verdadera fe de nuestros antepasados.
-Sin duda alguna -dijo Mr Kernan con
calor.
Mrs Kernan apareció en la puerta del
cuarto y anunció:
-¡Tienes visita!
-¿Quién es? -Mr Fogarty.
-¡ Ah, que pase! ¡Que pase!
Una cara pálida y ovalada se
adelantó hasta la luz. El arco de su bigote rubio y gacho se repetía en las
cejas rubias, arqueadas sobre unos ojos gratamente sorprendidos. Mr Fogarty
era un modesto tendero. Había fracasado en un negocio de bebidas alcohólicas en
el centro, porque sus condiciones financieras lo habían reducido a amarrarse a
destileros y cerveceros de segunda. Había abierto luego una tiendecita en
Glasnevin Road, donde se hacía ilusiones de que sus modales les caerían bien a
las amas de casa del barrio. Tenía cierta gracia de porte, era obsequioso con
los niños y hablaba con inmaculada enunciación. No dejaba de tener su cultura.
Mr Fogarty trajo con él, como
regalo, una botella de whisky especial. Preguntó cortésmente por el estado de
Mr Kernan, colocó su regalo en la mesa y se sentó entre los demás de igual a
igual. Mr Kernan apreció el regalo por partida doble, ya que tenía muy
presente que había entre Mr Fogarty y él una cuenta por arreglar. Le dijo:
-Viejo, nunca dudé de ti. Abrela,
Jack, ¿quieres?
Mr Power ofició de nuevo. Se lavaron
los vasos y se sirvieron cinco media-líneas de whisky. El nuevo influjo avivó
la conversación. Mr Fogarty, sentado en la punta de su silla, estaba
particularmente interesado.
-El Papa León XIII --dijo Mr
Cunningham-, fue una de las luminarias de su época. Su gran idea, como saben,
fue la unión de las iglesias latinas y griegas. Esa fue su meta en la vida.
-He oído decir mucho que fue uno de
los grandes intelectuales de Europa -dijo Mr Power-. Quiero decir, además de
Papa.
-Sí que lo era dijo Mr Cunningham-,
si no fue acaso el más importante. Su lema como Papa, como saben, fue Lux sobre
Lux -Luz sobre Luz.
-No, no -dijo Mr Fogarty, afanoso-.
Creo que se equivoca usted. Era Lux in Tenebris, me parece -Luz en las Tinieblas.
-Ah, sí dijo Mr M'Coy-. Tenebrae.
-Permítame -dijo Mr Cunningham,
convencido-, era Lux sobre Lux. Y Pío IX, su predecesor, tenía como lema el de
Crux sobre Crux. Esto es, Cruz sobre Cruz, para mostrar las diferencias entre
ambos pontificados.
Se admitió la inferencia. Mr
Cunningham continuó:
-El Papa León, como saben, fue un
gran erudito y un poeta.
-Tenía un rostro enérgico -dijo Mr
Kernan.
-Sí -dijo Mr Cunningham-. Escribió
poesía latina.
-¿De veras? -dijo Mr Fogarty.
Mr M'Coy probó el whisky satisfecho
y movió la cabeza con doble intención, diciendo: -Puedo decir que no es jarana.
-Tom -dijo Mr Power, siguiendo el
ejemplo de Mister M'Coy-, no aprendimos eso cuando fuimos a la escuela paga.
-Conozco más de un ciudadano
ejemplar que fue a la escuela paga con un tepe en el sobaco -dijo Mr Kernan,
sentencioso-. El sistema antiguo era el mejor: educación honesta y sencilla.
Nada de toda esa faramalla moderna...
-Bien dicho -dijo Mr Power.
-Nada de superfluidades -dijo Mr
Fogarty.
Enunció aquella palabra y luego
bebió con rostro grave. -Recuerdo haber leído -dijo Mr Cunningham- que uno de
los poemas del Papa León versaba sobre la invención de la fotografía en Latín,
por supuesto.
-¡Sobre la fotografía! -exclamó Mr
Kernan.
-Sí -dijo Mr Cunningham.
Bebió él también de su vaso.
-Pero, bueno -dijo Mr M'Coy- ¿no es
una cosa maravillosa la fotografía, si se piensa en ello?
-Ah, pero claro -dijo Mr Power-, los
grandes cerebros ven las cosas de lejos.
-Como dijo el poeta: Las grandes
mentes se acercan mucho a la locura -dijo Mr Fogarty.
Mr Kernan parecía tener la cabeza
confusa. Hizo un es fuerzo por recordar la teología protestante en lo
concerniente a un punto espinoso, y, finalmente, se dirigió a Mr Cunningham.
-Dime, Martin -le dijo-. Pero ¿no fueron algunos de los papas, claro, no el
actual o sus predecesores, pero algunos de los antiguos papas... no estuvieron
lo que se dice... tú sabes... en la vendimia?
Hubo un silencio. Mr Cunningham
dijo:
-Ah, claro, hubo algunos huevos
hueros... Pero lo asombroso es esto. Que ninguno de ellos, ni el más borracho
de todos, ni el más... desorejado canalla de entre todos ellos, ni uno solo
predicó ex cathedra una palabra doctrinal en falso. ¿No es eso una cosa
asombrosa?
-Lo es -dijo Mr Kernan.
-Sí, porque cuando el Papa habla ex
cathedra -explicó Mr Fogarty-, es infalible.
-Sí -dijo Mr Cunningham.
-Oh, pero yo sé lo que es la
infalibilidad papal. Me acuerdo de cuando era más joven. ¿O fue cuando...?
Mr Fogarty lo interrumpió. Cogió la
botella para servirles a los otros un poco. Mr M'Coy, viendo que no quedaba
para completar la ronda, arguyó que no había acabado el primer trago. Los otros
aceptaron bajo protesta. La música ligera del whisky cayendo en los vasos
creaba un grato interludio.
-¿Qué estabas tú diciendo, Tom?
-preguntó Mr M'Coy.
-La infalibilidad papal -dijo Mr
Cunningham- fue la más grande ocasión en toda la historia eclesiástica.
-¿Cómo fue eso, Martin? -preguntó Mr
Power. Mr Cunningham levantó dos dedos gordos.
-En el sagrado colegio, ya saben, de
cardenales y arzobispos y obispos, había dos hombres en contra mientras que
todos los demás estaban a favor. El conclave entero, unánime -excepto por estos
dos. ¡Que no! ¡No tragaban!
-¡Vaya! -dijo Mr M'Coy.
-Y había un cardenal alemán llamado
Dolling... o Dowling... o...
-Doble contra sencillo que ese
Dowling no era alemán -dijo Mr Power, riéndose.
-Bueno, este gran cardenal alemán,
llámese como se llame, era uno de ellos; y el otro era John MacHale.
-¿Qué? -exclamó Mr Kernan-. ¿Es ese
Juan de Tuam?
-¿Están seguros ustedes? -preguntó
Mr Fogarty, dubitativo-. Creí que era un italiano o un americano.
-Juan de Tuam -repitió Mr
Cunningham-, ese era el hombre.
Bebió y los otros caballeros
siguieron su ejemplo. Luego, resumiendo:
-Estaban todos en eso, todos los
cardenales y los obispos y los arzobispos de todos los rincones del globo y
estos dos peleando como perro y gato, hasta que finalmente el Papa mismo se
levantó y declaró la infalibilidad dogma de la Iglesia, ex cathedra. En ese
preciso momento John MacHale, que había estado discutiendo y discutiendo en
contra, se levantó y gritó con un rugido de león: ¡Credo!
-¡Yo creo! -dijo Mr Fogarty.
-¡Credo! -dijo Mr Cunningham-. Lo
que muestra la fe que tenía. Se sometió en cuanto habló el Papa.
-¿Y qué le pasó a Dowling? -preguntó
Mr M'Coy.
-El cardenal alemán no se sometió.
Dejó la Iglesia.
Las palabras de Mr Cunningham habían
creado una vasta imagen de la Iglesia en la mente de sus oyentes. Su profunda y
resonante voz los había emocionado al pronunciar la palabra de fe y
sometimiento. Cuando Mrs Kernan entró al cuarto secándose las manos se
encontró con un séquito solemne. No quebró el silencio, sino que se apoyó en
los hierros del pie de la cama.
-Una vez vi a John MacHale -dijo Mr
Kernan- y nunca lo olvidaré mientras viva.
Se volvió a su esposa para que lo
confirmara.
-¿No te lo dije muchas veces?
Mrs Kernan asintió.
-Fue cuando desvelaron la estatua de
Sir John Gray. Edmund Dwyer Gray estaba diciendo un discurso lleno de palabrería
y allá estaba este viejo, un tipo de lo más avinagrado, mirándolo por debajo de
la maraña de sus cejas.
Mr Kernan frunció el ceño y bajando
la cabeza como un toro bravo, quemó a su esposa con la mirada.
-¡Dios mío! -exclamó, poniendo una
cara normal-. Nunca vi ojos semejantes en un rostro humano. Parecían estarle
diciendo: Te tengo tomada la medida, muchachito. Tenía ojos de cernícalo.
-Ninguno de los Gray valía nada
-dijo Mr Power.
Hubo otra pausa. Mr Power se volvió
a Mrs Kernan y le dijo con jovialidad repentina:
-Bien, Mrs Kernan, vamos a convertir
a acá su marido en un católico romano, devoto, piadoso y temeroso de Dios.
Abarcó al grupo de un gesto.
-Vamos todos a hacer retiro juntos y
a confesar nuestros pecados. ¡Y Dios bien sabe lo que lo necesitamos!
-No me opongo -dijo Mr Kernan,
sonriendo un tanto nervioso.
Mrs Kernan pensó que sería más sabio
ocultar su satisfacción.
Así que dijo:
-Compadezco al pobre cura que tenga
que oír tu cuento. La expresión de Mr Kernan cambió.
-Si no le gusta -dijo brusco- ya
puede estarse yendo a... a donde tiene que ir. Yo no voy más que a contarle mi
cuento contrito. No soy tan malo después de todo...
Mr Cunningham intervino a tiempo.
-Vamos a renegar del diablo -dijo-,
juntos todos, y de su obra y su pompa.
-¡Vade retro, Satanás! -dijo Mr
Fogarty, riéndose y mirando a los demás.
Mr Power no dijo nada. Se sentía
absolutamente superado. Pero una expresión complacida le cruzaba por la cara.
-Todo lo que tenemos que hacer -dijo
Mr Cunningham- es pararnos con una vela en la mano y renovar los votos
bautismales.
-Ah, Tom -dijo Mr M'Coy-, no te
olvides de la vela, hagas lo que hagas.
-¿Qué? -dijo Mr Kernan-. ¿Tengo yo
que llevar una vela?
-Ah, sí -dijo Mr Cunningham.
-Ah, no, ¡maldita sea! -dijo Mr
Kernan-. Ahí mismo paso raya. Voy a hacer mi parte. Haré retiro y confesión
y... todo eso. Pero... ¡velas no! ¡No, maldita sea, prohíbo las velas!
Sacudió la cabeza con seriedad
farsesca.
-¡Oiganlo hablar! -dijo su mujer.
-Prohibidas las velas -dijo Mr Kernan, consciente de
haber
creado un efecto en su público, continuando con sus sacudidas de cabeza a
diestro y siniestro-. Prohibido ese negocio de linternitas mágicas.
Todos rieron de buena gana.
-¡Eso es lo que se llama un buen
católico! -dijo su esposa.
-¡Nada de velas! -repitió Mr Kernan,
testarudo-. ¡Fuera con eso!
………………………………………………………………………………………………….
La nave mayor de la Iglesia Jesuita
de Gardiner Street estaba casi llena; y, sin embargo, a cada momento entraba un
caballero por las puertas laterales y, dirigido por el hermano laico, caminaba
en puntillas por el pasillo hasta que le encontraban acomodo. Los caballeros
todos se veían muy bien vestidos y ordenados. Las luces de las lámparas de la
iglesia caían sobre la asamblea vestida de negro con cuello blanco, aliviada
aquí y allá por tweeds, y sobre las oscuras columnas variopintas en mármol
verde y sobre las lúgubres imágenes. Los caballeros se sentaban en su banco,
después de haberse alzado las piernas del pantalón un poco más arriba de las
rodillas y puesto a seguro sus sombreros. Se sentaban echados hacia atrás y miraban
con formalidad a la distante mancha de luz roja suspendida sobre el altar
mayor.
En uno de los bancos cerca del
púlpito se sentaban Mr Cunningham y Mr Kernan. En el banco de detrás se
sentaba Mr M'Coy solo: y en el banco detrás de éste, se sentaban Mr Power y Mr
Fogarty. Mr M'Coy había tratado, sin conseguirlo, de encontrar asiento junto a
los otros y, cuando el grupo se conformó como un cinquillo, trató inútilmente
de hacer chistes sobre ello. Como éstos no fueron bien recibidos, desistió. Aun
él era sensible a aquella atmósfera de decoro y hasta él empezó a responder al
estímulo religioso. En un susurro Mr Cunningham llamó la atención a Mr Kernan
hacia Mr Harford, el prestamista, que se sentaba no lejos, y hacia Mr Fanning,
registrador y fabricante de alcaldes de la ciudad, sentado inmediatamente
debajo del púlpito y junto a uno de los concejales recién electos del cabildo.
A la derecha se sentaban el viejo Michael Grimes, dueño de tres casas de empeños,
y el sobrino de Dan Hogan, que aspiraba al cargo de secretario de la alcaldía.
Más al frente estaba sentado Mr Hendrick, reportero estrella de The Freeman's
Journal y el pobre O'Carroll, viejo amigo de Mr Kernan, quien fuera figura de
valía en el comercio. Gradualmente, según iba reconociendo caras que le eran
familiares, Mr Kernan empezó a sentirse más cómodo. La chistera, rehabilitada
por su esposa, descansaba en sus rodillas. Una que otra vez tiró de los puños
con una mano, mientras sujetaba el ala del sombrero, suave pero firmemente, con
la otra mano.
Se vio luchando por escalar el
púlpito a una figura de recio aspecto con el torso cubierto por una
sobrepelliz. Simultáneamente, la congregación cambió de postura, sacó sus
pañuelos y se arrodilló en ellos con cuidado. Mr Kernan siguió el ejemplo del
resto. La figura del sacerdote se mantuvo erguida en el púlpito, sobresaliendo
por la baranda las dos terceras partes del torso coronado por una cara roja y
maciza.
El padre Purdon se arrodilló,
volviéndose a la mancha de luz roja y, cubriéndose el rostro con las manos,
rezó. Después de un intervalo se descubrió el rostro y se levantó. La congregación
también se levantó y se acomodó en los bancos de nuevo. Mr Kernan restituyó la
chistera a su puesto original y puso cara atenta al clérigo. El predicador
volteó cada una de las anchas mangas de la sobrepelliz con elaborados y amplios
gestos, y lentamente pasó revista a aquella colección de caras. Luego, dijo:
Porque los hijos de este
siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz. Así os digo Yo
a vosotros: Granjeaos amigos con la riqueza, mamón de iniquidades: para que
cuando falleciereis, seáis recibidos en las moradas eternas.
El padre Purdon desarrolló este
texto con resonante aplomo. Era uno de los textos más arduos de las Sagradas
Escrituras, dijo, de ser interpretados como es conveniente. Era un texto que
podría parecer al observador casual en desavenencia con la elevada moral
predicada por Jesús en todas partes. Pero, les dijo a sus oyentes, este texto
le había parecido especialmente adaptado para la guía de aquellos cuya suerte
era vivir en el mundo y que, sin embargo, no querían vivir mundanamente. Era
un texto para el hombre de negocios, para el profesional. Jesús, con su divino
entendimiento de cada resquicio del alma humana, entendió que no todos los
hombres tenían vocación religiosa, que mucho más de la mayoría se veía obligada
a vivir en el siglo y, hasta cierto punto, para el siglo: y esta oración la
destinó El a ofrecer una palabra de consejo a dichos hombres, disponiendo como
ejemplos de la vida religiosa aquellos mismos adoradores de Mamón que eran,
entre todos los hombres, los menos solícitos en materia religiosa.
Les dijo a sus feligreses que estaba
allí esa noche no con un propósito terrorista o extravagante; sino como hombre
de mundo que hablaba a sus pariguales. Había venido a hablarles a negociantes y
les hablaría en -términos de negocios. Si se le permitiera usar una metáfora,
dijo, diría que él era su tenedor de libros espiritual; que deseaba que todos y
cada uno de sus oyentes le abrieran sus libros, los libros de su vida
espiritual, y ver si casaban con la conciencia de cada cual.
Jesús no era intransigente.
Comprendía El nuestras faltas, entendía El las debilidades todas de nuestra
pobre naturaleza pecadora, comprendía El las tentaciones de la vida. Podíamos
tener todos, de tanto en tanto, nuestras tentaciones: podíamos tener, teníamos
todos, nuestras tachas. Pero una sola cosa, dijo, les pedía él a sus
feligreses. Y era ésta: tener rectitud y actitud viriles para con Dios. Si
nuestras cuentas correspondían en cada punto, habría que decir:
Pues
bien, he verificado mis cuentas. Todas arrojan un beneficio.
Pero si, como era dable que
ocurriese, había discrepancias, era necesario admitir la verdad, ser franco y
decir como todo un hombre:
Y
bien, he revisado mis cuentas. Encuentro que esto y aquello está mal. Pero, por
la gracia de Dios, rectificaré esto y aquella. Pondré mis cuentas al día.
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