EL HAMMAM
Una vez más deserté en mi propósito de depilarme con cera. El miedo al dolor y a la inversión de 50 euros me hizo cambiar un mes de piernas y axilas lampiñas por tres días de suavidad con mi vieja amiga la navaja.
En fin…
Me estaba poniendo mi adorado aceitito de lavanda y camomila para hidratarme la piel, cuando me puse a pensar en lo mucho que disfruto embarrarme cremas y demás sustancias de olor agradable y de efecto embellecedor.
Creo que ese diálogo vanidoso con el cuerpo tiene algo de erótico; supongo que debe ser la llamada sensualidad…
Lo interesante, creo yo, es que no se trata solamente de una “necesidad antropológica” por atraer al sexo opuesto, ni de producir admiración o envidia en las congéneres. Es algo que va más allá, o más bien que va más aquí, más cerca de una misma. Alude al espejo, a esa compañera que ha ido cambiando, mientras nosotras vamos creciendo. Esa criatura que siempre trata de sonreír y lanzar brillos por la mirada, aunque no siempre lo logra.
Seguro que todas hemos leído algún chiste o comentario simpático acerca de cómo en la ducha las mujeres tenemos acondicionadores, shampoos, varios tipos de jabones, burbujas y diamantes, mientras los hombres cuentan con un arsenal que consta de un poco más que un jabón Zote. ¿De verdad vamos a creer que todo ese tiempo invertido es para vernos lindas para que el mundo nos acepte? ¿Tan vulnerables somos ante la publicidad implacable de la industria cosmetóloga?
Nop. Y para comprobármelo procuro conjurar un recuerdo.
Era primavera y yo vivía en París por una corta temporada. Cinco mexicanas nos lanzamos un sábado a la aventura del Hammam parisino, conocido como Les Baines Maures.
El edificio estaba en una esquina de arquitectura morisca, diría la literatura española. Una casa bonita, pensaríamos los regios.
Pagar la entrada en la caja, compartir el costo del jabón de noséqué entre todas, guardar nuestras cosas en los lockers. Entrar.
Una enorme, húmeda, parda y humeante habitación decorada por columnas que iban del piso al techo marcando la separación entre las diez o doce cámaras que había. En el centro estaba una fuente de piedra que daba agua fresca y en el techo la luz de la tarde se filtraba por un vitral transparente que iluminaba suavemente el espacio.
En cada cámara había mujeres; en algunas, una belleza solitaria, en otras, un grupo de amigas, como nosotras. Todas en éxtasis, sudando recostadas sobre el fresco mármol. Contemplé cómo en ese espacio único, escondido de la lascivia, las mujeres se expresaban a través de su cuerpo relajado y vivo con toda la potencia de su propia sensualidad. Éramos todas tan distintas y al mismo tiempo compartíamos en nuestra diversidad una energía común que flotaba como el vapor caliente que nos adormecía.
Me bañé en una pila de agua helada en una habitación contigua que tenía la temperatura aún más elevada. Las mexicanas compartimos nuestros elíxires: mascarilla para el cabello, exfoliante para el rostro, jabones suavizantes. La idea del Hammam es que te pongas de todo aprovechando que el vapor te abre los poros. Luego te enjuagas con el agua de la llave que tiene la cámara en la que estás instalada.
Salimos caminando entre nubes. Afuera en el jardín nos esperaba un delicioso (realmente delicioso) té de menta y un plato variado de repostería árabe.
Exquisito.
No quiero nunca olvidar ese día porque para mí fue más que un vano paseo por el spa. Fue el día en que me sentí mujer, entre mujeres. Caí en cuenta de que en nuestra individualidad somos parte de algo; nunca superfluas, jamás enemigas
ttp://elmartesito.wordpress.com
Nota: El blog Martesito no registra el nombre de su autor. Es una lástima publicar sin su nombre este precioso texto. Se entiende que se trata de una mujer mexicana de menos de treinta años. Aquí nos relata su inolvidable experiencia parisina.
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