miércoles, 8 de marzo de 2023

Triunfo Arciniegas / La mujer que vivía dentro de un caballo

 




Triunfo Arciniegas


LA MUJER QUE VIVÍA DENTRO DE UN CABALLO


Lucy, la mujer que vivía dentro de un caballo, leía con pasión a Italo Calvino. Qué caballo más afortunado. ¿Pero cómo sucedió tal maravilla? Es muy sencillo de explicar, señores. Felisberto Hernández, el caballo pecoso que pastaba a la orilla del río de los almendros, se la tragó recién bañada, mientras leía el capítulo de los amores de Cósimo Piovasco de Rondó, protagonista de El barón rampante, un loco feliz que pasó toda su vida trepado en los árboles. Felisberto Hernández también se tragó el libro, por supuesto. Lucy siguió leyendo como si nada en la barriga del caballo. Sin lámpara ni sol. La barriga estaba toda iluminada porque el caballo se alimentaba con las flores favoritas de las luciérnagas.

Felisberto Hernández relinchaba de dicha con la mujer que leía adentro y a cada rato le preguntaba por sus deseos. Lucy, que entendía el lenguaje de los caballos, solicitaba otro libro. Después de El barón rampante, El vizconde demediado y El caballero inexistente, devoró Los amores difíciles, todos de Italo Calvino. El caballo iba a la biblioteca municipal con un trotecito de caballero.

La bibliotecaria, encantada, brincaba como una niña.

Pequeña, encorvadita, arrugada, con voz chillona y anteojos dorados. Una niña que envejeció antes de tiempo. Todavía la sorprendían las formas de las nubes y los cielos estrellados.

–Cómo estamos de bien –dijo–. Ahora hasta los caballos leen.

–No es para mí, señorita Marcela, sino para la mujer que me habita.

–Estás enamorado –festejó la bibliotecaria, sin dejar de brincar–. Los grandes lectores dominan las metáforas y derrochan imaginación.

Felisberto preguntó por Las ciudades invisibles.

–Es el único que nos falta de Italo Calvino, qué bien escribe ese italiano –dijo la bibliotecaria con regocijo–. Nos llega la próxima semana. Le apartaré el primer turno.

Lucy también estaba contenta. No sentía frío ni le dolía la cabeza. Dormía cuando quería y leía todo el tiempo. Siempre le gustó la buena vida: el helado de chocolate, el jugo de mandarina, las blusas de seda y las películas de pistoleros. Las buenas historias la hacían reír hasta las lágrimas, y la risa, como un delicioso hormigueo, inundaba la barriga del caballo y se regaba hasta las patas y las orejas. Ningún caballo fue tan feliz como Felisberto.

–¿Cómo está la noche? –dijo Lucy.

–Llenita de estrellas, mírala tú misma.

Lucy veía la noche inmensa a través de los ojos del caballo.

–¿Y la brisa?

–Siéntela tú misma.

Lucy sentía la noche perfumada a través de la piel del caballo.

–Quién iba a pensar que tenías una barriga tan grande, Felisberto Hernández. Eres una ballena con pinta de caballo. ¿Conociste a Jonás?

–No. ¿Algún amigo tuyo?

–No, pero supe que le gustaba pasar la noche en la barriga de las ballenas.

–El ingenio humano no tiene límites –dijo Felisberto–. Conocí a uno que se metía por la oreja de un caballo amigo mío y salía  por la otra.

–¿Y eso por qué?

–Para hacerse invisible. Le debía dinero a mucha gente. ¿También Jonás?

–No, pero tenía una mujer brava.

Felisberto saltaba como loco. Brincaba las cercas de alambre y despeinaba los árboles.

–¿Eres un caballo o un pájaro?

–Fui un sapo en una vida pasada.

–Mi sapo volador.

Todo fue felicidad durante más de cinco años, señores, hasta que el caballo enfermó. “Vas a tener que salirte, mujer, porque no quiero que te mueras conmigo”, dijo, después de un breve relincho, y Lucy replicó que se dejara de tonterías.

–Me siento débil, casi no veo.

–Necesitas anteojos –diagnosticó Lucy.

El caballo se dejó conducir al optómetra, enfermo de amor por esos días. Una epidemia de amor intenso azotaba al país. El virus que flotaba en el aire atacaba a los más descuidados. Pálidos, ojerosos y ansiosos, los enamorados recorrían las calles y dejaban escapar el corazón por la boca. La televisión y los periódicos comentaban los casos más curiosos. Una mujer salió al patio a extender la ropa recién lavada y, al volver a casa, se sintió total y absolutamente enamorada. “Qué ojos tan bellos”, le dijo a su marido, derretida, al borde del desmayo. El marido, aunque no veía muy bien, siguió remendando una silla. “Ojalá no sea grave”, murmuró. No había dinero para tratamientos. Otra mujer padeció fiebre, tos y dolor de cabeza, pero los especialistas consideraron que sólo se trataba de una gripa.

Qué locura, señores.

El mismo presidente de la República de Antioquia se enamoró de una cocinera del palacio, la más negra, la más gorda, la más bonita y con mejor sazón, regaló casas y tierras a los pobres y rebajó el salario de los ministros. El presidente y su enamorada se dedicaron a darse besos mientras recorrían el país en helicóptero, hasta que lo obligaron a tragar un purgante para que siguiera gobernando con la maldad de siempre. La cocinera viajó a París con beca, marido nuevo y helicóptero.

–Me duele una mujer en todo el cuerpo –dijo el doctor, mordisqueando el borrador del lápiz–. No sé si la frase es de Borges, pero me duele todo el tiempo.

–Tengo una adentro, pero es una maravilla. Nos entendemos, doctor, ambos somos pecosos.

–Otro día nos vemos y hablamos de mujeres –dijo el doctor. Se agachó para amarrarse el cordón de un zapato y al rato se incorporó dolorosamente–. Tengo que trabajar para comprarle a Mary un collar de perlas.

–Lucy sólo pide libros.

–Pero en este país los libros están por los cielos.

–Si estuvieran por los cielos, volaría para atraparlos.

–Quiero decir que están muy caros.

–Nada de eso –dijo Felisberto–. Voy a la biblioteca municipal.

–Lástima que allí no tengan collares.

–Supe de una sirena con un collar de perlas finísimo, pero perdí su dirección –dijo Felisberto–. ¿El doctor quiere amarrarla de por vida?

–El otro día le di a Mary un atado de besos y reventó la cuerda. Los besos se desparramaron en la sala, escaparon por debajo de la puerta y buscaron dueño. 

–¿Y doña Mary, doctor?

–Voló como una cometa.

–No vaya a llorar delante de un caballo, doctor.

–No –dijo el doctor con firmeza–. Déjeme ver sus ojos.

Felisberto volvió a la calle con unos anteojos inmensos que lo hacían ver como un cantante de rock. Unos aplaudieron y otros silbaron. Una niña le arrojó un ramo de rosas desde un balcón y otra se retorció de risa. Los pájaros batieron las alas, regocijados.

–El doctor dijo que Mary voló como una cometa –recordó Lucy desde dentro–. ¿Se murió o se fue con otro?

–Qué mal pensada eres –dijo Felisberto–. Le va a comprar un collar de perlas.

–¿Para depositarlo sobre la tumba o enviárselo por correo a la casa del otro? El virus del amor es traicionero.

–Ay, Lucy, qué lengua tan venenosa.

–Conque así hablan los hombres de las mujeres.

–De ti sólo dije cosas bonitas –se defendió Felisberto.

–Eres un caballo, Felisberto. No aprendiste las mañas de los hombres. Nos entendemos porque somos pecosos.

–Pecosos y sabrosos.

–Te ves precioso, Felisberto Hernández.

–¿Cómo lo sabes desde ahí dentro? Parezco un payaso. Sólo me falta el corbatín de pepitas.

–Mira cómo te miran. Seguro que te pareces a Elton John.

–¿Quién es ese tipo?

–Mi cantante favorito.

El mundo se veía hermoso pero el caballo no mejoró. Perdió todas sus fuerzas. Lucy no quería salirse de la barriga del caballo. Imaginaba que seguiría ahí dentro toda la vida, tibia y plácida, como una niña consentida.

Los pájaros se alejaron en silencio.

–Ya pasó toda la vida –dijo el caballo–. Ya se me reventó el hilo.

Lucy salió y se puso a llorar.

–No llores –dijo el caballo–. Júrame que no vas a llorar.

–Te lo juro –dijo Lucy llorando–. De verdad te pareces al cantante que te digo.

–Te estaré mirando desde las nubes, princesa. ¿Te conté la historia del caballo que comía nubes al desayuno?

–Eres un tonto, Felisberto Hernández. Te leí esa historia el año pasado.

–Y ya que acabaste con Calvino, Moravia y la mitad de los italianos, Flaubert, Proust y la mitad de los franceses, sigue con Borges y averigua por qué le duele una mujer en todo el cuerpo.

–Borges me sabe a almendras rellenas de chocolate.

–Ya me estoy relamiendo.

El caballo desapareció del aire pero no del corazón de Lucy. Las tardes llegaban plácidas, con cierto olor a mandarina y se desvanecían en tibios amaneceres. Las nubes trotaban en las praderas del cielo. ¿De quién era ese verso? De algún poeta loco.

–Ay, Felisberto Hernández, me salí de tu barriga, pero en mi corazón tienes un cuarto propio.

Lucy extrañaba el calorcito y todavía contemplaba el mundo a través de los ojos del caballo. Se acordaba de los libros saboreados en la barriga y se reía. Veía el galope de las nubes y se reía. Detrás de una de esas nubes podía estar el caballo. La gente la veía reír y decía:

–Esta es la mujer que vivía dentro de un caballo.





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