viernes, 24 de marzo de 2023

Ursula K. Le Guin El día antes de la revolución

 


Ursula K. Le Guin

El día antes de la revolución

Traducción de María Elena Rius


Mi novela Los desposeídos habla de un pequeño Mundo de personas que se han dado el nombre de «odonianos». Este nombre deriva de la fundadora de la comunidad, Odo, quien vivió varias generaciones antes de la época en que se desarrolla la novela y que, por lo tanto, no participa en los acontecimientos (sino implícitamente, en el sentido de que todo ha comenzado con ella).

El odonianismo es anarquismo. No el que roba llevando un bomba en el bolsillo, el que —cualquiera sea el nombre con que él quiera darse lustre— es terrorismo puro y simple, ni el libertarismo socio-darwinista de derecha; sino el anarquismo prefigurado en el primer pensamiento taoísta, y anticipado por Shelley y Kropotkin, por Goldman y Goodman. El principal enemigo del anarquismo es el Estado autoritario, sea capitalista o socialista; su principal componente práctico-moral es la cooperación (solidaridad, apoyo mutuo). De todas las teorías políticas es la más idealista y para mí la más interesante.

Introducirlo en una novela, cosa que en principio no era mi intención, fue para mí un trabajo duro y largo, y me absorbió completamente por varios meses. Cuando lo terminé me sentí perdida, exiliada: una persona sin patria. Porque fue muy gratificante cuando Odo salió de las sombras brumosas de la probabilidad y quiso que escribiese un relato no sobre el mundo de la ley realizada sino sobre su ley misma.

Esta historia trata sobre uno de los que abandonan Omelas.

* * *

In memoriam, Paul Goodman, 1911-1972

La voz del altoparlante resonaba como un furgón de cerveza vacío sobre una calle empedrada, y los presentes estaban apretujados unos sobre otros como las piedras de un adoquinado mientras el estruendo de la voz los dominaba. Taviri se encontraba quién sabe dónde en otra parte de la sala. Ella debía conseguirlo. Se abrió fatigosamente paso serpenteando entre las personas apretujadas y vestidas de obscuro. No oía los sonidos de sus voces, no veía sus caras: existía solamente el sonido del altoparlante y aquellos cuerpos adosados los unos a los otros. No llegaba justamente a divisar a Taviri: era demasiado pequeña. La calle le fue bloqueada por un grueso vientre en un chaleco negro y de espaldas imponentes. Debía alcanzar a Taviri a cualquier precio. Toda sudada, dio un puñetazo violento. Fue como empujar una roca: el hombre no hizo ningún gesto, pero de sus grandes pulmones surgió un rumor prodigioso, como un mugido. Se hizo pequeña. Después comprendió que el mugido no era para ella. También los otros gritaban. El altoparlante decía algo, algunas confusas palabras a propósito de tasas o masas. Toda excitada también ella gritó: «¡Sí! ¡Sí!» y mientras avanzaba no encontró dificultad para huir de la Plaza de Armas de Parheo. El cielo sobre ella era profundo y descolorido y a su alrededor la hierba alta se doblaba bajo el peso de las florcitas secas y blancas. No había podido jamás llamarlas por su nombre, las florcitas ondulaban sobre ella, oscilando en el viento que soplaba siempre durante el crepúsculo. Se metió corriendo entre la hierba, que se plegó dócilmente y volvió a erguirse, ondulante y muda. Taviri estaba allí entre aquella hierba alta, vestido con su mejor ropa, aquella ropa obscura que le daba el aspecto de un profesor o de un actor, con una elegancia severa. No parecía alegre: sin embargo reía, y le hablaba. El sonido de su voz la hizo lagrimear: extendió el brazo para aferrarle la mano, pero no se detuvo. No podía detenerse.

—¡Oh, Taviri —dijo—, el lugar está un poco más adelante! —El olor peculiar y dulce de aquella hierba blanca se hacía más intenso a cada paso.

Sobre el suelo percibía zarza, espinos, sentía declives, agujeros. Temía caerse, caerse: se detuvo.

 

Sol sobre sus ojos, implacable fulgor de la mañana. La tarde anterior se había olvidado de bajar los postigos. Dio la espalda al sol. Suspiró dos veces, se irguió para sentarse, puso las piernas fuera de la cama y se quedó allí doblada en dos contemplándose los pies, solo con la camisa puesta.

Los dedos, comprimidos desde la más tierna edad en zapatos baratos, tenían la superficie de contacto casi recta y estaban llenos de callos; las uñas estaban descoloridas e informes. De un tobillo al otro corrían arrugas secas y sutiles. En la base de los dedos, la pequeña área plana había conservado la delicadeza; pero la piel era del color del barro y el cuello del pie era recorrido por venitas anudadas. Desagradable. Triste, deprimente. Miserable. Lastimoso. Puso todas las palabras a prueba: todas iban bien, como pequeños cabellos repugnantes. Repugnante: sí, también. Verse y reconocerse repugnante, ¡qué alegría! ¿Pero cuándo no había sido repugnante, nunca se había observado de aquel modo? ¡No verdaderamente! Un cuerpo eficiente no es un objeto, no es un instrumento o una propiedad para admirar: es simplemente nosotros mismos. Solo cuando no es más nosotros sino nuestro, un objeto poseído, entonces nos preocupamos. ¿Sus condiciones son buenas? ¿Estará a la altura? ¿Resistirá?

—¿Qué importa? —dijo Laia con rabia, y se puso de pie.

Levantarse de improviso le dio vértigo. Tuvo que estirar la mano y apoyarse en la cómoda, porque tenía miedo de caerse. En aquel instante recordó el sueño y cómo se había tendido junto a Taviri.

¿Qué le había dicho? No lo recordaba. No recordaba ni siquiera si había llegado a tocarle la mano. Con la intención de violentar su memoria, la frente se le arrugó. ¡No soñaba con Taviri desde quién sabe cuanto tiempo, y ahora no recordaba ni siquiera sus palabras! Desaparecidas, todo desaparecido. Parecía una jorobada en su camisón, la frente arrugada, una mano sobre la cómoda. ¿Desde cuándo no pensaba en él (para no hablar de soñarlo) como «Taviri»? ¿Desde hace cuánto no pronunciaba su verdadero nombre?

Decía «Asieo». «Cuando Asieo y yo estábamos prisioneros en el norte». «Antes de encontrar a Asieo». «La teoría de la reciprocidad de Asieo». Oh, cierto: hablaba de él, hablaba seguramente demasiado de él, sin ton ni son, lo incorporaba continuamente en sus palabras. Pero como «Asieo», con el último nombre, aquel del personaje público. El ciudadano común había desaparecido del todo. Quedaban pocos de aquellos que lo habían conocido. Toda gente que había estado en prisión. Entonces se reía del hecho de que todos los amigos hubieran estado en todas las prisiones, pero ahora ya no estaban ni siquiera en prisión: estaban en los cementerios de las prisiones, o bien se encontraban en fosas comunes.

—Querido mío —dijo Laia, y se dejó caer sobre la cama porque no soportaba el peso de los recuerdos de aquellas primeras semanas en el Fuerte, en la celda, aquellas primeras semanas de los nueve años en el Fuerte de Drio, en la celda, aquellas primeras semanas después que le habían dicho que Asieo había sido asesinado en un choque en la Plaza del Capitolio y había sido sepultado con los Milcuatrocientos en los fosos de cal detrás de la Puerta de Oring. En la celda. Las manos se ubicaron en su antigua posición, la izquierda apretada y cerrada con fuerza en la derecha, el dedo pulgar derecho que ejercía una pequeña presión mientras iba y venía sobre el nudillo del índice izquierdo. Horas, días, noches. Había pensado en todos ellos, uno por uno, todos los Milcuatrocientos, en el hecho que yacían sepultados, que la cal actuaba sobre sus carnes, que los huesos se conmovían en aquella obscuridad ardiente. ¿Quién lo había conmovido a él? ¿Cómo eran ahora los delicados huesos de las manos? Horas, años.

—¡Taviri, no te he olvidado jamás! —susurró, y la estupidez de la frase la hizo retornar a la luz de la mañana y a la cama deshecha.

Naturalmente que no lo había olvidado. Entre marido y mujer, estas cosas no hace falta decirlas. Ahora sus viejos y feos pies estaban de nuevo sobre el piso, como antes. No se había ido a ningún lugar, solo había girado sobre sí misma. Se puso de pie con un gemido de desaprobación y de esfuerzo; se acercó al armario y se puso la bata.

Los jóvenes circulaban por los ambientes de la casa con placentera inmodestia, pero ella era demasiado vieja para hacerlo. No quería arruinar el desayuno de ellos mostrando la propia vejez. Y después de todo, los jóvenes habían crecido con el principio de la libertad en el atuendo y en el sexo y en todo el resto, y ella no. Ella no había hecho otra cosa que inventar la libertad: no era exactamente lo mismo.

Como, por ejemplo, llamar a Asieo «mi marido». La palabra la hacía siempre sobresaltarse. Un buen odoniano, naturalmente, debía usar «compañero». ¿Pero quién había dicho alguna vez, que ella debía ser una buena odoniana?

Arrastró las chinelas a lo largo del corredor dirigiéndose a los baños. Mairo se estaba lavando el pelo en una pileta. Laia observó admirada aquella larga y lisa madeja empapada de agua. Ya tan raramente salía de la Casa que no recordaba cuándo había visto por última vez una cabeza respetablemente rapada; pero la vista de una gran corona de cabellos le daba placer, un placer intenso. ¿Cuántas veces había sido burlada (¡Melenuda, Melenuda!), cuántas veces los policías o los malhechores le habían tirado de los cabellos, cuántas veces, a cada cambio de prisión un soldado la había rapado con el ceño fruncido? Y después los cabellos volvían a crecer de pelusas a bucles, a mechones, a melena… Mucho tiempo antes. Por amor de Dios, ¿justamente aquel día tenía que pensar en el tiempo transcurrido?

Después que se vistió y rehizo la cama, bajó a la mesa. El desayuno era bueno, pero ella no había vuelto a recuperar el apetito después de aquel maldito golpe apoplejético. Bebió dos tazas de té de hierbas, pero no llegó a terminar la fruta que había tomado. De chica tenía tantos deseos de comer fruta que la robaba; y después, en el Fuerte… ¡Pero por amor de Dios, termínala! Sonrió y respondió a los saludos y a las corteses preguntas de los comensales y del gordo Aevi que aquella mañana prestaba servicio en el Banco.

Era él quien la había tentado con la pesca: «¡Pero mira que maravilla! La guardé para vos». ¿Y cómo habría podido rechazarla? Había tenido siempre ganas de comer fruta, y no se saciaba jamás. Una vez, cuando tenía seis o siete años, había robado una fruta en un puesto callejero en el camino del río. Pero ahora, en medio de todas aquellas personas que conversaban animadamente, era difícil comer. Habían llegado noticias de Thu, importantes noticias. Desde el principio, siempre atenta a no entusiasmarse demasiado fácilmente, se había inclinado a no darles demasiada importancia; pero después de haber leído el artículo del diario, y después de haber leído también entre líneas, pensó, con una extraña seguridad profunda pero fría: «Bien, henos aquí, ha llegado el momento. Y en Thu, pues, no aquí. Thu nos aventajará. La revolución tendrá la delantera allí primero que en otro lugar. ¡Como si importara! No habrá más naciones». Y sin embargo, de algún modo importaba: se sentía un poco triste y fría… Envidiosa, esa es la palabra. ¡Tonterías! No participó mucho en la conversación, y después de algunos minutos se levantó y volvió a su habitación, con un sentido de autoconmiseración. No lograba compartir el entusiasmo de ellos. Ella permanecía fuera, fuera en verdad. «No es fácil», se dijo a sí misma para justificarse, mientras bajaba cansadamente las escaleras, «aceptar encontrarse fuera cuando se ha estado dentro, bien en el medio, por cincuenta años». Por amor de Dios. ¡Qué pena!

Dejó a sus espaldas escaleras y autoconmiseración cuando entró en la habitación. Era una buena habitación. Era una gran cosa estar allí sola. Qué alivio. Si bien, en verdad, no fuese correctísimo. Algunos de los jóvenes de los pisos superiores vivían de a cinco en una habitación no más grande que esa. Las personas que querían vivir en las Casas odonianas eran siempre más de las que ellas estaban en condiciones de contener. Ella tenía aquella gran habitación toda a sí sola porque era una vieja que había tenido un ataque de apoplejía. Y quizá por que era Odo. ¿Si no hubiera sido Odo sino solo una mujer que había tenido un ataque de apoplejía, la hubiera obtenido igual? Era probable. Después de todo, ¿quién hubiera querido compartir la habitación con una vieja babosa? Pero no era fácil acertar. Favoritismo, exclusivismo, culto de la personalidad, volvían sutilmente y germinaban por todas partes. Pero ella no había jamás osado esperar que hubieran sido erradicados durante su generación, antes de su muerte. Es solamente el tiempo el que produce los grandes cambios. En tanto aquella habitación era bella, espaciosa, soleada: justo aquello que se necesitaba para una vieja babosa que había puesto en movimiento una revolución mundial.

Su secretario llegaría dentro de una hora para ayudarla a acelerar el trabajo cotidiano.

Arrastrando sus pies llegó al escritorio, un objeto bello y macizo que le había regalado la cooperativa de los muebleros de Nio porque una vez uno le había oído decir que el único mueble que verdaderamente desearía tener era un escritorio con cajones de gran superficie… Diablos, en la práctica estaba todo cubierto de papeles con notas pinchadas, por lo demás con la grafía pequeña y clara de Noi: Urgente. Provincias septentrionales. ¿Consultar R. T.?

Su grafía no era la misma después de la muerte de Asieo. Y, al pensarlo, era extraño después de todo, en los cinco años que siguieron a su muerte había escrito de arriba a abajo La Analogía. Y después estaban las cartas que el guardia, aquel tipo alto de los ojos acuosos (¿cómo se llamaba?, ¡no importa!) había hecho salir del Fuerte por dos años. Ahora las llamaban Cartas de la Cárcel, y existían una decena de ediciones diversas. Todas aquellas cosas, aquellas cartas las que la gente continuaba diciendo que estaban llenas de «energía espiritual», lo que significaba quizás que las había escrito con la cara lívida, para tener alta la moral.

La Analogía, que ciertamente era su obra intelectualmente más consistente, todo esto había escrito en el Fuerte de Drio, en la celda, después de la muerte de Asieo. Había que hacer algo, y en el Fuerte papel y pluma eran concedidos… Pero todo había sido escrito en la grafía friolenta y trémula que ella no había reconocido jamás como propia. Mientras sí había sido suya aquella redondeada y adornada del manuscrito de Sociedad sin gobierno, de hace cuarenta y cinco años. Taviri había llevado consigo en sus medias no solo sus pasiones físicas y espirituales sino también su grafía clara.

Pero le había dejado la revolución.

«¡Qué coraje demuestras continuando con el trabajo, escribiendo, en prisión, después de una derrota semejante para el movimiento, después de la muerte de tu compañero!»: esto le decían. ¡Qué raza de estúpidos! ¿Qué otra cosa se podría haber hecho? Energía, coraje… ¿Pero qué era el coraje? No había logrado imaginarlo jamás. Los otros decían: jamás tienes miedo. Otros aún: tienes miedo pero sin embargo continúas. ¿Pero qué otra cosa se podría haber hecho sino continuar? ¿Existía una verdadera posibilidad de elección? Morir significaba solamente continuar en una dirección diferente.

Si se quería arribar a la meta era necesario continuar: esto entendía de las palabras «el verdadero viaje es el retorno»; pero no había sido otra cosa que una intuición, y en aquel momento ella se encontraba más que nunca imposibilitada de racionalizarla. Se encorvó con demasiado ímpetu, tanto que gimió un poco con los crujidos de los huesos, y se dispuso a revolver en uno de los cajones inferiores del escritorio. La mano se le detuvo en una etiqueta deteriorada por el tiempo: la sacó, habiéndola reconocido primero con el tacto que con la vista. Era el manuscrito de La organización sindical en el período revolucionario de transición. En la etiqueta Taviri había impreso el título y debajo su propio nombre: Taviri Odo Asieo, IX 741. Aquella sí que era una hermosa grafía, con letras bien modeladas, decididas, seguras. Pero él había preferido servirse de un impresor de voces. El original era enteramente impreso, y también de alta calidad: dudas anuladas e idiotismos personales normalizados. No se percibía aquel modo de pronunciar la «o» desde el fondo de la garganta según el hábito de la costa septentrional. No aparecía otra cosa de él que no fuera su inteligencia. De Asieo no le quedaba otra cosa que su nombre escrito sobre la etiqueta del libro. No había conservado sus cartas: habría sido sentimental. No le daba por pensar en nada que hubiera poseído por más de algún tiempo: haciendo excepción de su desvencijado cuerpo, naturalmente, pero ella lo llevaba pegado encima…

De nuevo la escisión. «Ella» y «su cuerpo». La vejez y la enfermedad te llevaban a escindir, a evadir; su cerebro insistía: «No soy yo, no soy yo». Sin embargo eras vos. Quizás a los místicos les era posible separar intelecto y cuerpo, ella había envidiado siempre esta posibilidad, sin esperar poder emularlos. La evasión era un juego al que jamás había jugado. Sin embargo había buscado la libertad, sin demora, para el cuerpo y el alma.

Primero autoconmiseración, después autoadulación; siempre allí con el nombre de Asieo entre las manos. Por amor de Dios, ¿pero porqué? ¿No conocía ya aquel nombre sin tener la necesidad de tenerlo bajo los ojos? ¿Acaso había algo en ella que no iba? Se llevó a los labios la etiqueta y besó con decisión y determinación aquel nombre escrito a mano, repuso la etiqueta en el cajón, lo cerró y se apoyó erecta en el respaldo. La mano derecha le hormigueaba. Se la rascó, después la agitó en el aire con rabia. Jamás se había repuesto del todo del ataque. Así también la pierna derecha y el ojo derecho y el ángulo derecho de la boca. Estaban insensibles en parte, inertes, llenos de hormigueos. La hacían sentir como un robot con un cortocircuito.

Mientras el tiempo pasaba, Noi habría llegado, ¿y ella qué había hecho después del desayuno?

Se levantó tan de improviso que se tambaleó y tuvo que aferrarse a la silla para cerciorarse de que no se caería. Atravesó el corredor dirigiéndose al baño y se observó en el gran espejo. El moño gris le caía mal: no se había peinado bien antes de desayunar. Puso empeño tratando de rehacerlo. Qué arduo era tener los brazos levantados. Amai, entrando a la carrera para ir al baño, se detuvo y le dijo:

—¡Lo hago yo! —Y se lo anudó con cuidado y pericia en un instante, con aquellos dedos suyos tan redondos y fuertes, sonriendo en silencio.

Amai tenía veinte años, menos de un tercio de los años de Laia. Sus padres habían sido ambos miembros del Movimiento: uno había sido asesinado en la insurrección del 60, el otro estaba todavía a la búsqueda de nuevas adhesiones al partido en las provincias meridionales. Amai había crecido en las Casas odonianas: nacida para la revolución, verdadera hija de la anarquía. Una niña tan tranquila, libre y bella que el solo pensar conmocionaba: es por esto que hemos trabajado, era esto lo que quisimos construir, esto, aquí la tienes, viva, nuestro futuro feliz y radiante.

El ojo derecho de Laia Asieo Odo dejó caer algunas minúsculas lágrimas, mientas ella estaba allí de pie entre los lavabos y las letrinas y mientras la hija que ella no había engendrado le arreglaba el pelo; pero el ojo Izquierdo, aquel fuerte, no lloraba e ignoraba qué hacía el derecho.

Laia agradeció a Amai y volvió rápidamente a su habitación. En el espejo había notado una mancha sobre el cuello del vestido. Probablemente jugo de durazno. Vieja babosa. No quería que Noi entrase y la encontrase con aquella baba sobre el cuello.

Mientras la camisa limpia pasaba a través de la cabeza pensó: ¿pero qué tiene Noi de especial?

Unió lentamente los alamares del cuello con la mano izquierda.

Noi tenía alrededor de treinta años, delgado, musculoso, con una voz cálida y vivos ojos obscuros. Esto era todo lo que lo caracterizaba. Simplísimo. El buen sexo de antes. Los hombres rubios o gordos no habían ejercido jamás sobre ella la mínima fascinación, y tampoco se había sentido atraída por los tipos altos y dotados de grandes bíceps, no, ni siquiera cuando tenía catorce años y caía como una pera madura al paso de un galán cualquiera. Bruno, espigado y fogoso: esta era su receta. Taviri, naturalmente. Aquel muchachito no se podía por cierto parangonar con Taviri por inteligencia, ni aún físicamente, pero el punto era este: ella no quería que la viese con aquella mancha de baba sobre el cuello del vestido y con los cabellos todos desordenados.

Aquellos cabellos suyos sutiles, grises.

Entró Noi, que se había entretenido apenas un instante en el umbral. ¡Santo Dios, ella no había ni siquiera cerrado la puerta mientras se cambiaba la camisa! Lo vio y se vio a sí misma. Una vieja.

Que se cepille los cabellos y se cambie la camisa, o en cambio se ponga la camisa de la semana anterior y luzca las trenzas de la noche anterior o todavía se ponga un vestido entretejido de oro y se esparza con polvo de diamantes la cabeza rasurada, no hace la mínima diferencia. Una vieja parece solamente más o menos grotesca.

Se arregla por puro sentido de la decencia, por pura y simple higiene mental, para consentimiento del prójimo.

Y después de todo, esto tampoco tiene valor, y se babea encima sin recato.

—¡Buen día! —dijo el muchacho, con aquella voz gentil.

—Hola, Noi.

No, por Dios, no era solamente por un sentido de decencia. Al diablo la decencia. ¿Si el hombre que ella había amado, y para el cual su edad no había sido importante, porque estaba muerto, solamente por aquel motivo ella debía fingir ser ahora asexuada? ¿Por esto debía reprimir la verdad, como cualquier estúpida puritana autoritaria? Solo seis meses antes, previo al ataque apoplejético, era tan hermosa que los hombres se daban vuelta, y con placer, para verla; y ahora, no siendo capaz de dar placer a los otros, por Dios podía al menos complacerse.

Cuando ella tenía seis años y un amigo de papá —Gadeo— venía a hablar con él de política después de la cena, ella se ponía el collar dorado que la madre había encontrado en un montón de cosas viejas y había llevado a casa escondido en el cuello donde ninguno lo podía ver. Pero ella sabía que esto a Gadeo le gustaba. Era morocho, tenía dientes blancos que brillaban. A veces la llamaba «su bella Laia». «Aquí llega mi bella Laia». Sesenta y seis años antes.

—¿Qué? Siento la cabeza vacía. He pasado una noche terrible —era verdad; había dormido menos de lo habitual.

—Te pregunté si leíste los diarios de hoy.

Ella hace un signo afirmativo con la cabeza.

—¿Satisfecha del Soinehe?

Soinehe era la provincia de Thu que la noche anterior había declarado la secesión del Estado de Thu.

Él estaba satisfecho de esto. Los dientes blancos le brillaban sobre el rostro obscuro y lleno de vida. La bella Laia.

—Sí. Y preocupada.

—Lo sé. Pero esta vez es la hora de la verdad. Es el inicio del fin para el gobierno de Thu. ¿No han tratado ni siquiera de hacer llegar tropas a Soinehe, comprendes? No harían otra cosa que llevar los soldados a la rebelión antes de lo inevitable, y lo saben.

Ella estaba de acuerdo. Había probado su misma certeza. Pero no llegaba a complacer su satisfacción. Después de una vida gastada en la esperanza porque nada se le había dado, se perdía el gusto de la victoria. Un verdadero sentido de triunfo debe estar precedido por una verdadera desesperación. Y ella había olvidado desesperar mucho tiempo antes. El triunfo ya no era posible. Se seguía viviendo.

—¿Hoy escribimos aquellas cartas?

—Está bien. ¿Cuáles cartas?

—Para esos del norte —dijo con paciencia Noi.

—¿Esos del norte? —Parheo, Oaidun.

Ella había nacido en Parheo, ciudad sucia situada sobre un río sucio. Había venido a la capital con veintidós años, cuando se había sentido lista para traer la revolución, si bien entonces, antes que ella y los otros lo replantearan, su revolución fuera muy inmadura y pueril. Huelgas para mejorar los salarios, para hacer entrar en el parlamento una representación femenina. Votos y salarios: poder y dinero, ¡por amor de Dios! ¡Bien, después de todo, en cincuenta años algo se aprende! Y después se vuelve a olvidar todo.

—Comienza con Oaidun —dijo, sentándose en el sillón.

Noi estaba en el escritorio, listo para trabajar. Tontos fragmentos de las cartas que esperaban la respuesta de Laia. Ella buscó ser atenta, y logró bastante bien dictar una carta entera y comenzar otra.

—Recuerda que en ese momento su sentimiento de fraternidad pudo ser forzado a… no, en peligro… de… —anduvo a tientas con las palabras hasta que Noi le sugirió—: ¿El peligro del culto de la personalidad?

—Bien. Es que nada se deja corromper por el deseo del poder cuando el altruismo… No. Es que nada corrompe el altruismo… No. Por amor de Dios, tú sabes lo que quiero decir: escríbelo. También ellos lo saben. Son siempre las mismas cosas. ¡Pero porqué no lo leen en mis libros!

—Quedar en contacto —dijo Noi con gentileza, citando uno de los temas centrales de la filosofía odoniana.

—De acuerdo, pero yo estoy cansada de estar en contacto. Si tú escribes la carta, yo la firmo, pero esta mañana no tengo ganas de ocuparme de eso —Noi la observaba con una expresión ligeramente interrogativa o preocupada; Laia dijo, con enojo—: ¡Tengo otras cosas que hacer!

Cuando Noi se fue, Laia se sentó en el escritorio y colocó las cartas como para trabajar, porque se había sorprendido —aterrorizado— por las palabras que había pronunciado. No sabía hacer otra cosa. No había hecho jamás otra cosa. Era aquel su trabajo: el trabajo de su vida. Los viajes de propaganda y las reuniones y la plaza estaban ya fuera de su alcance; pero siempre podía escribir, y este era su trabajo. Y de todos modos, si ella hubiera tenido otra cosa que hacer, Noi lo habría sabido: tenía en orden su agenda y le recordaba con tacto ciertas cosas, como por ejemplo la visita de los estudiantes extranjeros, justamente aquel mediodía.

¡Diablos! Los jóvenes le gustaban, y de un extranjero siempre se aprendía algo, pero ahora estaba cansada de caras nuevas y de mostrarse. Ella aprendía de los extranjeros, pero los extranjeros no aprendían de ella: todo lo que tenía para enseñar lo habían aprendido mucho tiempo antes, de sus libros y del Movimiento. Venían solamente a verla, como si ella fuese la gran torre de Rodarred o el cañón de Tulaevea. Un fenómeno, un monumento. Observaban con temor místico, adorador. Les hablaba con violencia:

«Sean ustedes los que piensen sin que nadie les diga lo que deben hacer».

«Esto no es anarquismo, es puro y simple obscurantismo».

«¿No pensarán que la libertad y la disciplina son incompatibles, verdad?».

Y aquellos aceptaban los azotes dóciles como corderitos conscientes, como si ella hubiera sido una diosa madre, el ídolo del Universo. ¡Justamente ella! ¡Ella!, que había minado las canteras navales de Seissero y que había insultado al presidente del concejo Inoilte ante siete mil personas, cuando le había dicho si jamás había pensado en traer aquí una herramienta para cortarse a sí mismo los testículos, los habría hecho laminar en bronce y después los habría vendido como souvenir; ella que había gritado, insultado, agarrado a patadas a los policías y escupido a los curas, y que había orinado en público en la Plaza del Capitolio, sobre la gran placa de latón que decía: «¡Aquí fue fundado el Soberano Estado de la Nación de A-IO», (etc, etc)! ¡Ppppuuuhhh a todo esto! Y ahora era la abuelita de todos, la cara viejita, el buen monumento antiguo, vengan a adorar su regazo. El fuego se ha apagado, muchachos: háganlo después, no hay más peligro.

—No —dijo en voz alta—. No lo habrá —no se horroriza de hablar sola, porque siempre lo había hecho; «El público invisible de Laia», lo llamaba Taviri, mientras ella daba vueltas en la pieza murmurando—. No hay necesidad que vengan, yo no estaré —dijo a su público invisible.

Había apenas decidido qué hacer. Hubiera huido de allí. Por las calles.

Era irresponsable desilusionar a estudiantes extranjeros. Era una extravagancia típica de la senilidad. Era muy poco odoniano. ¡Pppuuulthh a todo esto! ¿Qué sentido había en luchar toda la vida por la libertad y después terminar por no tener ni siquiera un poco? Se hubiera escapado de allí para hacer un paseo. «¿Qué es un anarquista? Aquel que por elección acepta la responsabilidad de la elección». Estaba bajando por las escaleras cuando decidió, reticentemente, quedarse y recibir a los estudiantes extranjeros. Hubiera huido después.

Eran jovencísimos, muy serios, con ojos de cervatillos, hirsutos, fascinados: venían del hemisferio occidental, de Benhili y del reino de Mand. Las chicas llevaban pantalones blancos, los muchachos faldones largos, marciales y arcaicos. Hablaban de sus expectativas.

—En Mand estamos tan lejos de la revolución que quizás estemos cerca —dijo una de las chicas, con melancolía, sonriendo—: ¡El círculo de la existencia! —Y mostró el encontrarse de los extremos en el círculo de los dedos sutiles y morenos.

Amai y Aevi les sirvieron vino blanco y pan negro, la hospitalidad de la casa. Pero los visitantes con mucha modestia se levantaron para despedirse después de media hora.

—No, no, no —dijo Laia— quédense, hablen con Aevi y Amai. Es solo que si estoy sentada me entumezco toda, entienden, y debo moverme un poco. Me ha hecho mucho bien conocerlos. ¿Hermanitos y hermanitas, volverán pronto a verme? —Su corazón estaba con ellos y el de ellos con ella; y antes de retirarse los saludó a todos con un beso, riendo, llena de alegría por aquellos jóvenes, tez morena, ojos afectuosos y cabellos perfumados.

Estaba en verdad un poco cansada, pero irse a su habitación a descansar hubiera sido reconocerse vencida. Antes había tenido la intención de escapar. Y habría escapado. No huía sola desde… ¿desde cuándo? Desde fines del invierno, antes del golpe.

No tenía por qué admirarse por sentirse un poco extraña. Justamente como haber estado en prisión. Afuera, en la calle: su mundo era aquel.

Salió tranquila por la puerta lateral, superó el cantero verde, y llegó a la calle. Aquella sutil franja de áspera tierra ciudadana había sido cultivada magníficamente y mostraba una buena cosecha de porotos y cecá, pero Laia no se interesaba por los cultivos. Cierto, aparecía claro que las comunidades anárquicas, aunque durante los períodos de transición, deberían operar en dirección de una autosuficiencia ideal, pero en qué modo dicha autosuficiencia se debía obtener en términos reales de terreno o de plantas, no era cosa suya. Había campesinos y técnicos agrónomos para esto. Asunto suyo eran sin embargo las calles, las calles ruidosas y sucias, los adoquines donde ella había crecido y donde había visto enteramente la vida, con excepción de aquellos quince años de cárcel.

Examinó con afecto la fachada de la casa. El hecho de que haya sido construida para ser un banco proporcionaba a los actuales habitantes un placer totalmente particular. Conservaban los sacos de harina integral en la caja fuerte, y obtenían el estacionamiento de la sidra en barrilitos colocados en las cajas de seguridad. En la parte superior de las impecables columnas sobre el frente de la calle se leían todavía las siguientes palabras: Asociación Bancaria Nacional para la Agricultura. El Movimiento no era particularmente versado para poner nombres. No tenía una bandera. Los slogans iban y venían de acuerdo a la necesidad. Estaba siempre el «círculo de la existencia» para ser trazado sobre los muros y en las calles donde la autoridad lo habría visto. Pero cuando se trataba de denominar algo, se mostraban nuevamente indiferentes, y aceptaban o ignoraban los nombres con los cuales se tropezaban, por temor a ser vinculados y obligados, y sin temor de mostrarse contradictorios. Y así aquella casa cooperativa, antes por notoriedad y luego por vejez, no tenía otro nombre que «el Banco».

Estaba frente a una calle espaciosa y tranquila; pero a una manzana de distancia estaba la Temeba, un mercado al aire libre, en un tiempo famoso como mercado negro de substancias psicotrópicas y alucinógenas, y ahora reducido a mercado de frutas y verduras y de ropa de segunda mano, y a un miserable lugar de actividades menores. Su vitalidad embriagadora había desaparecido, dejando tras de sí solamente alcohólicos semiparalíticos, drogadictos, lisiados, mendigos, bultos de bajo precio, casas de empeño, garitos volantes, adivinas, escultores del cuerpo y hoteluchos infames. Laia retornaba a Temeba como el agua a su condición de equilibrio.

No había temido ni despreciado nunca la ciudad. Era su patria. No existirían más los bajos fondos como aquellos una vez que la revolución hubiese vencido. Pero permanecería la miseria. Existiría miseria, despilfarro, crueldad. Ella no había pretendido jamás cambiar la condición humana, o ser la mamita que aparta o que carga todas las durezas de la vida de sus pequeños para que no se lastimen. Todo menos esto. Con tal que la gente fuese libre de elegir, ya no era asunto suyo si después vivía en cloacas y bebía insecticidas. Con tal que esto no sea asunto de Affari, fuente de provecho y medio de poder para otros. Cosas, estas, que había intuido quizás antes de saber algo preciso. Antes de escribir su primer panfleto, antes de dejar Parheo, antes de conocer el significado de «capital», antes de traspasar los confines de Vía de la Abundancia donde jugaba con otros chicos de seis años apoyando en la tierra las rodillas lastimadas, ya sabía todo esto: que ella y los otros chicos y sus padres y los padres de sus padres y los borrachines y las prostitutas y toda la gente de Vía de la Abundancia estaban en el fondo de algo, eran el fundamento, la realidad, lo surgente. Pero ninguno de aquellos que se pensaba hecho de un material más noble que el barro estaba dispuesto a comprender. Ahora Laia, agua en busca de la condición de equilibrio, barro en el barro, avanzaba pesadamente por la calle sucia y rumorosa, y se sentía a sus anchas en toda la obscena debilidad de su vejez. Las somnolientas prostitutas con el peinado laqueado que estaba todo torcido y a punto deshacerse, la vieja bizca que gritaba cansadamente los nombres de sus verduras, el mendigo idiota que intentaba cazar las moscas a manotazos: eran estos sus conciudadanos. Se le asemejaban, en su tristeza, en su repugnancia, pequeñez, desprecio, obscenidad. Eran sus hermanos, su gente.

No se sentía muy bien. Hacía tiempo que no se aventuraba tan lejos —cuatro o cinco manzanas— sola, en el rumor y en la muchedumbre y bajo el ardiente sol del verano. Había tenido la intención de ir al parque Koly, aquel triángulo de hierba miserable al fondo de Temcha, y sentarse por un momento con los otros hombres y las otras mujeres que iban allí cada día, para comprender qué significaba estar sentados allí y ser viejos: pero era demasiado lejos. Si no hubiese vuelto atrás ahora, quizás la habría alcanzado un golpe de vértigo; y tenía miedo de caerse, caer y observar a la gente que se acercaba a mirar a una vieja en pleno estado convulsivo. Dio una media vuelta y se dirigió a su casa, con los signos de la fatiga y del disgusto de sí misma visibles en su cara que sentía arder. Advirtió en sus oídos un zumbido que cesó súbitamente. Había sido sin embargo intenso, y ella temió en verdad caminar en el aire. En las sombras se saltó un escalón: se diría, se dejó caer poco a poco, se sentó y lanzó un suspiro.

Un vendedor de fruta se sentaba en silencio detrás de su mercadería sucia y marchita. La gente pasaba. Nadie compraba. Ninguno la observaba. Odo: ¿quién era? La famosa revolucionaria, la autora de Comunidad, La Analogía, etc. ¿Y quién era? Una vieja de cabellos grises y de rostro enrojecido, sentada sobre el sucio umbral de un tugurio, que mascullaba palabras entre dientes.

¿Era verdad? ¿Era esto lo que ella era? Sin ir más lejos, era esto lo que cualquier persona que pasaba veía. Pero ella, justamente ella, ¿era más de aquello que la famosa revolucionaria, etc. había sido? No. No era algo más. ¿Pero entonces quién era?

La mujer que había amado a Taviri.

Sí. Suficiente en verdad. Pero no lo suficiente. Aquello había terminado. ¡Taviri estaba muerto desde hacía tanto tiempo!

—¿Quién soy? —masculló Laia a su público invisible, que sabía responder a sus preguntas y le respondió al unísono.

Ella era la chica con las rodillas lastimadas, sentada sobre el umbral mirando en la niebla sucia y dorada de Vía de la Abundancia, bajo el sol de una tarde de verano; la nena de seis años, la chica de dieciséis, feroz, irascible, con la cabeza llena de sueños, indiferente, inalcanzable. Ella era ella misma. Sí, había sido la indefensa trabajadora y pensadora, pero un coágulo de sangre en una vena le había robado aquella mujer. Sí, había sido la amante aquella que se abría un camino en la vida, pero Taviri muriendo le había quitado aquella mujer. Nada había quedado, en realidad, sino lo fundamental. Había vuelto: no se había ido jamás. «El verdadero viaje es el regreso». Polvo y barro y el umbral de un tugurio. Y además, en el fondo del camino, aquel campo lleno de hierbas altas y secas, bajo el soplido del viento en el crepúsculo.

—¡Laia! ¿Pero qué estás haciendo acá? ¿Estás bien?

Uno de los habitantes de la casa, naturalmente: una bella mujer, un poco fanática y un poco charlatana. Laia no se acordaba de su nombre si bien la conocía de años. Dejó que la llevase a su casa, y dejó que hablase durante todo el camino. En el gran salón (en un tiempo ocupado por cajeros intentando contar el dinero detrás de ventanillas brillosas bajo la mirada de guardias armados). Laia se sentó en una silla. No estaba como para, por el momento, subir las escaleras, aunque prefiriese estar sola. La mujer continuaba hablando y otra gente ingresaba excitada a la sala. Parecía que estuviesen programando una demostración. Los eventos, en Thu, se sucedían tan rápidamente que también allí los ánimos estaban caldeados, y era preciso hacer algo. Pasado mañana —no, mañana— habría una marcha, una gran marcha, de la ciudad vieja, en la Plaza del Capitolio, recorriendo el viejo itinerario.

—Otra Revuelta en el noveno mes —dijo un joven, inflamado y sonriente, observando a Laia.

En el tiempo de la Revuelta del noveno mes no había ni siquiera nacido, para él era solamente historia. Ahora quería hacer también él su pequeña contribución a la historia. La sala se había llenado. Se tendría mañana una asamblea general a las ocho de la mañana. Laia debería hablar.

—¿Mañana? Mañana yo no estaré —dijo bruscamente.

Aquel que había hablado esbozó una sonrisa y algún otro se rio; Amai la miró con aire interrogativo. Hablaron de nuevo y alzaron la voz. La revolución. ¿Pero qué la llevó a hablar así? ¿Pero era necesario decir semejante cosa en la vigilia de la revolución, aunque hubiese sido cierta?

Esperó sentirse bien, logró ponerse en pie, y a pesar de la torpeza se escapó sin ser vista entre la gente excitada y pronta a subir los escalones uno a uno. En la pieza de abajo, a sus espaldas, una, dos, diez voces estaban diciendo «huelga general». Huelga General, murmuró Laia tomando aliento en el descanso de la escalera. Arriba, delante de ella, en su habitación, ¿qué la esperaba? Su golpe apoplejético privado. Estaba algo jocosa. Inició el ascenso por la segunda rampa, un escalón a la vez, una pierna a la vez, como una nena de dos años. Estaba mareada, pero no temía caerse. Delante de ella, allá abajo, las florcitas blancas y secas hacían oscilar sus corolas y susurraban en los vastos campos del atardecer. Setenta y dos años y no había tenido jamás el tiempo de llamarlas por su nombre.

© Ursula K. Le Guin: The Day Before the Revolution (El día antes de la revolución). Publicado en Galaxy, 1974.


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