Vivian Gornick Poster de T.A. |
Vivian Gornick, la feminista feroz
Pionera y maestra del ensayo personal, la escritora y crítica volcó su talento en las potentes memorias ‘Apegos feroces’, al fin en español
ANDREA AGUILAR
26 JUL 2017 - 16:32 CDT
Sostiene Vivian Gornick (Nueva York, 1935) que "toda obra literaria contiene tanto una situación como una historia". En su antología sobre el subgénero del ensayo personal (The situation and the story) defiende que los más importante para encontrar esa voz es saber quién está hablando y por qué lo hace. La situación, explica, es el contexto o circunstancia, a veces incluso la trama; mientras que la historia es la experiencia emocional que preocupa al autor, es decir, “lo que uno ha venido a contar”. Ella llegó en 1969 a la redacción del semanario alternativo The Village Voice dispuesta a narrar las sacudidas del feminismo radical. Su nuevo periodismo hablaba desde las barricadas del movimiento y, con atinada puntería, supo trasladar esa visión a la crítica literaria. Aquello forma parte, irremediablemente, del ADN de esta autora, una de las voces más destacadas de la segunda ola feminista de EE UU.
Gornick, sentada una mañana de finales de mayo en el despejado y soleado salón de su piso del West Village donde su gato dormita, cuenta que en aquella revolución cultural se encuentra el germen de Apegos feroces (Sexto Piso en castellano; L'Altra en catalán). "El movimiento feminista de los años setenta ejerció una gran influencia. Nos llevó a miles de mujeres a pensar cómo nos habíamos convertido en lo que éramos, y aquello nos condujo inmediatamente a nuestras madres. Fuimos las primeras en emprender esa búsqueda existencial y analítica". El libro —que ahora se publica en español— salió originalmente en 1986 y pronto fue saludado como un clásico, con el que su autora se convirtió en pionera y maestra de un género cuya influencia y popularidad hoy están fuera de duda.
En Apegos feroces Gornick, visceral y cerebral, reconstruye su infancia en un bloque de viviendas de familias judías en el Bronx junto a dos viudas: su madre, cuya temprana pérdida de su esposo la sume en un interminable y amargo duelo; y la despampanante vecina pelirroja Nettie, que al quedarse sola toma el camino contrario y encuentra en el sexo su coto de poder. Los recuerdos infantiles se intercalan con las furiosas discusiones que una Gornick adulta y su progenitora mantienen en sus paseos semanales por Manhattan, con la fuerza, la rabia y el feroz amor con el que una madre y una hija pueden hablarse.
Gornick viste esta mañana de negro. En su rostro de rasgos grandes, destaca la mirada inquieta de inmensos ojos azules que tienen algo de travieso, como su risa rotunda y recurrente. Advierte que un amigo, de visita esos días en la ciudad, se unirá a la conversación. “Me había olvidado completamente de ti”, dice, y suelta una carcajada.
Pregunta. ¿Cómo arrancó Apegos feroces?
Respuesta. Vi la relación con mi madre como algo metafórico. Era literatura, algo sobre lo que escribir. Creo que fui la primera, desde luego en Nueva York, en intentar hacerlo. Buscar lo misterioso en lo familiar es de lo que trata la escritura, y lo cotidiano se convirtió en algo muy excitante. Al principio pensé que escribía una historia bastante directa sobre mi madre y yo y Nettie. Luego entendí que tenía muchos asuntos pendientes y no podía contar el pasado desde el futuro, me atasqué. Un día mi madre me contó al teléfono algo que le había ocurrido en la calle, y al colgar me di cuenta de que quería incluirlo en el libro. Ahí encontré la estructura, la idea de intercalar pasado y presente. Esas dos parejas, la mujer joven con su hija y la mujer mayor con su hija adulta, se encontrarían.
P. ¿Aquello fue la clave?
R. Durante mucho tiempo no sabía qué era exactamente lo que estaba escribiendo. Pensaba que el libro iba sobre cómo me convertí en mujer, y hay parte de eso, pero realmente de lo que trata es de que no podía dejar a mi madre, porque yo me había convertido en mi madre.
P. ¿Qué era lo que marcaba el rumbo?
R. En la última escena estoy con mi madre y me dice: "¿Por qué no te vas? Nada te detiene". Yo estoy iluminada por la luz que entra por la ventana, medio fuera, medio dentro, en el marco de la puerta. Lo describí tal cual y entendí que esa era la escena que iba a tratar de ganarme: iba a escribir para que ese intercambio quedase dramatizado. Nunca dejé de pensar que todo iba dirigido a exponer esa verdad: medio dentro, medio fuera; no puedo irme, no puedo quedarme. Aquello cambió la manera en que encajaba la trama.
P. ¿Dejó mucho fuera?
R. Lo más complicado fue ser sucinta con el pasado. Los paseos eran fáciles, son como historias cortas. La gran escritora de quien he aprendido más es Natalia Ginzburg, ella me enseñó a respetar la idea de la escritura compacta. Es difícil decidir qué dejas fuera. Pero hay que contar la historia de la forma más destilada posible, porque ahí reside su fuerza. Cuando escribes es complicado calibrar la proporción entre lo que estás contando y cómo afecta al conjunto.
P. Su hermano apenas aparece.
R. Es una historia de mujeres con mujeres. No pensaba meter a ningún hombre. En un momento dado, mi editor me dijo: "Ahora tienes que casarte". Y yo: "¿Casarme? ¡No pienso!". Pero acabé metiéndolo. De hecho, había tenido dos matrimonios, pero mi madre me pidió que sólo contara uno.
P. ¿Su madre sabía que estaba escribiendo ese libro?
R. Sí, y no estaba contenta. Pero no rompió conmigo.
P. Ha hablado con frecuencia de las dudas que plagan su mundo. En Apegos,frente a su madre se desvanecen, solo hay certezas.
R. Ella estaba llena de dudas y yo también, pero juntas… En su presencia yo sabía quién era.
P. ¿Cómo reaccionó al libro?
R. Fui muy sincera desde el principio. Se quedó muy sorprendida, no lo comprendía. Periódicamente se enfadaba y me decía: "¿Ahora vas a escribir esto para que todo el mundo sepa que me odias?". Me dejaba paralizada, no podía escribir durante días, pero pasaba el tiempo y volvíamos a lo de siempre, y yo recuperaba el sentido de lo que estaba haciendo. Me ayudó saber que no escribía para despedazarla, acusarla o convertirme en una víctima. Narraba verdades duras, pero sabía que le iba a dar todo lo que ella tenía, su sabiduría, calidez, y también lo que estaba mal. Cuando el libro se publicó se enganchó a la fama e iba por Nueva York firmándolo.
P. ¿Le gustó?
R. Era como una niña, cambiaba de opinión constantemente. Me decía que había contado la verdad y, al día siguiente, me acusaba de ponerla en ridículo. Pero estaba orgullosa.
P. ¿Fue mucha presión saber que podía herirla?
R. Los alumnos siempre preguntan cómo se escribe sobre los que están vivos y van a leerte. No hay una única respuesta. O te sientes empujado a hacerlo porque sientes la necesidad o no. Si es tan doloroso y tienes tanto miedo no lo hagas. Porque una vez hecho, ¿qué puedo decir? La gente que ha servido de modelo para lo que has escrito tiene que vivir con ello.
P. Una de las semillas de este libro fue el feminismo. ¿En qué punto está hoy este movimiento en EE UU?
R. Mi generación fue la revolucionaria. Teníamos una excitación, entusiasmo y energía extraordinarios. La inteligencia de quienes ponen nombre a las cosas. Éramos las anarquistas, que queríamos cargar contra todo: la familia, los hijos, todo. Después llegó el trabajo duro, el cambio social. Hemos logrado mucho, pero cambiar el hubris de tantos siglos lleva tiempo. De alguna manera hemos hecho la revolución, pero las cosas no terminan hasta que se acaban.
El amigo que Gornick esperaba, ha llegado y se ha sumado a la conversación, sentado en una butaca frente a la escritora, con gorra de béisbol. Ella explica que él es más joven y conoce todas sus historias —"no voy a contar nada que él no sepa", dice con cierta coquetería la aguerrida feminista—. Él bromea y comenta que Gornick habla igual con amigos que con entrevistadores, y elogia su dicción de puntuación perfecta. La escritora prosigue con cierta impaciencia y compara los avances de las mujeres con la lenta asimilación de los judíos en Estados Unidos. "Con el feminismo siento que es lo mismo: estamos medio asimiladas". Implacable y aguda, Gornick se define como una "purista" que denuncia muchas acepciones actuales de este movimiento, incluidas las literarias, cargando, por ejemplo, contra las novelas de Elena Ferrante: "¡Ella es la más chapada a la antigua! No creo que sea feminista en absoluto, sino estrictamente neorrealista". Pero a la crítica le gusta subrayar los avances de su causa. "Cuando era joven no recuerdo que las mujeres hablaran de tener una vida propia o ganarse la vida, la cuestión era casarse y tener hijos. Las chicas que como yo decíamos que aquello era un mundo de hombres y no lo aceptaríamos, lo que queríamos decir es que tendríamos una aventura antes de casarnos y tener hijos. No había ninguna duda de que eso era el punto y final. Hoy no es así".
P. ¿También la idea de feminismo ha sufrido cambios, convertida hoy en reclamo comercial para vender desde maquillaje a zapatos?
R. De manera bizarra esto es una muestra de su peculiar éxito. La palabra o el concepto de feminismo hace 25 años no habría funcionado como reclamo publicitario. Pero cuando una mujer obtiene una cátedra o un puesto en la Corte Suprema ese branding no significa nada, lo que tiene significado es que estén ahí. Todo está ocurriendo al mismo tiempo.
P. ¿Es una feliz sorpresa esta llegada al mercado de masas?
R. A mi no me sienta bien, no quiero ver a Ivanka Trump diciendo que es feminista, me chirría. Pero esto no tiene más peso que los hechos sobre el terreno; no es más importante que la lucha diaria de miles de mujeres por conseguir lo que se merecen como seres humanos.
P. Habla de la segunda ola de feminismo como de la fase anarquista. ¿Hubo violencia y autodestrucción?
R. A la gente que se siente frustrada por las limitaciones del camino que emprendimos le gusta mirar atrás y decir que así fue. Yo no lo creo. No se puede mantener vivo un movimiento activista más de una década. Lo hicimos el tiempo que pudimos, el mundo no cambió lo suficiente y nos disolvimos. El avance es lento. Tiempo después mujeres más jóvenes se me acercaban para reprocharme que a pesar de nuestras promesas sus maridos seguían sin ayudarlas. En primer lugar yo no era consciente de haberles prometido nada, pero en cualquier caso les tocaba luchar a ellas, individualmente. No volveremos al lugar donde estábamos hace 60 años, pero los prejuicios tardan en apagarse y hay retrocesos.
P. Defiende en Apegos feroces que el amor no le vuelve a uno más fuerte.
R. David, ¿puedes contestar? Mira, nos dijeron que era lo que ordenaba el mundo y no fue así. Yo, y muchos otros, llegamos a la conclusión de que el amor es necesario pero insuficiente para tener una vida, para entender quién eres.
P. En The End of the Novel of Love declara que el amor ha perdido también su fuerza dramática.
R. No se puede usar como metáfora, porque todos tenemos tanta experiencia que no podemos creer que el amor sea la salvación.
P. ¿Y cuál es la metáfora hoy?
R. Ese lugar lo ocupó la naturaleza, luego la religión y más adelante el amor durante 150 años. Mi conclusión es que hoy está vacío. Todo lo que puedo hacer es ser la anarquista que dice: esto no es.
En una de las discusiones que describe en su libro, a propósito de unos vecinos, Gornick le dice a su anciana madre que incluso el amor filial hay que ganárselo. Aquello, recuerda la escritora, hizo llorar de risa a uno de sus editores de The Village Voice, "un típico chico judío", que gritó que eso era el colmo, totalmente hilarante. Y si el amor de un hijo no se puede dar por sentado, mucho menos el de un entrevistador. Algo de esto parece resonar cuando Gornick al día siguiente de celebrarse la entrevista, que cortó apresuradamente, se ofrece a contestar más preguntas por escrito en un correo titulado "Me siento culpable". Gornick gana.
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