18 NOV 1981
Hace cuatro años fue llevado a París el cuerpo momificado del faraón egipcio Ramsés II para ser sometido a un examen médico que determinara la naturaleza y el remedio de una floración parasitaria que amenazaba con destruirlo. Puesto que era el cadáver del monarca de un país con el que Francia tiene buenas relaciones, el presidente de entonces, Valéry Giscard d'Estaing, lo recibió en el aeropuerto con honores militares. Pero no fue ese el problema más difícil que planteó el examen del cuerpo, sino otro menos convencional y tal vez sin solución: las vísceras estaban rellenas con una especie de aserrín de diversas materias vegetales, y entre ellas, picadura de hojas de tabaco. Aquel descubrimiento parecía un disparate histórico. En efecto, Ramsés II murió en 1235 antes de Cristo. Es decir, hace 3.000 años, y es una verdad aceptada por todo el mundo que el tabaco fue descubierto por Cristóbal Colón y llevado por él a Europa después del descubrimiento de América. El hecho de que un faraón milenario lo tuviera en las vísceras, sin embargo, ha puesto a pensar en la posibilidad de que los egipcios conocieran el tabaco, pero no para fumarlo, sino para usos medicinales, y muy en concreto para embalsamar a esos faraones que creían seguir vivos mientras se conservara su cuerpo.
Esta información sorprendente, que no recuerdo haber leído en la Prensa, la he encontrado en un diccionario a la vez curioso y divertido que compré hace poco por casualidad. Se llama ¿Desde cuándo?, y, es el catálogo del origen de ochocientos objetos y costumbres de la vida cotidiana, escrito por el francés Pierre Germa. Alguna vez oí decir que Aldous Huxley había leído hoja por hoja los casi treinta volúmenes de la enciclopedia británica, y durante años soñé con repetir esa proeza agotadora y fructífera. Ahora he tenido un premio de consolación: en una noche he leído este diccionario de la vida diaria con la misma tensión y el mismo placer con que se lee una novela de misterio.
En la escuela primaria me llamaba la atención que los maestros atribuían a los chinos la invención de las cosas más fantásticas, además de la pólvora y la brújula. He vuelto a recordarlo porque los sabios que estudiaron la momia de Ramsés II supieron que tal vez el tabaco había llegado a Egipto desde China, y que fue de allí de donde pasó a nuestras Américas. En cambio, el diccionario de orígenes dice que los cristales para corregir los defectos de la visión fueron enunciados en el año 990 por el físico árabe Ibn al Haytam, pero que no fueron tallados para anteojos hasta 1285 por los vidrieros italianos. Sin embargo -y tal vez por una deformación inculcada por mis maestros de la escuela primaria- yo estaba convencido de que también los anteojos habían sido inventados en China. No tengo a la mano El libro de las maravillas del mundo, de Marco Polo, pero me parece que era él quien lo decía, y su viaje de veinte años por el Oriente remoto terminó en 1292.
Los datos más interesantes se refieren al progreso de la ciencia, y sobre todo de la medicina. Es bueno saber que Juno, la esposa de Júpiter, en su Olimpo fue la primera protagonista de un parto sin dolor, gracias a las virtudes narcóticas de la lechuga. También es bueno recordar una vez más que la operación de cesárea no se llama así por Cayo Julio César, como tantas veces se ha dicho sin fundamento. En realidad, se practicaba desde tiempos inmemoriales en mujeres que morían cuando estaban a punto de dar a luz, y de ese modo se salvaba la vida del hijo. La primera cesárea en una mujer viva la hizo en el año 1500 un castrador de cerdos de Shiegerhasen, en Thurgovia, suizo, después de que los médicos y parteras del lugar declararon que el parto de su esposa era imposible. El hombre, que se llamaba Jaeques Nufer, le abrió el vientre con su cuchillo de castrador, la remendó con hilos de coser, sin ninguna clase de anestesia y, tanto ella como el hijo vivieron muchos años.
En 1667 -cuenta este diccionario alegre- el colegio de medicina de Londres le pagó veinte chelines a un loco para que se dejara hacer una transfusión de sangre de cordero. No era la primera vez que se intentaba, pero las transfusiones habían sido prohibidas pocos años antes en Inglaterra, porque eran muy pocos quienes sobrevivían. Sin embargo, el loco no sólo asimiló muy bien la sangre del cordero, sino que un testigo de la época declaró que la transfusión le había transformado en un hombre diferente.
Uno de los artículos más notables es el de los métodos anticonceptivos. Se habla allí de una receta encontrada en un papiro egipcio, que es un emplasto a base de caca de cocodrilo y goma arábiga, y cuya eficacia era absoluta si se le colocaba bien en el fondo de la vagina. Este método me recordó al más primitivo que encontré cuando tuve que ponerlo al servicio de un personaje de novela. Eran unas cataplasmas de mostaza cuyos vapores debían ser recibidos en la vagina poco antes de hacer el amor, y que al parecer se usaban más de lo que uno se cree en América Latina por los tiempos de las guerras civiles del coronel Aureliano Buendía, cuatro siglos después de que el anatomista italiano Falopio perfeccionó el preservativo con tripas de cordero. También leyendo esto recordé un cuento que circuló en Cuba por la década de los sesenta, y cuya veracidad no he logrado comprobar en mis frecuentes viajes a ese país. Se dice que Cuba le compró a China varios millones de preservativos, pero que éstos eran tan pequeños que los cubanos se los ponían muertos de risa en el dedo meñique. Al parecer, muy pronto fueron retirados del comercio, y por último los pintaron de colores y los usaron inflados como globos para las fiestas de carnaval.
En fin, el diccionario de orígenes nos cuenta con precisión y gracia quién inventó la máquina de lavar, dónde se construyó el primer faro, en qué mar navegó el primer petrolero, desde cuándo se usa el aceite de ricino, quién fue el primer hombre que se lanzó en paracaídas, y tantas cosas más que apenas caben en su orden alfabético. A los escritores les gustará saber, por ejemplo, que una de las máquinas de escribir construidas en el siglo pasado se llamaba "el piano de escribir", y que su cliente más entusiasta fue el escritor Mark Twain. Se preguntarán sin duda -porque el diccionario no lo dice- qué se hizo de la máquina de escribir en chino, que según se dijo hace muchos años había sido inventada por el escritor americanizado Lin Yutang. Les gustará saber que el corsé de varillas de acero fue muy popular en el siglo XIX, a pesar de que era tan incómodo y peligroso que en algunos casos podía causar la muerte. Pero hay que decir -señala el diccionario- que las mujeres de Estados Unidos no dejaron de usarlo por ese riesgo, sino como respuesta a un llamado que les hizo el Gobierno en 1917 para que contribuyeran con sus varillas metálicas al esfuerzo patriótico de la primera guerra mundial. De ese modo se recuperaron 28.000 toneladas de acero, que alcanzaron para construir dos acorazados de la época.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 18 de noviembre de 1981
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