Günter Grass, 1989 Poster de T.A. Foto de Udo Hesse |
¿Libertad para los libres?
Una recomendación de Günter Grass
Hace algún tiempo, leí una entrevista a Günter Grass en la que el novelista alemán -quien se hallaba de visita en Nicaragua- decía que los países latinoamericanos no resolverían sus problemas mientras no siguieran "el ejemplo de Cuba". Ésta es una receta para nuestros males que proponen muchos novelistas, europeos y latinoamericanos, pero me sorprendió en boca del autor de El tambor de hojalata (si es que aquella declaración era cierta).Günter Grass es uno de los novelistas contemporáneos más originales y aquel cuyos libros me llevaría a la isla desierta si sólo pudiera llevarme uno entre los narradores europeos de nuestros días. Mi admiración por él no sólo es literaria, sino también política. La manera de actuar en su país -defendiendo el socialismo democrático de Willy Brandt y de Helmut Schmidt, haciendo campaña en las calles por esta opción en las contiendas electorales y rechazando con energía toda forma de autoritarismo y totalitarismo- me ha parecido siempre un modelo de sensatez y un saludable contrapeso -reformista, viable, constructivo- a las apocalípticas posiciones de tantos intelectuales modernos que, por oportunismo o ingenuidad, resultan aprobando las dictaduras y el crimen como recurso político. Recuerdo hace algunos años un intercambio polémico suscitado en la República Federal de Alemania entre Grass y Heinrich Böll, con motivo de un ramo de flores que éste envió a una aguerrida revolucionaria que había abofeteado públicamente al canciller alemán. Günter Grass explicó que, a diferencia de Böll -hombre cristiano y bondadoso, en cuyas exangües historias uno no adivinaría jamás a un entusiasta de la violencia-, no creía que las bofetadas fueran el método más adecuado para resolver las diferencias políticas, y que los alemanes estaban bien instruidos por la historia reciente sobre los peligros de aceptar la fuerza como argumento ideológico. Esta posición, genuinamente democrática y progresista, me parece de mucho mayor peso moral a las condenas de las dictaduras y crímenes de Pinochet, y de Argentina y Uruguay, de un Günter Grass que a las de aquellos escritores que creen que la brutalidad está mal en política sólo cuando la emplean los adversarios.
¿Cómo congeniar todo esto con la "solución cubana" que recomienda Günter Grass para los países de nuestro continente? Hay en ello un interesante desdoblamiento, una esquizofrenia instructiva. Se desprende de lo anterior que lo que conviene y es bueno para la República Federal de Alemania no es bueno ni conviene para América Latina, y viceversa. Para aquel país -es decir, para Europa occidental y el mundo desarrollado-, lo ideal es un sistema democrático y reformista, de elecciones e instituciones representativas, libertad de expresión y de partidos políticos y de sindicatos, una sociedad abierta, respetuosa de la soberanía individual, sin dirigismo cultural ni censuras. Para América Latina, en cambio, lo ideal es la revolución, la toma violenta del poder, el establecimiento del partido único, la colectivización forzosa, la, burocratización de la cultura, los campos de concentración para el disidente y el enfeudamiento a la URSS.
¿Qué puede llevar a un intelectual como Günter Grass a semejante discriminación? Probablemente, el encuentro, cara a cara, con la miseria latinoamericana, ese espectáculo (poco menos que inconcebible para un europeo occidental) de las inicuas desigualdades que afean nuestras sociedades, del egoísmo e insensibilidad de nuestras clases privilegiadas, la exasperación que produce ver la muerte lenta en que parecen sumidas las muchedumbres de pobres de nuestros países y el salvajismo de que hacen gala nuestras dictaduras militares.
Pero uno espera de un intelectual un esfuerzo,de lucidez, aun en los momentos de mayor turbación anímica. Una dictadura marxista-leninista no es una garantía contra el hambre y sí puede añadir al horror del subdesarrollo el del genocidio, como lo probó ineridianamente el régimen de los jemeres rojos en Camboya, o significar una opresión tan asfixiante que cientos de miles -y acaso millones- de hombres estén dispuestos a dejar todo lo que tienen y lanzarse al mar y desafiar a los tiburones con tal de escapar de ella, como se ha visto en Vietnam y en la propia Cuba (durante los sucesos de Mariel). Un intelectual que creé que la libertad es necesaria y posible para su país no puede decidir que ella es superflua, secundaria, para los otros países, a menos que íntimamente haya llegado a la desconsoladora convicción de que el hambre, la incultura y la explotación hacen a los hombres ineptos para la libertad.
Y aquí, creo, hemos llegado a la raíz de la cuestión. Cuando un intelectual norteamericano o europeo -o un órgano periodístico o una institución liberal cualquiera- (defiende para nuestros países opciones y métodos políticos que jamás admitiría en la sociedad propia, manifiesta un escepticismo esencial sobre la capacidad de los países latinoamericanos para entronizar los sistemas de convivencia y libertad que han hecho de los países occidentales lo que son. Se trata, en la mayoría de los casos, de un prejuicio inconsciente, de un sentimiento informulado, de una suerte de racismo visceral, que esas personas -por lo general, liberales y demócratas de insospechables credenciales- rechazarían indignadas si tomaran cabal conciencia de ello. Pero en la práctica -es decir, en lo que dicen, hacen o dejan de hacer, y sobre todo en lo que escriben sobre América Latina- aquella duda esencial sobre la aptitud de nuestros países para ser democráticos asoma a cada paso y explica sus incongruencias e inconsecuencias cuando informan sobre nosotros o interpretan nuestra historia y nuestra problemática. O cuando, como Günter Grass, proponen para resolver nuestros problemas el mismo tipo de régimen que les parece intolerable para la República Federal de Alemania. (Es imposible no asociar con esto la impresión que me causó descubrir, en la España de finales de los cincuenta, que el régimen de Franco, que aplicaba una puntillosa censura moral a todo género de publicaciones, incluidas las científicas, permitía, sin embargo, a las editoriales españolas editar libros pornográficos, a condición de que los exportaran a Latinoamérica. La misión de los censores era, pues, salvar las almas aborígenes; las latinoamericanas podían irse al infierno.)
Quizá esto permita entender mejor fenómenos como el de la información ofensiva, denigratoria y mentirosa que a menudo merecen, por parte de los órganos de comunicación occidentales, los regímenes democráticos latinoamericanos, a los que se presenta actuando con tanta o peor vileza que las mismas dictaduras. Me he referido ya, en un artículo anterior, al caso de The Times, de Londres, y su especialista latinoamericano, Colin Harding, diligente denostador de la democracia peruana. No se trata, por desgracia, de algo excepcional. Los más prestigiosos órganos informativos de los países occidentales, diarios como Le Monde, en Francia, o The New York Times, o EL PAIS, en España, baluartes del sistema democrático, insospechables de complicidad con quienes, en sus respectivos países, alientan tesis totalitarias, incurren, sin embargo, a menudo -en su política informativa sobre América Latina- en una discriminación semejante y por las mismas razones que el novelista Günter Grass. A juzgar por lo que escriben, se diría que en los países latinoamericanos sólo puede ser cierto lo peor. Es una política que no concierne sólo a los países que padecen dictaduras, lo que tendría cierta justificación: también en los países que han salido de ellas y tratan de consolidar la democracia parecería que lo único que importa mostrar es el error y el horror (aunque sean ficticios).
Las violaciones de los derechos humanos que lamentablemente se producen en estas democracias cuando deben hacer frente a acciones guerrilleras o al terrorismo son siempre destacadas, en tanto que uno tiene dificultad en hallar en las páginas de esos mismos órganos una información equivalente sobre las violaciones a los derechos humanos de quienes asesinan en nombre de la revolución y proclaman que son las pistolas y las bombas -no los votos- el criterio de la verdad política. Los peores infundios y calumnias que, al amparo de la libertad de Prensa, se propagan contra los Gobiernos democráticos por sus adversarios del interior encuentran un eco favorable, una actitud receptiva, sin la mínima verificación responsable, en tanto que cualquier desmentido o versión oficial es presentado como algo sospechoso, la coartada del culpable o la propaganda del poder.
Con sus atentados, voladuras de torres eléctricas y asesinatos, Sendero Luminoso y su puñado de seguidores -unos centenares o, acaso, unos pocos millares de personas- han conseguido en la Prensa del mundo occidental una publicidad infinitamente mayor que, digamos, todos los habitantes de la República Dominicana, quienes, desde hace algunos lustros, vienen dando un admirable ejemplo en América Latina de alternancia democrática en el Gobierno, de convivencia y libertad políticas, de discrepancia civilizada y, lo que es aún más notable en este período de crisis, de progresos en la lucha contra el subdesarrollo. Que un país que sufrió la más espantosa dictadura, y más tarde una intervención extranjera y una guerra civil, haya sido capaz, en un plazo relativamente corto, de estabilizar un régimen democrático, no despierta el menor interés en los grandes órganos democráticos de Occidente, en los que, en cambio, el menor atropello de la Guardia Civil o el Gobierno peruano en su lucha contra el terrorismo suele ser publicitado.
¿Por qué ocurre así? Porque estos atropellos confirman una imagen preestablecida y el fenómeno dominicano, en cambio, contradice ese estereotipo, profundamente arraigado en la subconsciencia de Occidente, que nos ve como bárbaros e inciviles, constitutivamente ineptos para la libertad y condenados a elegir, por eso, entre el modelo Pinochet o el modelo Fidel Castro. No se necesita ser adivino para saber que si, para desgracia suya o de toda América Latina, la República Dominicana fuera víctima también, como el régimen peruano, de una insurrección armada y del terrorismo, los Colin Hardings de los grandes diarios de Occidente se apresurarían a mostrar, aun al precio de magnificaciones y tergiversaciones de la verdad, que aquella democracia no era tal, sino mera impostura, una apariencia falaz tras la cual se enfrentaban, como en las dictaduras, un poder autoritario y corrupto y la rebeldía de los oprimidos.
¿Exagero el fenómeno para hacerlo más visible? Tal vez. Pero desafío a cualquier investigador a repasar las informaciones sobre los países latinoamericanos en los grandes órganos democráticos de Prensa que he mencionado. El balance mostrará, sin la menor duda, que las informaciones tienden, como constante, a corroborar aquel escepticismo y a acumular argumentos que, en vez de corregir, refrenden la imagen lastimosa de América Latina que aquel escepticismo ha engendrado.
Es importante tener en cuenta esta realidad, porque se trata de una de las más extraordinarias paradojas de nuestro tiempo. Los latinoamericanos que creen que la solución para nuestros problemas está en romper el ciclo siniestro de las dictaduras -de izquierda y de derecha- deben saber que entre los obstáculos que deberán enfrentar para instalar y defender la democracia figura, junto a los complós de las castas reaccionarias y las insurrecciones revolucionarias, la incomprensión -para no decir el desprecio- de aquellos a quienes tienen por modelos y a quienes creen sus aliados. Esto no significa, claro está, que debamos perder las esperanzas. Pero sí que tenemos que renunciar a ciertas ilusiones. La batalla por la libertad, América Latina tendrá que darla y ganarla ella sola contra los países totalitarios que quisieran conquistarla para su campo y, por sorprendente que parezca, contra ciertos órganos de información y numerosos intelectuales democráticos del mundo libre.
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