Lectora y ojo Ilustración de Triunfo Arciniegas |
Alice Munro
FICCIONES
Lo mejor del invierno era volver a casa en el
coche, después de todo el día dando clases de música en los colegios de Rough
River.
Ya había oscurecido, y en la parte alta del
pueblo quizá estaba nevando mientras la lluvia azotaba el coche por la carretera
de la costa.
Joyce dejó atrás los límites del pueblo y se
internó en el bosque, y aunque era un bosque de verdad, con grandes abetos de
Douglas y cedros, cada cincuenta metros más o menos había una casa habitada.
Algunas personas tenían huertos; otras, ovejas o
caballos, y había empresas como la de Jon, que restauraba y hacía muebles.
También ofrecían servicios que se anunciaban junto a la carretera y en especial
en esa parte del mundo: cartas del tarot, masajes con hierbas, resolución de
conflictos. Algunos vivían en caravanas; otros se habían construido casas, con
tejado de paja y extremos de troncos, y otros, como Jon y Joyce, estaban
restaurando viejas casas de labranza.
Había algo especial que a Joyce le encantaba ver
mientras volvía a casa y entraba en su finca. En esa época mucha gente, incluso
algunos habitantes de las casas con techo de paja, estaban instalando lo que
llamaban puertas de patio, aun cuando, como Jon y Joyce, no tenían patio. No
solían ponerles cortinas, y los dos rectángulos de luz parecían ser indicio o
promesa de comodidad, de seguridad y abundancia.
Por qué era así, más que con las ventanas
corrientes, Joyce no lo sabía. Quizá se debiera a que la mayoría no servía
solamente para asomarse sino que se abrían directamente a la oscuridad del
bosque y a que exhibían el refugio del hogar con tanta ingenuidad. Gente
cocinando o viendo la televisión, de cuerpo entero; escenas que la seducían,
aunque sabía que las cosas no serían tan especiales dentro.
Lo que Joyce veía cuando entraba en el sendero
de su casa, sin pavimentar y encharcado, era el par de puertas de aquellas que
había colocado Jon enmarcando el interior resplandeciente y a medio hacer.
La escalera de mano, las estanterías de la
cocina sin acabar, las escaleras al descubierto, la cálida madera iluminada por
la bombilla que Jon colocaba para enfocar donde quisiera, dondequiera que
estuviera trabajando. Se pasaba el día trabajando en su cobertizo, y cuando
empezaba a oscurecer dejaba libre a la aprendiza y se ponía con las obras
de la casa. Al oír el coche de Joyce volvía la cabeza hacia ella un momento, a
modo de saludo. Normalmente tenía las manos demasiado ocupadas para saludar.
Sentada allí, con los faros del coche apagados, recogiendo la compra o el
correo que tenía que llevar a casa, Joyce era feliz incluso por tener que
recorrer ese último trecho hasta la puerta, en medio de la oscuridad, el viento
y la lluvia fría. Se sentía como si se librase del trabajo cotidiano, agobiante
e inseguro, harta de ofrecer música a indiferentes y sensibles por igual. Mucho
mejor trabajar con la madera solo —no tenía en cuenta a la aprendiza— que con
las impredecibles crías humanas.
A Jon no le contaba nada de eso. No le gustaba
oír a los que hablaban de lo básico, delicado y respetable que era trabajar la
madera.
Qué integridad, qué dignidad tenía.
Qué gilipollez, decía él.
Jon y Joyce se habían conocido en un instituto
de una zona industrial de Ontario. Joyce tenía el segundo coeficiente
intelectualmás alto de su clase; Jon, el coeficiente intelectual más alto del
colegio y probablemente de la ciudad. Todos esperaban que ella llegara a ser
una brillante violinista —antes de que abandonara el violín por el violoncello—
y él, un científico impresionante, dedicado a unas tareas difícilmente
comprensibles en el mundo común y corriente.
En el primer año de universidad dejaron de ir a
clase y se escaparon juntos. Encontraron trabajitos aquí y allá, recorrieron el
continente en autobús, vivieron durante un año en la costa de Oregón, se reconciliaron
a distancia con sus padres, para quienes se había apagado una luz en el mundo.
A esas alturas ya no se los podía llamar hippies, pero así era como los
llamaban sus padres. Ellos no se consideraban tales. No tomaban drogas, vestían
de forma conservadora, aunque un tanto desastrada, y Jon se empeñaba en
afeitarse y en que Joyce le cortara el pelo. Con el tiempo se cansaron de sus
trabajos temporales y mal pagados y pidieron dinero prestado a sus
decepcionadas familias para especializarse en algo y poder ganarse mejor la
vida. Jon aprendió carpintería y ebanistería y Joyce se sacó un título para dar
clase de música en los colegios.
El trabajo que encontró estaba en Rough River.
Compraron aquella casa en ruinas a un precio de risa e iniciaron una nueva fase
de su vida. Plantaron un jardín y empezaron a relacionarse con los vecinos,
algunos de los cuales seguían siendo auténticos hippies que cultivaban pequeñas
plantaciones de marihuana en pleno monte y hacían collares de cuentas y
sobrecitos de hierbas para vender.
A los vecinos les caía bien Jon, que seguía
siendo flaco, de ojos relucientes y egoísta pero siempre dispuesto a escuchar.
Y era una época en que la gente empezaba a acostumbrarse a los ordenadores, que
Jon comprendía y era capaz de explicar con paciencia. Joyce no gozaba de tantas
simpatías. Sus métodos para enseñar música se consideraban demasiado apegados a
las normas.
Joyce y Jon preparaban juntos la cena y bebían
vino casero. (Jon tenía un procedimiento para elaborar vino muy estricto y logrado.)
Joyce hablaba de las frustraciones y las
situaciones cómicas del día.
Jon no hablaba mucho; le interesaba más cocinar.
Pero cuando llegaba la hora de cenar a lo mejor le hablaba a Joyce de un
cliente que había llegado, o de su aprendiza, Edie. Se reían de algo que había
dicho Edie, pero no con desprecio; Edie era como una mascota, pensaba a veces
Joyce. O como una niña. Aunque si hubiera sido una niña, su hija, y hubiera
sido como ella, estarían demasiado confusos y quizá demasiado preocupados para
reírse.
¿Por qué? ¿En qué sentido? Edie no era imbécil.
Jon decía que no era precisamente un genio de la carpintería pero que aprendía
y recordaba lo que le enseñaban. Y sobre todo no era una charlatana. Eso era lo
que más temía cuando se planteó el asunto de contratar un aprendiz. Había un
nuevo programa del gobierno, según el cual a él le pagarían cierta cantidad por
enseñar a una persona, y esa persona cobraría lo suficiente para vivir mientras
aprendía. Aunque al principio Jon no parecía muy dispuesto, Joyce lo convenció.
Ella pensaba que tenían una obligación para con la sociedad.
Edie a lo mejor no hablaba mucho, pero cuando
hablaba era rotunda.
—Me abstengo de drogas y alcohol —les dijo en la
primera entrevista—. Soy de Alcohólicos Anónimos y soy alcohólica en proceso de
recuperación. Nunca decimos que nos hemos recuperado, porque nunca llegamos a
hacerlo. No te recuperas, en toda tu vida. Tengo una hija de nueve años, y como
nació sin padre es responsabilidad únicamente mía y mi intención es criarla como
es debido. Quiero aprender carpintería para mantener a mi hija y mantenerme a
mí misma.
Pronunciaba este discurso sentada al otro lado
de la mesa de la cocina, mirándolos fijamente, primero al uno después al otro.
Era una joven baja y robusta, que no parecía ni lo bastante mayor ni lo
bastante deteriorada para tener un pasado de gran disipación. Hombros anchos,
flequillo tupido, cola de caballo apretada, ni la más mínima posibilidad de una
sonrisa.
—Y otra cosa —añadió.
Se desabrochó y se quitó la blusa de manga
larga. Debajo llevaba una camiseta. Tenía los brazos, la parte superior del
pecho y —cuando se dio la vuelta— la parte superior de la espalda decorados con
tatuajes.
Parecía que su piel se hubiese transformado en
un traje, o quizá en un tebeo con caras lascivas y tiernas al mismo tiempo,
acosadas por dragones, ballenas y llamas, demasiado intrincado o tal vez
demasiado horripilante para comprenderlo.
Lo primero que te preguntabas era si todo su
cuerpo se habría transformado de la misma manera.
—Es alucinante —dijo Joyce en el tono más neutro
posible.
—Pues no sé si es alucinante, pero si hubiera
tenido que pagarlo habría costado un montón de dinero —contestó Edie—. Estuve
metida en eso durante un tiempo. Si se lo enseño es porque a algunas personas
les molestaría. O supongamos que hace calor en el cobertizo y tengo que
trabajar en camisa.
—A nosotros no —dijo Joyce mirando a Jon, que se
encogió de hombros.
Joyce le preguntó a Edie si le apetecía un café.
—No, gracias. —Edie se estaba poniendo la camisa—.
Hay un montón de gente en Alcohólicos Anónimos que parece vivir a base de café.
Y yo les digo, les digo: «¿Por qué cambiáis un mal hábito por otro?».
—Es increíble —comentó Joyce más tarde—. Te da
la sensación de que digas lo que digas te soltará un sermón. No me he atrevido
a preguntar por la partenogénesis.
—Es fuerte —dijo Jon—. Eso es lo fundamental. Me
he fijado en sus brazos.
Cuando Jon dice «fuerte» se refiere simplemente
a lo que esa palabra significaba antes. Se refiere a que Edie puede levantar
una viga.
Jon escucha CBC Radio mientras trabaja. Música,
pero también noticias, comentarios, llamadas de los radioyentes. A veces habla
de las opiniones de Edie sobre lo que han oído.
Edie no cree en la evolución.
(En un programa con participación del público
varias personas se oponían a lo que se enseñaba en los colegios.)
¿Por qué no?
—Bueno, porque en esos países de la Biblia —dijo
Jon, y a continuación adoptó el tono firme y monótono de Edie—, en esos países
de la Biblia hay un montón de monos y los monos estaban venga a bajarse de
los árboles y por eso a la gente se le metió en la cabeza la idea de que los
monos se bajaron de los árboles y se transformaron en personas.
—Pero para empezar… —dijo Joyce.
—Eso no importa. Ni lo intentes. ¿Es que no conoces
la primera norma para discutir con Edie? No importa y cállate la boca.
Edie también estaba convencida de que las
grandes compañías farmacéuticas conocían la cura del cáncer pero tenían un
acuerdo con los médicos para guardarse la información por el dinero que ganaban
ellas y los médicos.
Cuando ponían el «Himno a la alegría» en la
radio Edie obligaba a Jon a apagarla porque era espantoso, como un funeral.
Además, pensaba que Jon y Joyce —bueno, en
realidad Joyce— no debían dejar botellas de vino a la vista en la mesa de la
cocina.
—¿Y se tiene que meter en eso?
—Pues al parecer, eso cree.
—¿Cuándo inspecciona la mesa de nuestra cocina?
—Tiene que pasar por allí para ir al baño. No va
a hacer pis entre las matas.
—Pero no acabo de entender por qué tiene que
meterse en…
—Y a veces entra a preparar unos bocadillos para
los dos…
—¿Y qué? Es mi cocina. Nuestra cocina.
—Es que se siente amenazada por la priva. Es muy
frágil todavía.
Es algo que ni tú ni yo podemos entender.
Amenaza. Priva. Frágil.
¿Cómo era posible que Jon empleara esas
palabras?
Joyce debería haberlo entendido en aquel preciso
instante, aunque el mismo Jon estaba muy lejos de saberlo. Jon estaba empezando
a enamorarse.
Empezar a enamorarse. Eso sugiere cierto paso
del tiempo, cierto abandono; pero también se puede tomar como una aceleración,
el momento o el segundo en que te enamoras. Ahora Jon no está enamorado de
Edie. Tic, tac. Ahora lo está. Eso no se podía considerar probable ni posible
de ninguna manera, a menos que pensaras en que de repente te parte un rayo, en
una desgracia inesperada. El revés del destino que deja a una persona impedida,
la broma terrible que transforma unos ojos claros en ojos ciegos.
Joyce se propuso convencerlo de que estaba
equivocado. Jon tenía tan poca experiencia con las mujeres… Ninguna, salvo con
ella.
Siempre habían pensado que experimentar con
diversas parejas era pueril, que el adulterio era algo enrevesado y
destructivo. Entonces Joyce se lo planteó: ¿debería Jon haber tenido líos con
otras mujeres?
Jon había pasado los oscuros meses de invierno
encerrado en su taller, expuesto a los efluvios de convencimiento de Edie. Era
como ponerse enfermo por falta de ventilación. Edie lo volvería loco, si Jon
seguía adelante y se la tomaba en serio.
—Ya lo había pensado —dijo Jon—. Quizá ya me he
vuelto loco.
Joyce contestó que eso eran tonterías de
adolescente, y lo hizo sentirse desconcertado e impotente.
—Pero ¿quién te has creído que eres, un
caballero de la Tabla Redonda?
¿O crees que te han dado una poción mágica?
Después dijo que lo sentía. Lo único que podían
hacer era tomárselo como un programa compartido, añadió. El valle de las
sombras, que algún día verían como un simple problema técnico en el curso de su
matrimonio.
—Nosotros sabremos solucionarlo —dijo Joyce.
Jon la miró con frialdad, pero con cierta
gentileza.
—No hay ningún «nosotros» —replicó.
¿Cómo podía haber ocurrido algo semejante? Joyce
se lo plantea a Jon, a sí misma y después a los demás. Una aprendiza de
carpintero torpe de andares y de ideas, con pantalones anchos y camisas de
franela y —en invierno— un jersey grueso y sin gracia moteado de serrín.
Una cabeza que pasa lenta e inexorable de una
estupidez o un lugar común a otro y eleva cada paso a la categoría de ley
universal.
Una persona así ha eclipsado a Joyce, con sus
piernas largas, su cintura fina y su larga trenza de pelo oscuro y sedoso. Con
su inteligencia, su música y el segundo coeficiente intelectual más alto.
—Creo que sé qué pasó —dice Joyce.
Esto es más adelante, cuando los días se han
alargado y los contoneos de los crinums refulgen junto a las cunetas. Cuando
iba a dar clase de música con gafas oscuras para ocultar unos ojos hinchados de
llorar y beber y en lugar de volver a casa después del trabajo iba a Willingdon
Park, donde esperaba que Jon fuera a buscarla, temiendo que se suicidara. (Jon
fue, pero solo una vez.)
—Creo que fue porque había hecho la calle
—dijo—. Las prostitutas se hacen tatuajes por el negocio, los hombres se
excitan con esas cosas. No me refiero a los tatuajes, aunque, bueno, también,
claro que también se excitan con eso; me refiero al hecho de que se hayan
vendido. Tanta disponibilidad y tanta experiencia… Y encima reformadas. Una
María Magdalena de mierda, eso es lo que es. Y Jon es tan crío sexualmente… Te
dan ganas de vomitar.
Ahora tiene amigas con las que puede hablar así.
Todas tienen algo que contar. A algunas las conocía de antes, pero no como
ahora.
Hablan en confianza, beben y se ríen hasta
llorar. Dicen que no se lo pueden creer. Los hombres. Las cosas que hacen. Es
asqueroso, absurdo.
Increíble.
Y por eso es verdad.
Hablando así Joyce se siente bien, realmente
bien. Dice que incluso hay momentos en que le está agradecida a Jon, porque se
siente más viva que antes. Es terrible pero maravilloso. Un nuevo comienzo.
La verdad desnuda. La vida desnuda.
Sin embargo, al despertarse a las tres o las
cuatro de la madrugada no sabía dónde estaba. No en su casa. Ahora en la casa
estaba Edie. Edie y su hija y Jon. Era un cambio que la propia Joyce había
apoyado, pensando que a lo mejor Jon entraría en razón. Se mudó a un
apartamento e la ciudad, cuya dueña era una profesora que se había tomado un
año sabático. Se despertó en plena noche con las oscilantes uces rosas del
letrero del restaurante de enfrente que destellaban por a ventana, iluminando
los chismes mexicanos de la otra profesora.
Macetas con cactos, colgantes
de ojo de gato, mantas de rayas del color de la sangre seca. Toda la
perspicacia de la borrachera y toda la euforia expulsadas como un vómito.
Aparte de eso, no tenía resaca. Al parecer era capaz de beberse ríos de alcohol
y despertarse seca como el cartón, aplanada.
Su vida acabada. Una catástrofe
como tantas otras.
Lo cierto era que seguía
borracha, aunque se sintiera completamente sobria. Corría el peligro de meterse
en el coche e ir a la casa.
No de caerse a una cuneta,
porque en tales ocasiones conducía tranquila y despacio, sino de aparcar en el
jardín frente a las oscuras ventanas y gritarle a Jon que tenían que acabar con
aquello.
Se acabó. No está bien. Dile
que se marche.
¿Te acuerdas de cuando
dormíamos en el prado y al despertarnos las vacas estaban pastando a nuestro
alrededor y no nos habíamos dado cuenta de que ya estaban allí por la noche?
¿Te acuerdas de que nos lavábamos en el arroyo helado? Recogíamos setas en la
isla de Vancouver, volvíamos en avión a Ontario y los vendíamos para pagarnos
el viaje cuando tu madre estaba enferma y creíamos que se moría. Y decíamos,
qué cosas, si ni siquiera somos drogatas, si solo cumplimos una misión de amor
filial.
Salió el sol y los espantosos
colores mexicanos empezaron a agredirla, intensificados, y al cabo de un rato
se levantó, se lavó, se dio un toque de colorete en las mejillas, se tomó un
café, espeso como el barro, y se puso ropa nueva. Se había comprado blusas
ligeras, faldas ondulantes y pendientes adornados con plumas multicolores. Iba
a dar clase de música a los colegios como una bailarina gitana o una camarera.
Se reía de todo y coqueteaba
con todo el mundo. Con el hombre que le preparaba el desayuno en la cafetería
de abajo, con el chico que le echaba gasolina al coche y con el empleado de
Correos que le vendía sellos. Tenía la vaga idea de que Jon se enteraría de lo guapa,
lo atractiva y lo feliz que estaba, de que todos los hombres iban detrás de
ella. En cuanto salía del apartamento se ponía a actuar, y Jon era el
espectador principal, si bien a distancia. Aunque Jon nunca se había dejado
deslumbrar por un aspecto llamativo ni por los coqueteos, jamás había pensado
que era eso lo que hacía atractiva a Joyce. Cuando viajaban, en muchas
ocasiones se las arreglaban con la misma ropa para los dos: calcetines gruesos,
vaqueros, camisas oscuras, cazadoras.
Otro cambio.
Incluso con los chicos más
jóvenes o más torpes a los que daba clase, Joyce había adoptado un tono
acariciador, desbordante de risas y picardía; resultaba irresistiblemente
estimulante. Estaba preparando a sus alumnos para el concierto de fin de curso.
Hasta entonces no le entusiasmaba esa tarde de actuación en público; pensaba
que obstaculizaba el avance de los alumnos con aptitudes, que los empujaba a
una situación para la que no estaban listos. Tanto esfuerzo y tanta tensión
solo podían crear valores falsos. Pero aquel año se entregó a todas y cada una
de las facetas del espectáculo. El programa, la iluminación, las presentaciones
y, por supuesto, las actuaciones. Debería ser divertido, aseguraba. Divertido
para los estudiantes y divertido para el público.
Naturalmente, contaba con que
Jon asistiera. La hija de Edie era uno de los intérpretes, de modo que Edie
iría. Y Jon tendría que acompañar a Edie.
La primera aparición de Jon y
Edie como pareja ante el resto del mundo. Su declaración. No podían eludirlo.
Los cambios como el suyo no eran insólitos, sobre todo entre la gente que vivía
al sur de la ciudad, pero ellos no eran precisamente gente común. El hecho de que
tales reajustes no escandalizaran a nadie no significaba que no llamaran la
atención. Había un período necesario de curiosidad antes de que las cosas
volvieran a su sitio y la gente se acostumbrase a la nueva unión. Como hacían
ellos, y entonces se veía a la pareja recién creada en las tiendas hablando, o
al menos saludando, a los abandonados.
Pero ese no era el papel que se
imaginaba Joyce que desempeñaría observada por Jon y Edie —bueno, en realidad
por Jon— la tarde del concierto.
¿Qué se imaginaba? Sabe Dios.
No se le pasó por la cabeza que fuera a causarle a Jon tan buena impresión que
él entraría en razón cuando apareciera para recibir los aplausos del público al
final del espectáculo.
No pensó que Jon fuera a
morirse de la pena por su estupidez cuando la viera feliz y deslumbrante,
dominando la situación, y no hecha un trapo y con ganas de suicidarse, pero sí
algo no muy diferente, algo que no era capaz de definir a pesar de que en el
fondo lo esperaba.
Fue el mejor concierto de todos
los años. Todo el mundo lo dijo.
Decían que había tenido más
fuerza. Más entretenido, pero con mayor intensidad. Los chicos con un vestuario
que armonizaba con la música que interpretaban. Sus rostros maquillados de tal
manera que o parecían tan asustados ni abnegados.
Cuando Joyce salió al final
llevaba una camisa larga de seda negra que lanzaba destellos de plata al
moverse. También pulseras y brillos de plata en el pelo suelto. Con los
aplausos se mezclaron varios silbidos.
Jon y Edie no estaban entre el
público.
Joyce y Matt van a dar una
fiesta en su casa de North Vancouver. Es para celebrar que Matt cumple sesenta
y cinco años. Matt es neuropsicólogo y un buen violinista aficionado. Así
conoció a Joyce, violoncelista profesional y su tercera esposa.
—Mira a toda esa gente —no para
de decir Joyce—. Desde luego, son la historia de toda una vida.
Es una mujer delgada e inquieta
con una mata de pelo del color del estaño y una ligera joroba, debido a tanto
mimar su gran instrumento o simplemente a su costumbre de ser una amable oyente
y siempre dispuesta conversadora.
Están los colegas de
universidad de Matt, por supuesto, los que él considera amigos íntimos. Es un
hombre generoso pero sincero, de modo que lógicamente no todos los colegas
entran en esa categoría.
Está su primera esposa, Sally,
acompañada por su cuidadora. Sally sufrió daños cerebrales en un accidente de
tráfico cuando tenía veintinueve años, de modo que es prácticamente imposible
que sepa quién es Matt o quiénes son sus tres hijos, ya mayores, o que esa es
la casa donde vivía cuando era joven y estaba casada. Pero mantiene intactos sus
agradables modales y le encanta conocer gente, aunque ya la haya conocido hace
quince minutos. Su cuidadora es una mujercita escocesa muy arreglada que cada
dos por tres explica que no está acostumbrada a las fiestas ruidosas como esa y
que no bebe mientras trabaja.
Doris, la segunda esposa de
Matt, vivió con él menos de un año, aunque estuvo casada con él durante tres.
Ha ido con su pareja, Louise, mucho más joven que ella, y la hija de ambas, a
quien Louise había dado a luz unos meses antes. Doris ha seguido siendo amiga de
Matt y sobre todo del hijo menor de Matt y Sally, Tommy, que era lo bastante
pequeño para quedar a su cuidado cuando estaba casada con su padre. También
están presentes los dos hijos mayores de Matt, con sus hijos y las madres de
sus hijos, aunque una de ellas ya no está casada con el padre. Él va acompañado
por su actual pareja y el hijo de esta, que se está peleando con uno de los hijos
de la misma línea por ver a quién le toca subirse al columpio.
Tommy ha llevado por primera
vez a su amante, Jay, que de momento no ha dicho nada. Tommy le ha dicho a
Joyce que Jay no está acostumbrado a las familias.
—Lo compadezco —dice Joyce—. En
realidad, antes yo tampoco lo estaba.
Se ríe; apenas para de reírse
mientras explica la situación de los miembros oficiales y distantes de lo que
Matt llama el clan. Ella no tiene hijos, pero sí un ex marido, Jon, que vive en
una ciudad fabril de la costa que pasa por una mala racha. Lo había invitado a
la fiesta, pero no podía asistir. Bautizaban al nieto de su tercera esposa el mismo
día. Naturalmente, Joyce también había invitado a la esposa, que se llama
Charlene y regenta una panadería. Ella había escrito la amable nota sobre el
bautizo que llevó a Joyce a decirle a Matt que le resultaba increíble que Jon
se hubiera metido en la religión.
—Ojalá hubieran podido venir
—dice tras explicarle todo esto a un vecino. (Han invitado a los vecinos para
que no se quejen del ruido)—. Así yo también habría participado en estas complicaciones.
Hubo una segunda esposa, pero
no tengo ni idea de dónde ha ido a parar y creo que él tampoco.
Hay un montón de comida, que
han cocinado Matt y Joyce y que ha llevado la gente, y un montón de vino y de
ponche de frutas para los niños y de auténtico ponche que Matt ha preparado
especialmente para la ocasión, en recuerdo de los viejos tiempos, dice, cuando
la gente sabía beber de verdad. Asegura que lo habría metido en un cubo de basura
bien fregado, como hacían entonces, pero que hoy en día a todo el mundo le
daría aprensión bebérselo. De todos modos, la mayoría de los adultos jóvenes ni
lo tocan.
El jardín es grande. Hay
críquet, para quien quiera jugar, y está el disputado columpio de su infancia
que Matt ha sacado del garaje.
Muchos de los niños solo han
visto columpios en los parques y módulos de plástico en los jardines traseros.
Sin duda Matt es una de las últimas personas de Vancouver que tiene un columpio
de su infancia y que vive en la casa en que se crió, una casa en Windsor Road,
en la ladera de Grouse Mountain, donde antes estaba la linde del bosque.
Ahora las viviendas no paran de
amontonarse ladera arriba, la mayoría como castillos con garajes gigantescos.
Esta casa tendrá que desaparecer un día de estos, dice Matt. Los impuestos son
espantosos.
Tendrá que desaparecer, y un
par de monstruosidades ocuparán su lugar.
Joyce no se imagina su vida con
Matt en otro sitio. Aquí siempre pasan tantas cosas… Gente que viene y va, se
deja cosas (niños incluidos) y las recoge más tarde. El cuarteto de cuerda de
Matt en el estudio los domingos por la tarde, la reunión de la Hermandad
Unitaria en el salón los domingos por la noche, la planificación de la
estrategia del Partido Verde en la cocina. El grupo de lectura de teatro dramatiza
en la parte delantera de la casa mientras alguien desgrana los detalles del
drama de la vida real en la cocina (la presencia de Joyce se requiere en ambos
sitios). Matt y unos colegas de la facultad negocian la estrategia en el
estudio con la puerta cerrada.
Joyce comenta con frecuencia
que Matt y ella raramente están juntos a solas, salvo en la cama.
—Y él leyendo algo importante.
Mientras ella lee algo sin
importancia.
Da igual. A Matt lo animan una
cordialidad y un entusiasmo que ella podría necesitar. Incluso en la
universidad —donde se relaciona con estudiantes de posgrado, colaboradores,
posibles enemigos y detractores— da la impresión de moverse en un torbellino
difícil de controlar. En su momento a Joyce todo aquello le había parecido
reconfortante, y probablemente se lo seguiría pareciendo, si tuviera tiempo para
verlo desde fuera. Probablemente se envidiaría a sí misma, desde fuera. Quizá
la gente la envidiaba, o al menos la admiraba, pensando que encajaba tan bien
con él, con todos sus amigos, obligaciones y actividades, y naturalmente por su
propia trayectoria profesional. Al verla nadie pensaría en que cuando llegó a
Vancouver se sentía tan sola que accedió a salir con el chico de la tintorería,
diez años demasiado joven para ella. Y después Matt la sacó del pozo.
En este momento está
atravesando el césped con un chal en el brazo para la anciana señora Fowler, la
madre de Doris, la segunda esposa y lesbiana tardía. La señora Fowler no puede
estar sentada al sol, pero a la sombra tiene escalofríos. Y en la otra mano
lleva un vaso de limonada recién hecha para la señora Gowan, la cuidadora de Sally.
A la señora Gowan le parece demasiado dulce el ponche para los niños. No le
permite a Sally que beba nada; podría derramárselo sobre el bonito vestido o
tirárselo a alguien si le da por ponerse traviesa.
A Sally no parece importarle
que la priven de eso.
En el trayecto por el césped
Joyce sortea un grupo de jóvenes sentados en círculo. Tommy, su nuevo amigo,
otros amigos a los que ha visto con frecuencia en la casa y algunos a los que
cree no haber visto nunca. Oye decir a Tommy:
—No, no soy Isadora Duncan.
Todos se echan a reír.
Joyce comprende que deben de
estar jugando a ese juego complicado y esnob, tan de moda hace unos años. ¿Cómo
se llamaba? Cree que empezaba por B. Habría pensado que actualmente la gente era
demasiado antielitista para dedicarse a semejante pasatiempo.
Buxtehude. Lo ha dicho en alto.
—Estáis jugando al Buxtehude.
—Por lo menos has adivinado la
B —dice Tommy, riéndose de ella para que los demás también puedan reírse—. No,
si mi belle mère no es tonta. Pero es
música. ¿No era músico Buxtahoody?
—Buxtehude recorrió ochenta
kilómetros a pie para oír a Bach tocar el órgano —responde Joyce con cierto mal
humor—. Sí. Era músico.
—Joder —dice Tommy.
Una chica del círculo se pone
en pie y Tommy la llama.
—Oye, Christie. Christie. ¿No
vas a seguir jugando?
—Ahora vuelvo. Voy a esconderme
un rato entre los arbustos con mi repugnante cigarrillo.
La chica lleva un vestido
negro, corto y con volantes, que recuerda una prenda de lencería o un camisón,
y una chaquetita negra, austera pero escotada. Pelo escaso y descolorido,
rostro esquivo y descolorido, cejas invisibles. A Joyce le desagrada inmediatamente.
Una de esas chicas cuya misión en la vida consiste en hacer que la gente se sienta
incómoda, piensa. Colándose —Joyce presume que debe de haberse colado— en una
fiesta en casa de unas personas a las que no conoce pero a las que se cree con
derecho a despreciar. Por su espontaneidad y alegría (¿superficiales?) y su
hospitalidad burguesa. (¿Se sigue diciendo «burgués»?) No es que los invitados
no puedan fumar donde les apetezca. No hay ningún cartelito latoso, ni siquiera
dentro de la casa. Joyce nota que le arrebatan gran parte de su alegría.
—Tommy —dice bruscamente—.
Tommy, ¿te importaría llevarle este chal a la abuela Fowler? Parece que tiene
frío. Y la limonada es para la señora Gowan. Ya sabes. La persona que está con
tu madre.
No viene mal recordarle ciertas
relaciones y responsabilidades.
Tommy se pone en pie
rápidamente y con gesto cortés.
—Botticelli —dice, aliviándola
del chal y el vaso.
—Perdón. No quería interrumpir
el juego.
—De todos modos no se nos da
nada bien —dice un chico a quien Joyce conoce. Justin—. No somos tan listos
como erais vosotros antes.
—Eso es. Antes —dice Joyce.
Momentáneamente perdida, sin saber qué hacer ni adónde ir.
Están fregando los platos en la
cocina. Joyce, Tommy y el nuevo amigo, Jay. La fiesta ha terminado. La gente se
ha marchado entre abrazos, besos y alboroto, algunos con bandejas de comida
para las que Joyce no tiene sitio en la nevera. Han tirado ensaladas mustias,
tartas de nata y huevos picantes. De todos modos, pocos huevos picantes han
comido. Trasnochados. Demasiado colesterol.
—Una lástima, con el trabajo
que han dado. A lo mejor a la gente le han recordado las cenas de la iglesia
—dice Joyce vaciando un plato entero en el cubo de la basura.
—Mi abuela los hacía —dice Jay.
Son las primeras palabras que
le ha dirigido a Joyce, y ella ve la expresión agradecida de Tommy. Ella
también está agradecida, a pesar de que Jay la haya incluido en la categoría de
su abuela.
—Nosotros hemos comido unos
cuantos y estaban buenos —dice Tommy.
Jay y él llevan al menos media
hora trajinando con Joyce, recogiendo los vasos, platos y cubiertos que había
diseminados por la hierba, la galería y toda la casa, incluso en los sitios más
curiosos, como en las macetas y bajo los cojines del sofá.
Los chicos —ella los considera
chicos— han llenado el lavaplatos con más maña de la que habría tenido ella,
rendida como está, y han llenado los fregaderos, uno con agua caliente y jabón
y el otro con agua fría para enjuagar los vasos.
—Podríamos dejarlos para cuando
pongamos en marcha el lavaplatos otra vez —ha dicho Joyce, pero Tommy se ha
negado.
—No se te ocurriría meterlos en
el lavaplatos si todo lo que has tenido que hacer hoy no te hubiera hecho
perder el juicio.
Jay friega, Joyce seca y Tommy
recoge. Aún recuerda dónde va cada cosa en esa casa. En el porche Matt mantiene
una enérgica conversación con un señor del departamento. Al parecer no está tan
borracho como daban a entender los múltiples abrazos y las prolongadas despedidas
de hace un rato.
—Es posible que haya perdido el
juicio —dice Joyce—. De momento lo que me pide el cuerpo es librarme de todo
esto y comprarlo de plástico.
—El síndrome posfiesta —asegura
Tommy—. Lo conocemos muy bien.
—¿Y quién es esa chica del
vestido negro? —pregunta Joyce—. La que ha dejado de jugar.
—¿Christie? Debes de referirte
a Christie. Christie O’Dell. Es la mujer de Justin, pero conserva su apellido.
Conoces a Justin, ¿no?
—Claro que conozco a Justin. Lo
que no sabía es que estuviera casado.
—Hay que ver qué mayores se
hacen todos —dijo Tommy, burlón—. Justin tiene treinta años —añade—.
Probablemente ella es mayor.
—Mucho mayor, desde luego —dice
Jay.
—Tiene un aspecto interesante
esa chica —dice Joyce—. ¿Cómo es?
—Es escritora. Está bien.
Inclinándose sobre el
fregadero, Jay hace un ruido que Joyce no sabe interpretar.
—Es muy dada a mantener las
distancias —dice Tommy dirigiéndose a Jay—. ¿O me equivoco? ¿A ti qué te
parece?
—Se cree la hostia —contesta
Jay con toda claridad.
—Bueno, acaba de publicar su
primer libro —dice Tommy—. No me acuerdo del título. Es como de manual de
instrucciones. No me parece buen título. Cuando sacas tu primer libro, supongo
que eres la hostia por una temporada.
Al pasar ante una librería de
Lonsdale unos días más tarde, Joyce ve la cara de la chica en un cartel. Y allí
está su nombre, Christie O’-Dell. Lleva sombrero negro y la misma chaquetita
negra de la fiesta. Entallada, austera, muy escotada. Aunque prácticamente no
tiene nada de lo que presumir en esa zona. Mira directamente a la
cámara, con su mirada sombría, herida, vagamente acusadora.
¿Dónde la ha visto Joyce? En la
fiesta, claro. Pero incluso entonces, con su rechazo probablemente
injustificado, tuvo la sensación de que conocía aquella cara.
¿Una alumna? Había tenido
tantos alumnos en sus tiempos…
Entra en la librería y compra
un ejemplar del libro. Cómo hemos de
vivir. Sin signos de interrogación. La mujer que se lo ha vendido dice: «Y
si lo trae el viernes por la tarde, entre las dos y las cuatro, la autora
estará aquí para firmárselo. No arranque la etiqueta dorada para que se vea que
lo ha comprado aquí».
Joyce nunca ha llegado a
comprender eso de hacer cola para ver unos momentos al autor y después
marcharse con el nombre de un desconocido escrito en tu libro. Así que murmura
algo cortésmente, sin dar a entender ni sí ni no.
Ni siquiera sabe si leerá el
libro. De momento tiene a medias un par de buenas biografías que sin duda son
más de su gusto.
Cómo
hemos de vivir es una colección de relatos, no una novela.
Eso ya supone una decepción.
Parece mermar la autoridad del libro, da la impresión de que la autora se queda
a las puertas de la literatura en lugar de encontrarse acomodada dentro.
Sin embargo, Joyce se lleva el
libro a la cama esa noche y consulta el índice con diligencia. En mitad de la
lista le llama la atención un título.
—«Kindertotenlieder».
Mahler. Terreno conocido. Más
tranquila, va a la página indicada.
Alguien, probablemente la
autora, ha tenido el sentido común de poner una traducción.
«Canciones a la muerte de los
niños.»
Matt resopla a su lado.
Joyce sabe que no está de
acuerdo con algo de lo que lee y que le gustaría que ella le preguntara qué es.
Así que se lo pregunta.
—Por Dios. Menudo imbécil.
Joyce deja Cómo hemos de vivir boca abajo sobre su pecho y hace unos ruiditos
para demostrar que le está prestando atención a Matt.
En la contracubierta del libro
aparece la misma foto de la autora, en esta ocasión sin sombrero. Igualmente
adusta, y huraña, pero un poco menos pretenciosa. Mientras Matt habla, Joyce
mueve las rodillas para apoyar el libro sobre ellas y leer las pocas frases de
la nota biográfica de la cubierta.
Christie O’Dell se crió en
Rough River, un pueblo de la costa de la Columbia Británica. Cursó el Programa
de Escritura Creativa de la Universidad de la Columbia Británica. Vive en
Vancouver, Columbia Británica, con su marido, Justin, y su gato, Tiberius.
Después de explicarle en qué
consiste la imbecilidad de su libro, Matt levanta la vista para mirar el libro
de Joyce y dice:
—Esa chica estuvo en nuestra
fiesta.
—Sí. Se llama Christie O’Dell.
Es la mujer de Justin.
—¿Y ha escrito un libro? ¿De
qué?
—De ficción.
—Ah.
Matt reanuda la lectura pero al
cabo de un momento con un dejo de arrepentimiento, le pregunta:
—¿Está bien?
—Todavía no lo sé. «Ella vivía
con su madre —lee Joyce—, en una casa entre las montañas y el mar…»
Nada más leer esas palabras se
siente demasiado incómoda para seguir leyendo. O para seguir leyendo con su
marido al lado. Cierra el libro y dice:
—Creo que me voy abajo un rato.
—¿Te molesta la luz? Estaba a
punto de apagarla.
—No. Creo que me apetece un té.
Ahora te veo.
—Probablemente me quedaré
dormido.
—Entonces, buenas noches.
—Buenas noches.
Joyce le da un beso y coge el
libro.
Ella vivía con su madre en una
casa entre las montañas y el mar. Antes había vivido con la señora Noland, que
tenía una casa de acogida. El número de niños que había en la casa cambiaba de
vez en cuando, pero siempre eran demasiados. Los pequeños dormían en una cama en
medio de la habitación y los mayores en catres a ambos lados de la cama para
que los pequeños no se cayeran. Sonaba una campana para despertarlos por la
mañana. La señora Noland se quedaba en la puerta y tocaba la campana. Cuando
volvía a tocarla tenías que haber hecho pis, haberte lavado y estar vestido y
listo para desayunar. Después los mayores debían ayudar a los pequeños a hacer
las camas. A veces los pequeños del centro habían mojado la cama porque les
costaba trabajo salir a cuatro patas por encima de los mayores. Algunos mayores
se chivaban pero otros eran más amables y se limitaban a tirar de las sábanas y
a dejarlas secar, y a veces cuando volvías a la cama por la noche no estaban
del todo secas. Eso era casi todo lo que recordaba de la casa de la señora
Noland.
Después se fue a vivir con su
madre, y todas las noches su madre la llevaba a una reunión de Alcohólicos
Anónimos. Tenía que llevarla porque no había nadie con quien dejarla. En
Alcohólicos Anónimos había una caja de Lego para que jugaran los niños pero a
ella no le gustaban mucho los Lego. Cuando empezó a estudiar violín en el
colegio la madre se llevaba el violín a Alcohólicos Anónimos. Aunque allí no le
permitían tocar, no podía perderlo de vista porque era del colegio. Si la gente
se ponía a hablar muy alto ella ensayaba bajito.
Las clases de violín eran en el
colegio. Si no querías tocar un instrumento podías tocar el triángulo, pero la
profesora prefería que tocaras algo más potente. La profesora era una mujer
alta de pelo castaño que normalmente llevaba recogido en una larga trenza que
le caía por la espalda. No olía como las demás profesoras. Algunas se ponían
perfume, pero ella nunca. Olía a madera o a estufa o a árboles. Más adelante la
niña pensó que el olor era a cedro machacado. Cuando la madre de la niña empezó
a trabajar para el marido de la profesora olía a lo mismo, pero no exactamente
igual. La diferencia parecía consistir en que su madre olía a madera y la
profesora olía a la madera de la música. La niña no estaba muy dotada pero
trabajaba mucho. No lo hacía porque le gustara la música. Lo hacía por amor a
la profesora, nada más.
Joyce deja el libro en la mesa
de la cocina y vuelve a mirar el retrato de la autora. ¿Tiene algo de Edie esa
cara? Nada. Nada, ni en los rasgos ni en la expresión.
Se levanta y coge el brandy; se
pone un poco en el té. Intenta hacer memoria del nombre de la hija de Edie.
Christie no, desde luego.
No recordaba que Edie la
hubiera llevado nunca a la casa. En el colegio había entonces varios niños que
estudiaban violín.
La niña no debía de carecer por
completo de aptitudes, pues Joyce la habría derivado hacia algo menos difícil
que el violín. Pero no estaría muy dotada —bueno, eso es lo que pasaba, no
estaba dotada— de lo contrario a Joyce se le habría quedado su nombre.
Un rostro sin expresión. Una borrosa
puerilidad femenina. Aunque había algo que Joyce reconoció en el rostro de la
chica, la mujer, adulta.
Era probable que hubiese ido a
la casa si Edie estaba ayudando a Jon un sábado. O incluso en aquellos días en
los que Edie se presentaba como una especie de visita, no para trabajar sino
para ver cómo iba el trabajo, echar una mano en caso necesario. Plantificarse a
mirar lo que quiera que estuviera haciendo Jon y meterse en cualquier conversación
que pudiera tener con Joyce en su valioso día libre.
Christine. Claro. Eso era.
Fácil de cambiar por Christie.
Christine debía de estar de
alguna manera al tanto del noviazgo; Jon debía de pasarse por el apartamento,
al igual que Edie se pasaba por la casa. Quizá Edie había sondeado a la niña.
¿Qué te parece Jon?
¿Qué te parece la casa de Jon?
¿No estaría bien irse a vivir a
casa de Jon?
Mamá y Jon se gustan mucho, y
cuando dos personas se gustan mucho quieren vivir en la misma casa. Tu
profesora de música y Jon no se gustan tanto como mamá y Jon, así que mamá, Jon
y tú viviréis en casa de Jon y tu profesora de música se irá a vivir a un
apartamento.
Todo eso era absurdo; Edie
jamás soltaría semejantes chorradas, reconócelo. Joyce cree saber qué sesgo
tomará la historia. La niña hecha un lío con los asuntos y los engaños de los
adultos, zarandeada de acá para allá. Pero cuando vuelve a coger el libro
descubre que apenas se menciona el cambio de vivienda.
Todo gira alrededor del amor de
la niña por la profesora.
El jueves, el día de la clase
de música, es el día memorable de la semana; su felicidad o desdicha depende
del éxito o el fracaso de la interpretación de la niña y de la atención que la
profesora preste a la interpretación. Ambas cosas son casi insoportables.
Aunque la voz de la profesora fuera controlada, bondadosa y bromista para
disimular su desánimo y su decepción. La niña se siente fatal. O la profesora
de repente parece contenta y de buen humor.
—Muy bien. Muy bien. Hoy sí que
has dado la talla.
Y la niña se siente tan feliz
que tiene retortijones en las tripas.
Luego llega el jueves en que la
niña tropieza en el patio del recreo y se hace un arañazo en la rodilla. La
profesora limpiando la herida con un paño húmedo y templado, con voz
repentinamente dulce asegurando que eso se merece algo especial al tiempo que
se acerca al cuenco de los Smarties con que anima a los niños más pequeños.
—¿Cuál prefieres?
La niña, abrumada, dice:
—Cualquiera.
¿Es el comienzo de un cambio?
¿Es por la primavera, los preparativos del concierto?
La niña se siente única. Va a
ser solista. Eso significa que tiene que quedarse después de clase los jueves
para ensayar, así que no puede coger el autobús escolar para salir de la ciudad
hasta la casa donde viven su madre y ella. La lleva la profesora en su coche.
Por el camino le pregunta si está nerviosa por el concierto.
Un poco.
Pues entonces, dice la
profesora, tiene que acostumbrarse a pensar en algo muy bonito. Como un pájaro
cruzando el cielo. ¿Qué pájaro prefiere?
Otra vez las preferencias. La
niña no puede pensar, no puede pensar en ningún pájaro. Y suelta:
—¿Un cuervo?
La profesora se ríe.
—Vale. Vale. Piensa en un
cuervo. Justo antes de empezar a tocar piensa en un cuervo.
Después, quizá para
contrarrestar la risa, al percibir la humillación de la niña, la profesora propone
que vayan a Willingdon Park a ver si el puesto de helados está abierto para el
verano.
—¿No se preocupan si no vuelves
enseguida a casa?
—Saben que estoy con usted.
El puesto de helados está
abierto, pero tiene una oferta muy limitada.
Todavía no han llevado los
sabores más fascinantes. La niña elige la fresa; esta vez tenía la respuesta
preparada con gran agitación y dicha. La profesora escoge la vainilla, como
muchos adultos. Sin embargo, bromea con el dependiente y le dice que como no se
dé prisa en llevar ron con pasas empezará a caerle mal.
Quizá sea entonces cuando se
produce otro cambio. Al oír a la profesora hablar de esa manera, con descaro,
casi como hablan las chicas mayores, la niña se tranquiliza. A partir de aquel
momento se siente menos atenazada por la adoración, pero completamente feliz.
Van en el coche hasta el muelle
para ver los botes amarrados, y la profesora dice que siempre ha querido vivir
en una casa flotante. A que sería divertido, dice, y naturalmente, la niña le
da la razón. Señalan la que escogerían. Es de factura casera, y está pintada de
azul claro, con una hilera de ventanitas en las que hay macetas de geranios.
Eso las lleva a una
conversación sobre la casa donde vive actualmente la niña, la casa donde vivía
la profesora. Y después, en sus viajes en coche, vuelve a surgir el tema con
frecuencia. La niña cuenta que le gusta tener un dormitorio para ella sola pero
no le gusta lo oscuro que está fuera. A veces cree oír animales salvajes cerca
de su ventana.
—¿Qué animales salvajes?
Osos, pumas. Su madre dice que
están en el bosque y que nunca llegan hasta allí.
—¿Te metes corriendo en la cama
de tu madre cuando los oyes?
—Se supone que no debo.
—¡Dios mío! ¿Por qué?
—Está Jon.
—¿Qué dice Jon de los osos y
los pumas?
—Dice que solo son ciervos.
—¿Se enfadó con tu madre por lo
que ella te había dicho?
—No.
—Me imagino que no se enfada
nunca.
—Una vez se enfadó un poco.
Cuando mi madre y yo le tiramos todo su vino al fregadero.
La profesora dice que es una
lástima tener siempre miedo del bosque. Se puede pasear por allí, dice, sin que
te molesten los animales salvajes, sobre todo si haces algún ruido, cosa que
normalmente haces. Ella conoce los senderos más resguardados y los nombres de todas
las flores silvestres que están a punto de salir. Violetas de perro.
Trilios. Violetas moradas y
colombinas. Lirios de chocolate.
—Creo que se llaman de otro
modo, pero a mí me gusta llamarlas lirios de chocolate. Es un nombre delicioso.
No tiene nada que ver con el sabor, por supuesto, sino con el aspecto. Parecen
de chocolate con un trocito morado, como moras machacadas. No abundan pero yo
sé dónde hay unos cuantos.
Joyce vuelve a dejar el libro.
Ahora, ahora comprende el giro, presiente el horror que se avecina. La niña
inocente, la adulta enfermiza y astuta, esa seducción. Debería haberlo sabido.
Todo muy de moda hoy en día, algo prácticamente obligatorio. Los bosques, las
flores de primavera. Aquí era donde la autora injertaba su odiosa ficción en la
gente y la situación que había sacado de la vida real, demasiado perezosa para
inventar pero no para difamar.
Porque una parte era verdad,
desde luego. Joyce recuerda cosas que había olvidado. Llevar a Christine a casa
con el coche, sin pensar jamás en ella como Christine sino como la hija de Edie.
Recuerda que no podía entrar en el jardín para dar la vuelta, que siempre
dejaba a la niña junto a la carretera y que después seguía unos trescientos metros
para buscar un sitio donde girar. No recuerda nada del helado.
Pero había una casa flotante
exactamente como la que estaba amarrada en el muelle. Incluso las flores, y el
artero interrogatorio a la niña; eso podía ser verdad.
Joyce tiene que continuar. Le
gustaría servirse más brandy, pero tiene ensayo a las nueve de la mañana.
Nada por el estilo. Ha vuelto a
equivocarse. Los bosques y los lirios de chocolate desaparecen del relato, el
concierto apenas se menciona.
El colegio acaba de terminar. Y
la mañana del domingo de la última semana la niña se despierta temprano. Oye la
voz de la profesora en el jardín y se acerca a la ventana de su habitación. La
profesora está en su coche, con la ventanilla bajada, hablando con Jon. El
coche lleva un pequeño remolque. Jon va descalzo, con el torso desnudo,
solamente con los vaqueros. Llama a la madre de la niña, que sale por la puerta
de la cocina y da unos pasos por el jardín, pero no llega hasta el coche. Lleva
una camisa de Jon a modo de bata. Siempre lleva manga larga para ocultar los
tatuajes.
La conversación es sobre algo
del apartamento que Jon promete recoger. La profesora le lanza las llaves.
Después, quitándose la palabra de la boca el uno al otro, Jon y la madre de la
niña insisten para que se lleve otras cosas. Pero la profesora se ríe
desabridamente y dice: «Todo vuestro». Enseguida Jon dice: «Vale. Hasta
pronto», y la profesora repite: «Hasta pronto», y la madre de la niña no dice
nada audible. La profesora se ríe como antes y Jon le indica cómo dar la vuelta
en el jardín con el coche y el remolque. La niña ya está corriendo escaleras
abajo en pijama, aunque sabe que la profesora no está de humor para hablar con
ella.
—Acaba de irse —dice la madre
de la niña—. Tenía que coger el ferry.
Se oye un bocinazo, Jon levanta
una mano. Después cruza el jardín y le dice a la madre de la niña: «Ya está».
La niña pregunta si la
profesora va a volver y Jon dice:
—No creo.
Lo que ocupa otra media página
es la cada vez más clara comprensión de la niña de lo que ha ocurrido. A medida
que se hace mayor recuerda ciertas preguntas, el sondeo en apariencia casual.
Información —en realidad bastante inútil— sobre Jon (a quien ella no llama Jon)
y su madre. ¿A qué hora se levantaban por la mañana? ¿Qué les gustaba comer?
¿Cocinaban juntos? ¿Qué oían en la radio?
(Nada. Habían comprado una
televisión.)
¿Qué se proponía la profesora?
¿Esperaba oír cosas desagradables? ¿O solo anhelaba oír lo que fuera, estar en
contacto con alguien que dormía bajo el mismo techo, comía en la misma mesa,
estaba junto a esas dos personas a diario?
Eso es lo que la niña nunca
sabrá. Lo que sí sabe es lo poco que importaba ella, cómo se había manipulado
su cariño, hasta qué punto era una pobre inocentona. Y eso la llena de
amargura, claro que sí. De amargura y orgullo. Se considera una persona a la
que jamás volverán a tomar el pelo.
Sin embargo, ocurre algo. Y he
aquí el final inesperado. Su opinión sobre la profesora y esa época de su
infancia cambia un buen día. No sabe ni cómo ni cuándo, pero se da cuenta de
que ya no cree que esa época fuera una mentira. Piensa en la música que tan
dolorosamente aprendió a tocar (por supuesto la dejó, incluso antes de la adolescencia).
El empuje de sus esperanzas, las rachas de felicidad, los nombres curiosos y
encantadores de las flores del bosque que nunca llegó a ver.
El amor. Lo agradecía. Casi
parecía que tuviera que producirse un ahorro aleatorio y, por supuesto, injusto
en los gastos emocionales del mundo, como si la gran felicidad de una persona
—aunque fuera pasajera y endeble— pudiera derivar de la gran infelicidad de
otra.
Pues sí, piensa Joyce. Sí.
El viernes por la tarde Joyce
va a la librería. Lleva su libro para que se lo firmen, y también una caja
pequeña de Le Bon Chocolatier. Se pone
en la cola. Le sorprende un poco ver cuánta gente ha ido. Mujeres de su edad,
mujeres mayores y más jóvenes. Unos cuantos hombres, todos más jóvenes, algunos
acompañando a sus novias.
La señora que le vendió el
libro la reconoce.
—Me alegro de volver a verla
—dice—. ¿Ha leído la crítica del Globe? ¡Caray!
Joyce está aturdida, incluso
tiembla un poco. Le cuesta trabajo hablar.
La señora pasa junto a la cola,
explicando que la autora solo puede firmar los ejemplares comprados en esa
librería, que no aceptan cierta antología en la que aparece uno de los relatos
de Christie O’Dell y que lo lamenta.
Joyce tiene delante una señora
alta y ancha y no consigue ver a Christie O’Dell hasta que la mujer se inclina
para poner el libro sobre la mesa de firmas. Entonces ve a una joven
completamente distinta de la chica del cartel y de la chica de la fiesta. Ha
desaparecido el conjunto negro, también el sombrero negro. Christie O’Dell
lleva una chaqueta de brocado de seda rosa oscuro, con diminutas cuentas doradas
cosidas a las solapas. Debajo, una delicada camisola rosa. Lleva el pelo recién
teñido de dorado, aros de oro en las orejas y una cadena de oro fina como un
cabello alrededor del cuello. Sus labios brillan como pétalos de flor y los
párpados están sombreados de ocre.
En fin…, ¿quién querría comprar
un libro escrito por un quejica o un fracasado?
Joyce no tiene pensado qué va a
decir. Confía en que se le ocurra algo.
La dependienta vuelve a hablar.
—¿Ha abierto el libro por la
página donde quiere la firma?
Joyce tiene que dejar la caja
para hacerlo. Nota una palpitación en la garganta.
Christie O’Dell levanta la
vista y la mira, le sonríe; una sonrisa de refinada cordialidad, de
distanciamiento profesional.
—¿Cómo se llama?
—Joyce. Con eso vale.
El tiempo pasa con mucha
rapidez.
—¿Nació usted en Rough River?
—No —dice Christie O’Dell un
tanto fastidiada o al menos más apagada—. Viví allí una temporada. ¿Pongo la
fecha?
Joyce recupera su caja. En Le Bon Chocolatier vendían flores de chocolate,
pero no lirios. Solamente rosas y tulipanes. Así que había comprado tulipanes,
que en realidad no son tan distintos de los lirios. Ambos son bulbos.
—Quiero darle las gracias por
«Kindertotenlieder» —dice tan precipitadamente que casi se traga la larga
palabra—. Para mí significa mucho. Le he traído un regalo.
—Una historia preciosa,
¿verdad? —La dependienta coge la caja—. Voy a guardar esto.
—No es una bomba —dice Joyce
riéndose—. Son lirios de chocolate.
Tulipanes, en realidad. Como no
tenían lirios he traído tulipanes.
Creo que son lo que más se les
parece.
Se da cuenta de que la
dependienta ya no sonríe, sino que la mira con dureza.
—Gracias —dice Christie O’Dell.
El rostro de la chica no
expresa ni pizca de reconocimiento. La chica no conoció a Joyce hace años en
Rough River ni hace dos semanas en la fiesta. Ni siquiera parece que haya
reconocido el título de su propio relato. Se diría que no tiene nada que ver
con él. Como si fuera algo de lo que se hubiera librado y hubiera dejado tirado
en la hierba. Christie O’Dell sigue sentada y escribe su nombre como si fueran las
únicas palabras escritas de las que pudiera hacerse responsable en este mundo.
—Ha sido un placer charlar con
usted —dice la dependienta, aún mirando la caja que la chica de Le Bon Chocolatier ha adornado con una
cinta amarilla enroscada.
Christie O’Dell ha levantado la
vista para saludar a la siguiente persona de la cola y Joyce al fin tiene la
sensatez de marcharse, antes de convertirse en el hazmerreír de la gente y de
que su caja, quién sabe, se convierta en objeto de interés para la policía.
Andando por Lonsdale Avenue,
cuesta arriba, se siente hundida, pero poco a poco va recuperando la calma.
Todo aquello incluso podría acabar como una historia divertida que algún día
contaría. No le sorprendería nada.
Alice Munro
Demasiada
felicidad
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