Alice Munro
A pesar
de que es un tren lento, aminora todavía un poco antes de tomar la curva.
Jackson es el único pasajero, y faltan unas veinte millas para la siguiente
parada, Clover. Después vienen Ripley, Kincardine y el lago. Está de suerte y
no debe desperdiciarla. Ya ha sacado el resguardo del billete de la ranura del
portaequipajes.
Arroja
el macuto y ve que aterriza justo entre los raíles. No hay vuelta atrás: el
tren no va a ir más despacio de lo que va en este momento.
Se la
juega. Es un hombre joven y ágil, en la plenitud de su
forma física. Y aun así el salto, la caída lo decepcionan. Se nota más rígido de lo que pensaba, la
inercia lo empuja hacia delante al
caer en tierra firme y las palmas de las manos se le clavan en la grava entre
las traviesas, levantándole la piel. Los
nervios.
El tren
ha desaparecido de la vista y empieza a
ganar velocidad al dejar atrás la curva. El hombre se escupe en las manos
doloridas, sacudiéndose la grava. Luego recoge el macuto y empieza a desandar
el camino que acaba de hacer en tren. Si siguiera al tren, llegaría a la
estación de Clover bien entrada la noche. Todavía estaba a tiempo, podría lamentarse
de haberse dormido y decir que al despertarse, con la cabeza embotada, pensó
que se le había pasado la parada. Confundido, había saltado y luego le había
tocado caminar.
Nadie
se extrañaría. Volviendo a casa desde tan lejos, volviendo de la guerra, era
normal que se hubiera hecho un lío. Aún no es demasiado tarde, antes de
medianoche llegaría a donde debía estar.
Sin
embargo, mientras va pensando estas cosas
no deja de caminar en la dirección opuesta.
No
conoce el nombre de muchos árboles. Arces, ese lo sabe todo el mundo. Abetos. Y
poco más. Al principio creyó que había saltado en medio de unos bosques, pero los árboles solo
flanquean la vía, formando una hilera
espesa en el terraplén, más allá de la cual se entrevén campos de labranza.
Campos verdes u ocres o dorados. Pastos, cultivos, rastrojos. Poco más puede
precisar. Aún es agosto.
Y, una
vez la oscuridad se traga el ruido del tren, el hombre se da cuenta de que a su
alrededor no hay el perfecto silencio que imaginaba. Ruidos aquí
y allá rompen la quietud, un temblor de las hojas secas de agosto que no
ha provocado el viento, la algarabía de pájaros invisibles que lo reprenden.
Se
suponía que saltar del tren era una cancelación. Levantar el cuerpo, preparar
las rodillas para entrar en un bloque de aire distinto. Se va en busca del
vacío, y en cambio ¿qué encuentra? La inmediatez de una avalancha de paisajes
nuevos que exigen una atención que no pedían cuando ibas en el tren mirando por
la ventanilla, sin más. ¿Qué haces aquí? ¿Adónde vas? Una sensación de que te
observan cosas de las que no sabías nada. De ser un intruso. De que la vida que
te rodea llega a conclusiones sobre ti desde ángulos privilegiados que no
puedes ver.
La
gente a la que había conocido en los últimos años parecía pensar que si no eras
de ciudad, eras de campo. Y no era cierto. Había matices que se te podían pasar
por alto a menos que vivieras ahí, entre el campo y el pueblo. Jackson, sin
ir más lejos,
era hijo de un
fontanero. Nunca había entrado en un establo, ni arriado vacas, ni apilado las
mieses. Ni se había encontrado, como ahora, avanzando a trompicones por una vía
de ferrocarril, que parecía
apartarse de su
función habitual de trasladar carga y pasajeros para
convertirse en una provincia de manzanos silvestres y zarzas cargadas de bayas
y parras trepadoras y ramas invisibles desde la que los cuervos soltaban sus
reprimendas. Por lo menos ese pájaro sí lo conocía. Y justo entonces una serpiente jarretera se desliza
entre los raíles, confiada en que a Jackson le falta destreza para matarla de
un pisotón. Sabe lo suficiente para intuir que es inofensiva, pero esa
confianza lo irrita.
Normalmente
la pequeña vaca de raza jersey a la que habían bautizado con el nombre de Margarita aparecía dos veces al día en la puerta del establo para que la
ordeñaran, por la mañana y por la noche. Pocas veces Belle tenía que llamarla,
pero esa mañana Margarita no se apartaba de la zanja donde terminaba el prado
ni apartaba la vista de los árboles que ocultaban las vías del tren, al otro
lado de la cerca. Al oír el silbido y la llamada de Belle
pareció que acudía de mala gana,
pero enseguida optó por volver a echar otra ojeada.
Belle
dejó el balde y el taburete y fue campo
a través por la hierba húmeda de rocío.
—Vamos,
vaquita, vamos.
Medio
trataba de convencerla, medio la reñía.
Algo se
movió entre los árboles. La voz de un hombre dijo que no pasaba nada.
Pues
claro que no pasaba nada. ¿Creía que iba a tenerle miedo? Más
le valía a él tener miedo de la
vaca, que no estaba descornada.
Después
de saltar la cerca, el hombre saludó con un gesto que quería ser
tranquilizador.
Aquello
fue demasiado para Margarita tuvo que lucirse. Saltó a un lado, luego al otro.
Sacudió los endiablados cuernos. No eran gran cosa, pero las vacas de raza
jersey siempre pueden dar una sorpresa desagradable, con su rapidez y sus
arranques de genio. Belle pegó un grito, para reñir a la vaca y tranquilizar al hombre.
—No te
hará daño. Quédate quieto y ya está. Se ha puesto nerviosa.
Belle
reparó en el macuto que llevaba. Esa era la causa del problema. Al principio
pensó que el muchacho simplemente iba
caminando junto a la vía, pero entonces vio que se dirigía a algún sitio.
—Es tu
macuto lo que la asusta. Si pudieras dejarlo un momento en el suelo... Tengo que llevármela al granero para
ordeñarla.
El
hombre hizo lo que le pedía y se quedó muy quieto, observando.
Belle
encaminó a Margarita hasta el granero, donde había dejado el balde y el
taburete.
—Ya lo puedes
recoger —le dijo al hombre. Y, al verlo
acercarse, le habló con cordialidad—.
Mientras no vayas zarandeándolo a su alrededor... ¿Eres soldado? Si
esperas a que la ordeñe te puedo poner algo de
desayunar. Vaya nombre tan
ridículo para gritarle a una vaca. Margarita.
Era una
mujer recia de corta estatura, con una melena lisa donde las canas salpicaban
el pelo que un día fue rubio y un flequillo pueril.
—Fui yo
quien lo escogió —dijo, acomodándose—.
Soy monárquica. O lo era. Hay gachas, las he apartado del fogón. Ordeñaré en un periquete. Si no te
importa, ve a esperar al otro lado del granero, donde Margarita no te vea. Qué pena que no pueda ofrecerte un huevo. Antes teníamos gallinas, pero los
zorros siempre nos las robaban y al final nos hartamos.
Teníamos.
Antes teníamos gallinas. Eso significaba que debía de haber un hombre por allí,
viviendo con ella.
—Las
gachas son buenas. Y me gustaría
pagarte.
—No
hace falta. Vamos, apártate un poco. Está demasiado despistada para que le baje
la leche.
Jackson
se alejó, rodeando el granero. Se fijó en lo destartalado que estaba. Echó un
vistazo por entre los tablones para ver qué clase de coche tenía la mujer, pero dentro solo alcanzó a
distinguir una vieja carreta y algunos otros despojos de maquinaria.
A su
alrededor se advertía cierto orden, pero no exactamente laboriosidad. La pintura blanca de la casa se estaba desconchando y
había cobrado un
tono gris. Tablones claveteados en una ventana donde debía de
haberse roto un cristal.
El gallinero ruinoso donde según la mujer se metían los zorros a robar
gallinas. Tejas planas de madera en una pila.
Si
había un hombre en la casa, debía de estar inválido, o paralizado por la
pereza.
Junto a
la casa había un camino. Un pequeño campo vallado delante de la vivienda, un
camino sin asfaltar. Y en el campo un caballo pinto de aspecto manso. Podía
entender las razones de mantener una vaca, pero ¿un caballo? Ya antes de la
guerra los granjeros se deshacían de ellos, los tractores eran la novedad. Y la
mujer no parecía una amazona que cabalgara por pura diversión.
Entonces
cayó en la cuenta. La carreta del granero. No era ninguna reliquia, sino el
único vehículo que tenía.
Hacía
un rato que oía un sonido peculiar. El camino subía por la loma, y del otro
lado llegaba ruido de cascos. Acompañado de un débil tintineo o un silbido.
Y de
pronto apareció en la loma un carro tirado por dos caballos bastante pequeños.
Más pequeños que el que pastaba en el campo, pero mucho más
briosos. Y en el carro había en torno a media docena de hombrecillos sentados. Todos vestidos de
negro, con sus correspondientes
sombreros negros de fieltro en la cabeza.
De ahí
venía el sonido. Iban cantando, con vocecitas agudas y discretas, tan dulces
como quepa imaginar. Al pasar por su lado no le dirigieron ni una mirada.
La
estampa lo dejó helado. La carreta del granero y el caballo del prado no eran
nada en comparación.
Seguía
allí plantado mirando hacia ambos lados, cuando oyó que la mujer decía.
—Todo
listo.
La vio
junto a la casa.
—Por
aquí se entra y se sale —dijo la mujer, refiriéndose a la puerta trasera—. La
de delante está atascada desde el invierno pasado, y no hay manera de abrirla,
como si siguiera congelada.
Caminaron
sobre los tablones que cubrían un suelo de tierra desnivelado, en medio de la
oscuridad que propiciaba la ventana entablada. Allí dentro
hacía casi tanto frío como en el hoyo
donde había pasado la noche.
Se había despertado a cada rato,
tratando de encogerse en una postura con la que mantener el calor. La mujer no
tiritaba; despedía un olor a ejercicio sano y a lo que probablemente era el
cuero de la vaca.
Vació
la leche fresca en un cuenco, que cubrió
con una estopilla que guardaba cerca, antes de conducir a Jackson
hacia el corazón de la casa. No había cortinas, así que por las ventanas
entraba la luz. Además la cocina había estado encendida. Había un fregadero con
una bomba manual para sacar agua, una mesa con un hule raído en algunas zonas y
un catre cubierto con un viejo edredón remendado.
También
una almohada de la que se habían salido unas cuantas plumas.
De
momento no estaba tan mal, a pesar de lo viejo y deteriorado que se veía todo.
Había una utilidad para cada cosa. Sin embargo, al levantar la mirada, sobre los estantes había pilas y pilas
de periódicos o revistas o papeles de alguna clase que llegaban hasta el techo.
Tuvo
que preguntarle, ¿no le daba miedo que se prendiera fuego? Con la cocina de
leña, por ejemplo.
—Bah,
siempre estoy aquí. Me refiero a que duermo aquí. No tengo otro sitio donde
guardar los borradores. Voy con cuidado. Ni siquiera
enciendo la chimenea. Un par de veces se calentó más de la cuenta y tuve que
echarle levadura. No pasó nada. —Y
añadió—: De todos modos mi madre
tenía que estar aquí. Era la única habitación donde tenerla cómoda. Le puse
aquí la cama. Yo le echaba un ojo a todo. Pensé en trasladar todos los papeles
al salón, pero hay tanta humedad que se estropearían.
Entonces
dijo que debería haberse explicado.
—Mi
madre está muerta. Murió en mayo. Justo
cuando el tiempo empezaba
a mejorar. Vivió para oír por la radio que la guerra había terminado. Lo
entendió perfectamente. Perdió el habla hace mucho, pero lo entendía todo. Me
acostumbré a que no hablara, hasta el punto de que a veces creo que está aquí,
aunque ya no esté.
Jackson
creyó que le correspondía decir que lo sentía.
—Ah,
bueno. Tenía que pasar. Al menos tuvimos suerte de que no fuera en invierno.
Le
sirvió gachas de avena y té.
—¿No
está demasiado fuerte, el té?
Como
tenía la boca llena, Jackson negó con la cabeza.
—Nunca
escatimo con el té. Para eso mejor beber agua caliente, ¿no? Se nos acabó
cuando el tiempo estuvo tan malo el invierno pasado. Se fue la luz, la radio
dejó de funcionar y se acabó el té.
Tenía una cuerda atada a la puerta
trasera, para cuando me quedaba sin leche. Quería dejar entrar a Margarita a la cocina de atrás, pero pensé
que se pondría demasiado nerviosa con la tormenta y no podría sujetarla. De todos modos sobrevivió. Todos sobrevivimos.
Al
encontrar un hueco en la conversación, Jackson preguntó si había enanos en el
vecindario.
—No,
que yo sepa.
—¿En un
carro?
—Ah.
¿Iban cantando? Debían de ser los pequeños menonitas. Van en carro a la iglesia
y se pasan todo el camino cantando. Las niñas tienen que ir en la calesa con
sus padres, pero los niños van en el carro.
—Parecía
que no me vieran.
—No ven
nada. Yo a mi madre le decía que vivíamos en el camino perfecto,
porque éramos como los menonitas. Por el caballo y la carreta, y como
bebemos la leche sin pasteurizar... La
única diferencia es que ninguno de nosotros sabe cantar.
«Cuando
mi madre murió trajeron tanta comida que me duró semanas. Debieron de pensar que habría un
velatorio o algo así. Tengo suerte de contar con ellos. Aunque me digo que
ellos también tienen suerte. Porque se supone que deben practicar la caridad, y
yo, que vivo prácticamente en el umbral de su casa, estoy necesitada como la
que más».
Jackson
se ofreció a pagarle cuando terminó de
comer, pero ella rechazó el dinero con un gesto de la mano.
Aunque
había una cosa, dijo. Si antes de marcharse podía arreglar el abrevadero del
caballo...
En
realidad eso implicó construir un abrevadero nuevo, y para hacerlo tuvo que
rebuscar los materiales y herramientas que pudo encontrar. Le llevó el día
entero, y ella le sirvió panqueques y jarabe de arce de los menonitas para cenar. Dijo que si hubiera llegado una
semana después, habría podido ofrecerle mermelada recién
hecha. Recolectaba las moras
silvestres que crecían junto a las vías del tren.
Sacaron
sillas de la cocina por la puerta de atrás y se quedaron al fresco hasta
después de anochecido. La mujer empezó a contarle cómo había ido a parar allí,
pero él no la escuchaba con mucha atención, porque mirando a su alrededor se
puso a pensar que, aunque la casa se estaba viniendo abajo, tenía remedio
si alguien se ponía manos a la obra y la arreglaba. Haría falta invertir
algo de dinero, pero sobre todo tiempo y energía. Sería un reto. Casi lamentó
tener que seguir su camino.
Otra
razón de que no prestara mucha atención a Belle —la mujer se llamaba Belle— era
que no acababa de imaginarse la vida de la que le hablaba.
Su
padre, a quien ella se refería como su papá, había comprado la casa solo para
los veranos, y luego decidió que podían vivir allí todo el año. Podía trabajar
en cualquier sitio, porque era articulista del Toronto Evening Telegram. El cartero se llevaba lo que hubiera
escrito y se despachaba por tren. Su padre escribía sobre toda clase de cosas
que pasaran. Incluso metía a Belle en sus artículos, con el sobrenombre de
Minina. Y a veces mencionaba a la madre de Belle, aunque la llamaba princesa
Casamassima, que salía de un libro cuyo título, según ella, ya no significaba
nada. Quizá empezaron a vivir allí todo el año por su madre. Había pasado
la terrible gripe de 1918, por culpa de la cual había muerto tanta
gente, y no quedó del todo bien.
No es que
perdiera el habla, porque decía
algunas palabras, pero la mayoría las
había perdido. O las palabras la habían perdido a ella. Tuvo que aprender
de nuevo a comer y a ir al cuarto de baño. Además de las palabras, tuvo
que aprender a no quitarse la ropa cuando hacía calor. Así que no era plan que
vagara por la calle de una ciudad y se convirtiera en el hazmerreír de la
gente.
Belle
pasaba los inviernos en un colegio.
El
colegio se llamaba Obispo Strachan, y a Belle le sorprendió que no hubiera oído
hablar de él. Le deletreó el nombre. Era una escuela de Toronto a la que iban
muchas chicas ricas, pero también chicas como ella, que podían estudiar gracias
al dinero que donaban parientes o legados varios. Dijo que allí aprendió a
darse aires de superioridad, y salió sin ninguna idea de cómo ganarse la vida.
Sin
embargo, el accidente lo decidió por ella. Caminando junto a la vía, como le
gustaba hacer las noches
de verano, a su padre
lo arrolló un tren. Su madre y ella ya estaban en la cama, y Belle creyó
que debía de tratarse de un animal suelto, pero su madre empezó con unos
gemidos lastimeros, como
si al momento lo hubiera sabido.
A veces
una antigua amiga del colegio le escribía preguntándole qué demonios se podía
hacer allí perdida, pero qué poca idea tenían. Había que ordeñar, y cocinar, y
cuidar de su madre, y en esa época
también tenía las gallinas. Aprendió a cortar las patatas para que saliera un
brote de cada pedazo, a plantarlas y a desenterrarlas al verano siguiente. No
había aprendido a conducir y cuando llegó la guerra vendió el coche de su papá.
Los menonitas le cedieron un caballo que ya no servía para el campo, y uno de ellos la
enseñó a colocarle los arreos y a manejarlo.
Una de
sus viejas amigas, una tal Robin fue a visitarla y le pareció que aquella
manera de vivir era la monda. Trató de convencerla para volver a Toronto, pero
¿y su madre? La pobre estaba mucho más tranquila y ya no se quitaba la ropa, y además disfrutaba
escuchando la radio, la ópera que
ponían los sábados por la tarde. Eso también se podía hacer en Toronto, desde luego,
pero a Belle no le gustaba la idea de
desarraigarla. Robin dijo que hablara por ella, que era quien tenía miedo
al desarraigo. Robin se marchó y se enroló en el ejército de mujeres, que a
saber qué sería.
La primera
cosa que Jackson
tuvo que hacer fue acondicionar
varias habitaciones para que no hiciera falta dormir en la cocina cuando
llegara el frío. Hubo que deshacerse de algunos ratones, e incluso algunas
ratas, que empezaban a buscar el calor de la casa. Cuando le preguntó a Belle
por qué no se había hecho con un gato, ella le contestó con uno de sus
peculiares razonamientos. No le apetecía ver un gato matando bichos cada dos
por tres y arrastrándolos delante de sus narices. Jackson aguzó el oído a los
chasquidos de las trampas y se libró de los roedores antes de que Belle se
diera cuenta. Luego la sermoneó sobre los papeles que atestaban la cocina, el
peligro que supondrían en caso de incendio, y Belle accedió a
trasladarlos al salón si se solucionaban las humedades. Jackson se empleó a
fondo. Invirtió en un calefactor, restauró las paredes y convenció a Belle para
que se
pasara casi un mes entero
encaramándose y bajando los papeles, releyéndolos y reorganizándolos y colocándolos en las estanterías que él le
hizo.
Belle
le contó entonces que los papeles
contenían el libro de su padre. A veces decía que era una novela. A Jackson no
se le ocurrió ahondar en el tema, pero un día Belle le explicó que trataba de
dos personas llamadas Matilda y Stephen. Una novela histórica.
—¿Recuerdas
algo de historia?
Jackson
había terminado los cinco años de secundaria con notas respetables y haciendo
un buen papel en trigonometría y geografía, pero de historia no recordaba gran
cosa. De todos modos, el último año de estudios solo podía pensar en que se iba
a la guerra.
—No
mucho —dijo.
—La
recordarías de cabo a rabo si hubieras ido al colegio del Obispo Strachan. Te
la habrían metido por las tragaderas. Al menos la historia de los ingleses.
Le explicó
que Stephen había
sido un héroe. Un hombre de
honor, demasiado bueno para los tiempos que le tocó vivir. Pertenecía a esa
rara estirpe de personas
que no siempre miran por ellas o rompen su palabra
cada vez que les conviene. Por consiguiente, no acabó bien.
Y luego
estaba Matilda. Era descendiente directa de Guillermo el Conquistador, y tan
cruel y altiva como cabría esperar. Aun
así, había gente tan estúpida que la defendía por ser mujer.
—Si la
hubiera podido acabar, habría sido una magnífica novela.
Desde
luego Jackson sabía que los libros existían porque alguien se sentaba a
escribirlos, que no salían de la nada. La cuestión era qué les movía a
escribirlos, con tantos, tantísimos libros como había en el mundo. Dos
de esos libros se los había tenido que leer en el colegio. Historia de dos ciudades y
Huckleberry Finn, ambos con un
lenguaje que acababa cansando,
aunque por distintos motivos. Y era comprensible. Fueron
escritos en el pasado.
Lo que
a Jackson le asombraba, aunque no tenía
intención de que se le
notara, era que alguien quisiera
ponerse a escribir otro libro en el momento presente. Ahora.
Una
tragedia, dijo Belle enérgicamente, y Jackson no supo si lo decía por su padre
o por los personajes del libro que no llegó a terminar.
De
todos modos, una vez ese cuarto estuvo habitable se concentró en el tejado. No
servía de nada arreglar una habitación para que volviera a quedar inhabitable en
uno o dos años por las malas condiciones del tejado. Jackson lo había apañado
para que durara un par de inviernos, pero no podía garantizar
más que eso.
Y aún
pensaba que en Navidad ya se habría marchado.
Las
familias menonitas de la granja vecina apenas alcanzaban para mantener a las
muchachas, y a los chicos
más jóvenes que había visto
les faltaba vigor
para acometer tareas más
arduas. Jackson había conseguido
trabajar para ellos,
durante la cosecha
del otoño. Lo llevaban a comer con los demás y, para su sorpresa,
descubrió que las chicas se atolondraban
cuando le servían y que no eran mudas, como había imaginado. Se dio cuenta de
que las madres no les quitaban ojo,
mientras que los padres no le quitaban ojo a él. Se alegró de comprobar
que contentaba a
madres y a padres por igual. Todos vieron que no se
inmutaba. No había peligro.
Y por
supuesto con Belle no hubo que hablar nada. Jackson había averiguado que era
dieciséis años mayor que él. Mencionarlo, incluso bromear
con el tema, lo
estropearía todo. Ella era un tipo determinado de mujer, él era un tipo
determinado de hombre.
Iban a
comprar, cuando lo necesitaban, a un pueblo llamado Oriole. Estaba justo en
dirección opuesta al pueblo de Jackson. Ataba el caballo en el cobertizo de la
iglesia unida, porque evidentemente en la calle principal no había postes para
amarrar las monturas. Al principio recelaba de ir a la ferretería y al barbero,
pero pronto comprendió una característica de los pueblos pequeños que tendría que
haber sabido, por el mero hecho de haberse criado en uno de ellos. No se
relacionaban mucho unos con otros, salvo por los partidos que se disputaban en
el campo de béisbol o la
pista de hockey,
donde todo quedaba en una hostilidad
fervorosa impostada. Cuando se necesitaba algún artículo que no se conseguía en
los comercios locales, la gente iba a la
ciudad. Igual que si querían consultar a un médico que no fuera de allí. No se
encontró con ningún conocido, y
nadie mostró curiosidad por él, aunque
a veces se volvieran a mirar su caballo. Y los meses de invierno ni siquiera eso, porque no
quitaban la nieve de las carreteras secundarlas y los granjeros que llevaban la
leche a la mantequería o los huevos a la tienda de comestibles tenían que ir a
caballo, lo mismo que Belle y él.
Belle
siempre se paraba a ver qué película había en cartel, aunque no tuviera
intención de ir a verla. Si bien conocía
un montón de películas y estrellas de cine, se notaba que se había quedado
anclada unos años atrás, un poco como Matilda y Stephen. Sabía, por ejemplo con
quién se casó Clark Gable en la vida real antes de convertirse en Rhett Butler.
Jackson
no tardó en empezar a cortarse el pelo cuando lo necesitaba y a comprar tabaco
cuando se le terminaba. Fumaba ya como un granjero, liando
a mano los cigarrillos
y sin encenderlos nunca dentro de casa.
Durante
un tiempo costaba encontrar coches de segunda mano, pero cuando los hubo, cuando finalmente
aparecieron los modelos nuevos y los
granjeros que habían hecho dinero en la guerra estuvieron dispuestos a
cambiar los antiguos, Jackson tuvo una charla con Belle. El caballo, Freckles,
tenía ya sabe Dios cuántos años, y ante la menor cuesta porfiaba.
Resultó
que el tipo que se dedicaba a la compra venta de coches había reparado en
Jackson, aunque no contaba con una visita.
—Pensaba
que tu hermana y tú erais menonitas, solo que llevabais otra clase de atuendo
—dijo el marchante.
Eso
sobresaltó un poco a Jackson, era preferible a que los hubiera tomado por
marido y mujer. Le hizo pensar cuánto debía de haber envejecido y cambiado con los años, y hasta qué punto el
joven que había saltado del tren, aquel soldado flacucho con los nervios a flor
de piel, no se podría reconocer a primera vista en el hombre que ahora era.
Belle, en cambio, al menos a sus ojos, se había quedado en un punto de la vida donde seguía siendo
una chiquilla crecida. Y cuando hablaba confirmaba esa impresión, saltando sin
cesar hacia atrás y hacia delante, al pasado y de vuelta al presente, hasta tal punto
que no parecía diferenciar el último viaje al pueblo
de la última película que vio con su madre y con su padre, o la cómica ocasión
en que Margarita, que a
esas alturas había muerto, corneó a un Jackson amedrentado.
Fue el
segundo coche que se compraron, por supuesto de segunda mano, el que los llevó
a Toronto en el verano de 1962. Era un viaje que no habían previsto y que
llegaba en un momento inoportuno para Jackson.
Para empezar estaba construyendo el nuevo establo de los menonitas, ajetreados
en plena cosecha, y además se avecinaba el momento de cosechar las hortalizas
que ya había apalabrado vender al almacén de Oriole. Pero por
fin consiguió convencer a Belle
de que se hiciera ver un bulto que le había salido, y ahora tenía cita para
operarse en Toronto.
Qué
cambio, decía Belle a cada momento
¿Seguro
que estamos todavía en Canadá?
Eso fue
antes de pasar Kitchener. Una vez entraron en la nueva autopista se alarmó de
verdad, y no paraba de rogarle que buscaran una carretera secundaria o dieran
media vuelta y volvieran a casa. Jackson le contestó con una acritud
inesperada: el tráfico también era una sorpresa
para él. Después Belle se quedó callada, y Jackson no tuvo manera de
saber si cerraba los ojos porque se daba por vencida o porque estaba rezando.
Nunca había visto rezar a Belle.
Esa
misma mañana había intentado disuadirlo de ir a Toronto. Dijo que el bulto se
estaba haciendo más pequeño, no más grande.
Y
además, desde que todo el mundo tenía derecho a asistencia sanitaria gratuita,
nadie hacía otra cosa que ir corriendo al médico y convertir la vida en un
largo drama de hospitales y operaciones, que no hacían más que alargar
el suplicio y convertirse
en una carga antes de morir.
Se
calmó y se animó cuando tomaron el desvío
y se adentraron por
fin en la ciudad. Aparecieron en Avenue Road y, aunque no dejaba de exclamarse de lo cambiado que estaba todo, en
cada manzana parecía reconocer algo. Pasaron el edificio donde vivía uno de sus
profesores del colegio Obispo Strachan. En el sótano había una tienda en la que
vendían leche, cigarrillos y periódicos. ¿No sería de lo más extraño entrar
allí ahora y encontrar el Telegram, y
que no solo apareciera aún la firma de su padre
sino también la fotografía borrosa que le habían hecho cuando todavía
conservaba el pelo?, divagó Belle.
Entonces
dio un gritito, al ver en una calle lateral la iglesia donde se casaron sus
padres. Podía jurar que era la misma. La habían llevado para enseñársela,
aunque no acostumbraban a ir allí. Ellos no iban a la iglesia, ni mucho menos.
Fue una especie de broma. Su padre dijo que se habían casado en el sótano, pero
su madre dijo que en la sacristía.
En
aquella época su madre hablaba perfectamente, era tan normal como cualquiera.
Tal vez
hubiera una ley en esos tiempos que obligaba a casarse en una iglesia para que
el matrimonio fuera válido.
Al
pasar por Eglinton, Belle vio el rótulo del metro.
—Imagínate,
nunca he ido en un tren subterráneo. —En sus palabras se advertía una
mezcla de dolor
y orgullo—. Imagínate, qué ignorante.
En el hospital la atendieron enseguida.
Belle
siguió animada, hablándoles de los horrores
del tráfico y de los
cambios, y preguntó si aún se hacía el espectáculo navideño en los
grandes almacenes Eaton. ¿Y se seguía leyendo el Telegram?
—Deberías
haber pasado en coche por el barrio chino —dijo una de las enfermeras—. Eso sí
que es digno de ver.
—Espero
verlo cuando vuelva a casa. — Belle se rió, y añadió—: Si es que vuelvo.
—Vamos,
no seas tonta.
Otra
enfermera le preguntó a Jackson dónde había aparcado el coche y le recomendó
que lo desplazara a un sitio donde no hubiera que pagar. También lo puso al
tanto del alojamiento para los allegados de los pacientes de fuera de la
ciudad, mucho más baratos de lo que se pagaba en un hotel.
Dijeron
que iban a instalar a Belle en una cama. Un médico pasaría a visitarla, y Jackson
podría volver más
tarde a darle
las buenas noches. Quizá la
encontrara un poco atontada.
Belle
oyó el comentario y dijo que siempre estaba atontada, así que no lo notaría, y
hubo algunas risas.
La
enfermera acompañó a Jackson a firmar un papel antes de irse. Titubeó donde
preguntaba el parentesco. Al final puso «Amigo».
Aunque
al volver por la noche advirtió un cambio, no hubiera dicho que Belle estaba
atontada. Le habían puesto una especie de saco de tela verde que le dejaba el cuello y los brazos prácticamente al descubierto. Jackson rara
vez la había visto tan destapada, ni se había fijado en los tendones que se le
marcaban entre las clavículas y la barbilla.
Se
quejaba de que tenía la boca seca.
—No me
dejan tomar más que un miserable trago de agua.
Quiso que
Jackson fuera a buscarle una Coca-Cola,
que por lo que él sabía jamás había probado.
—Hay
una máquina en el vestíbulo, tiene que haberla. Veo a la gente pasar con la
botella en la mano y me da aún más sed.
Jackson
dijo que no podía desobedecer las órdenes.
A Belle
se le saltaron las lágrimas y le volvió la cara, enfurruñada.
—Quiero
irme a casa.
—Pronto
te irás.
—Podrías
ayudarme a buscar mi ropa.
—De
ninguna manera.
—Si no,
la buscaré yo misma. Me iré sola a la estación de tren.
—Ya no
pasan trenes de pasajeros por nuestros pagos.
Dio la
impresión de que olvidara repentinamente sus planes de fuga. Al cabo de unos
momentos empezó a recordar la casa y
todas las reformas
que habían hecho, o más bien que
Jackson había hecho. La pintura blanca reluciente de fuera, e incluso la cocina
de atrás, encalada y con un entarimado nuevo. El tejado ya reparado, y las
ventanas de nuevo restauradas a su simplicidad original, y, el mayor orgullo de
todos, la instalación del agua, que era una delicia en invierno.
—Si no
hubieras aparecido, pronto habría estado viviendo en la más absoluta miseria.
Jackson
no expresó en voz alta que ya lo estaba cuando llegó.
—Cuando
salga de esta haré testamento —dijo Belle—. Todo para ti. Tus esfuerzos no
habrán sido en balde.
Desde
luego que a él se le había pasado por la cabeza, y como es natural la idea de
que la casa acabara siendo suya le hubiera procurado una sobria satisfacción,
aunque habría expresado un deseo sincero y cordial de que nada ocurriera antes
de tiempo. Ahora, sin embargo, no. Parecía que apenas le concerniera, algo muy
distante.
Belle
empezó de nuevo con la pejiguera.
—Ay,
ojalá estuviera allí y no aquí.
—Te
encontrarás mucho mejor cuando despiertes de la operación.
Aunque,
por todo lo que había oído, era una mentira como una casa.
De
pronto se sentía tan cansado...
Acertó
más de lo que hubiera imaginado. Dos días después de que le extirparan el bulto,
Belle estaba sentada en una habitación distinta, impaciente por
recibirlo y sin ninguna intención de que la importunaran los
gemidos de la mujer que salían de detrás de la cortina que separaba la cama de
al lado. Más o menos igual de lastimeros sonaban los gemidos de Belle el día
anterior, cuando Jackson no consiguió que abriera los ojos o se percatara de su
presencia.
—No le
hagas ni caso
—dijo Belle— Está completamente ida. Seguro que ni se entera. Mañana se levantará
como unas castañuelas. O no.
Se
advertía una autoridad un tanto ufana, institucional, la crueldad de una
veterana. Sentada en la cama, sorbía un líquido de color naranja vivo por una
pajita que se doblaba a su conveniencia. Parecía mucho más joven que la mujer a
la que había llevado al hospital, hacía apenas unos días.
Belle
quiso saber si dormía bien, si había encontrado algún sitio donde se comiera
bien, si no hacía demasiado calor para
pasear, si había tenido tiempo para visitar el Museo Real de Ontario, como
creía haberle recomendado.
Sin
embargo, no se concentraba en sus respuestas. Parecía sumida en el asombro. Un
asombro contenido.
—Ah,
tengo que contártelo —dijo, interrumpiéndolo mientras le explicaba por qué no
había ido al museo—. Vamos, no pongas esa cara de susto. Me vas a hacer reír y
me dolerán los puntos. Aunque ¿de
qué demonios iba a reírme? La verdad es que se trata de
algo triste y espantoso, una tragedia. Ya sabes lo de mi padre, a veces te he
hablado de mi padre...
A
Jackson no le pasó por alto que dijera padre en lugar de papá.
—Mi
padre y mi madre...
Dio la
impresión de que tuviera que buscar a su alrededor para poder empezar de nuevo.
—La
casa no estaba tan mal como cuando la viste por primera vez. Bueno, es lógico.
Usábamos la habitación del final de la escalera como aseo.
Había que subir el agua, y luego
bajarla, claro. Más
tarde, cuando viniste,
ya usaba el cuarto de baño de abajo. El de las estanterías, que había
sido una despensa, ¿sabes cuál?
¿Cómo
podía no recordar que fue Jackson quien sacó las estanterías e instaló allí el cuarto de baño?
—Bueno,
da igual —dijo Belle, como si siguiera el hilo de sus pensamientos—. La cuestión es que calenté el
agua y la llevé arriba para darme un baño de esponja. Y me quité la ropa.
Claro, cómo no. Había un espejo grande encima del lavamanos, porque verás,
había lavamanos como en un cuarto de
baño de verdad, solo que al quitar el
tapón, cuando terminabas, el agua volvía a caer en el balde. El inodoro estaba en otro sitio. Supongo que te haces una idea. Así que iba a lavarme
y, naturalmente, estaba desnuda. Debían de ser las nueve de la noche, pero
había mucha luz. Era verano, ¿te lo he dicho? Y estaba en ese cuartito que da
al oeste.
«Entonces
oí pasos y pensé que era papá. Mi padre, quién si no. Debía de haber acostado a
mi madre. Oí pasos en las escaleras y me llamó la atención lo fuertes
que sonaban. No sé por qué, pero me parecieron distintos. Muy deliberados. O
quizá esa fue la impresión que me quedó después. Tendemos a dramatizar las
cosas después. Los pasos se detuvieron justo delante de la puerta del cuarto de baño y, si pensé
algo, pensé, ah, debe de estar cansado. No había echado el pestillo, porque no
lo había. Se daba por hecho que había alguien dentro si la puerta estaba
cerrada».
«Así que
mi padre estaba al otro lado de la puerta, yo no pensé nada, y entonces abrió
la puerta y se quedó allí quieto, mirándome. Y tengo que
explicar qué quiero decir. Mirándome toda, no solo mi cara. Mi cara
miraba al espejo y él me miró en el espejo y también lo que había detrás de mí
y yo no veía. En modo alguno era una mirada normal».
«Te
diré lo que pensé. Pensé, está sonámbulo. No supe qué hacer, porque se supone
que no hay que sobresaltar a alguien que va sonámbulo».
«Pero
entonces dijo: “Perdón”, y supe que no estaba dormido».
Aunque
sí hablaba con una voz rara, un tono extraño, como si se hubiera disgustado conmigo. O enfadado, no
supe precisarlo. Y entonces se alejó por el pasillo, sin cerrar la puerta. Me
sequé, me puse el camisón y me fui a dormir enseguida. Cuando me levanté por la
mañana el agua seguía en el lavamanos, y yo no quería acercarme por allí, pero
lo hice».
«Aun
así todo parecía normal y mi padre ya estaba levantado y escribiendo a máquina.
Me gritó buenos días y luego me pidió que le deletreara una palabra. Solía
hacerlo, porque mi ortografía era mejor que la suya. Así que se la
deletreé y le dije que si pensaba ser
escritor debía aprender a escribir sin faltas, porque era un desastre. Sin embargo,
aquel mismo día vino por detrás y se puso muy pegado a mí mientras yo lavaba
los platos, me quedé helada. Tan solo dijo: “Belle, lo siento”. Y yo deseé que
no lo hubiera dicho. Me asustó. Sabía que era verdad que lo sentía, pero al
decirlo así, en voz alta, no pude ignorarlo. “No pasa nada”, fue todo lo que
dije, aunque no conseguí que sonara natural o como si de verdad no pasara
nada».
«No fui
capaz. Quise que se diera cuenta de que por su culpa las cosas habían cambiado.
Salí a tirar el agua de los platos y volví a mis quehaceres sin decir
una palabra más. Luego levanté a mi madre de la siesta y cené pronto y
lo llamé, pero no vino. Le dije a mi madre que estaría dando un paseo. Era lo
que solía hacer cuando se encallaba al escribir. Ayudé
a mi madre a cortarse la comida, pero solo pensaba en cosas
desagradables. Sobre todo en los ruidos
que a veces salían del cuarto de mis padres, y que yo procuraba no oír
tapándome los oídos. En ese momento pensé en mi madre, cenando a mi lado, y me
pregunté qué pensaba de eso, o hasta
qué punto se
daba cuenta de algo».
«No
sabía dónde se habría metido mi padre. Preparé a mi madre para acostarse, aunque solía hacerlo él. Oí que se
acercaba el tren y de pronto el jaleo y el chirrido de los frenos, y debí de
saber lo que había pasado, aunque no sé en qué momento exactamente.
«Ya te
lo había contado. Te conté que lo arrolló el tren».
«Si te
cuento esto ahora no es solo para aliviar el peso de mi angustia. Al principio
no podía soportarlo y durante mucho tiempo me obligué a creer que mi padre iba
caminando por las vías pensando en sus cosas y no oyó el tren. Y fin de la
historia. No iba a pensar que el tema era
yo, ni siquiera cuál
era el meollo
del asunto».
El
sexo.
«Ahora
lo veo. Ahora lo entiendo de verdad y creo que no fue culpa de nadie. Fue culpa
del sexo de los seres humanos en una situación trágica. Yo, que había crecido
allí, y mi madre, por cómo estaba, y papá, claro está, por ser como era. No fue
culpa mía ni culpa suya».
«Solo
intento decir que estas cosas deberían saberse, tendría que haber lugares
adonde la gente acuda en una situación así. Y no andar todos avergonzados
y culpándose por ello. Si crees
que me refiero a los burdeles, aciertas. Si crees que hablo de prostitutas,
aciertas otra vez. ¿Entiendes?»
Jackson,
sin mirarla a los ojos, dijo que sí.
—Me
siento tan liberada... No es que no me parezca una tragedia, pero he conseguido salir, a eso me refiero. En el
fondo se trata de los errores de la
humanidad. No pienses que porque sonrío no me mueve la compasión.
Me tomo la compasión muy en serio. Y aun así no puedo negar que me siento
aliviada. Tengo que decir que de alguna manera estoy contenta. No te incomoda
escuchar estas cosas, ¿verdad?
—No.
—Ya ves
que no estoy como siempre, lo sé. Lo veo todo muy claro. Y no sabes cuánto lo
agradezco.
La
mujer de la cama de al lado no había interrumpido sus gemidos rítmicos mientras
Belle hablaba. Jackson creyó que la cantinela se le había metido en la cabeza.
Oyó el
chirrido de los zapatos de la enfermera en el pasillo y deseó que entraran en
la habitación. Y entraron.
La
enfermera dijo que era la hora de la
pastilla de la modorra. Jackson temió
que le reclamaran un beso de buenas noches para Belle. Se había fijado en que en el hospital había mucho
besuqueo. Se alegró de que al ponerse en pie nadie lo mencionara.
—Hasta
mañana.
Se
despertó temprano y decidió dar un paseo antes de desayunar. Había dormido
bien, pero se dijo que le convenía airearse un poco del ambiente del hospital.
No era que estuviera demasiado preocupado por el cambio de Belle. Pensó que era
posible, e incluso probable, que volviera a la normalidad ese mismo día, o al siguiente. Quizá ni se acordara de
la historia que le había contado. Ojalá.
El sol
estaba bien alto, como correspondía a la época del año, y los autobuses y los tranvías iban ya bastante
llenos. Caminó hacia el sur antes de girar hacia el oeste por Dundas Street, y
al cabo de un rato se encontró en el barrio chino, del que había oído hablar.
Los tenderos trajinaban con carretillas cargadas de verduras, unas reconocibles
y muchas que no lo eran tanto, y de los escaparates colgaban animales pequeños
despellejados, al parecer comestibles. Camiones mal aparcados y gritos
apremiantes en chino invadían la calle. Chino. Por el clamor estridente de sus
voces daba la impresión de que estuvieran en medio de una guerra, aunque para
ellos seguramente fuera algo cotidiano.
Aun así Jackson sintió necesidad de apartarse y se metió en un restaurante,
regentado por chinos pero donde servían el desayuno clásico de huevos con
beicon. Al salir, su intención era volver al hospital desandando el camino.
Y, sin
embargo, cuando se dio cuenta había echado a andar de nuevo hacia el sur. Iba
por una calle residencial de casas de
ladrillo altas y un tanto estrechas, probablemente construidas antes de que la
gente de la zona sintiera la necesidad de aparcar el coche en la puerta, o
antes incluso de que tuviera coche. Antes de que existieran
los coches y demás. Siguió andando hasta
una señal que indicaba Queen Street, una calle de la que
había oído hablar. Giró hacia el oeste y caminó hasta que, unas manzanas
más allá, se encontró con un
obstáculo. Delante de una bollería había un pequeño corro de gente.
Una
ambulancia montada en la misma acera bloqueaba el paso. Algunos se quejaban del
retraso y preguntaban en voz alta si les parecía correcto aparcar así una
ambulancia, mientras que a otros se los veía bastante tranquilos y comentaban
los posibles motivos de aquella irregularidad. Llegó a mencionarse la muerte, y
algunos de los curiosos nombraron a varios candidatos mientras otros decían que
era la única excusa legal para que el vehículo estuviera donde estaba.
Al
final sacaron a un hombre sujeto con correas a la camilla, que no debía de
estar muerto, porque de lo contrario le
hubieran tapado la cara, pero sí
inconsciente y con la piel gris como el cemento. No lo sacaron por la puerta de la bollería, como algún guasón
había anunciado, en una especie de indirecta a la calidad de los bollos, sino
por la puerta de entrada a la casa de vecinos. Era un respetable edificio de
ladrillo de cinco plantas, con una lavandería automática y la bollería en el
bajo. El nombre tallado en la puerta principal sugería un pasado orgulloso, con
un punto de locura.
Bonnie
Dundee. Una casa de huéspedes con el nombre de la marcha oficial del ejército
canadiense.
Un
hombre sin el uniforme del personal de emergencias salió el último. Miró con
exasperación al corro de espectadores, que ya hacían amago de dispersarse. Solo
faltaba oír el aullido solemne de la ambulancia al arrancar y alejarse a toda
velocidad por la calle.
Jackson
fue uno de los que no se molestaron en apartarse. No hubiera dicho que todo
aquello le despertara curiosidad, sino más bien que esperaba el inevitable
momento de dar media vuelta. El hombre que había salido del edificio se acercó
a preguntarle si tenía prisa.
No. No
especialmente.
Era el
propietario del edificio. El hombre al que se habían llevado en la ambulancia
era el portero.
—He de
ir al hospital a ver qué le pasa. Ayer estaba como una rosa. Ni una queja. No
puedo recurrir a nadie de por aquí cerca, me temo. Y lo peor es que no
encuentro las llaves. Él no las lleva encima y no están donde suele guardarlas.
Y como tengo que ir a mi casa a buscar una copia, me preguntaba si podría usted
vigilar un poco todo esto hasta que yo vuelva. Tengo que ir
a mi casa y al hospital. Podría pedírselo a alguno de los inquilinos, pero
prefiero no hacerlo, no sé si me explico. No quiero que me den la lata,
cuando yo mismo aún no sé qué pasa.
Volvió a preguntarle
a Jackson si no le importaba,
y Jackson dijo que no, que
no se preocupara.
—Esté
al tanto de quién entra y sale, pida que le enseñen las llaves. Dígales que hay
una emergencia, pronto se arreglará.
A punto
ya de irse, se volvió.
—Si
quiere, puede sentarse.
Había
una silla en la que Jackson no se había fijado. La habían dejado plegada a un
lado para que no estorbara a la ambulancia. Era una de esas sillas de lona
sencillas, pero bastante cómoda y recia. Jackson le dio las gracias y la colocó en un sitio donde no molestara a los
transeúntes o a
los residentes del edificio.
Nadie le prestó atención. Jackson había estado a punto de comentarle al propietario que
también debía volver al hospital en breve, pero el hombre iba con prisas y
bastantes cosas tenía ya en la cabeza. Además le había asegurado que volvería
en cuanto pudiera.
Al
sentarse Jackson se dio cuenta de cuánto rato llevaba de pie, caminando de aquí
para allá.
El
hombre le había ofrecido que se pidiera un café o algo de comer en la bollería.
—Basta
con que les diga mi nombre.
Sin embargo Jackson ni siquiera sabía cómo se
llamaba.
Al
volver, el propietario se disculpó por el retraso. El hombre al que se habían
llevado en ambulancia había muerto. Había tenido que ocuparse de todos los
trámites. Y de hacer otro juego de llaves. Tome, aquí están. Se celebraría algún
tipo de funeral para los inquilinos más
antiguos del edificio. Una esquela en el periódico quizá trajera a algunas
personas más. Iban a ser unos días engorrosos, hasta que todo se solucionara.
Resolvería
el problema. Si Jackson podía.
Temporalmente.
Solo temporalmente.
Jackson
se oyó decir, sí, por él perfecto.
Si
necesitaba un poco de tiempo, se podría organizar. Oyó decir al hombre, su
nuevo jefe. Hasta después del funeral y de que se deshiciera de algunas
posesiones personales. O sea que, si quería, disponía de unos días para
arreglar sus asuntos y hacer el traslado como es debido.
No
sería necesario, dijo Jackson. Sus asuntos estaban arreglados y todas sus
pertenencias las llevaba encima.
Eso
despertó cierto recelo, como es natural. A Jackson no le sorprendió enterarse
un par de días más tarde de que su nuevo patrón había hecho una visita a la
policía, aunque al parecer fue bien.
Simplemente lo tomaron por uno de esos solitarios que se meten hasta el cuello en algún asunto, pero
que a fin de cuentas no infringen ninguna ley.
Al
menos parecía que nadie andaba en su busca.
Por
norma Jackson prefería a los inquilinos
mayores. Por norma, solteros. No de esos que podrían llamarse muertos
vivientes, sino gente con
intereses. A veces incluso talento. Esa clase de talento que, tras
revelarse una vez y permitir que alguien se ganara un tiempo la vida, no duraba
siempre. Un comentarista de radio que había sido popular en los años de la
guerra, pero que ahora tenía las cuerdas vocales destrozadas. Aunque la mayoría
de la gente quizá pensara que había muerto, vivía en un cuarto amueblado de
soltero, al tanto de las noticias y suscrito al Globe and Matt, que le pasaba luego a Jackson por si había algo de
interés para él.
Una vez
lo hubo.
Marjorie
Isabella Treece, hija del antiguo columnista del Toronto Evening Telegram,
Willard Treece, y de Helena Treece (de soltera, Abbott), además de antigua amiga de Robin Ford (de
soltera, Shillingham), ha fallecido tras una valiente lucha contra el cáncer.
Tenga la bondad de notificarse en el
periódico de Oriole. 18 de julio, 1965.
No se
mencionaba dónde había vivido hasta su muerte. Probablemente en
Toronto, teniendo en cuenta la relevancia de Robin en la nota. Quizá
había durado más de lo esperado, y puede que incluso con holgura y ánimos
razonables, hasta que se acercó el final, claro. Belle siempre había demostrado
tener un don para adaptarse a las circunstancias. Más, tal vez, que el que
tenía el propio Jackson.
No es
que se dedicara a pensar mucho en las habitaciones que había compartido con
ella o en el trabajo que había hecho en su casa. No hacía falta: esas cosas
normalmente afloraban en sueños, y su
sensación entonces era más de exasperación que de añoranza, como si tuviera que
ponerse a trabajar enseguida para terminar algo.
A los
huéspedes de la pensión Bonnie Dundee por costumbre los incordiaba cualquier
clase de mejoras, pensando que
repercutirían en su alquiler. Jackson los convencía, con modales
respetuosos y buen sentido de la economía. El edificio mejoró y empezó a haber
lista de espera. El dueño
se quejaba de que acabaría
convirtiéndose en un refugio de viejos chiflados, pero
Jackson decía que por lo general eran más limpios que la media y ya no
estaban en edad de cometer fechorías. Había una mujer que había tocado en la
Sinfónica de Toronto, y un inventor que aún no había dado en el clavo con sus
inventos pero mantenía la esperanza, y un actor húngaro refugiado cuyo acento
le perjudicaba pero que aún salía en un anuncio en algún lugar del mundo. Todos
eran muy correctos, y de algún lado sacaban el dinero para ir al restaurante
Epicuro y pasar la tarde contándose historias. Además tenían algunos amigos que
sí eran famosos de verdad y que de vez en cuando se pasaban de visita. Y no
desmerecía contar en la pensión Bonnie Dundee con un predicador a domicilio,
que a pesar de mantener una relación delicada con su iglesia, cualquiera que
fuese, siempre estaba disponible para oficiar cuando se lo requería.
Cierto
que la gente tenía la costumbre de apurar hasta la última moratoria de pago,
pero al menos no se largaban corriendo.
Una
excepción fue una pareja joven, una tal Candace y un tal Quincy, que se fugaron
en plena noche sin zanjar el alquiler. Resultó que había sido el dueño quien
estaba al cargo el día en que llegaron buscando habitación, y luego se disculpó
por su mala elección con la excusa de que hacía falta una cara nueva en el
edificio. La cara de Candace, no la del novio. El novio era un capullo.
Un día
de verano de mucho calor, Jackson abrió
de par en par
la puerta trasera, la del servicio, para que entrara el poco aire que
corría mientras barnizaba una mesa. Era una mesa preciosa que había conseguido
por menos de nada, porque tenía el barniz desconchado. Pensó que iría bien en
la entrada, para dejar el correo.
Pudo
salir de la oficina porque el dueño estaba dentro, repasando unos alquileres.
El
timbre de la puerta principal apenas se oía al fondo del pasillo. Jackson
limpió el pincel para ir a
atender, porque pensó que el dueño, enfrascado en los números, no querría interrupciones,
pero al parecer no le importó, porque oyó que la puerta se abría y la voz de
una mujer. Una voz al borde de la extenuación, y aun así capaz de mantener
cierto encanto, la confianza absoluta de que lo que dijera conquistaría a quien
la escuchara.
Seguramente
había heredado aquel aplomo de su padre, el pastor, pensó Jackson, justo antes
de que el impacto lo alcanzara de lleno.
Era la
última dirección que tenía de su hija, dijo la mujer. Estaba buscando a su
hija. Candace, su hija. Que quizá
viajara con un amigo. Ella, la madre, había venido a buscarla desde la Columbia
Británica. Desde Kelowna donde vivían ella y el padre de la chica.
Ileane Jackson reconoció su voz sin asomo de duda.
Aquella mujer era Ileane.
Oyó que
preguntaba si podía sentarse un momento. Entonces el dueño le acercó su silla,
la silla de Jackson.
En
Toronto hacía más calor del que se esperaba; aunque conocía Ontario, se había
criado allí.
Se
preguntaba si sería mucha molestia que le pidiera un vaso de agua.
Debía
de haber recostado la cabeza entre las manos, porque la voz sonó un tanto
apagada. El dueño salió al pasillo y echó unas monedas en la máquina para sacar
un 7UP. Quizá le pareció un refresco más propio de damas que la Coca-Cola.
Vio a
Jackson asomado escuchando, y con un gesto le indicó que se ocupara de la
mujer, quizá porque lo creía más
acostumbrado a tratar con inquilinos afligidos, pero Jackson negó rotundamente con
la cabeza.
No.
La
aflicción de la mujer no duró mucho.
Le
pidió disculpas al propietario, y él le dijo que el calor hoy en día podía
jugar malas pasadas.
Y a
propósito de Candace. Se habían marchado ese mismo mes, hacía unas tres
semanas. No habían dejado ninguna dirección.
—En
casos como estos, suele pasar. La mujer captó la insinuación.
—Por
supuesto yo puedo saldar...
Tras
algunos murmullos y susurros, la cuestión quedó zanjada.
—Supongo que
no me puede
dejar ver dónde vivían... —dijo
luego la mujer.
—Ahora
mismo el
inquilino no está
en casa, pero aunque estuviera no creo que le pareciera bien.
—Claro,
qué tontería.
—¿Hay
algo en lo que tenga un particular interés?
—Oh, no. No. Qué amable ha sido. Le estoy entreteniendo.
La
mujer se había levantado para irse. Salieron de la oficina, bajaron el par de
escalones hasta la puerta principal. Entonces la puerta se
abrió y los ruidos de la calle se tragaron los saludos de despedida de
la mujer, si los hubo.
Aunque
se hubiera llevado una desilusión, saldría adelante con entereza.
Jackson
salió de su escondite cuando el propietario volvió a la oficina.
—Sorpresa.
Hemos recuperado el dinero —fue todo lo que dijo el dueño.
Era un
hombre en esencia indolente, cuando menos respecto a los asuntos personales. Un rasgo que Jackson
apreciaba de él.
Desde
luego le habría gustado verla. Ahora que se había ido, Jackson casi lamentaba
haber desperdiciado la ocasión. Jamás
caería en la bajeza de preguntarle al propietario si la mujer seguía teniendo
el mismo pelo oscuro, casi negro, y aquella figura alta y esbelta, con muy poco
pecho. No recordaba bien a la hija. Era rubia, pero seguramente teñida. No
tendría más de veinte años, aunque hoy en día era difícil saberlo. Se veía que
el novio la ataba muy corto. Huir de
casa, huir de las facturas, romper el corazón de unos padres, todo por un
tipejo como aquel.
¿Dónde
estaba Kelowna? En algún sitio hacia el oeste. Alberta, la Columbia Británica
Un largo viaje para lanzarse en busca de una hija. Sin duda aquella madre era
una mujer tenaz. Una optimista. Probablemente
seguía siéndolo. Se había casado. A menos que fuera madre soltera,
aunque Jackson no lo creía. Se habría asegurado, la próxima vez se habría
cerciorado de no ser de las que acaban en tragedia. La hija tampoco sería de
esas. Volvería a casa cuando se cansara. Quizá llevara un bebé a cuestas, pero
eso ahora estaba a la orden del día.
Poco
antes de Navidad, en el año 1940 hubo un alboroto en el instituto. El jaleo llegó
al tercer piso, donde el clamor de las máquinas de escribir y las calculadoras
solía mantener a raya los ruidos de abajo. Allí arriba estaban las chicas más
mayores de la escuela, las que el año anterior habían estudiado latín y
biología e historia europea, y que ahora aprendían mecanografía.
Una de
ellas se llamaba Ileane Bishop, que curiosamente era hija de un reverendo,
aunque en la iglesia unida de su padre no hubiera obispos. Ileane había llegado
al pueblo con su familia al comienzo del bachillerato, y durante cinco años,
por la costumbre de distribuir los asientos siguiendo el orden alfabético, se
sentó detrás de Jackson Adams. A esas alturas el resto de la clase
había aceptado la extraordinaria timidez y el silencio de Jackson, pero,
por ser nuevos para Ileane, en aquellos cinco años consiguió irlos venciendo
poco a poco. Pedía que le prestara gomas, plumillas e instrumentos de
geometría, no tanto para romper el hielo, como porque era atolondrada por
naturaleza. Intercambiaban las respuestas de los problemas y se puntuaban las pruebas. Cuando se
encontraban por la calle se saludaban, y
a ella le parecía que el saludo de Jackson era más que un murmullo, e incluso advertía
cierto énfasis. No iban mucho más allá, salvo porque compartían ciertas bromas. Ileane no era tímida, pero sí
inteligente y distante, y no
especialmente popular, y eso debía de encajar bien con el temperamento de
Jackson.
Desde
lo alto de la escalera, cuando todo el mundo salió a ver qué pasaba, Ileane se
sorprendió al ver que Jackson era uno de los dos chicos que armaban el jaleo.
El otro era Billy Watts. Chicos que apenas el año anterior se encorvaban sobre
los libros e iban obedientemente de una clase a la otra con andar cansino, de
pronto parecían transformados. Con los uniformes del ejército se los veía el
doble de corpulentos, y hacían mucho barullo al
trotar de un lado a otro con las botas militares. Iban anunciando a gritos
que aquel día se suspendían las clases, porque todo el mundo debía
participar en la guerra. Repartían cigarrillos a diestra y siniestra,
tirándolos al suelo, de donde los
recogían críos que todavía ni se afeitaban.
Guerreros
despreocupados, invasores bullangueros. Borrachos hasta las cejas.
—No soy
ningún tacaño —repetían a gritos.
El
director trataba de echarlos, pero como eran los primeros tiempos de la guerra
y aún se miraba con cierto respeto reverencial a los muchachos que se habían
alistado, no fue capaz de mostrarse tan tajante como lo habría hecho un año más
tarde.
—Vamos,
vamos —decía.
—No soy
ningún tacaño —le dijo Billy Watts.
Jackson
probablemente había abierto la boca para decir lo mismo, pero en ese momento
sus ojos se encontraron con los de Ileane Bishop y al mirarse hubo cierto
intercambio de información.
Ileane
Bishop se dio cuenta de que Jackson estaba borracho de verdad, pero solo hasta
el punto de poder hacerse el borracho y ser capaz de controlar la embriaguez
que exteriorizaba. (Billy Watts estaba borracho como una cuba, sin más.) Al
percatarse de la situación, Ileane bajó las escaleras sonriendo y aceptó un
cigarrillo, que sostuvo apagado entre los dedos. Luego salió de la escuela
flanqueada por los dos héroes, con uno de cada brazo.
Una vez
fuera encendieron los cigarrillos. Más tarde hubo opiniones encontradas en la congregación del padre de Ileane. Algunos
decían que Ileane en realidad no había fumado, solo lo había fingido para
calmar a los chicos, mientras que otros decían que desde luego que sí. Que
había fumado. La hija de su pastor. Fumando.
Billy
rodeó a Ileane con los brazos e intentó besarla, pero tropezó, y al caer y
quedar sentado en la escalinata de la escuela, se puso a cacarear como un
gallo.
Dos
años después estaría muerto. Entretanto había que llevarlo a casa a rastras,
así que Jackson lo levantó y se lo echó a la espalda. Por suerte no vivía lejos
de la escuela. Allí lo dejaron, inconsciente, en las escaleras. Luego se
pusieron a hablar.
Jackson
no quería irse a casa. ¿Por qué no? Porque estaba su madrastra, dijo. Odiaba a
su madrastra. ¿Por qué? Por nada.
Ileane
sabía que su madre había muerto en un accidente de coche cuando era muy
pequeño; a veces era la excusa que se daba para explicar su timidez. Ileane
creyó que seguramente el alcohol lo hacía exagerar, pero no intentó tirarle de
la lengua.
—Vale
—dijo—. Entonces puedes quedarte en mi
casa.
Daba la
casualidad de que la madre de Ileane estaba fuera, cuidando de
una abuela enferma. Mientras tanto Ileane se ocupaba de las tareas domésticas y atendía sin orden ni concierto a
su padre y sus dos hermanos menores. Fue una pena, en opinión de algunos. No es
que su madre hubiera puesto el grito en el cielo, pero habría querido conocer
los pormenores, ¿quién era este muchacho? Por lo menos habría hecho que Ileane
fuera a la escuela como de costumbre.
Un
soldado y una chica, en tratos tan íntimos de repente. Y sin que hasta el
momento hubiera habido más que logaritmos y declinaciones entre ellos.
El
padre de Ileane no les hizo mucho caso. La guerra le interesaba más de lo que
algunos de sus feligreses creían conveniente para un pastor, así que era un
motivo de orgullo tener a un soldado en casa. Además se apenaba de no poder
mandar a su hija a la universidad. Ahorraba
para poder mandar algún
día a sus hijos, que tendrían que ganarse el sustento. Por eso era más indulgente
con Ileane.
Jackson
e Ileane no iban al cine. No iban al salón de baile. Iban a pasear, hiciera el tiempo que hiciera,
y a menudo después del anochecer. A veces iban al restaurante a tomar café,
pero no se esforzaban por ser amables
con nadie. ¿Qué les pasaba?, ¿se estaban enamorando? Al caminar a veces se
rozaban las manos, y Jackson se obligó a acostumbrarse. Y cuando Ileane pasó de
lo accidental a lo deliberado, Jackson se dio cuenta de que también podía
acostumbrarse a eso, si superaba una ligera aprensión.
Se fue
tranquilizando, e incluso estaba preparado para besarse.
Ileane
fue sola a casa de Jackson a buscar su macuto. La madrastra le mostró su
brillante dentadura postiza y quiso aparentar que estaba dispuesta a divertirse
un poco.
Preguntó
qué tramaban.
—Más te
vale andarte con ojo —dijo. Tenía fama de escandalosa. De malhablada, más bien.
—Pregúntale
si se acuerda de que en otros tiempos era yo quien le lavaba el culo — dijo.
Ileane,
al contárselo, le dijo que ella en cambio había sido especialmente fina,
incluso pretenciosa, porque no soportaba a la mujer.
Sin
embargo Jackson se sonrojó acorralado y muerto de vergüenza, igual que cuando le hacían una pregunta en la
escuela.
—No
debería haberla mencionado —dijo Ileane—. Viviendo en la casa parroquial, te
acostumbras a caricaturizar a la gente.
Jackson
dijo que no pasaba nada.
Aunque
entonces no lo supieran, fue el último permiso de Jackson. Luego se
escribieron. Ileane le contó que había acabado mecanografía y taquigrafía y que
había encontrado trabajo en el registro municipal. Era decididamente irónica con todo, más que cuando estudiaban.
A lo mejor pensaba que estando en la
guerra le iría bien un poco de humor. Y se
empeñaba en estar enterada de todos los rumores. Cuando había que arreglar
matrimonios apresurados a través del registro municipal, aludía a la novia
virgen.
Y
cuando mencionaba a algún cura que visitaba la casa parroquial y dormía en el
cuarto de invitados, se preguntaba si el colchón induciría sueños raros.
Jackson
le escribió acerca de las multitudes hacinadas en el Île de France y los rodeos para esquivar a los submarinos alemanes.
Cuando llegó a Inglaterra se compró una bicicleta y le hablaba de los lugares a
los que iba pedaleando, si no estaban fuera de los límites.
Sus
cartas, a pesar de ser más prosaicas que las de Ileane, siempre iban firmadas
«Con amor». Cuando llegó el día D hubo un silencio que a ella le pareció
agónico, aunque entendía perfectamente que fuera inevitable, hasta que Jackson
pudo volver a escribirle diciéndole que todo estaba en orden, aunque no le
permitían dar detalles.
En esa
carta habló, igual que lo había hecho ella, de matrimonio.
Y por
fin llegó el día de la victoria de los Aliados en Europa y el viaje de vuelta a
casa Jackson le describió el cielo estival, lleno de estrellas fugaces.
Ileane
había aprendido a coser. Se estaba haciendo un vestido de verano nuevo para
celebrar su regreso, un vestido de rayón verde lima con falda de vuelo y manga
ranglan, que se ceñiría con un cinturón fino de cuero sintético dorado. Pensaba
ponerse una cinta de la misma tela verde en la pamela.
«Toda
esta descripción es para que me reconozcas y no vayas corriendo al encuentro de
alguna otra mujer bonita que ande por la estación».
Jackson
le mandó una carta desde Halifax diciéndole que llegaría en el tren de la
noche, el sábado siguiente. Dijo que la recordaba a la perfección y no había
riesgo de que la confundiera, aunque aquella noche hubiera todo un enjambre de
mujeres en la estación.
La
última noche antes de que Jackson partiera al frente, se habían quedado hasta
tarde en la cocina de la casa parroquial, donde colgaba el retrato del rey
Jorge VI que aquel año se veía en todas partes. Al pie, había una cita.
Y al
hombre que custodiaba las puertas del año le dije: «Dame una luz con la que adentrarme sin
peligro en lo desconocido».
Y él
contestó: «Adéntrate en las tinieblas y pon tu mano en la mano de Dios. Así
irás mejor que con cualquier luz y caminarás más tranquilo que por cualquier
camino conocido».
Luego subieron
en silencio y Jackson se fue a la cama del cuarto de invitados. Debieron de
acordar que ella acudiría después, pero quizá él no había entendido muy bien
para qué.
Fue un
desastre. Pero, a juzgar por cómo se comportó Ileane, puede que ni siquiera se
diera cuenta. Cuanto más desastroso era, más frenesí le ponía ella. Jackson no
vio el modo de detenerla, ni de explicárselo. ¿Era posible que una chica
supiera tan poco? Al final se separaron como si todo hubiera ido bien. Y a la
mañana siguiente se despidieron en presencia del padre
y los hermanos. Al cabo de poco
empezaron las cartas.
Jackson
se emborrachó y lo intentó una vez más,
en Southampton, pero la mujer no se anduvo con rodeos.
—Ya
basta, nene, lo tuyo no tiene arreglo.
Una cosa
que no
le gustaba era que las mujeres o las chicas se emperifollaran.
Guantes, sombreros, frufrú de faldas, le parecían exigencias y
molestias innecesarias, pero ¿cómo iba a
saberlo Ileane? Verde lima. Jackson no estaba seguro de conocer el color.
Sonaba
ácido.
Entonces
se le ocurrió, sin proponérselo, que bastaba con no aparecer.
Ileane
quizá se dijera que debía de haber confundido la fecha, o puede que se lo
dijera a alguien. Jackson se convenció
de que se le ocurriría alguna mentira. Era una chica con recursos, después de
todo.
En
cuanto la oye salir a la calle, a Jackson lo acomete el deseo de verla. Sería
incapaz de preguntarle al propietario qué aspecto tenía la mujer, si su pelo
era oscuro o canoso, si aún era delgada o había echado carnes. Le parecía un
prodigio que su voz, a pesar de la aflicción del momento, siguiera idéntica.
Atrayendo todo el peso hacia sí misma, a sus modulaciones musicales, a la vez
que se deshacía en excusas.
Había
venido de muy lejos, pero era una mujer tenaz. Era evidente.
Y la
hija volvería. Demasiado consentida para desligarse. Cualquier hija de Ileane
estaría consentida, amoldaría el mundo y la verdad a su antojo, como si nada
pudiera frustrarla demasiado tiempo.
Si
hubiera visto a Jackson, ¿lo habría reconocido? Creía que sí. A pesar de los
cambios. Y lo habría perdonado, allí mismo. Para mantener viva la idea que
tenía de sí misma, siempre.
Al día
siguiente no quedaba ni rastro del alivio que Jackson sintió al pensar que
Ileane había pasado de largo por su vida. Ahora que conocía el lugar, podría
volver. Quizá se instalara un tiempo en la ciudad y se dedicara a recorrer las
calles en busca de un rastro reciente. Indagando sobre
tal o cual persona, con una humildad que en realidad no era humildad,
con aquella voz suplicante pero también antojadiza. Se la podía encontrar de
frente cualquier día al ir a abrir la puerta. Sorprendida solo un momento, como
si lo esperara desde siempre. Barajando ante él las posibilidades de la vida, convencida de poder hacerlo.
La
cuestión se podía zanjar, solo hacía falta un poco de determinación. De pequeño, con seis o siete años, zanjó las
bromas de su madrastra, lo que ella llamaba bromas o travesuras. Salió
corriendo a la calle en medio de la
oscuridad y, aunque su madrastra consiguió hacerlo entrar de nuevo, se
dio cuenta de que se escaparía de verdad
si no paraba de una vez, de manera que paró. Y se quejaba de que fuera tan
soso, porque ya no podría decir que alguien la odiaba.
Jackson
pasó tres noches más en el edificio llamado Bonnie Dundee. Preparó una cuenta
para el dueño de cada vivienda y anotó cuándo vencían los gastos de
mantenimiento, y en qué consistirían. Comentó que debía ausentarse un tiempo,
sin indicar por qué ni adónde. Vació la cuenta corriente del banco y reunió sus
pocas pertenencias. Por la tarde, a última hora, subió al tren.
Durmió
a ratos durante la noche, y en uno de esos retazos vio a los chiquillos
menonitas pasar en su carreta. Oyó sus vocecitas cantando.
A la
mañana siguiente se bajó en Kapuskasing. Le llegó el olor de los aserraderos, y
el aire frío le dio ánimos. Trabajo habría, seguro que habría trabajo en un
pueblo maderero.
Alice
Munro
Mi vida querida
Lumen,
Barcelona, 2003
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