Me
senté a esperar en el banco del andén. Cuando el tren llegó la estación estaba
abierta, pero ahora ya la habían cerrado. Una mujer sentada en la otra punta
del banco sujetaba entre las rodillas una bolsa de malla llena de paquetes
envueltos en papel pringado de grasa. Carne, carne cruda. Se olía de lejos.
Al otro
lado de las vías esperaba el tren, vacío.
No
aparecieron más pasajeros, y al cabo de un rato el jefe de estación sacó la
cabeza y gritó: «Sanatorio». Al principio no le entendí bien, pensé que llamaba
a alguien, porque otro hombre con uniforme salió por el lado opuesto del
edificio. Cruzó las vías y se montó en el vagón. La mujer que
llevaba los paquetes
se levantó y lo siguió, así que hice lo mismo. Se oyeron unos gritos al
otro lado de la calle en el momento en que se abrían las puertas de una
edificación chata con tejas de madera oscura, y varios hombres salieron en
tropel, encasquetándose las gorras mientras las fiambreras metálicas del almuerzo les chocaban contra
el muslo. Por el jaleo que armaban
cabía imaginar que el tranvía saliera en cualquier momento, dejándolos allí.
Sin embargo, cuando se acomodaron en el vagón el tren siguió inmóvil mientras
contaban cuántos eran y le decían al conductor que aún no podía irse, que
faltaba alguien. Entonces uno se acordó de que el compañero al que
esperaban tenía el día libre. El tranvía se puso en marcha, aunque no
quedó claro si el conductor había prestado atención a lo que le decían, o
siquiera le importaba.
Todos
los hombres bajaron en un aserradero en
medio del bosque, un trayecto que no le habría llevado más de diez minutos a
pie, y poco después el lago apareció ante nuestros ojos, cubierto de nieve.
Enfrente, un edificio blanco apaisado de madera. La mujer puso en orden los
paquetes de la carne y se levantó, y yo la seguí. El maquinista
volvió a gritar «Sanatorio» y se abrieron las puertas. Un par de mujeres
esperaban para subir. Saludaron a la mujer de la carne y ella comentó que hacía
un día crudo.
Todos
me evitaron con la mirada cuando me apeé detrás de la mujer de la carne.
Por lo
visto no había que esperar a nadie en aquella última parada, porque las puertas
se cerraron de golpe
y el tren empezó a retroceder.
Entonces
se hizo el silencio, el aire parecía de hielo.
Abedules de aspecto quebradizo con marcas negras en la
corteza blanca, y unos arbustos silvestres de hoja perenne encogidos como osos
adormilados. El borde del lago no era
liso, el hielo formaba pequeñas crestas
irregulares, como si las olas se hubieran congelado en el instante de romper en
la orilla. Y a lo lejos el edificio, con premeditadas hileras de ventanas y
porches acristalados a ambos extremos. Todo austero y nórdico, un paisaje en
blanco y negro bajo la alta cúpula de nubes.
De cerca, la corteza de abedul
no era negra, después de todo. Ocre ceniciento, azul ceniciento, gris
ceniza.
La
quietud y la inmensidad de un hechizo.
—¿Adónde
vas? —me dijo la mujer de la carne—. Las horas de visita acaban a las tres.
—No
estoy de visita —le dije—. Soy la maestra.
—Bueno,
aun así no te dejarán entrar por la puerta principal —dijo la mujer, con cierta
satisfacción—. Mejor ven conmigo. ¿No traes maleta?
—El
jefe de estación me ha dicho que me la acercaría luego.
—Por
cómo estabas ahí plantada, parecía que te habías perdido.
Le dije
que me había detenido porque era precioso.
—Habrá
quien lo crea. A menos que estén muy enfermos o muy ocupados.
No
dijimos nada más hasta que entramos en la cocina, en uno de los extremos del edificio. Ya empezaba a necesitar
guarecerme bajo un techo. Ni
siquiera me dio
tiempo a echar un vistazo
alrededor, porque me hicieron prestar atención a las botas.
—Vale
más que te las quites, antes de dejar el suelo lleno de pisadas.
Sin una
silla donde sentarme, me las saqué como pude y las coloqué en la estera donde
la mujer había dejado las suyas.
—Cógelas
y llévatelas de aquí, que no sé dónde van a ponerte. Vale más que no te quites
el abrigo, porque en el guardarropa no hay calefacción.
Ni
calefacción, ni más luz que la que entraba por un ventanuco alto que no dejaba
ver el exterior. Era como cuando en la escuela nos castigaban y nos mandaban al
guardarropa. El mismo olor a los abrigos que nunca se acababan de secar, a
botas que se calaban y empapaban los calcetines manchados, los pies sucios.
Me encaramé
en un banco,
pero ni así pude
ver nada por la ventana.
En una repisa, entre gorras y
bufandas desperdigadas, encontré una bolsa de
higos y dátiles secos. Alguien los habría robado y los habría
metido allí para llevárselos a casa. Me entró un hambre repentina. No había
comido nada desde la mañana, aparte de un bocadillo reseco de queso en el
Ontario Northland. Pensé si era
ético robarle a un ladrón. De todos modos los higos se me quedarían pegados en
los dientes y me delatarían.
Bajé
justo a tiempo. Alguien entraba en el guardarropa. No era ninguno de los
empleados
de la
cocina, sino una colegiala con un grueso abrigo
de invierno y el pelo envuelto
en una bufanda. Llegó como un vendaval: tiró unos libros sobre el banco
de madera con tal impulso que se desparramaron por el suelo, se arrancó la
bufanda dejando al descubierto una mata de pelo y, con el mismo impulso se quitó
las botas a patadas y las mandó a la otra punta del guardarropa.
Por lo visto
no la habían interceptado en la puerta de la cocina
para que se las quitara.
—Uy, no
quería darte —se disculpó la chica—. Cuando entras de fuera está tan oscuro que
no sabes ni dónde pisas. ¿No te estás helando? ¿Has venido a pedir trabajo?
—Estoy
esperando a que me reciba el doctor Fox.
—Ah,
entonces no tendrás que esperar mucho,
he venido con él en coche
desde el pueblo. No estarás enferma, ¿verdad? P orque no visita aquí, hay
que ir al pueblo.
—Soy la
maestra.
—¿Ah,
sí? ¿Eres de Toronto?
—Sí.
Se hizo
un silencio, quizá de respeto.
O no.
Más bien le daba un repaso a mi abrigo.
—Qué
bonito. ¿El cuello es de pieles?
—Astracán
persa. Bueno, en realidad es de imitación.
—Pues a
mí me daba el pego. No sé para qué te han metido aquí, se te congelará el culo.
Uy, perdón. Si quieres ver al doctor, puedo acompañarte. Sé dónde está todo,
vivo aquí prácticamente desde que nací. Mi madre lleva la cocina. Me llamo
Mary, ¿y tú?
—Vivi.
Vivien.
—Si
eres maestra, debería ser señorita algo, ¿no? ¿Señorita qué?
—Señorita
Hyde.
—¿No
serás la doctora Jekyll? —saltó Mary—. Perdón, se me acaba de ocurrir. Me gustaría
que fueras mi maestra, pero tengo que ir al colegio del pueblo. Las normas son
así de estúpidas. Como no tengo tuberculosis...
Mientras
hablaba me condujo por la puerta del fondo del guardarropa, que daba a un
pasillo corriente de hospital. Linóleo encerado. Pintura verde mate, un olor
antiséptico.
—Ahora
que estás aquí a lo mejor conseguiré que Reddy me cambie.
—¿Quién
es Reddy?
—Reddy Fox.
Un personaje de un libro para niños. Anabel y yo empezamos a
llamar así al doctor, porque es pelirrojo
como el zorro del cuento.
—¿Quién
es Anabel?
—Nadie.
Está muerta.
—Vaya,
lo siento.
—No es
culpa tuya. Por aquí suele pasar. Este año he empezado el bachillerato. Anabel
no llegó a ir a la escuela. Cuando hacía primaria, Reddy convenció
a la maestra
del pueblo de que me dejara pasar mucho tiempo en casa, para hacerle
compañía a Anabel.
Se
detuvo frente a una puerta entreabierta y silbó.
—Eh. He
traído a la maestra.
Contestó
un hombre.
—De acuerdo,
Mary. Has cumplido
por hoy.
—Vale.
Oído.
Se
apartó de un salto y me dejó cara a cara frente a un hombre enjuto de mediana
altura, con el pelo muy corto de un tono rojizo claro que brillaba a la luz
artificial del pasillo.
—Ya ha
conocido a Mary —dijo—. Tiene mucha labia. No está en su clase, así que no
tendrá que soportarla a diario. Con ella no hay medias tintas: o la adoras, o no
la soportas.
A
primera vista me pareció que sería entre diez y quince años mayor que yo, y al
principio me habló como
lo haría un hombre de más
edad. Un jefe que trata de calar a su
futura empleada. Me
preguntó por mi viaje, y si
alguien se había ocupado de mi maleta. Quería saber qué me parecía la idea de
vivir allí arriba, en los bosques, viniendo de Toronto, si no me aburriría.
De
ninguna manera, le dije, y añadí que aquello me parecía precioso.
—Es
como... es como estar en una novela rusa.
Me miró
con atención por primera vez.
—¿De
veras? ¿Y en qué novela rusa?
Tenía
unos ojos vivarachos, de un gris claro, azulados. Enarcaba una ceja, que
parecía la visera de una gorra.
No es
que no conociera novelas rusas. Había leído algunas de cabo a rabo, y otras las
había dejado a medias. Sin embargo, al ver su ceja enarcada, la expresión
divertida pero provocadora de su cara, solo logré recordar Guerra y paz. No quería decirlo, porque era el título que
cualquiera recordaría.
—Guerra y paz.
—Bueno, me parece
que aquí solo tenemos la paz. Aunque supongo que si
fuera buscando la guerra se habría enrolado en uno de esos escuadrones de
mujeres y estaría al otro lado del charco.
Me
enfadé y me sentí humillada, porque mi intención no había sido lucirme. O no
solamente. Había querido expresar el efecto maravilloso que me había provocado
aquel paisaje.
Evidentemente era de esas
personas que tendían trampas con
las preguntas.
—Supongo
que esperaba ver llegar a una maestra mayor salida de a saber qué rincón
perdido —dijo, con un leve tono de disculpa—. Como si todo el mundo con una
edad y unos méritos razonables tuviera que
estar atrapado por el sistema en
estos tiempos. No estudió magisterio, ¿verdad?
Dígame, ¿qué pensaba hacer después de licenciarse en letras?
—Trabajar
en mi doctorado —dije escuetamente.
—Entonces,
¿qué le hizo cambiar de idea?
—Pensé
que era hora de ganar un poco de dinero.
—Una
idea sensata. Aunque me temo que aquí no ganará mucho. Perdone la indiscreción,
solo quería asegurarme de
que no va a salir corriendo y dejarnos en la
estacada. ¿No tiene planes de matrimonio?
—No.
—De
acuerdo. De acuerdo. No la pondré en más aprietos. No la habré desalentado, ¿verdad?
La
pregunta me había hecho desviar la mirada.
—No.
—Vaya
al vestíbulo, al despacho de la enfermera jefe, y ella le dirá todo lo que
precisa saber. Usted comerá con las
enfermeras. Le asignarán un cuarto. Trate de no resfriarse, eso sí.
Supongo que no tiene experiencia con la
tuberculosis.
—Bueno,
he leído...
—Ya, ya
sé. Ha leído La montaña mágica.
—Saltó otra trampa, que pareció infundirle nuevas energías—. Quiero creer que
las cosas han avanzado un poco desde entonces. Tome, he
escrito algunas cosas
sobre los chavales de aquí y lo
que me parecía que puede hacer con ellos. A veces prefiero expresarme por
escrito. La enfermera jefe la pondrá al corriente.
Aún no
llevaba allí una semana y todos los acontecimientos del primer día parecían
únicos e improbables. No
había vuelto a
pisar la cocina, ni el guardarropa
contiguo donde los empleados dejaban la ropa y escondían sus
hurtos, y quizá no volviera a pisarlos. También el despacho del doctor estaba
fuera de los límites, dado que para cualquier pregunta, queja y reajuste
del día a día había
que acudir al despacho de la enfermera jefe. Era una
mujer bajita y recia, de cara sonrosada, con gafas de montura al
aire y un característico resuello. Parecía que todo lo que se le
dijera la dejara perpleja y supusiera un problema, pero se hacía cargo o
lo proveía. A veces comía en el comedor con las
enfermeras, donde se le servía un banquete especial, y aguaba la fiesta. Por lo
general se quedaba en sus dependencias.
Además
de ella eran tres las enfermeras tituladas, con ninguna de las cuales me llevaba
menos de treinta años. Habían renunciado a la jubilación para
cumplir con su
deber en tiempos de guerra.
Luego estaban las auxiliares de enfermería, que eran de mi edad o incluso más
jóvenes, en su mayoría casadas o comprometidas, o con vistas a estarlo, por lo
general con hombres que servían en el ejército. En ausencia de
las enfermeras y la matrona, hablaban sin parar. A mí no me
hacían ni caso. No querían saber
cómo era Toronto,
aunque quizá algún conocido hubiera ido allí de luna de miel, y tampoco
les importaba cómo me iban las clases o lo que hacía antes de empezar a trabajar en el sanatorio. No es que fueran
groseras: me pasaban la mantequilla (lo llamaban mantequilla, pero en realidad
era una margarina a la que se le añadía
un colorante naranja que venía aparte y cada cual mezclaba en su cocina, pues
era lo único que permitían las leyes en aquellos tiempos) y me advirtieron de
que no comiera el pastel de carne, porque según los rumores era de marmota.
Solo descartaban todo lo que pasara en otros lugares, o en otras épocas, o que
tuviera que ver con desconocidos. Era una lata y un fastidio. A la menor
oportunidad quitaban las noticias de la radio e intentaban poner música.
«Dance with a
dolly with a hole in her stockin...»
Ni a
las enfermeras ni a las auxiliares les gustaba la CBC, la emisora que desde
pequeña había creído que llevaba la cultura al interior del país. Aun así, al
doctor Fox le tenían un respeto
reverencial, porque había leído muchos libros.
También
decían que no había nadie como él para echar un rapapolvo cuando le venía en
gana.
No pude
dilucidar si creían que había una relación entre leer muchos libros y echar un rapapolvo.
Enfoques
pedagógicos habituales fuera de lugar aquí. Algunos de estos niños se
reincorporarán al mundo o sistema, y otros no.
Mejor
no excederse con la presión. O sea: hacer
exámenes, memorizar, categorizar
no tiene sentido.
Omitir directamente
los conocimientos de comercio
mercantil de la primaria. Quienes lo necesiten se pondrán al día más adelante,
o se las apañarán. Más bien incidir en técnicas simples, exposición
de hechos y
demás elementos necesarios para entender el mundo.
¿Qué
hay de los llamados «niños superiores»? Desagradable término.
Si son inteligentes desde un
cuestionable punto de
vista académico, no tendrán dificultad para ponerse al día.
Olvide
los ríos de Sudamérica, al igual que la Carta Magna.
Mejor
dibujar, música, cuentos.
Juegos sí,
pero cuidado con sobreexcitarse o con un exceso de rivalidad.
El reto
es mantenerse entre el estímulo y el aburrimiento. El aburrimiento es la
condena de la hospitalización.
Si la
enfermera jefe no
puede suministrarle lo que
necesita a veces,
el conserje lo tendrá escondido en alguna parte.
Bon
voyage.
El
número de niños que acudían a clase
variaba. Podían ser quince, o menos de media docena. Solo mañanas, de nueve a doce, descansos incluidos, si no
les subía la fiebre o tenían que hacerles alguna prueba. Aunque eran críos
tranquilos y de trato fácil, no mostraban especial interés en nada. Enseguida
se habían dado cuenta de que aquella era una escuela de mentirijillas, donde no
se les exigía aprender nada, del mismo modo que no tenían horarios ni había que
memorizar las cosas. Esa libertad no
les subía los humos, no
los aburría hasta ningún extremo preocupante,
tan solo los volvía dóciles y lánguidos.
Cantaban cánones sin subir la voz. Jugaban al tres en raya. Había
una sombra de
derrota sobre el
aula improvisada.
Decidí
seguir las palabras del doctor al pie de
la letra. O al menos en parte,
como con aquello de que el aburrimiento era el enemigo.
En el
cuchitril del conserje había visto una bola
del mundo. Pedí que me la trajeran. Empecé con geografía
elemental. Los océanos los continentes, los climas. ¿Y por qué no los vientos y
las corrientes marinas? ¿Los países y las ciudades? ¿O el trópico de Cáncer y
el trópico de Capricornio? ¿Por qué no, después de todo, los ríos de
Sudamérica?
A pesar
de que algunos niños habían aprendido antes esas cosas, las tenían
prácticamente olvidadas. El mundo caía abruptamente más allá del lago y los
bosques. Pensé que los animaría reencontrarse
con las cosas que sabían, como viejos conocidos. No les eché encima todo
de golpe, por supuesto, y procuré ir despacio con los que nunca habían
aprendido esas cosas por haber caído enfermos demasiado pronto.
Planteado
como un juego, funcionaba. Los dividía en equipos, les pedía que contestaran cuando yo señalaba aquí
o allá con el puntero. Vigilaba que la emoción no durara más de la cuenta. Sin
embargo, un día que el doctor entró, justo después de la cirugía de la mañana,
me sorprendió con las manos en la masa. Como no podía zanjar el
juego de golpe, dejé que decayera por sí solo. El doctor se
sentó, con cansancio visible y aire retraído.
No hizo ninguna objeción. Al cabo de unos momentos se sumó al juego,
pero empezó a dar respuestas disparatadas, no solo equivocando los nombres,
sino inventándoselos. De pronto su voz empezó a apagarse poco a poco. Cada vez era menos audible, primero
un murmullo, y al
final un susurro, hasta que dejó
de oírse. Así, a través del absurdo, acabó conquistando la clase. Todo el
mundo empezó a articular
palabras mudas, imitándolo. Todos
los ojos estaban fijos en sus labios.
De
repente dejó escapar un gruñido grave que los hizo romper en carcajadas.
—¿Por
qué diantre me miráis así? ¿Eso es lo que os enseña la maestra? ¿A quedaros
embobados mirando a la pobre gente que
no molesta a nadie?
La
mayoría rieron, pero algunos niños ni por esas dejaron de mirarlo. Esperaban
con avidez nuevas payasadas.
—Venga.
Id a portaros mal a otra parte. Luego se disculpó conmigo por interrumpir la
clase. Comencé a explicarle mis razones para tratar de hacer algo más parecido
al colegio de verdad.
—Pero estoy
de acuerdo con
usted en cuanto a la presión
—dije con vehemencia—. Estoy de acuerdo con lo que decía en sus instrucciones.
Solo pensé que...
—Qué
instrucciones? Ah, solo eran algunas ideas que se me pasaban por la cabeza. No
pretendía que se las tomara como las tablas de la ley.
—Quiero
decir que, mientras la enfermedad lo permita...
—Estoy
seguro de que tiene razón, no creo que
importe mucho.
—Los
notaba un poco apáticos.
—No hay
ninguna necesidad de hacer un mundo —dijo haciendo ademán de irse. — Entonces
se volvió y, con escaso convencimiento, como si se disculpara añadió—: Podemos
hablarlo en otro momento.
Ese momento,
pensé, no llegará
nunca. Era obvio que, además de tonta, me tomaba por una latosa.
A la
hora del almuerzo supe por las auxiliares que aquella mañana alguien no había
salido con vida de una operación. Al ver que mi enojo no estaba justificado, me
sentí aún más tonta.
Todas
las tardes eran libres. Mis alumnos bajaban a dormir largas siestas, y a mí a
veces me apetecía hacer lo mismo. En mi habitación me helaba: todo el edificio parecía igual de frío, mucho
más que el apartamento de Avenue Road de mis abuelos, y eso que ellos ponían
los radiadores al mínimo por patriotismo. Las mantas del sanatorio eran finas,
y me extrañaba que no hubiera
algo de más abrigo para los enfermos de tuberculosis.
Claro
que yo no estaba enferma. Puede que se
escatimaran recursos con la gente sana.
A pesar
de la modorra, no conseguía dormirme. Arriba se oía el traqueteo de camas hasta
los porches descubiertos, donde exponían a los pacientes al frío gélido de la
tarde.
El
edificio, los árboles, el lago, nunca volverían a ser los mismos del primer
día, cuando me cautivaron con su misterio y autoridad. Aquel primer día me había sentido invisible. Ahora costaba
creer que fuera cierto.
Ahí
está la maestra. ¿Qué hace? Está mirando el lago.
¿Por
qué?
No
tiene nada mejor que hacer. Hay gente con suerte.
De vez
en cuando me saltaba el almuerzo, aunque contara como parte del sueldo. Iba a
Amundsen y comía en una cafetería. El café era sucedáneo de achicoria y malta, y el mejor bocadillo
era el de salmón en lata, cuando lo había. La ensalada de pollo había que
revisarla bien, para quitar los pedacitos de piel y cartílago. A
pesar de todo, allí me sentía más cómoda, pensando que nadie me conocía.
Aunque
quizá en eso me equivocaba.
Como la
cafetería no disponía de lavabo de señoras, había que ir al hotel de al lado y
cruzar la puerta de la cervecería, un antro bullicioso del
que salía un olor
a cerveza y bourbons y una
vaharada de humo de cigarrillos y puros capaz de tumbarte de un golpe.
Y a
pesar de todo no me incomodaba entrar allí. Los leñadores, los hombres del
aserradero, jamás te aullarían como hacían los soldados y los
aviadores en Toronto. Era un mundo de hombres, que
hablaban de sus asuntos con voces
roncas, que no iban allí en busca de mujeres.
Más bien a librarse de su
compañía, por un rato o para siempre.
El
doctor tenía una consulta en la calle principal. Era un local pequeño de una
sola planta, así que debía de vivir en otra parte. Por las auxiliares sabía que
no estaba casado. En la única calle lateral creí identificar la que
probablemente fuera su casa: una
vivienda de fachada estucada con una ventana en la buhardilla, encima de la
puerta de entrada, con la repisa llena de libros apilados. A pesar de cierto
aire sombrío, se advertía pulcritud, una comodidad mínima pero precisa, a la
medida de un hombre que vive solo y que lleva una vida ordenada.
Al
final de aquella única calle residencial estaba el colegio, un edificio de dos plantas. Abajo, los alumnos de
primaria, y arriba, los de secundaria. Una tarde vi de refilón a Mary,
enfrascada en una guerra de bolas de nieve. Al parecer eran chicas contra
chicos.
—¡Eh,
profe! —gritó Mary al verme, y lanzó al tuntún las bolas que acaparaba entre
las manos antes de cruzar la calle
brincando—. ¡Hasta mañana! —les anunció a los otros chavales sin volverse del
todo, como advirtiéndoles que no la persiguieran—. ¿Vas para casa? —me
preguntó—. Yo también. Antes
volvía con Reddy en coche, pero últimamente acaba muy tarde. ¿Qué haces, vas en
tranvía?
Le dije
que sí.
—Ah,
pues si quieres te enseño el otro camino, y así te ahorras el dinero
—me propuso—. El camino del bosque.
Me llevó
por un sendero estrecho
pero transitable, que bordeaba el pueblo y atravesaba el bosque, pasando
por el aserradero.
—Reddy
va siempre por aquí —dijo—. Es un poco empinado, pero para ir al sanatorio se
acorta camino.
Pasamos
el aserradero, y más abajo había unos rebajes feos en medio del bosque con unas
cuantas barracas que, a juzgar por la leña amontonada y los cordeles de tender
la ropa y el humo de las chimeneas, debían de estar habitadas. De una de las casuchas salió corriendo un
gran perro lobo que
empezó a ladrar y gruñir con
fiereza.
—Cierra
ese hocico —le chilló Mary. Y en un visto y no visto le lanzó una bola de nieve
entre los ojos. El perro empezó a dar vueltas a nuestro alrededor,
y Mary preparó otra bola, que lo
alcanzó en el lomo. Salió gritando una mujer con delantal.
—¡Por
poco lo matas!
—Pues
vaya una pena —dijo Mary.
—¡Como
te coja mi marido...!
—Estaría
bueno. Si ese viejo tuyo no atina ni en el cagadero.
El
perro nos siguió a cierta distancia, con algunas amenazas no del todo sinceras.
—No te
preocupes, puedo encargarme de cualquier perro
—dijo Mary—. Hasta podría encargarme de un oso, si nos lo
encontráramos.
—Pero
¿los osos no hibernan en esta época del año?
El
perro me había dado un buen susto, aunque me hacía la despreocupada.
—Ya,
pero nunca se sabe. Una vez uno salió antes de tiempo y anduvo rondando por los cubos de basura del sanatorio. Mi
madre se lo encontró de frente al darse media vuelta. Reddy sacó la escopeta y
lo mató.
—Antes
Reddy nos llevaba a Anabel y a mí en trineo, y a veces también a otros niños, y
tenía un silbido especial
para espantar a los osos. Era un
sonido demasiado agudo para el oído
humano.
—¿De
veras? ¿Tú viste el silbato?
—No, no
era un silbato. Era un silbido que hacía con la boca.
Pensé
en la actuación del doctor Fox en la clase.
—No sé,
igual solo lo decía para que Anabel no tuviera miedo. Como ella no podía
montar a caballo, Reddy tiraba de ella en un trineo. Yo me ponía detrás y a veces me montaba, y
Reddy decía, no sé qué pasa con este trasto, que pesa una tonelada. Entonces se
daba la vuelta muy rápido, pero nunca me
pillaba. Y le preguntaba a Anabel, cómo pesas tanto, qué has desayunado, chica,
pero ella nunca se
chivó. Si iban otros niños no me subía, solo me gustaba
cuando estábamos Anabel y yo. Ella era
mi mejor amiga, nunca tendré otra igual.
—¿Y
esas chicas de la escuela? ¿No son tus amigas?
—Voy
con ellas porque no hay nadie más. Para mí no significan nada.
«Anabel
y yo cumplíamos años el mismo mes. En junio. Cuando cumplimos once años Reddy
nos llevó en barca por el lago. Nos enseñó a nadar. Bueno, a mí. A Anabel
siempre había que aguantarla,
no podía aprender de verdad. Un
día Reddy se alejó nadando y le llenamos los zapatos de arena. Y luego, cuando
cumplimos doce, no pudimos ir a ningún sitio así, pero nos llevó
a su casa y merendamos pastel. Ella ni lo probó, así que con Reddy
fuimos tirando pedacitos por la ventanilla del coche para dar de comer a las
gaviotas. Graznaban como locas y se peleaban. Nos moríamos de la risa, y Reddy
tuvo que parar y agarrar a Anabel para que no le diera una hemorragia».
«Y
después —dijo—, después ya no me dejaron verla más. A mi madre nunca
le gustó que me juntara con niños con tuberculosis, pero
Reddy la había convencido diciéndole que se encargaría de que dejara de verla
llegado el momento. Y cuando lo hizo me puse hecha una furia, aunque de todos
modos con Anabel ya no me podía divertir, estaba demasiado enferma. Te enseñaré su tumba. Todavía no hay
lápida ni nada. Cuando Reddy tenga un poco de tiempo haremos algo. Si
hubiéramos seguido el camino, en
lugar de bajar por aquí, habríamos llegado al cementerio donde
está enterrada. Ahí solo ponen a los muertos que nadie reclama para llevárselos a casa».
Volvíamos
a caminar sobre terreno llano, nos acercábamos al sanatorio.
—Ah
—dijo—, casi me olvido. —Sacó un puñado
de boletos—. El día de San Valentín representamos una obra en el
colegio. Se titula Pinafore. Tengo todas
estas entradas para vender, y a lo mejor
quieres comprarme la primera. Yo salgo cantando.
Acerté
al adivinar la casa de Amundsen donde vivía el doctor. Me llevó allí a cenar.
Me pareció que se le ocurrió de
improviso invitarme, un día al cruzarnos por el pasillo. Quizá se sentía
obligado al recordar que había sugerido reunimos alguna vez para comentar
cuestiones didácticas.
Me
propuso quedar la misma noche que se representaba Pinafore, y yo ya me había comprado
la entrada.
—Bueno,
yotambién —me contestó cuando se lo
dije—. Eso no significa que haya que ir.
—Me
siento un poco comprometida con Mary.
—Bueno,
así ya podrá no sentirse en compromiso. La obra será espantosa, créame.
Aunque
no pude ver a Mary, para avisarla, hice lo que el doctor Fox me dijo. Me quedé esperándolo
donde me pidió, en el porche de la puerta principal. Llevaba mi mejor vestido,
de crespón verde oscuro con botoncitos de perla y cuello de encaje auténtico, y
había conseguido embutir los zapatos de ante con tacón alto en las botas para
la nieve. Esperé más allá de la hora convenida; al principio me inquietaba que
la enfermera jefe me viera allí plantada al salir de su despacho, y luego que
el doctor hubiera olvidado la cita.
Al final
llegó, todavía abrochándose
el abrigo, y se disculpó.
—Siempre
aparece algún cabo suelto a última hora —dijo mientras rodeábamos el edificio
hasta su coche, bajo las estrellas—. ¿Puede
caminar bien? —Cuando le dije que sí aunque me preocupaban los zapatos de ante,
no se ofreció a darme el brazo.
Tenía
un coche viejo y destartalado, como la mayoría en aquellos tiempos. Sin
calefacción. Cuando dijo que íbamos a su casa, me tranquilicé. No veía cómo nos
las arreglaríamos entre el gentío del hotel, y esperaba no tener que pasar con
los bocadillos de la cafetería.
Al entrar me dijo que no me quitara el abrigo hasta que se
caldeara un poco el ambiente. Prendió la estufa de leña sin pérdida de tiempo.
—Seré
su portero, su cocinero y su sirviente —dijo—. Enseguida se estará a gusto aquí
dentro, y la comida no me llevará mucho tiempo. No hace falta que me ayude,
prefiero cocinar solo. ¿Dónde quiere esperar? Puede ir a la sala de estar y
echar un vistazo a los libros. Supongo que con el abrigo puesto será
soportable. La casa se calienta con estufas de leña, y solo enciendo las de los
cuartos que se van a usar.
El interruptor está detrás de la puerta. ¿No le importa que ponga las
noticias? Es una costumbre que tengo.
Fui a
la sala de estar, con la impresión de acatar una orden. Al ver que dejaba
abierta la puerta de la cocina, el doctor la cerró.
—Solo
hasta que aquí dentro se caliente un poco —dijo, antes de concentrarse en las noticias de aquel último año de la
guerra, que el locutor de la CBC daba con un dramatismo lúgubre, casi
litúrgico.
Habría
preferido quedarme en la cocina, porque no había oído aquella voz
desde que me fui de casa de mis abuelos, pero había un sinfín de libros en los
que perder la mirada. No solo en las estanterías, sino también apilados en las
mesas, las sillas, las repisas de las ventanas e incluso en
el suelo. Tras echar una ojeada,
llegué a la conclusión de que debía de comprar los libros por lotes, y que lo
más probable es que estuviera suscrito a varios círculos de lectores. Los
Clásicos de Harvard. Los tratados de historia de Will y Ariel Durant. Las
mismas colecciones de las estanterías de mi abuelo. A primera vista no
abundaban tanto la novela y la poesía,
aunque descubrí varios
clásicos infantiles sorprendentes.
Libros
sobre la guerra de Secesión, la guerra de Sudáfrica, las guerras napoleónicas,
las guerras del Peloponeso,
las campañas de Julio César. Exploraciones de la Amazonia y el Ártico, Shackleton atrapado en el hielo, El funesto destino de
Franklin, La partida de Donner, Las
tribus perdidas, Ciudades
enterradas del África
Central, Newton y la
alquimia, Secretos del Hindú
Kush. Libros que hablaban de
alguien ávido de conocimiento, por acaparar grandes masas dispersas del saber.
Quizá no muy firme y exigente en sus gustos.
Así que
cuando me preguntó «¿Qué novela rusa?» tal vez no se apoyara en una plataforma
tan sólida como imaginé.
Cuando me
avisó de que la
cena estaba lista, abrí la puerta armada de un escepticismo recién descubierto.
—¿Con
quién coincide, con Naphta o con Settembrini? —le pregunté.
—¿Perdón?
— En La
montaña mágica. ¿A quién prefiere, a Naphta o a Settembrini?
—Si le
soy sincero, los dos me han parecido siempre un par de charlatanes. ¿Y usted?
—Settembrini me
parece más humano, pero Naphta es más interesante.
—¿Eso
fue lo que le dijeron en la escuela?
—No lo
leí en la escuela —dije con frialdad.
Me miró
de reojo, enarcando la ceja.
—Disculpe. Si hay algo aquí que le interesa, tómese la
libertad. Tómese la libertad de venir aquí en su tiempo libre. Podría dejarle
preparada una estufa eléctrica,
pues supongo que no tiene experiencia
con las estufas
de leña. Pensémoslo, ¿de
acuerdo? Buscaré una llave de sobras que tengo por ahí.
—Gracias.
De
cena, costillas de cerdo con puré de
patatas y guisantes de lata. De postre había una tarta de manzana de la
pastelería, que hubiera ganado con un golpe de horno.
Quiso
que le hablara de la vida en Toronto, la universidad, mis abuelos. Imaginaba
que me habían criado en la senda de la virtud, ¿verdad?
—Mi
abuelo es un párroco protestante liberal, al estilo de Paul Tillich.
—¿Y
usted? ¿La nietecita liberal?
—No.
—Touché.
¿Le parezco grosero?
—Depende.
Si me lo pregunta como empleada, no.
—Entonces
continuaré. ¿Tiene novio?
—Sí.
—En las
fuerzas armadas, supongo.
En la
Marina, dije. Me pareció acertado porque
así se explicaría
que nunca supiera dónde
estaba ni recibiera
cartas con regularidad. Sería
comprensible que no volviera de permiso.
El
doctor se levantó y fue a por el té.
—¿En
qué clase de embarcación está?
—Una corbeta.
—Otro acierto. Al cabo de un tiempo podría
decir que había
muerto, porque las corbetas solían acabar torpedeadas.
—Un
muchacho valiente. ¿Leche o azúcar en el té?
—Nada,
gracias.
—Estupendo,
porque no tengo ni una cosa ni la otra. ¿Sabe que cuando miente se le nota? Se
pone colorada.
Si no
lo había hecho ya, me sonrojé entonces. Sentí que el calor me subía desde los
pies y el sudor
me resbalaba por
las axilas. Ojalá no estropeara
el vestido.
—Siempre me
pongo colorada cuando tomo té.
—Ah, ya
veo.
Las
cosas no podían ir a peor, así que
decidí plantarle cara. Volví las tornas y empecé a interrogarlo sobre sus operaciones.
¿Extirpaba
los pulmones, tal como había oído decir?
Si
hubiera seguido con las burlas o dándose
ínfulas —tal vez ese
era el ridículo concepto que tenía de la seducción— creo que me habría
puesto el abrigo y me habría lanzado a la intemperie. Quizá se dio cuenta.
Empezó a hablar de la toracoplastia, y explicó que para el paciente no era una
cirugía fácil, no se quita así como así un pulmón que falla. Curiosamente, ya
Hipócrates conocía la técnica, aunque hacía poco tiempo que se había extendido
la práctica de extirpar el lóbulo.
—P ero
¿no pierde a algunos pacientes? —dije.
Debió
de parecerle que era el momento de bromear de nuevo.
—Desde
luego. Cuando salen corriendo y se esconden en el bosque, no sabemos dónde se
meten... Saltan al lago... Ah, ¿o se refiere a si mueren? A veces las cosas se
tuercen. Sí.
Dijo
que se avistaban grandes cambios en el horizonte. La cirugía que se practicaba
hoy en día pronto quedaría tan obsoleta como las sangrías. Hay un nuevo fármaco
en camino. Estreptomicina. Ya se ha usado en ensayos. Aún plantea problemas,
naturalmente. Toxicidad en el
sistema nervioso. P ero
ya encontrarán la manera de lidiar con eso.
—Y
entonces los matasanos como yo nos quedaremos sin trabajo.
Lavó él
los platos, y yo sequé. Me anudó un paño de cocina a la cintura, para
protegerme el vestido. Tras atar las dos puntas, me posó una mano en la parte
superior de la espalda. Con los dedos separados ejerció una presión tan firme
que casi pareció que examinara mi cuerpo con interés profesional. Al irme a la
cama todavía notaba la presión de aquellos dedos, con una intensidad creciente
desde el dedo meñique hasta el duro pulgar. Me gustó. Fue más importante que el
beso que me dio en la frente, justo antes de salir de su coche. Un beso con los
labios secos, breve y formal, impuesto con autoridad precipitada.
La
llave de su casa apareció en el suelo de mi habitación; la había deslizado por
debajo de la puerta en
mi ausencia. Aunque de todos modos no iba a usarla. Si el
ofrecimiento hubiera venido de cualquier
otra persona, no habría
dejado pasar la oportunidad. Y menos sabiendo que había una estufa. En cambio, la presencia
de ese hombre nunca me haría sentir cómoda, ni antes ni después; siempre sería
un placer tenso y enervante, más que gozoso. Me hacía temblar aun cuando no
hiciera frío, y no creía que en su casa hubiera podido leer una sola palabra.
Creí
que Mary me regañaría por haberme perdido su Pinafore. Pensé en decirle que no
me encontraba bien,
que me había resfriado, pero me acordé de que allí los resfriados eran
un asunto serio, que requería mascarillas y desinfectante, que entrañaba el
destierro. Y pronto entendí que de todos modos ocultar mi visita a la casa del
médico sería una causa perdida. No era un secreto para nadie, hasta las
enfermeras debían de saberlo, aunque no lo comentaran, bien por altivez y
discreción, bien porque ya no les interesaban esos líos. En cambio las
auxiliares quisieron sonsacarme.
—¿Qué,
lo pasaste bien en la cena de la otra noche?
Hablaban
con cordialidad, como si lo aprobaran. Daba la impresión de que mis
peculiaridades de pronto sumaran fuerzas
con las peculiaridades del doctor, que
ya eran de sobra conocidas y se respetaban.
Mejoró mi reputación. Por rara
que fuera, parecía que al menos podía conseguir a un hombre.
Mary no
apareció por allí en toda la semana.
«Hasta
el sábado», acordamos justo antes de que me administrara el beso. Así que volví
a esperarlo en el porche de la entrada, y esta vez no llegó tarde. Fuimos en
coche hasta su casa y esperé en la sala de estar mientras él encendía el fuego.
Reparé en la estufa eléctrica, cubierta de polvo.
—No
aceptaste mi ofrecimiento —me dijo
tuteándome—. ¿Creíste que no era
sincero? Yo nunca hablo por hablar.
Le dije
que no había querido ir al pueblo por miedo a encontrarme con Mary.
—Por no
haber ido al concierto.
—A ver
si vas a vivir tu vida en función de Mary —me reprochó.
El menú
fue muy parecido al anterior. Chuletas de cerdo, puré de patatas, maíz en lugar de guisantes.
Esta vez me dejó ayudarlo en la cocina, incluso me pidió que pusiera la mesa.
—Y de
paso sabrás dónde están las cosas. Todo sigue un orden lógico, creo.
Así
pude verlo trabajar en los fogones. La facilidad con que se concentraba, la
economía de sus movimientos, me provocaron
una sucesión de chispazos y escalofríos.
Acabábamos
de empezar a comer cuando llamaron a la puerta. En cuanto se descorrió el
cerrojo, Mary irrumpió en la vivienda.
Dejó
una caja de cartón en la mesa para quitarse el abrigo, bajo el que llevaba un
traje rojo y amarillo.
—Feliz
día de San Valentín, aunque con retraso
—dijo—. Como no vinisteis al
concierto, el concierto viene aquí. Y también traigo un regalo.
Su
magnífico equilibrio le permitía aguantarse en un solo pie mientras se sacaba
las botas a patadas, primero una, luego la otra. Las quitó de en medio y empezó
a brincar alrededor de la mesa, cantando con su joven voz, lastimera y
vigorosa a un tiempo.
I’m called Little Buttercup, Poor Little Buttercup,
Though I can
never tell why.
But still I’m called Little Buttercup
Poor Little Buttercup, Dear Little Buttercup...
Antes
de que empezara a cantar, el doctor se levantó y se metió en la cocina a rascar
la sartén donde había preparado las
chuletas de cerdo.
Cuando
Mary acabó la canción aplaudí.
—Qué
traje tan precioso —le dije.
Y lo era.
Falda roja, enaguas de un amarillo vivo, delantal blanco de volantes, corpiño
bordado.
—Me lo
ha hecho mi madre.
—¿El
bordado también?
—Claro.
Se quedó despierta hasta las cuatro de la mañana para tenerlo listo el día de
la obra.
Siguió
dando vueltas y zancadas para lucir el vestido. Se oía el ruido de loza en la
cocina. Volví a aplaudir. Ambas
queríamos solo una cosa. Queríamos que el doctor volviera y
dejara de ignorarnos. Que
dijera, aunque a desgana, una palabra de cortesía.
—Y
mira qué
más traigo —dijo
Mary, rasgando la caja—. Para un enamorado. —Eran galletas de San
Valentín, en forma de corazón y cubiertas con un generoso baño rojo.
—Qué espléndido
—dije, y Mary siguió con sus cabriolas.
I am the Captain of the Pinafore.
And a right good captain, too!
You're very, very good, and be it understood
I command a right good crew.
El
doctor se volvió al fin y la chica lo saludó.
—De
acuerdo —dijo él—. Ya basta. Ella no le hizo caso.
Then give three cheers and one cheer more
For the hardy captain of the Pinafore...
—He
dicho que ya basta.
For the
gallant captain of the Pinafore...
—Mary.
Estamos cenando. Y nadie te ha invitado a venir. ¿Lo entiendes? No estás
invitada.
Por fin
la chica se calló, aunque apenas un momento.
—Vale,
al cuerno contigo. No eres muy amable, que digamos.
—Y más
vale que te dejes de tanta galleta. Mejor
que ni las
pruebes. Vas camino
de ponerte tan rolliza como un cerdo.
Mary
hinchó los mofletes como si fuera a echarse a llorar, pero se contuvo.
—Mira
quién habla. El bizco —saltó.
—Basta
ya.
—Es que
es verdad.
El
doctor cogió las botas del suelo y se las plantó delante.
—Póntelas.
Ella
obedeció con los ojos llenos de lágrimas, moqueando. Sorbió con fuerza con la
nariz. Aunque el doctor le acercó el abrigo, no la ayudó al ver que se retorcía
para meter los brazos y encontrar los botones.
—Muy
bien. Y ahora dime, ¿cómo has venido?
Ella se
negó a responder.
—Andando,
¿no? ¿Dónde está tu madre?
—Tiene
partida de euchre.
—Bueno, puedo
llevarte a casa. Así no tendrás ocasión de tirarte por un
terraplén de nieve y congelarte por pura autocompasión.
No dije
nada. Mary no me miró ni una sola vez. Era un momento demasiado tenso para
despedidas.
Cuando
oí que el coche arrancaba, empecé a quitar la mesa. No habíamos llegado al
postre, que otra vez era tarta de manzana.
Quizá no conociera más tipos de
tarta, o era la única que hacían en la panadería.
Me comí
una de las galletas en forma de corazón, y el baño me pareció empalagoso. No
tenía sabor a moras o a cereza, era solo azúcar con colorante rojo. Me comí
otra, y otra.
Sabía que
por lo menos tendría que haberle dicho adiós a Mary. Haberle dado las gracias.
Aunque daba igual. Me dije que daba igual. La escena no iba dirigida a mí. O
quizá solo muy de refilón.
Me sorprendía
que él hubiera sido tan cruel. Y con alguien tan necesitado. Aunque en
cierto modo lo había hecho por mí. Para disfrutar del rato que pasaba conmigo.
La idea me halagó, y me avergoncé por ello. No sabía lo que le diría cuando
volviera.
No
quiso que dijera nada. Me llevó a la cama. ¿Era algo que estaba en las cartas
desde el principio, o le sorprendió casi tanto como a mí? Mi virginidad cuando
menos no pareció sorprenderlo, porque trajo una toalla, además del condón, y le puso empeño, toda la delicadeza que
pudo. Mi pasión quizá sí fuera una sorpresa
para ambos. La imaginación
resultó ser, a fin de cuentas, una
escuela tan buena como la experiencia.
—Tengo
intención de casarme contigo —me dijo.
Antes
de llevarme a casa tiró por la nieve todas las galletas, todos aquellos
corazones rojos, para alimentar a los pájaros del invierno.
Así que
quedó apalabrado. Nuestro repentino compromiso, aunque él recelara de la
palabra, quedó apalabrado entre los dos. A mis abuelos no les diría nada. La
boda se celebraría cuando se las arreglara para conseguir un par de días libres.
Sería una boda monda y lironda,
dijo. Me pidió que entendiera que la idea de una ceremonia en presencia de
gente con una mentalidad tan pacata, y
para colmo aguantar sus burlas y sonrisitas, era más de lo que estaba dispuesto
a soportar.
Tampoco
era partidario de los anillos de diamantes. Le dije que nunca había querido
tener uno, y era cierto, porque nunca lo había pensado. Perfecto, ya sabía que
no era de esas chicas preocupadas por
convenciones estúpidas.
Sería
mejor que no volviéramos a cenar juntos, no solo por las habladurías,
sino por lo que costaba conseguir carne para dos con una sola cartilla de
racionamiento. Mi cartilla no podía
usarla, porque se la había entregado a la encargada de la cocina, la madre de
Mary, en cuanto empecé a comer en el sanatorio.
Mejor
no llamar la atención.
Claro
que todo el mundo sospechaba algo. Las enfermeras mayores de pronto fueron
cordiales conmigo, e incluso la jefa procuraba esbozar una sonrisa cuando me
veía. Empecé a acicalarme modestamente, sin apenas proponérmelo. Solía
quedarme absorta, en un gesto
aterciopelado, con la mirada baja. La verdad
es que no
se me ocurrió
que esas mujeres curtidas por la
edad aguardaran a ver el giro de aquella
relación íntima, y que no dudarían en poner el grito en el cielo si el doctor decidía abandonarme.
Fueron
las auxiliares las que se pusieron de mi parte sin reservas, y bromeaban
diciendo que veían campanas de boda en los posos del té.
El mes
de marzo fue nefasto y ajetreado tras las puertas del hospital. Siempre era el
peor mes, según las auxiliares. A la gente le daba por morirse, justo después
de haber superado los embates del invierno. Cuando un niño no se presentaba en
clase, no sabía si era porque había empeorado drásticamente o solo guardaba
cama ante la sospecha de un resfriado. Me había hecho con una pizarra portátil
y había escrito los nombres de todos los niños en los márgenes. Ahora ni
siquiera tenía que borrar a los que iban a ausentarse una temporada. Otros niños lo
hacían por mí, sin mencionar nada. Conocían el protocolo mejor que yo.
Aun
así, el doctor encontró tiempo para hacer algunos preparativos. Me pasó una
nota por debajo de la puerta avisándome de que lo tuviera todo listo para la
primera semana de abril. A menos que hubiera una verdadera crisis, podría
conseguir un par de días.
Vamos a
Huntsville.
Ir a
Huntsville: la clave de que nos casamos.
Ha
empezado el día que sin duda recordaré toda la vida. Llevo mi vestido de
crespón verde recién sacado de la tintorería y enrollado con esmero en mi pequeño
bolso de viaje. Mi abuela me enseñó que el truco para que la ropa no se
arrugue es enrollarla bien prieta en lugar de doblarla. Supongo que me tendré que cambiar en algún lavabo. Voy mirando las
veras del camino por si hubiera alguna flor silvestre temprana con la que
hacerme un ramo. ¿Me pondría objeciones a que llevara ramo?
Aún es pronto para las
caléndulas, de todos
modos. Por la carretera serpenteante desierta no se ven más que píceas
negras raquíticas, islotes de enebro invasor y tremedales. Y como una
cuchillada corta la carretera un amasijo de esas rocas que ya me parecen
familiares, hierro ensangrentado entre lajas de granito.
La
radio del coche está encendida y suena una música triunfal, porque los Aliados
se acercan cada vez
más a Berlín.
Alister, el doctor Fox, dice que
se están retrasando para dejar que los rusos entren primero. Y que luego lo
lamentarán.
Ahora que estamos lejos de Amundsen, me doy cuenta
de que puedo llamarlo Alisten. Es el trayecto más largo que hemos hecho, me
excitan su indiferencia viril, ahora que sé con qué rapidez puede darse un
vuelco, y la despreocupación y la habilidad con que conduce. Aunque jamás se
me ocurriría reconocerlo, me parece excitante que sea cirujano. Creo que ahora
mismo podría ofrecerme a él en cualquier tremedal o agujero cenagoso, o dejar
que me aplastara la columna vertebral contra cualquier roca a la vera del
camino, si exigiera un encuentro vertical. Sé también que esos sentimientos debo
reservarlos para mí.
Me
concentro en el futuro. Espero que en Huntsville encontremos
a un cura y que nos case en un
salón modesto, aunque con una elegancia parecida al salón de mis abuelos y los
salones que he conocido toda la vida. Recuerdo que la gente seguía acudiendo a
mi abuelo con propósitos
matrimoniales incluso después de
que se retirara. Mi abuela se ponía un poco de colorete y sacaba la chaqueta
azul marino de raso que guardaba para hacer de testigo en tales ocasiones.
Descubro,
sin embargo, que hay otras maneras
de casarse, y
otra aversión de mi
futuro esposo en la que
no se me
había ocurrido pensar. No quiere tener nada que ver con los curas. En el
ayuntamiento de Huntsville rellenamos los formularios, donde se da fe de que
ambos somos solteros, y concertamos cita para que nos case el juez de paz ese
mismo día.
Hora de
comer. Alister se para frente a un restaurante que podría ser un primo hermano
de la cafetería de Amundsen.
—¿Te va
bien aquí?
Al
verme la cara cambia de opinión.
—¿No?
—pregunta—. De acuerdo. Acabamos almorzando
en el gélido comedor de una de las casas de comidas más refinadas que anuncian platos de
pollo. Los platos están helados,
no hay más comensales, ni música de
fondo, solo el tintineo de
nuestros cubiertos mientras tratamos de despiezar el pollo correoso. Seguro que
piensa que nos hubiera ido mejor en el restaurante que sugería él.
A pesar de todo tengo el valor de preguntar por el lavabo de señoras, y
allí, venciendo un aire aún más frío que el del comedor, sacudo mi vestido verde, me lo pongo, me
retoco el pintalabios y me arreglo el pelo.
Cuando salgo,
Alister se levanta para
recibirme, sonríe al estrecharme la mano y dice que estoy preciosa.
Volvemos
al coche caminando de la mano, entumecidos. Me abre la puerta, se monta por
el otro
lado y se acomoda para
arrancar el coche. Aun así, no
llega a darle al contacto.
El
coche está aparcado delante de una ferretería. Se venden palas de quitar la
nieve a mitad de precio. En el escaparate sigue colgado el cartel de que allí
se afilan patines.
Al otro
lado de la calle hay una casa de madera
pintada de un amarillo aceitoso.
Los escalones de la entrada no
deben de ser seguros, porque dos tablones clavados en forma de equis impiden el
paso.
El
camión aparcado delante del coche de Alister es de un modelo de antes de la
guerra, con un estribo y una franja de óxido en el guardabarros. Un hombre con
peto de trabajo sale de la ferretería y se monta en el vehículo. El motor arranca
quejumbroso y, tras varios traqueteos y saltos, el camión se aleja. Llega una
camioneta de reparto
con el nombre del establecimiento
en letras impresas y aparca en el hueco libre. Al ver que le falta espacio, el
conductor se baja y da unos golpecitos
en la ventanilla de Alister. Alister se sorprende: si no hubiera estado tan enfrascado
hablando, habría reparado en el problema.
Baja la ventanilla y el hombre pregunta
si hemos aparcado para comprar en
la tienda. Si no, ¿podríamos mover el
coche?
—Nos vamos
—dice Alister, el hombre sentado a mi lado que iba a casarse conmigo
pero ya no va a casarse—. Ya nos íbamos.
Ha
hablado en plural. Por un instante me aferró a ese «nosotros» implícito, hasta
que me doy cuenta de que es la última vez. La última vez que hablará de mí y de
él en plural.
No es
el «nosotros» lo que importa, no es eso lo que me revela la verdad. Es el tono
de hombre a hombre con que se dirige al
conductor del camión,
la disculpa serena
y razonable latente de su voz. En ese momento deseé volver a lo que estaba diciendo antes, cuando
ni siquiera había reparado en la camioneta que quería aparcar. Aunque lo que
decía era terrible, en la firmeza con
que agarraba el volante, en la firmeza y en la vehemencia y en su voz
había dolor. Más allá de lo que dijera o lo que quisiera expresar, en ese
momento hablaba desde las mismas honduras que cuando estuvo en la cama
conmigo. Después de hablar con el otro hombre, ya no. Sube la ventanilla y se
concentra en sacar el coche del espacio
angosto sin rozar la camioneta.
Y,
apenas un momento después, me alegraría
incluso de volver a ese instante,
cuando alargó el cuello para mirar atrás. Mejor eso que conducir como conduce
ahora, por la calle principal de
Huntsville, como si no hubiera más que decir ni nada que
arreglar.
No
puedo, ha dicho.
Ha
dicho que no puede seguir adelante. No puede explicarlo.
Solo
que es una equivocación.
Pienso
que nunca podré volver a ver eses con florituras como las del cartel de «Se
afilan cuchillas» sin oír su voz. O tablones clavados toscamente en forma de equis como los que atraviesan la escalinata de la casa
amarilla, enfrente de la tienda.
—Voy a llevarte a la estación. Te compraré un
billete a Toronto. Estoy seguro de que hay un tren a Toronto a última hora de
la tarde. Se me ocurrirá alguna historia verosímil y haré que
alguien se ocupe de recoger tus cosas. Tendrás que darme
tu dirección de Toronto, porque me parece que no la guardé. Ah, y te escribiré
una carta de recomendación. Has hecho un buen trabajo. De todos modos no
hubieras acabado el curso... No te lo había dicho, pero van a trasladar a
los niños. Se avecinan grandes cambios.
Habla
con un tono distinto, próximo a la alegría. Un alivio casi bullicioso. Se
esfuerza por ocultarlo, quiere contener el alivio hasta que me haya ido.
Miro
las calles con la sensación de que
me llevan al matadero. Aún no. Aún falta
un poco. Aún no he oído su voz por última vez. Aún no.
Conoce el camino.
Me pregunto en voz alta a cuántas chicas ha dejado antes
en un tren.
—Vamos,
no seas así —dice.
Con
cada curva siento que me arrancan la vida a pedazos.
Hay un
tren a Toronto a las cinco de la tarde. Me ha dicho que espere en el coche
mientras va a preguntar. Sale con el billete en la mano y me da la impresión de
que camina más ligero. Debe de haberse dado cuenta, porque al acercarse de
nuevo al coche sus movimientos son más reposados.
—En la
estación se está mejor, con la calefacción. Hay una sala de espera reservada
para mujeres.
Me ha
abierto la puerta del coche.
—¿O
prefieres que me quede hasta que te marches? Quizá podamos tomar un pedazo de
tarta en algún sitio decente. La comida ha sido espantosa.
El
comentario me saca de mi ensimismamiento. Camino delante de él hasta la
estación. Me indica la sala de espera
para señoras con el dedo. Enarca una ceja y trata de hacer una última broma.
—Aunque
no lo sepas, quizá hoy haya sido uno de los días más afortunados de tu vida.
En la
sala de espera de las mujeres elijo un banco desde donde se vea la puerta
principal de la estación. Por si vuelve. Me dirá que todo ha sido una broma. O
una prueba, como en uno de esos dramas medievales.
O tal
vez haya cambiado de idea. Mientras conducía por la carretera, al ver la pálida
luz primaveral sobre las rocas que tan poco tiempo antes contemplábamos juntos.
Al darse cuenta de la locura que ha cometido, gira en seco y vuelve a toda velocidad.
Falta
por lo menos una hora para que el tren a Toronto entre en la estación, pero
pasa sin que apenas
me dé cuenta. Y ni siquiera
cuando llega el tren cesan las fantasías. Llego a mi compartimento como si
arrastrara grilletes. Con la cara pegada a la ventanilla miro el andén por
última vez, mientras el silbato anuncia
la salida del tren. Y quizá aún no sea demasiado tarde para bajarme de un salto
y cruzar la estación corriendo hasta la calle, donde Alister acaba de aparcar
el coche y sube las escaleras pensando,
que no sea
demasiado tarde, por favor, que no sea demasiado tarde.
Voy
corriendo a su encuentro. No es demasiado tarde.
Y ¿qué
es ese jaleo? De pronto el tren se llena
con los gritos y los chillidos de una pandilla que sube en el último
momento y pasa junto a los asientos a trompicones. Son chicas con los trajes de
deporte del instituto, van desternillándose de risa por las molestias que
causan, mientras el revisor, contrariado, las apremia para que se sienten.
Una de
ellas, quizá la más vocinglera, es Mary.
Aparto
la mirada inmediatamente.
Pero ahí
está, llamándome a gritos y
queriendo saber dónde he estado.
He ido
a ver a una amiga, le digo.
Se deja
caer a mi lado y me dice que han jugado a baloncesto contra el equipo de
Huntsville. Ha sido un desmadre. Han perdido.
—Hemos
perdido, ¿no? —pregunta en voz alta, con
una alegría bullanguera, y las otras
gruñen y se ríen por lo bajo. Menciona el resultado, que desde luego es
bochornoso.
—Qué
elegante vas —me dice, aunque no le importa mucho, y parece que acepta mi explicación sin verdadero interés.
Apenas
parece oírme cuando le digo que voy a Toronto
a visitar a mis abuelos,
salvo porque comenta que deben de ser viejísimos. Ni una palabra sobre
Alister. Ni siquiera una mala palabra. No puede haber olvidado lo que pasó,
solo habrá arreglado la escena para guardarla en un armario, junto a otras
sombras del pasado. O quizá realmente sea
capaz de lidiar con la humillación hasta extremos temerarios.
Ahora recuerdo
a aquella chica con gratitud, aunque en aquel momento no pudiera sentir lo mismo. De haber estado sola, ¿qué habría
hecho al llegar a Amundsen? Puede que hubiera saltado del tren y corrido hasta
su casa, queriendo saber por qué,
por qué. Qué vergüenza hubiera pesado sobre mí para siempre. En
cambio, cuando el tren paró, las
chicas del equipo
apenas tuvieron tiempo de recoger sus cosas mientras saludaban desde
las ventanillas a los que habían ido a esperarlas y el revisor les advertía que,
si no espabilaban, acabarían en Toronto.
Durante
años pensé que volvería a encontrarme con Alister. Vivía, y aún vivo, en
Toronto, y creía que todo el mundo acababa en Toronto alguna vez, aunque fuera
de paso. Claro que eso no garantiza que vayas a ver a esa persona, suponiendo
que lo desearas.
Al fin
sucedió. Cruzando una calle concurrida, donde ni siquiera se podía aminorar
el paso.
Caminando en direcciones opuestas. Mirando al mismo tiempo,
visiblemente impresionados,
nuestros rostros maltratados por el tiempo.
—¿Cómo
estás? —me gritó.
—Bien
—contesté. Y, por si acaso, añadí —: Feliz.
En
aquel momento era verdad solo en general. Arrastraba una especie de discusión
farragosa con mi marido, por el pago de una deuda en la que se
había metido uno de sus
hijos. Aquella tarde había ido a ver una exposición en una galería de arte,
para despejarme.
Me
contestó una vez más.
—Bien
hecho.
Aún
pareció que podríamos abrirnos paso entre el gentío, que en un momento
estaríamos juntos. Tan inevitable, sin embargo, como que seguiríamos nuestro
camino. Y eso hicimos. No hubo un grito entrecortado, ni una mano en el
hombro cuando llegué a la acera. Solo
el destello que capté en uno de sus ojos, apenas más abierto que el
otro. El ojo izquierdo, tal como lo recordaba, siempre el izquierdo, que le
daba aquella expresión de extrañeza, alerta y asombro, como si se le acabara de
ocurrir una idea tan descabellada que diera risa.
Para mí
fue igual que cuando me marché de Amundsen en aquel tren, todavía aturdida y
perpleja.
La
verdad es que en el amor nada cambia demasiado.
Alice Munro
Mi querida vida
Lumen, Barcelona, 2013
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