Sacacorchos Ilustración de Triunfo Arciniegas |
Alice Munro
RADICALES LIBRES
RADICALES LIBRES
RADICALES LIBRES
Al
principio la gente llamaba por teléfono para cerciorarse de que Nita no estaba
demasiado deprimida, ni demasiado sola, ni comía demasiado poco o bebía
demasiado. (Había sido una bebedora de vino tan diligente que muchos olvidaban
que tenía completamente prohibido beber.) Ella mantenía las distancias, sin
parecer ni dignamente afligida ni anormalmente animada, ni distraída ni confundida.
Decía que no necesitaba que le hicieran la compra, que se las arreglaba con lo
que tenía a mano. Tenía las medicinas que le habían recetado y suficientes
sellos para las cartas de agradecimiento.
Sus
mejores amigos probablemente sospechaban la verdad: que no se molestaba en
comer mucho y que si llegaba alguna carta de pésame la tiraba a la basura. Ni
siquiera había escrito a personas que vivían lejos, para evitar dichas cartas.
Ni siquiera a la anterior esposa de Rich, que vivía en Arizona, ni al hermano,
que vivía en Nueva Escocia y del que estaba bastante distanciado, a pesar de
que ellos quizá entenderían mejor que la gente más cercana por qué había
seguido adelante con el no funeral como lo había hecho.
Rich le gritó que se iba al pueblo, a la
ferretería. Eran como las diez de la mañana; había empezado a pintar la verja
de la terraza. Es decir, estaba raspándola para pintarla y la vieja rasqueta se
le rompió en las manos.
A Nita
no le dio tiempo a pensar por qué tardaba Rich. Él se in- clinó sobre el cartel
que había en la acera, delante de la ferretería, que anunciaba cortacéspedes de
oferta. No le dio tiempo ni a entrar en la tienda. Tenía ochenta y un años y
buena salud, salvo una leve sordera en el oído derecho. El médico le había
hecho un reconocimiento hacía solo una semana. Nita se enteraría de que el
reciente reconocimiento, el certificado médico favorable, se repetía en un
sorprendente número de los casos de muerte súbita con que se encontró de repente.
Casi te da por pensar que habría que evitar tales visitas, dijo.
Solamente
debería haber hablado en esos términos con sus mal- habladas amigas Virgie y
Carol, sus íntimas, mujeres casi de su misma edad, sesenta y dos años. A los
más jóvenes ese lenguaje les parecía indecoroso y ambiguo. Al principio estaban
más que dispuestos a formar una piña alrededor de Nita. No llegaron a hablar
del proceso de duelo, pero Nita se temía que empezaran en cualquier momento.
En
cuanto se metió con los preparativos, todos menos los más fieles y fiables se
replegaron, naturalmente. La caja más barata, a enterrarlo de inmediato, sin
ceremonia de ninguna clase. En la funeraria dieron a entender que a lo mejor
era ilegal, pero Nita y Rich lo tenían muy claro. Se habían informado hacía
casi un año, cuando a Nita le dieron el diagnóstico definitivo.
«¿Cómo iba yo a saber que se me iba a adelantar?»
La
gente no se esperaba un funeral tradicional, pero sí les apetecía algún rito
moderno. La exaltación de la vida. Escuchar su música preferida, todos cogidos
de la mano, contar anécdotas elogiosas de Rich
mientras pasaban de puntillas y con humor sobre sus rarezas y sus
perdonables defectos.
Esas
cosas que Rich decía que le daban ganas
de devolver.
De modo
que el asunto se despachó enseguida y el revuelo y el calor que la había
rodeado se disiparon, si bien ella suponía que algunas personas seguirían
diciendo que las tenía preocupadas. Virgie y Carol no lo decían. Únicamente
decían que era una vieja bruja y una egoísta si pensaba dañarla antes de lo
necesario. Se pasarían por su casa y la resucitarían con Grey Goose; eso
decían.
Nita
decía que no pensaba hacerlo, aunque sí le veía cierta lógica. De momento su
cáncer había remitido; a saber qué quería decir eso realmente. No significaba
que estuviera «en regresión». O no para
siempre. Su hígado es la principal sala de operaciones y mientras ella se
limite a comisquear no se queja. Lo
único que deprimiría a sus amigas sería recordarles que no puede beber
vino. Ni vodka.
Después
de todo, de algo le había servido la radioterapia de la primavera pasada. Ahora
es pleno verano. Piensa que ya no tiene un color tan bilioso, pero a lo mejor
eso solo significa que se ha acostumbrado.
Se
levanta temprano, se lava y se viste con lo que tenga a mano. Pero al menos se viste y se lava, se cepilla
los dientes y se arregla un poco el pelo, que ha vuelto a salirle bastante
bien, canoso alrededor de la cara y oscuro por detrás, como antes. Se pinta los
labios y se os- curece las cejas, que se le han quedado muy despobladas, y por
la misma consideración de toda la vida
hacia una cintura estrecha y unas caderas moderadas, comprueba los progresos
que ha hecho en ese sentido, aunque sabe que la palabra adecuada para calificar
todo su cuerpo en esos momentos sería «escuálido».
Se
sienta en su amplio sillón de costumbre, rodeada de montones de libros y
revistas sin abrir. Da unos sorbos cautelosos a la infusión aguada que ahora
sustituye al café. En su momento pensó que no po- dría vivir sin café, pero
resulta que en realidad lo que quiere entre las manos es el tazón caliente; eso
es lo que ayuda a pensar o a hacer lo que haga durante la sucesión de las
horas, o de los días.
Esa
casa era de Rich. La compró cuando estaba con su esposa Bett. No
iba a ser sino un sitio para los fines de semana, cerrado durante el invierno.
Dos dormitorios minúsculos, una cocina adosada, a un kilómetro del pueblo. Pero
al cabo de poco tiempo ya estaba trabajando en ella: aprendió carpintería,
construyó un ala con dos dormitorios y dos cuartos de baño y otra para su
despacho, transformó la casa original en un salón-comedor-cocina. A Bett empezó
a interesarle; al principio decía que no entendía por qué había comprado semejante
cuchitril, pero siempre se implicaba en las mejoras prácticas y compró dos
mandiles de carpintero a juego. Necesitaba algo a lo que dedicarse cuando
terminó y publicó el libro de cocina que le había llevado varios años. No
tenían hijos.
Y
mientras Bett le contaba a la gente que había encontrado su lugar en la vida
como ayudante de carpintero y que eso los había unido más a Rich y a ella, Rich se enamoraba de Nita. Ella trabajaba en la
secretaría de la universidad donde Rich
daba clase de literatura medieval. La primera vez que hicieron el amor
fue entre las virutas y la madera serrada de lo que llegaría a ser la
habitación principal con techo arqueado. Nita se dejó las gafas de sol, no a
propósito, aunque Bett, que jamás se dejaba nada en ningún sitio, no se lo
creyó. Después vino la consabida y dolorosa trifulca, tras la cual Bett se
marchó a California y después a Arizona,
Nita dejó su trabajo por sugerencia de la secretaría y Rich perdió la oportunidad de ser decano de
letras. Él se prejubiló y vendió la casa de la ciudad. Nita no heredó el mandil
de carpintero más pequeño y se dedicó a leer de buena gana sus libros en medio
del desorden, a preparar cenas elementales en un hornillo, a dar largos paseos
de exploración de los que volvía con desaliñados ramilletes de lirios atigrados
y zanahorias silvestres que metía en latas de pintura vacías. Más adelante,
cuando Rich y ella ya se habían
instalado, se avergonzaba un poco al pensar en lo dispuesta que había estado a
desempeñar el papel de la mujer joven, la feliz rompehogares, la ingenua
risueña y atolondrada. En realidad era una mujer —no precisamente una chica—
seria, físicamente torpe, tímida, capaz de enumerar todas las reinas de
Inglaterra, no solo los reyes sino también las reinas, y que se sabía de
memoria la guerra de los Treinta Años, pero a quien le daba vergüenza bailar en
público y que jamás aprendería a subirse a una escalera de mano, al contrario
que Bett.
Su casa
tiene una hilera de cedros a un lado y el terraplén de la vía del tren al otro.
El tránsito ferroviario nunca ha sido gran cosa, y ahora pueden pasar solo un
par de trenes al mes. Entre los raíles la maleza crecía profusamente. Una vez,
a las puertas de la menopausia, Nita incitó a Rich a hacer el amor allí arriba, no sobre las traviesas,
naturalmente, sino en el estrecho arcén de al lado, y después bajaron
exageradamente contentos.
Nita
pensaba con detenimiento, cada mañana al sentarse, en los sitios donde
Rich no estaba. No estaba en el cuarto
de baño pequeño, donde seguían sus cosas para afeitarse y las píldoras para
diversos achaques, molestos pero no graves, que Rich se negaba a tirar. Tampoco
en el dormitorio del que Nita acababa de salir después de haberlo recogido. Ni
en el cuarto de baño grande, al que Rich solamente entraba para bañarse. Ni en
la cocina, que se había convertido en el dominio casi exclusivo de Rich durante
el último año. Por supuesto, tampoco estaba en la terraza con la verja a medio
raspar, dispuesto a atisbar en broma por la ventana, frente a la cual en otros
tiempos a veces Nita fingía iniciar un striptease.
Ni en
el despacho. Ese era el sitio donde su ausencia tenía que establecerse con más
firmeza. Al principio Nita necesitaba abrir aquella puerta y quedarse allí,
contemplando los montones de papeles, el ordenador moribundo, las carpetas
desbordantes, los libros que se habían quedado abiertos o boca abajo y los que
se apiñaban en las es- tanterías. Después empezó a conformarse con imaginarse
las cosas.
Un día
de estos tendría que entrar. Lo veía
como una invasión. Tendría que invadir
el cerebro muerto de su marido. Algo que jamás se había planteado. Rich le parecía tal pilar de eficacia y capacidad,
una presencia tan enérgica y firme que siempre había creído, absurdamente, que
viviría más que ella. Después, durante el último año, aquella convicción
absurda se convirtió en una certeza para los dos, o eso pensaba ella.
Primero
arreglaría el almacén de abajo. En realidad era un almacén subterráneo, no un
sótano. Unos tablones servían de pasarelas sobre el suelo de tierra, y las
altas ventanitas estaban cubiertas de telarañas sucias. Allí abajo no había nada
que fuera a necesitar. Solamente estaban las latas de pintura medio vacías de
Rich, varias tablas de diversas longitudes que algún día podían venir bien,
herramientas en buen uso o que más valía tirar. Había abierto la puerta y
bajado los escalones solo en una ocasión, para ver si había alguna luz encendida
y para comprobar que allí estaban los interruptores, con etiquetas al lado para
que supiera cuál correspondía a qué. Cuando subió echó el cerrojo como de
costumbre, por el lado de la cocina. Rich
se reía de esa costumbre suya, y le preguntaba qué amenaza creía que
podía entrar allí, por las paredes de piedra y las ventanas del tamaño de un
elfo.
De
todos modos sería más fácil empezar por allí, cien veces más fácil que por el
despacho.
Hacía
la cama y arreglaba lo que había dejado tirado en la cocina o el cuarto de
baño, pero el esfuerzo de una limpieza a fondo era algo superior a sus fuerzas.
Apenas era capaz de tirar un clip torcido o un imán de la nevera que hubiera
perdido la fuerza de atracción, por no hablar del plato de monedas irlandesas
que se habían traído Rich y ella de un viaje hacía quince años. Todo parecía
haber adquirido un peso y una extrañeza propios.
Carol o
Virgie llamaban todos los días, normalmente a la hora de cenar, cuando pensaban
que a Nita la soledad debía de resultarle menos soportable. Ella decía que
estaba bien, que pronto saldría de su guarida, que necesitaba tiempo, que se
dedicaba a pensar y a leer. Y que comía bien y dormía.
También
eso era verdad, salvo lo de leer. Se sentaba en el sillón, rodeada de libros, y
no abría ninguno. Siempre había leído tanto —una de las razones por las que
según Rich era la mujer adecuada para
él: se sentaba a leer y lo dejaba en paz—, y ahora no aguantaba ni media página
seguida.
Nita no
era de los que nunca vuelven a leerse un libro. Los hermanos Karamazov, El
molino del Floss, Las alas de la
paloma, La montaña mágica una y
otra vez. Cogía uno, pensando en leer un
trocito concreto, y se veía incapaz de dejarlo hasta volver a tragárselo
entero. También leía novela moderna. Siempre novela. Detestaba la palabra «evasión»
aplicada a la ficción. Podría haber argumentado, y no solo por llevar la
contraria, que la evasión era la vida real. Pero esto era demasiado importante
para discutirlo.
Y de
repente, aunque pareciera mentira, todo aquello había desaparecido. No solo con
la muerte de Rich, sino con la inmersión en su enfermedad. Después pensó que se
trataba de un cambio temporal y que resurgiría la magia cuando le retirasen
ciertas medicinas y el tratamiento que la dejaba agotada.
Al
parecer no fue así.
A veces
intentaba explicar el porqué a un interrogador imaginario.
—Tengo
mucho que hacer.
—Es lo
que dice todo el mundo. ¿Qué tienes que hacer?
—Prestar
atención.
—¿A
qué?
—Quiero
decir pensar.
—¿En
qué?
—Da
igual.
Una mañana, después de estar un
rato sentada, pensó que hacía mucho calor. Debía levantarse y poner los
ventiladores. O bien, para ser más
respetuosa con el medio ambiente, podía abrir las puertas de delante y de atrás
y dejar que la brisa, si la había, entrase a la casa por la tela metálica.
Primero
descorrió el cerrojo de la puerta delantera. E incluso antes de que se hubiera
colado un centímetro de la luz de la mañana, vio una raya oscura que le cerraba
el paso a esa luz.
Había
un joven ante la puerta de tela metálica, que tenía el gancho puesto.
—No
quería asustarla —dijo—. Estaba buscando un timbre o algo. He dado un golpecito
en el marco, pero supongo que no me ha oído.
—Perdone
—dijo Nita.
—Tendría
que echarle un vistazo a su caja de fusibles. Si me dice dónde está.
Nita se
apartó un poco para que el joven entrase. Tardó unos momentos en recordarlo.
—Sí.
Abajo —dijo—. Voy a encender la luz para que lo vea. Él cerró la puerta y se
agachó para quitarse los zapatos.
—No se
preocupe —dijo Nita—. No es como si estuviera lloviendo.
—No
está de más. Es una costumbre. En lugar de barro igual le dejaba huellas de
polvo.
Nita
entró en la cocina, incapaz de volver a sentarse hasta que aquel hombre se
marchase. Le abrió la puerta mientras él subía las escaleras.
—¿Todo bien?
—preguntó Nita—. ¿Lo ha encontrado?
—Sí.
Bien.
Nita se
adelantó para acompañarlo hasta la puerta y se dio cuenta de que no oía pisadas
detrás. Se volvió y lo vio de pie, en la cocina.
—No
tendrá por casualidad algo que pueda prepararme para comer, ¿no?
Se
había producido un cambio en su voz, un estallido, con un tono ascendente, que
a Nita le hizo pensar en un humorista de la televisión imitando un gañido con
acento rural. Bajo la claraboya de la cocina vio que no era tan joven. Al abrir
la puerta solamente se había fijado en un cuerpo flacucho, una cara oscura
recortada contra el resplandor de la mañana. Al volver al verlo, el cuerpo era
efectivamente flacucho, pero más consumido que juvenil, con una simpática caída
de hombros. Tenía la cara alargada y como gomosa, y unos ojos prominentes azul
claro. Una mirada jocosa, pero persistente, como si siempre se saliera con la
suya.
—Es que
resulta que soy diabético —dijo—. No sé si conoce a algún diabético, pero el
caso es que cuando te entra el hambre tienes que comer, o se te pone el
organismo raro. Debería haber comido antes de venir, pero me entraron las
prisas. ¿Le importa que me siente?
—Ya se
había sentado a la mesa de la cocina—. ¿Tiene café?
—Tengo
té. Una infusión, si le apetece.
—Claro,
claro.
Nita
puso una medida de té en una taza, enchufó el hervidor y abrió la nevera.
—No
tengo gran cosa —dijo—. Unos huevos. A veces hago un huevo revuelto y le pongo
salsa de tomate. ¿Le apetece? Y podría tostar unos bollos de pan inglés.
—Inglés,
irlandés, abisinio… Lo mismo me da.
Nita
cascó un par de huevos en la sartén, rompió las yemas y lo removió todo con un
tenedor; después cortó un bollo y lo puso en la tostadora. Sacó un plato del
aparador, lo colocó delante del hombre.
Luego sacó cuchillo y tenedor del cajón de la cubertería.
—Bonito plato —dijo él levantándolo como para verse
la cara. Justo cuando Nita se daba la vuelta para seguir con los huevos oyó que
se estrellaba contra el suelo.
—Vaya
por Dios —dijo él con otro tono de voz, chillón y decididamente desagradable—.
Mire lo que he hecho.
—No
pasa nada —contestó Nita, sabiendo que sí pasaba.
—Se me
habrá escurrido de la mano.
Nita
sacó otro plato, lo dejó en la encimera hasta que las rebanadas de pan
estuvieron tostadas y después puso los huevos cubiertos de salsa de tomate
encima.
Mientras
tanto el hombre se había agachado para recoger los trozos de loza. Cogió un trozo que tenía la punta afilada. Cuando
Nita dejó la comida sobre la mesa el hombre se raspó ligeramente un antebrazo
con la punta. Brotaron minúsculas gotitas de sangre, al principio separadas,
después formando un hilillo.
—No es
nada —dijo—. Solo una broma. Sé cómo hacerlo para gastar una broma. Si hubiera
querido hacerlo en serio no habríamos necesitado salsa de tomate, ¿no?
Quedaban
unos trozos en el suelo que él no había visto. Nita se dio la vuelta, con la
intención de coger la escoba, que estaba en un armario cerca de la puerta
trasera. Él la agarró por un brazo como un rayo.
—Usted
siéntese. Quédese aquí sentada mientras yo como. Levantó el brazo ensangrentado
para volver a enseñárselo. Después se hizo un bocadillo con los huevos y el pan
y se lo comió de unos cuantos mordiscos. Masticaba con la boca abierta. El agua
estaba hirviendo.
—¿La
bolsa de té está en la taza?
—Sí.
Bueno, es té en hebras.
—No se
mueva. No la quiero cerca del agua hirviendo, ¿me entiende?
Echó
agua en la taza.
—Parece
heno. ¿No tiene otra cosa?
—Lo
siento. No.
—Deje
de decir que lo siente. Si no tiene otra cosa, no tiene otra cosa. No se ha
creído que venía a ver la caja de fusibles, ¿verdad?
—Pues
sí —dijo Nita.
—Ahora
ya no.
—No.
—¿Está
asustada?
Nita
decidió no tomárselo como una burla sino como una pregunta en serio.
—No lo
sé. Supongo que estoy más sorprendida que asustada. No sé.
—Hay
una cosa, una cosa de la que no debe tener miedo. No voy a violarla.
—No se
me había ocurrido.
—Nunca
se sabe. —El hombre tomó un sorbo de té y torció el gesto—. Solo porque es
usted una mujer vieja. Hay cada uno por ahí… Se lo harían a cualquier cosa.
Niños pequeños, perros, gatos o viejas. Viejos. No son tiquismiquis. Pero yo
sí. A mí solo me interesa lo normal, y con una señora agradable que me gusta y
que le gusto. O sea que quédese
tranquila.
—Lo
estoy, pero gracias por decírmelo —dijo Nita.
El
hombre se encogió de hombros, aunque dio la impresión de sentirse satisfecho de
sí mismo.
—¿El
coche de ahí enfrente es suyo?
—De mi
marido.
—¿De su
marido? ¿Dónde está?
—Ha
muerto. Yo no sé conducir. Quiero venderlo, pero todavía no lo he hecho.
Qué
estúpida, qué estúpida era por contárselo.
—¿Dos
mil cuatro?
—Creo
que sí. Sí.
—Por un
momento he pensado que iba a engañarme con lo del marido, pero no habría
funcionado. Es que lo huelo, si una mujer está sola. Lo sé nada más entrar en
una casa. En cuanto me abren la puerta. Instinto. ¿Y va bien? ¿Sabe el último
día que lo cogió?
—El
siete de junio. El día que murió.
—¿Tiene
gasolina?
—Supongo
que sí.
—Estaría
bien que lo hubiera llenado. ¿Tiene las llaves?
—Aquí
no, pero sé dónde están.
—Vale.
—Empujó la silla y le dio un golpe a un trozo de loza. Se levantó, sacudió la
cabeza, como sorprendido, y volvió a sentarse—. Estoy hecho polvo. Tengo que
sentarme un momento. Pensaba que me sentiría mejor comiendo. Lo de ser
diabético me lo he inventado.
Nita
empujó su silla y el hombre se levantó de un salto.
—Usted
se queda donde está. No estoy tan hecho polvo para dejarla escapar. Es que me
he pasado la noche andando.
—Iba a
por las llaves.
—Usted
se espera hasta que yo lo diga. He venido por la vía del tren. Ni un tren he
visto. He venido andando hasta aquí y no he visto ni un tren.
—Raramente pasa un tren.
—Sí.
Mejor. Bajé a la cuneta al pasar por esos poblachos de catetos. Cuando amaneció
todavía estaba bien, salvo cuando atravesaba la carretera y tuve que echar a
correr. Y cuando al mirar para aquí vi la casa y el coche, pensé, ahí lo tengo.
Podría haberme llevado el coche de mi viejo, pero todavía me queda un poco de
cabeza.
Nita
sabía que aquel hombre quería que le preguntase qué había hecho. También estaba
segura de que cuanto menos supiera, mejor para ella.
Y de
pronto, por primera vez desde que aquel hombre entró en la casa, Nita pensó en
su cáncer. Pensó en cómo la liberaba, en que la salvaba del peligro.
—¿Por
qué sonríe?
—No sé.
¿Estaba sonriendo?
—Me
imagino que le gusta que le cuenten cosas. ¿Quiere que le cuente una historia?
—A lo
mejor preferiría que se marchase.
—Me
marcharé, pero primero le voy a contar una cosa. Metió la mano en uno de los
bolsillos traseros.
—Mire.
¿Quiere ver una foto? Mire.
Era una
fotografía de tres personas, en un salón con las cortinas de flores echadas
como telón de fondo. Un hombre mayor —no viejo, tal vez de sesenta y tantos
años— y una mujer más o menos de la misma edad sentados en un sofá. Una mujer
más joven, enorme, en una silla de ruedas junto a un extremo del sofá, un poco
adelantada. El hombre era grueso, canoso, con los ojos entrecerrados y la boca
ligeramente abierta, como si tuviera dificultades para respirar pero se
esforzaba por sonreír. La mujer era mucho más menuda, llevaba el pelo teñido de
oscuro, los labios pintados y lo que antes se llamaba una blusa de campesina,
con lacitos rojos en el cuello y las muñecas. Sonreía con decisión, casi con
ardor, con los labios estirados sobre una dentadura quizá en mal estado.
Pero
era la mujer más joven quien monopolizaba la fotografía.
Claramente definida y monstruosa con su vestido hawaiano
de vivos colores, el pelo oscuro recogido en una serie de ricitos sobre la
frente y las mejillas desparramadas sobre el cuello. Y a pesar de la mole de
carne, una expresión de cierta satisfacción y astucia.
—Son mi
madre y mi padre. Y mi hermana Madelaine. La de la silla de ruedas.
»Nació
rara. No pudieron hacer nada, ni los médicos ni nadie. Y comía como un cerdo.
Nos tuvimos tirria desde que siempre. Era cinco años mayor que yo y me hacía la
vida imposible. Me tiraba todo lo que tenía a mano, me pegaba e intentaba
atropellarme con su puta silla. Usted perdone.
—Debió
de pasarlo usted mal. Y sus padres.
—Sí,
ya. Ellos miraban para otro lado y lo permitían. Es que iban a una iglesia de
esas, y el predicador les decía: es un regalo de Dios. Se la llevaban a la
iglesia y ella se ponía a aullar como un puto gato y ellos decían: oh, intenta
hacer música, que Dios la bendiga, me cago en… Usted perdone otra vez.
»Así
que yo no paraba mucho en casa y hacía mi vida. Vale, decía yo, no tengo por
qué soportar esta mierda. Hacía mi vida. Tenía trabajo. Casi siempre tenía trabajo. Nunca me quedaba
tocándome los huevos y bebiéndome el dinero del gobierno. O sea, haciendo el
zángano. Nunca le pedí ni un centavo a mi viejo. Me levantaba y me iba a poner
alquitrán a un tejado a más de treinta grados o a fregar el suelo de un puto
restaurante o de ayudante de mecánico en un garaje de mierda. Y lo hacía. Pero
como no siempre estaba dispuesto a tragar quina no duraba mucho. Esa gentuza
siempre anda mangoneando a la gente como yo y yo no tengo por qué tragar. Soy
de una familia como es debido. Mi padre trabajó hasta que estuvo demasiado
enfermo, trabajó en los autobuses. A mí no me criaron para tragar quina. Pero bueno,
eso da igual. Lo que siempre me habían dicho mis padres es: la casa es tuya. La
casa está pagada, está en buenas condiciones y es tuya. Eso es lo que me
dijeron. Sabemos que aquí tuviste las cosas difíciles cuando eras joven y que
si no hubieras tenido las cosas tan difíciles igual podrías haber estudiado, de
modo que queremos compensarte como podamos. Así que no hace mucho estaba yo hablando
con mi padre por teléfono y me dice: bueno, supongo que comprenderás el trato.
Y yo digo: ¿qué trato? Y él: solo hay trato si firmas los papeles para ocuparte
de tu hermana mientras viva. La casa es tuya solo si también es su casa, me
dice.
»Dios
santo. Yo no sabía eso. Yo no sabía que ese fuera el trato. Yo siempre había pensado que el trato era que
cuando se murieran, ella se iría a una casa de acogida. Que no iba a ser mi
casa.
»Así
que le dije a mi viejo que no era así como yo lo entendía y él me dice: está
todo arreglado para que firmes, y si no quieres firmar, no tienes que hacerlo.
Tu tía Rennie se pasará por aquí y estará pendiente de ti y de que cuando
nosotros faltemos te atengas al acuerdo.
»Sí,
claro, mi tía Rennie. Es la hermana pequeña de mi madre, un bicho de mucho
cuidado.
»De
todas formas me dice: ya te vigilará tu tía Rennie, y de repente cambié de
idea. Dije: bueno, supongo que las cosas son así y que es justo. De acuerdo,
¿os va bien que vaya a cenar este domingo?
»Claro,
me dice. Me alegro de que te lo tomes como es debido. Tú siempre te enciendes demasiado pronto, y a tu
edad deberías tener un poco de sentido común.
»Qué
curioso que tú digas eso, pensé yo.
»Así que allí me fui, y mamá había preparado
pollo. Olía bien cuando entré en casa. Después me llega el olor de Madelaine,
el mismo olor asqueroso de siempre que no sé qué es pero que ahí está aunque
mamá la lave todos los días. Pero actué muy bien. Es una ocasión especial, les
dije, así que voy a hacer una foto. Les
conté que tenía una cámara nueva, estupenda, que revelaba al momento y
podrían ver la foto. Te ves en un pispás, ¿qué os parece? De modo que los senté
a todos en el salón como le he enseñado a usted. Mamá dice: venga, deprisa, que
tengo que volver a la cocina. Si no tardo nada, le digo. Hago la foto, y ella:
venga, vamos a ver cómo hemos salido, y yo: un momento, un poco de paciencia,
solo tardará un minuto. Y mientras esperan a ver cómo han salido, yo saco mi
pistolita y pim, pam, pum, me los cargo. Después hice otra foto, fui a la
cocina, comí un poco de pollo y no volví a mirarlos. Pensaba que la tía Rennie
estaría allí también, pero mamá dijo que tenía no sé qué en la iglesia. Me la
habría cargado igual. Así que mire. Antes y después.
La
cabeza del hombre estaba caída de lado, la de la mujer hacia atrás. Sus
expresiones habían volado por los aires. La hermana había caído hacia delante,
de modo que no se le veía la cara, solamente las enormes rodillas envueltas en
tela floreada y la cabeza oscura con el peinado enrevesado y pasado de moda.
—Podría
haberme quedado allí tranquilamente una
semana. Estaba tan relajado… Pero me marché al oscurecer. Me lavé bien,
me terminé el pollo y pensé que lo mejor era largarme. Estaba preparado para
que la tía Rennie se presentara de un momento a otro, pero se me pasaron las ganas, y sabía que
tendría que ponerme otra vez de humor para cargármela a ella. Ya no me
apetecía. Es que tenía el estómago lleno, porque era un pollo grande. Me lo
había comido todo en lugar de llevarme un poco porque me daba miedo que lo
olieran los perros y montaran un escándalo cuando me metiera por los senderos
del campo, como me figuraba que tendría
que hacer. Pensé que el pollo que me había metido entre pecho y espalda me duraría una semana, pero fíjese el hambre que
traía cuando llegué aquí.
Recorrió
la cocina con la mirada.
—Supongo
que no tendrá nada de beber, ¿no? Ese té es asqueroso.
—A lo
mejor hay vino —dijo Nita—. No sé. Yo ya no bebo…
—¿Es de
Alcohólicos Anónimos?
—No. Es
que no me sienta bien.
Se
levantó y notó que le temblaban las piernas. Natural.
—Me he
ocupado del teléfono antes de entrar —dijo el hombre—. Es para que lo sepa.
Si
bebía, ¿se tranquilizaría un poco y se pondría más amable? ¿O más odioso y bruto? ¿Cómo iba a saberlo ella? Encontró el vino sin
necesidad de salir de la cocina. Rich y ella solían beber vino tinto con
moderación todos los días, porque se supone que es bueno para el corazón.
O malo para algo que no es bueno para
el corazón. Con el miedo y la confusión
no se acordaba de cómo se llamaba aquello.
Porque
tenía miedo. Por supuesto. El cáncer no iba a servirle de ayuda en ese momento,
de ninguna ayuda. El hecho de que fuera a morirse al cabo de un año se empeñaba
en no anular el hecho de que podía morirse en aquel mismo momento.
—Oiga,
este es del bueno —dijo él—. Sin tapón de rosca. ¿No tiene un sacacorchos?
Nita
fue hacia un cajón, pero él se levantó de un salto y la apartó, sin demasiada
brusquedad.
—No,
no, ya lo cojo yo. Usted ni se acerque a este cajón. Vaya, qué cantidad de
cosas buenas hay aquí.
Puso
los cuchillos en el asiento de su silla, donde Nita no pudiera alcanzarlos, y
empezó a abrir la botella con el sacacorchos. A Nita no le pasó inadvertido
hasta qué punto podía ser perverso aquel instrumento en sus manos, pero ella no
tenía la menor posibilidad de poder llegar a usarlo.
—Solo
iba a coger unos vasos —explicó, pero él dijo que no.
—Nada
de cristal. ¿No tiene de plástico?
—No.
—Pues
tazas. Y la estoy viendo.
Nita
sacó dos tazas y dijo:
—Para
mí solo un poquito.
—Para mí también —contestó él, muy formal—. Tengo que conducir. —Pero se llenó la taza hasta el
borde—. No quiero que un madero meta la cabeza por la ventanilla para ver cómo
estoy.
—Los
radicales libres —dijo Nita.
—¿Y eso
qué significa, a ver?
—Es
algo del vino tinto. O los destruye
porque son malos o los refuerza porque son buenos. No me acuerdo.
Tomó un
sorbo de vino y no le dieron ganas de vomitar, al contrario de lo que esperaba.
Él bebió, de pie.
—Cuidado
con esos cuchillos cuando se siente —dijo Nita.
—No
empiece a tomarme el pelo. —Cogió los cuchillos, los metió en el cajón y se
sentó—. ¿Se cree que soy tonto? ¿Se cree
que estoy nervioso?
Nita se
arriesgó.
—Solamente
pienso que nunca había hecho una cosa así —dijo.
—Claro
que no. ¿Qué se ha creído, que soy un asesino? Sí, vale, los maté, pero no soy
un asesino.
—Es
distinto —dijo Nita.
—Hombre,
claro.
—Yo sé
lo que es. Sé lo que es librarse de alguien que te ha ofendido.
—¿Ah,
sí?
—He
hecho lo mismo que usted.
—Venga
ya…
Empujó
la silla hacia atrás pero no se levantó.
—No me
crea si no quiere, pero lo he hecho —afirmó Nita.
—Y una
mierda. ¿Cómo lo hizo?
—Con veneno.
—Pero
¿qué dice? ¿Qué les dio ese puto té o qué?
—Solo a
una persona. Una mujer. Al té no le pasa nada. En teoría alarga la vida.
—Yo no
quiero que me alarguen la vida si tengo que beber una guarrería así. Además,
pueden descubrir el veneno en el cuerpo de un muerto.
—No
estoy segura de que sea así con los venenos vegetales. De todos modos, a nadie
se le habría ocurrido mirar. Era una de esas chicas que tuvo fiebre reumática
cuando era pequeña y lo fue arrastrando toda la vida; no podía practicar
deporte ni hacer gran cosa, continuamente tenía que sentarse a descansar. Nadie se llevaría una sorpresa si se moría.
—¿A
usted qué le había hecho?
—Era la
chica de la que se había enamorado mi marido. Iba a dejarme para casarse con
ella. Me lo había dicho. Yo lo había hecho todo por él. Estábamos arreglando
esta casa juntos. Él era lo único que tenía. No habíamos tenido hijos porque él
no quería. Aprendí carpintería y aunque me daba miedo subirme a las escaleras,
lo hacía. Él era mi vida. Y de repente me iba a echar a patadas por esa quejica
inútil que trabajaba en la secretaría. Todo aquello por lo que habíamos
trabajado se lo quedaría ella. ¿Era justo?
—¿Cómo se consigue veneno?
—Yo no
tuve que buscarlo. Estaba en el jardín de atrás. Ahí mismo. Había un huerto con
ruibarbos desde hacía años. En las nervaduras de las hojas del ruibarbo hay
veneno más que suficiente. No en los tallos. Los tallos son lo que nos comemos. Son buenos,
pero las nervaduras rojas y finitas de las hojas, esas son venenosas. Yo lo
sabía, aunque tengo que confesar que ignoraba la cantidad exacta que necesitaría
para que fuera efectivo, así que lo que hice fue una especie de experimento.
Tuve suerte en varias cosas. En primer lugar, mi marido estaba fuera, en un
simposio, en Minneapolis. Podría habérsela llevado, claro, pero eran las
vacaciones de verano y ella tenía que quedarse a cargo de la oficina. Otra cosa
era que a lo mejor no estaba completamente sola, que podía haber otra persona.
Y además, ella podría haber sospechado de mí. Tuve que suponer que ella no
sabía que yo lo sabía y que seguía considerándome una amiga. La habíamos invitado a casa, nos llevábamos
bien. Tuve que confiar en que mi marido, que era de esas personas que lo dejan
todo para el final, me lo habría contado a mí para ver cómo me lo tomaba pero
no le habría dicho a ella que me lo había contado. Entonces, ¿por qué
deshacerse de ella? A lo mejor él no se había decidido.
»No.
Habría seguido con ella de alguna manera. Y aunque no siguiera, ella nos
había envenenado la vida. Había envenenado mi vida, así que yo tenía que
envenenar la suya.
»Preparé
dos tartaletas, una con las nervaduras venenosas y otra sin ellas.
Naturalmente, hice una señal en la que no tenía. Fui a la universidad, compré
dos cafés y fui a su oficina. Estaba sola. Le dije que tenía que ir a la ciudad
y que al pasar por los jardines de la universidad había visto una panadería muy
bonita que mi marido siempre elogiaba por su café y sus pasteles, de modo que
entré a comprar las tartaletas y los cafés, pensando en que estaría sola cuando
el resto de la gente se había ido de vacaciones y en que yo también estaba sola,
con mi marido en Minneapolis. Ella estaba encantadora, muy agradecida. Dijo que
se aburría un poco y que como la cafetería estaba cerrada tenías que ir al
edificio de ciencias por café y que le ponían ácido clorhídrico. Ja, ja, qué
gracia. Así que fue como una fiestecita.
—Yo el
ruibarbo no puedo ni verlo —dijo el hombre—. Conmigo no habría funcionado.
—Pero
con ella sí. Tuve que arriesgarme a que empezara a hacer efecto deprisa, antes
de que se diera cuenta de lo que pasaba y le hicieran un lavado de estómago,
pero no demasiado rápido para que no lo relacionara conmigo. Tenía que quitarme
de en medio enseguida. El edificio estaba vacío, y hasta la fecha, que yo sepa
nadie me vio entrar ni salir. Naturalmente, conocía algunos atajos.
—Se
cree muy lista.
—Como usted.
—Lo que yo he hecho no es tan rebuscado como lo
que hizo usted.
—Pero
para usted era necesario.
—Hombre,
claro.
—Lo mío
también era necesario. Salvé mi matrimonio. Mi marido comprendió que ella no le
habría hecho ningún bien. Estoy casi segura de que se habría puesto enferma con
él. Ella era así. Habría sido una carga para él. Y él lo comprendió.
—Más vale que no haya puesto nada en los huevos
esos —dijo el hombre—. Como lo haya
hecho, se va a arrepentir.
—Claro
que no. Ni se me habría ocurrido. No es algo que haga con frecuencia. La verdad es que no sé nada de venenos. Me
enteré de eso por pura casualidad.
El
hombre se levantó con tal brusquedad que derribó la silla en la que se sentaba.
Nita observó que no quedaba mucho vino en la botella.
—Necesito
las llaves del coche.
Nita
fue incapaz de pensar por un instante.
—Las
llaves del coche. ¿Dónde las ha puesto?
Podía
ocurrir. En cuanto le diera las llaves del coche podía ocurrir. ¿Serviría de
algo contarle que se estaba muriendo de cáncer? Qué estupidez. No serviría de
nada. Morir de cáncer más adelante no le impediría hablar hoy.
—Nadie
sabe lo que le he contado —dijo—. Es usted la única persona con quien he
hablado de esto.
Sí que
iba a remediar eso las cosas. La ventaja que había alegado probablemente le
había entrado por un oído y le había salido por el otro.
—No lo
sabe nadie todavía —dijo el hombre, y Nita pensó: Gracias a Dios. Va por buen
camino. Lo comprende. ¿O no?
Quizá,
gracias a Dios.
—Las
llaves están en la tetera azul.
—¿Dónde?
¿En qué jodida tetera?
—En la
esquina de la encimera… Se rompió la tapa y la usábamos para guardar cosas…
—Cállese.
Cállese o la hago callar yo bien
callada. —Intentó me- ter la mano en la tetera azul, pero no le cabía—. ¡Joder,
joder, joder! —gritó; volcó la tetera, le dio un golpe contra la encimera, y no
solo cayeron al suelo las llaves del coche, las de la casa, monedas diversas y
un fajo de dinero antiguo de Canadian Tire, sino que unos cuantos trozos de
cerámica azul se desparramaron por el suelo.
—Las
del cordel rojo —dijo Nita con un hilo de voz.
El
hombre se puso a dar patadas a las cosas hasta que cogió las llaves que quería.
—Bueno,
¿qué va a decir del coche? Que se lo ha
vendido a un desconocido, ¿no?
Nita
tardó unos segundos en comprender la importancia de aquellas palabras. Cuando
cayó en la cuenta, la habitación se puso a temblar.
—Gracias
—dijo Nita, pero tenía la boca tan seca que no sabía si le había salido ningún
sonido.
Algo
debió de salirle, porque el hombre dijo:
—No me
dé las gracias todavía. Tengo buena memoria —añadió—. Muy buena memoria. Y ese
desconocido, no se parecerá en nada a mí. No querrá que se pongan a desenterrar
cadáveres en los cementerios, ¿no? Acuérdese: como suelte algo, lo suelto yo.
Nita
seguía mirando al suelo. Sin moverse ni hablar, solo miraba el revoltijo del
suelo.
Se
había marchado. Se cerró la puerta. Nita siguió sin moverse. Quería cerrar la
puerta con llave pero no podía dar ni un paso. Oyó que arrancaba el motor,
después se apagó. ¿Qué pasaba? El hombre
estaría tan nervioso que lo hacía todo mal. Otra vez arrancaba, volvía a
arrancar y giraba. Los neumáticos en la grava. Fue temblando hasta el teléfono
y comprobó que aquel hombre había dicho la verdad; lo había cortado.
Junto
al teléfono había una de las múltiples estanterías que tenían. Aquella estaba
llena sobre todo de libros viejos, libros que no se abrían desde hacía años. La torre orgullosa. Albert Speer. Los
libros de Rich. Alabanza de las verduras
y las frutas conocidas. Platos
suculentos y elegantes y nuevas sorpresas, recopilados, probados y creados por
Bett Underhill.
Cuando
terminaron la cocina, Nita cometió el error de intentar cocinar como Bett
durante una temporada. Una temporada muy corta, porque resultó que Rich no
quería que le recordaran todo aquel follón y ella no tenía suficiente paciencia
para tanto cortar y hervir. Pero aprendió unas cuantas cosas que la
sorprendieron, como las propiedades tóxicas de ciertas plantas conocidas y por
lo general inofensivas.
Debería
escribir a Bett.
Querida Bett, Rich ha muerto y yo he salvado
la vida haciéndome pasar por ti.
¿Qué le
importa a Bett que haya salvado la vida?
Solo hay una persona a la que realmente merece la pena contárselo.
Rich.
Rich. Ahora se da cuenta de lo que es echarlo en falta de verdad. Como si al cielo le chuparan todo el aire.
Debería ir al pueblo.
Había una comisaría detrás
del ayunta- miento. Debería comprarse un
teléfono móvil.
Estaba
tan impresionada, tan terriblemente cansada que apenas podía moverse. En primer
lugar tenía que descansar.
La despertó un golpe en la
puerta, que seguía abierta. Era un policía, no uno del pueblo, sino de la
policía provincial de tráfico. Le preguntó
si sabía dónde estaba su coche.
Nita
miró hacia la grava donde lo aparcaban antes.
—Ha
desaparecido —dijo—. Estaba ahí.
—¿No
sabía que lo habían robado? ¿Cuándo fue
la última vez que se asomó y lo vio?
—Debió
de ser anoche.
—¿Estaban
las llaves dentro?
—Supongo
que sí.
—Tengo
que decirle que ha sufrido un grave accidente. Un accidente sin otros coches
implicados a este lado de Wallenstein. Al conductor se le fue a la cuneta y lo
destrozó. Y eso no es todo. Buscan al hombre por triple asesinato. Esas son las
últimas noticias que tenemos. Asesinato en Mitchellston. Ha tenido suerte de no
tropezarse con él.
—¿Está
herido?
—Muerto.
Instantáneamente. Merecido se lo tiene.
Luego
siguió un sermón amable pero severo. Dejarse las llaves en el coche. Una mujer
que vive sola. Nunca se sabe en los días que corren.
Nunca
se sabe.
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