Anochecer
Traducción de Antonio Puigrós
Traducción de Antonio Puigrós
La señora Chandler, vestida con
un traje entallado, estaba sola junto al escaparate, casi delante del letrero
de neón que, en letras pequeñas de color rojo, anunciaba: CARNES DE PRIMERA.
Parecía estar mirando las cebollas; tenía una en la mano. No había nadie más en
la tienda. Vera Pini permanecía sentada ante la caja registradora, con su bata
blanca, mirando los coches que pasaban. Afuera estaba nublado y soplaba el
viento. El tráfico circulaba en un flujo casi continuo.
─Hoy tenemos un Brie excelente
─comentó Vera, sin moverse─. Acabamos de traerlo.
─¿De veras es bueno?
─Muy bueno.
─Está bien, me llevaré un poco.
La señora Chandler era una
clienta habitual. No recurría al supermercado de las afueras del pueblo. Era
una de las mejores clientas. O lo había sido. Ahora ya no compraba gran cosa.
En el panel de cristal del
escaparate impactaron las primeras gotas de lluvia.
─Mire eso ─dijo Vera─. Ya
empieza.
La señora Chandler volvió la
cabeza. Observó el paso de los coches y tuvo la sensación de que no era como
años atrás. De pronto, por alguna razón, se puso a pensar en las muchas veces
que había salido con el coche, o en tren, y que al llegar al campo, nada más
pisar el largo y desnudo andén en medio
de la oscuridad, su esposo o uno de los chicos le salía al encuentro. Hacía
calor. Los árboles eran enormes y negros. Hola, cariño. Hola, mami, ¿has tenido
buen viaje?
El pequeño letrero de neón
brillaba con intensidad sobre el fondo gris. Al otro lado de la calle estaban
el cementerio y su propio coche, de una marca extrajera, muy limpio, aparcado
cerca de la puerta, en contradirección. Siempre lo hacía. Era una mujer que
había vivido de una manera particular. Sabía cómo organizar una cena para mucha
gente, cuidar perros, entrar en los restaurantes. Tenía su propia forma de
contestar a las invitaciones, de vestirse, de ser ella misma. Se los podría
calificar de hábitos incomparables. Era una mujer que leía libros, jugaba al
golf y asistía a bodas, cuyas piernas estaban en forma, que había capeado
temporales, una mujer espléndida a la que ahora nadie quería.
La puerta se abrió y entró uno
de los granjeros. Llevaba botas de goma.
─Hola, Vera ─saludó.
Ella me miró.
─¿Cómo? ¿No estás cazando?
─Demasiada humedad ─contestó
él: era viejo y parco en palabras─. En muchos sitios, el agua ha subido casi
medio metro.
─Mi marido ha salido.
─Haberme avisado con tiempo,
mujer ─dijo el anciano maliciosamente; tenía el rostro como borrado por el
tiempo; descolorido igual que un viejo grabado.
Era tiempo de caza, lluvioso y
con poca visibilidad. La temporada acababa de empezar. Todo el día se habían
oído los nada frecuentes estampidos de escopetas, y cerca del mediodía una
bandada de seis gansos había pasado, en desorden, por encima de la casa. Ella estaba
sentada en la cocina y había oído sus chillidos estúpidos y ruidosos. Los había
visto a través de la ventana. Volaban muy bajo, justo por encima de los
árboles.
La casa estaba en medio del
campo. Desde el piso de arriba podían verse graneros y cercas. Era una casa
bonita, que durante años había considerado única. El jardín estaba cuidado, la
leña apilada, las puertas de tela metálica en buen estado. Y por dentro lo
mismo, todo bien seleccionado, los sofás mullidos y blancos, las alfombras, los
sillones, la cristalería de Suecia que tan agradable era al tacto, las
lámparas. «La casa es mi alma», solía decir.
Recordó la mañana en que había
descubierto el ganso sobre el césped, un ejemplar de gran tamaño, largo cuello
negro y collar blanco, inmóvil a menos de cinco metros. Ella había corrido
hacia la escalera.
─Brookie ─había susurrado.
─¿Qué?
─Baja. No hagas ruido. Se
acercaron a la ventana y luego uno al otro, Mirando sin atreverse a respirar.
─¿Qué hará, tan cerca de la
casa?
─No sé.
─Es grande, ¿verdad?
─Mucho.
─Pero no tanto como Dancer.
─Dancer no puede volar.
Todo había desaparecido: caballo, ganso,
muchacho… Recordaba aquella noche en que regresaban a casa después de cenar en
casa de los Werner, donde habían conocido a una joven de rasgos muy puros, que
había dejado a su marido para estudiar arquitectura. Rob Chandler no había
hecho ningún comentario, se había limitado a escuchar, distraído, como si
estuviera familiarizado con esa clase de noticias. A medianoche, en la cocina,
nada más cerrar la puerta, se lo anunció. Le había dado la espalda para no
mirarla, y estaba de cara a la mesa.
─¿Cómo? ─inquirió ella.
Su marido se disponía a
repetirlo, pero le interrumpió.
─¿Cómo has dicho? ─preguntó
paralizada.
Había conocido a otra.
─¿Qué has qué?
Ella se quedó con la casa.
Había ido una sola vez al piso de la calle Ochenta y Dos, con sus grandes
ventanales desde los que, si apretabas la mejilla contra el cristal, podías ver
las escalinatas de la entrada al Museo Metropolitano de Bellas Artes. Un año
después, él volvió a casarse. Durante un tiempo, ella había virado sin rumbo.
Por las noches se sentaba en la sala de estar vacía, casi desvalida, sin
preocuparse por comer, por hacer nada, acariciando la cabeza del perro y
hablándole, acurrucada en el sofá a las dos de la madrugada y todavía sin
desvestir. Un cansancio fatal se había apoderado de ella, pero después se
serenó, empezó a ir a la iglesia y volvió a pintarse los labios.
Ahora, mientras regresaba a
casa después de hacer la compra, las nubes enormes y plomizas se entremezclaban
con la luz y se deslizaban por encima de los árboles. El viento soplaba a
ráfagas. Cuando giró por el camino de la entrada, vio un coche aparcado allí.
Por un momento se asustó, pero luego lo reconoció. La figura de un hombre se
dirigía a su encuentro.
─Hola, Bill ─le saludó.
─Deja que te eche una mano. ─El
hombre cogió del coche la bolsa de comestibles más grande y siguió a la mujer
hacia la cocina.
─Déjala encima de la mesa ─dijo
ella─ Eso es. Gracias. ¿Qué tal te ha ido?
El hombre llevaba una camisa blanca
y una chaqueta deportiva, muy cara en su momento. Parecía hacer frío en la
cocina. A lo lejos se oyó el débil estampido de las escopetas.
─Entra ─dijo ella─. Hace frío
aquí.
─Sólo he venido para ver si
hace falta reparar algo antes de que lleguen las heladas.
─Oh, entiendo… Bueno, está el
baño de arriba. ¿Volverán a causar problemas?
─¿Te refieres a las cañerías?
─¿Se romperán otra vez este
año?
─¿No pusimos aislamiento allí?
─preguntó él: había un ligero y elegante balbuceo en su forma de hablar, como
si deslizara los sonidos por el borde de la lengua. Siempre lo había tenido─.
El problema es que da al norte.
─Sí ─reconoció ella, mientras
buscaba vagamente un cigarrillo─. ¿Por qué crees que lo colocarían allí?
─Bueno, ahí es donde siempre
los ponen ─dijo él.
Tenía cuarenta años, pero
aparentaba menos. Había algo sólido y desesperado en él, algo que le conservaba
la juventud. Todo el verano en el campo de golf, y a veces hasta diciembre.
Incluso allí parecía indiferente, con su cabello negro al viento… Incluso entre
sus compañeros, como si estuviera matando el tiempo. Corrían un montón de
rumores acerca de él. Era un ídolo caído. Su padre poseía una agencia inmobiliaria
cerca de la autopista. Solares, granjas, tierras. Era una familia muy antigua
en aquella región. Su apellido daba nombre a un camino vecinal.
─Hay un grifo estropeado.
¿Quieres echarle un vistazo?
─¿Qué le pasa?
─Gotea ─dijo ella─. Te lo
enseño.
Le precedió escaleras arriba.
─Allí ─señaló hacia el baño─.
¿Lo oyes?
Con gestos espontáneos, Bill
abrió y cerró varias veces el agua, tanteó debajo del grifo. Lo hacía sin
acercarse, con un ligero movimiento de muñeca, como al descuido. Ella podía
verle desde el dormitorio. Daba la sensación de que estuviera examinando otras
cosas en la encimera.
Ella dio la luz y se sentó.
Estaba a punto de anochecer, y de inmediato la habitación se torno acogedora.
El papel de las paredes tenía un estampado azul y la moqueta era de un color
blanco suave. La piedra pulimentada de la chimenea daba cierta sensación de
orden. Afuera, los campos estaban desapareciendo. Era una hora serena, una hora
que ella solía eludir. A veces, mirando hacia el océano, pensaba en su hijo, si
bien aquello había ocurrido en el estrecho hacía mucho tiempo. Ya no lo
recordaba todos los días. Aseguraban que con el tiempo el dolor se apagaba,
pero que en realidad nunca se extinguía. Como ocurría con muchas otras cosas,
en esto tenían razón. Él era el más joven y el más animado, aunque algo frágil.
Todos los domingos rezaba por él en la iglesia. Su oración era muy sencilla:
Oh, Señor, no lo desampares… Es muy pequeño… Tan sólo un chiquillo, añadía a
veces. La visión de algo muerto, un pájaro aplastado en la carretera, las patas
rígidas de un conejo, o incluso una serpiente muerta, la sobresaltaba.
─Creo que es la arandela de
goma ─dijo él─. Voy a ver si te traigo una cuando vuelva.
─Bien… ¿Entonces pasará otro
mes?
─Marian y yo volvemos a estar
juntos. ¿Lo sabías?
─Oh, entiendo… ─Dejó escapar un
ligero suspiro involuntario; se sentía extraña─. Yo, en… ─Qué debilidad, pensó
luego─. ¿Y cuándo ha sido eso?
─Hace unas semanas.
Al cabo de un segundo, ella se
levantó.
─¿Vamos abajo?
Percibió el reflejo de ambos al
pasar ante la ventana de la escalera. Vio pasar su falda color albaricoque. El
viento seguía soplando. Una rama desnuda frotaba contra el lateral de la casa.
A menudo la oía por la noche.
─¿Tienes tiempo para una copa?
─Mejor que no.
Ella se sirvió un poco de
whisky y fue a la cocina en busca de hielo de la nevera, luego añadió un poco
de agua.
─Supongo que no te veré durante
algún tiempo.
No había sucedido gran cosa.
Algunas cenas en el Lanai, algunas noches inverosímiles. Era sólo la sensación
de estar con alguien que te caía bien, alguien sencillo y contradictorio.
─Yo… ─Ella intentaba encontrar
algo que decir.
─Desearías que no hubiese
ocurrido.
─Algo por el estilo.
Él asintió. Seguía allí de pie.
Su rostro había palidecido con la palidez del invierno.
─¿Y tú? ─preguntó ella.
─¡Oh, demonios! ─Nunca le había
oído quejarse, sólo de ciertas personas─. Yo sólo soy un simple encargado de
mantenimiento. Y ella es mi esposa. ¿Qué piensas hacer? ¿Ir a verla algún día y
contárselo todo?
─Yo nunca haría una cosa así
─Espero que no ─dijo él.
Cuando la puerta se cerró, ella
no se volvió. Oyó que, fuera, el coche arrancaba, y vio el reflejo de los
faros. Se quedó frente al espejo, examinando su rostro con frialdad. Cuarenta y
seis años. Estaban allí, en el cuello y bajo los ojos. Nunca sería tan joven.
Debería haber suplicado, pensó. Tendría que haberle dicho todo lo que sentía,
todo lo que de pronto le oprimía el corazón. L verano, con sus esperanzas y sus
largos días, había concluido. Sintió el impulso de seguirle, de pasar con el
coche por delante de su casa. Las luces estarían encendidas. Podría ver a alguien
a través de las ventanas.
Esa noche oyó las ramas golpear
contra la casa y resonar los bastidores de la ventana. Sentada a solas, pensó
en los gansos, podía oírlos allí fuera. Había refrescado. El viento agitaba sus
plumas. Vivían mucho tiempo, decía la gente; entre diez y quince años. El que
habían visto en el césped tal vez siguiera con vida, acomodado en los campos
junto con los demás, llegado del océano, de donde huían para ponerse a salvo,
los supervivientes de las emboscadas sangrientas. En algún lugar de la hierba
mojada, imaginó, habría uno de ellos, el oscuro pecho empapado, todavía erguido
el gracioso cuello, las grandes alas pugnando por aletear, sangrientos sonidos
expulsados por los agujeros del pico. Deambuló por la casa apagando las luces. La
lluvia seguía cayendo, el mar chocaba con estrépito, un compañero yacía muerto
en medio de los remolinos de la oscuridad.
James Salter
Anochecer
Muchnik
Editores, Barcelona, 2002, pp.
121-128
Antología de cuento norteamericano
Ambrose Bierce / El incidente del Puente del Búho
FICCIONES
James Salter / En escorzo
Hemingway / La mejor vida jamás vista
James Salter / El tercer hombre
James Salter / Un clásico americano vuelve a volar
Marcos Ordoñez / Dios bendiga a James Salter
La vida deslumbrante de James Salter
Hemingway / La mejor vida jamás vista
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