GRAVA
En aquella
época vivíamos al
lado de una cantera de grava. No una de esas
excavaciones enormes con maquinaria
monstruosa, sino un foso de escasa envergadura con el que un granjero debía
de haberse sacado
un dinero años atrás. De hecho el
foso era tan poco profundo que hacía pensar que en un principio iba
destinado a otros fines: los
cimientos de una casa, quizá, que al
final no pasó de ahí.
Mi
madre era la que insistía en llamar la atención sobre el asunto.
—Vivimos
al lado de la antigua cantera de grava, al final de la calle de la estación de
servicio —explicaba siempre, y se reía, feliz de haber cortado todos los lazos
con la otra casa, la otra calle, el marido, con su vida anterior.
Apenas
recuerdo esa vida. O más bien recuerdo
nítidamente piezas sueltas, pero me faltan las
conexiones necesarias para formar una imagen completa. De la casa
del pueblo lo único que retengo es el papel estampado con ositos que cubría las
paredes de mi antigua habitación. En la casa nueva, que en realidad era una
caravana, mi hermana Caro y yo dormíamos en camitas estrechas, una encima de la
otra. Al principio Caro me
hablaba mucho de la otra casa, queriendo que recordara tal o
cual cosa. Solía ser cuando nos acostábamos,
y por lo general la conversación
acababa sin que yo consiguiera recordar y con ella enfurruñada. A veces me
parecía recordar algo, pero por llevar la contraria o por miedo a meter la pata
fingía que no.
Cuando nos
mudamos a la caravana
era verano. Nos llevamos a la perra. Blitzee.
—Aquí
Blitzee está encantada —decía mi madre.
Y era
verdad. ¿Qué perro no iba a estar encantado de
cambiar la calle de un
pueblo, aunque tuviera jardines espaciosos y casas grandes, por el campo
abierto? Se acostumbró a ladrarle a cualquier coche que pasara, como si fuera
la dueña del camino, y de vez en cuando traía una ardilla o un puercoespín que
cazaba por ahí. Al principio Caro se llevó varios disgustos, y Neal tuvo que
hablar con ella de la naturaleza de los perros y la cadena de la vida, en la
que unos animales se comían a otros.
—Ya le
damos comida para
perros —protestó Caro.
—¿Y si
no se la diéramos? —insistió Neal—. Imagínate que un día desaparecemos todos y
tiene que valerse por sí misma.
—Yo no
voy a desaparecer —dijo Caro—. Siempre la voy a cuidar.
—¿Ah, eso
crees? —dijo Neal,
pero al verlo venir
nuestra madre intervino.
Neal siempre tenía a
punto el tema de
Estados Unidos y la bomba atómica, y nuestra madre no creía que
estuviéramos preparadas para
eso todavía. Lo que
ella no sabía es que
cuando Neal lo mencionaba me pensaba que se refería a una bomba atómica.
Aunque me daba cuenta de que algo
no encajaba del
todo, no me apetecía hacer preguntas para que se
rieran de mí.
Neal
era actor. En el pueblo se había instalado
un grupo de teatro
profesional que durante el verano
hacía representaciones al aire libre, una novedad de la época que despertaba el
entusiasmo de algunos y la inquietud de otros que temían que atrajera chusma.
Mi madre y mi padre eran de los que estaban a favor, y ella, que tenía más
tiempo, se implicó activamente. Mi padre era
agente de seguros
y viajaba mucho. Mi madre se
involucró en varias iniciativas para
recaudar fondos y se
ofreció voluntaria como acomodadora en el teatro. Era lo bastante guapa
y joven para que la tomaran por
una de las
actrices. Además había empezado a
vestirse como una
actriz, con chales y faldas
largas y colgantes. Llevaba el pelo natural y ya no usaba maquillaje. En aquel
momento yo no
entendí esos cambios,
ni siquiera sé si reparé en ellos. Mi madre era mi madre. En cambio,
Caro tuvo que darse cuenta. Y mi padre
debió de verlos también, aunque,
por lo que sé de su carácter y de lo que sentía por mi madre, probablemente
estaba orgulloso de ver cómo la favorecía aquel estilo liberador y las buenas
migas que hacía con la gente del teatro. Más adelante, al hablar de aquella
época, decía que él siempre había sido partidario de las
artes. Imagino la vergüenza
que debió de sentir mi madre, tratando de reír para
ocultar el bochorno, si mi padre pronunció esa frase solemne delante de sus
amigos de la farándula.
Hasta que
tuvo lugar un acontecimiento previsible, y
que quizá fue
buscado, aunque desde luego mi
padre no se lo esperaba. No sé si entre las demás voluntarias se dieron casos
parecidos. En cambio
sé, aunque no
lo recuerdo, que mi
padre se echó
a llorar y estuvo un día entero persiguiendo a mi
madre por la casa, sin querer perderla de vista y negándose a creerla. Y que mi
madre, en lugar de decirle algo para que se sintiera mejor, le dijo algo que lo
hundió más aún.
Le dijo
que el bebé era de Neal.
¿Estaba
segura?
Y
tanto. Llevaba las cuentas.
¿Qué
pasó después?
Mi
padre dejó de llorar. Tenía que volver al trabajo. Mi madre recogió nuestras
cosas y nos fuimos a vivir
a la caravana de Neal, en medio
del campo. Más tarde mi madre nos dijo que
ella también había llorado, pero
que por encima de
todo se sintió
viva. Quizá por primera vez en su vida, se sintió viva de
verdad. Fue como poder empezar de cero. Abandonó la cubertería de plata y
la porcelana y sus
proyectos de decoración y su jardín de flores y hasta los libros de su
biblioteca. En adelante iba a vivir, no
a leer. La ropa quedó colgada en el armario, los zapatos de tacón colocados en
sus hormas. El anillo de diamantes y la alianza matrimonial en la cómoda. Los camisones de seda en el
correspondiente cajón. Se proponía ir desnuda por el campo, al menos
mientras durara el buen tiempo.
No funcionó,
porque cuando lo
intentó Caro se escondió en su
cama e incluso Neal dijo que la idea no le enloquecía.
¿Y qué
pensaba Neal de todo esto? Más adelante diría que su filosofía era recibir con
los brazos abiertos lo que viniera. Todo es un regalo. Damos y recibimos.
Desconfío
de la gente que habla así, aunque sé que no tengo derecho.
En
realidad Neal no era
actor. Se había metido para probar y ver qué podía
descubrir de sí mismo. Antes de
abandonar la universidad
actuó en el coro
de Edipo rey y le gustó el
hecho de
entregarse, de mezclarse
entre los otros. Luego un día, en
Toronto, tropezó por la calle con un amigo que tenía una prueba con una nueva
compañía de teatro que iba de pueblo en pueblo durante la temporada de verano.
Sin nada mejor que hacer, Neal lo acompañó y, en lugar de su amigo, fue él
quien consiguió el trabajo. Haría de
Banquo. Hay veces que el fantasma de Banquo se hace visible en escena, y hay
veces que no. En esa ocasión querían una versión visible y Neal tenía el porte
adecuado. Un porte excelente. Un fantasma sólido.
De
todos modos estaba pensando en pasar el invierno en nuestro pueblo, antes de
que mi madre destapara su
sorpresa. Ya le
había echado el ojo a la caravana. Sabía de carpintería lo
necesario para conseguir trabajillos
en las reformas del teatro, y con eso se las arreglaría hasta la
primavera. Más allá de eso no quería pensar en el futuro.
Caro ni
siquiera tuvo que cambiarse de colegio. La recogía el autocar al final del
corto trecho junto a la cantera de grava.
Tuvo que hacerse amiga de los
niños del campo, y quizá dar algunas explicaciones a sus amigos del pueblo del
año anterior, pero si eso le causó algún inconveniente nunca me enteré.
Blitzee
esperaba siempre en la carretera a que volviera.
Yo no
fui al jardín de infancia porque mi madre no tenía coche, pero no me importaba
no estar con otros niños. Me bastaba con
Caro cuando volvía a casa. Y mi madre
a menudo estaba de humor
para las travesuras.
Cuando cayó la primera nevada del
invierno hicimos juntas un muñeco
de nieve.
—¿Quieres
que lo llamemos Neal? —me preguntó.
Vale, dije,
y lo adornamos
con varias cosas para que quedara
divertido. Entonces decidimos que cuando
Neal llegara con su
coche, yo saldría de la caravana y diría: ¡Ha venido
Neal, ha venido
Neal!, señalando al muñeco de nieve. Aunque cuando lo hice,
Neal salió del coche
enfadado y gritando que me
podía haber atropellado.
Fue una
de las únicas veces que vi a Neal actuar como un padre.
Aquellos
cortos días de invierno tuvieron que ser raros para mí: en el pueblo, las luces
se encendían al anochecer.
Pero los niños
se adaptan a los
cambios. A veces pensaba
en nuestra otra casa. No es que la echara de menos o quisiera volver a vivir
allí, solo me preguntaba qué habría sido de ella.
Los
buenos ratos que mi madre pasaba con Neal se alargaban hasta bien entrada la
noche. Si me despertaba y tenía que ir
al lavabo, la llamaba y ella venía de
buena gana pero sin prisas, envuelta en un pañuelo o un chal,
y en un olor que me hacía pensar en la luz de las velas y en la música. Y en el
amor.
Hubo también
un episodio inquietante, pero que en ese momento no traté
de entender a fondo. Aunque Blitzee, nuestra perra, no era muy grande, tampoco
parecía que pudiera caber debajo del abrigo de Caro. No sé cómo se las arregló
mi hermana. Y no una vez, sino dos. Se llevó a la perra escondida debajo del
abrigo en el autocar, y en lugar de ir directa a la escuela, volvió con Blitzee
a nuestra antigua casa del pueblo, que
estaba a menos de una manzana. Ahí fue donde mi padre encontró
a la perra, en la galería
acristalada, que no se cerraba con llave, al volver de su solitario almuerzo.
Fue una gran sorpresa que llegara
hasta allí, que encontrara el camino a casa como los
perros de los cuentos. Caro fue la que armó más alboroto y dijo que aquella mañana
no había visto a la perra. Sin embargo, cometió el error de volver a intentarlo,
y esta vez, aunque nadie en el autocar o en el colegio sospechó nada, nuestra
madre se lo olió.
No recuerdo
si fue nuestro
padre quien trajo a Blitzee. No
lo imagino en la caravana, ni siquiera en la puerta o en el camino que llevaba
hasta allí. Quizá Neal fuera a la casa del pueblo a recogerla, aunque esa
situación no es menos difícil de imaginar.
Si ha
dado la impresión de que Caro siempre estaba triste o conspirando, la verdad es
que no era así. Ya he dicho que
intentaba sonsacarme cosas de noche en la cama, pero no es que estuviera
quejándose a todas horas. No iba con su carácter estar malhumorada. Le
importaba demasiado causar una buena impresión. Le gustaba caer bien a la
gente; le gustaba entrar en un sitio y dejar en el aire la promesa de algo que bien podría ser alegría. Era algo que le
preocupaba más que a mí.
Ahora
pienso que Caro era la que más se parecía a nuestra madre.
Seguro
que trataron de sondearla por lo de la perra. Creo conservar un recuerdo vago.
—Quería
hacer una broma.
—¿Preferirías
irte a vivir con tu padre?
Creo
que se lo preguntaron y que ella dijo que no.
Yo no
le pregunté nada.
No me parecía raro lo que había hecho. Supongo que
los hermanos pequeños creen que el mayor tiene poderes excepcionales
y no se asombran
de nada de lo que haga.
Nos
dejaban el correo en un buzón de hojalata clavado en un poste, junto a la
carretera. Mi madre
y yo íbamos
hasta allí todos los
días, salvo que
estuviera especialmente tormentoso, para ver qué había. Solíamos ir
cuando me despertaba de la siesta. A veces era la única vez que salíamos en
todo el día. Por la mañana veíamos los
programas para niños de la televisión. Más bien ella leía mientras yo veía la
televisión; no había abandonado los libros por mucho tiempo. A mediodía
calentábamos alguna sopa de lata para comer, y luego me ponía a dormir mientras
ella leía un rato más. Ya tenía mucha barriga por el embarazo y
cuando el bebé
se movía yo lo
notaba. Se iba a llamar Brandy —ya se llamaba Brandy—, fuera niño o niña.
Bajando
un día por el camino a buscar el correo, cuando ya no faltaba mucho para llegar
al buzón, mi madre se paró en seco.
—Silencio
—me dijo, aunque yo no había dicho una palabra y ni siquiera jugaba a arrastrar
las botas por la nieve.
—Si no
digo nada —contesté.
—Chist.
Da media vuelta.
—Pero
no hemos cogido las cartas.
—Da
igual. Tú camina.
Entonces
me di cuenta de que Blitzee, que siempre
caminaba a nuestro lado,
poco más adelante o más atrás,
había desaparecido de la vista. En cambio había otro perro al otro lado de la
carretera, apenas a unos pasos del buzón.
Mi
madre dejó entrar en la caravana a Blitzee, que nos estaba esperando, y en
cuanto cerró la puerta llamó al teatro. Nadie contestó.
Luego
llamó al colegio para pedir que el conductor del autocar acompañara a Caro
hasta la puerta. Al parecer el conductor no pudo, porque había nevado
desde la última vez que Neal
despejó el camino, pero el hombre esperó hasta verla llegar a casa. Entonces no
había ningún lobo a la vista.
Neal
pensaba que no era un lobo. Y, si de verdad
hubiera uno merodeando
por allí, no sería ninguna amenaza para nosotras, con
lo débil que estaría después de la hibernación.
Caro
dijo que los lobos no hibernan.
—Los
estudiamos en el colegio.
Nuestra
madre quería que Neal se hiciera con una escopeta.
—¿Crees
que voy a ir con una escopeta a matar a una pobre loba desgraciada que
seguramente tiene un puñado
de crías en el bosque y solo quiere protegerlas, igual que tú quieres
proteger a las tuyas? —dijo sin levantar la voz.
—Solo
dos —dijo Caro—. Solo paren dos crías por vez.
—Vale, vale.
Estoy hablando con
tu madre.
—Eso no
lo sabes —dijo mi madre—. No sabes si tiene cachorros hambrientos.
Nunca
había pensado que pudiera hablarle así.
—Calma,
calma —dijo Neal—. Vamos a pensar
un poco. Las
armas son una
cosa terrible. Si ahora fuera en busca de un arma, ¿qué estaría
diciendo? ¿Que Vietnam no estuvo mal? ¿Que podría haberme ido a Vietnam?
—No
eres estadounidense.
—Mira,
no vas a conseguir que me cabree. Más
o menos fue
lo que dijeron,
y la cuestión se zanjó
sin que Neal
consintiera hacerse con un
arma. No volvimos
a ver al lobo, si es que era un lobo. Creo que mi
madre dejó de ir a buscar el correo, pero quizá era porque la barriga ya le
pesaba demasiado.
La
nieve fue desapareciendo por arte de magia. Los
árboles seguían sin
hojas y mi madre obligaba a Caro a ponerse el abrigo
por las mañanas, pero al volver a casa del colegio mi hermana lo traía a
rastras.
Mi
madre dijo que seguro que llevaba gemelos, pero el médico le aseguró que no.
—Genial.
Genial —dijo Neal completamente a favor de la idea de los gemelos—. Qué sabrán
los médicos.
La
cantera de grava se había llenado hasta el borde con el agua del deshielo y la
lluvia, así que Caro tenía que rodearla cuando iba a coger el autocar de la
escuela. Era un pequeño lago manso y
resplandeciente bajo el
cielo claro. Caro preguntó sin
mucha esperanza si nos dejaban ir allí a jugar.
Nuestra
madre dijo que ni loca.
—Por lo
menos debe de
tener cinco metros de
profundidad.
—Quizá
tres —dijo Neal.
—Justo
en el borde no creo que sea tan profundo —dijo entonces Caro.
—Y
tanto que sí. Cae en picado —dijo mi madre—. No es como ir a la playa, joder.
No os acerquéis por allí y punto.
Había
empezado a decir «joder» cada dos por tres, incluso puede que más que Neal, y
en un tono más exasperado.
—¿Crees
que es mejor que la perra tampoco se acerque? —le preguntó a Neal.
Neal
dijo que con eso no había problema.
—Los
perros saben nadar.
Un
sábado. Caro vio conmigo El gigante
amable, sin dejar de chafarme el programa con sus comentarios.
Neal estaba tumbado
en el sofá, que al desplegarse se convertía en la cama donde dormía con
mi madre. Estaba fumando uno de sus cigarrillos especiales, que no se podían
fumar en el trabajo, así que había que aprovechar los fines de semana. Caro a
veces lo incordiaba para que le dejara probar uno. Una vez le dejó, con la
condición de que no se lo contara a mi madre.
Pero yo
estaba allí y se lo conté. Hubo alarma, aunque no se pelearon.
—Sabes muy
bien que su
padre me quitaría a las crías
así de rápido —dijo nuestra madre—. Nunca más.
—Nunca
más —dijo Neal, conciliador—. ¿Y qué pasa si él las envenena con esa basura de Rice
Krispies?
Al
principio no veíamos a nuestro padre, pero después de navidades empezamos a
quedar con él los sábados. Nuestra madre siempre nos preguntaba luego si lo
habíamos pasado bien. Yo siempre decía
que sí, y convencida, porque pensaba que ir al cine o a ver el lago Hurón, o
salir a comer a un restaurante era pasarlo bien. Caro también decía que sí,
pero en un tono que insinuaba que no era asunto suyo. Entonces mi padre fue de
vacaciones de invierno a Cuba (mi madre
lo comentaba con
cierta sorpresa, y quizá
aprobación) y volvió
arrastrando una gripe que hizo
que las visitas se interrumpieran. Se suponía que en primavera continuarían,
pero de momento no habían vuelto a repetirse.
Después
de apagarnos el televisor, a Caro y a mí nos mandaron afuera a campear, como
decía nuestra madre, y a respirar aire fresco. Nos llevamos a la perra.
Al
salir lo primero que hicimos fue aflojarnos las bufandas que mi madre nos había
enrollado al cuello y llevarías a rastras.
(Aunque no creo que nosotras asociáramos las dos cosas,
lo cierto era
que cuanto más avanzaba el embarazo,
más volvía a comportarse como una madre corriente, al menos cuando
se trataba de
bufandas que estaban de más o a
comer a las horas.) Caro me preguntó qué quería hacer, y le dije que no lo
sabía. Era una formalidad por su parte, pero yo lo decía de verdad. De todos
modos dejamos que la perra nos guiara, y a Blitzee se le ocurrió ir a echar un
vistazo a la cantera de grava. El viento azotaba el agua formando pequeñas
olas, y enseguida nos entró frío, así que
nos volvimos a enrollar las bufandas al cuello.
No sé
cuánto tiempo estuvimos dando vueltas por el borde del agua, sabiendo que no
nos podían ver desde la caravana. Al cabo de un rato me di cuenta de que me
estaban dando instrucciones.
Tenía
que volver a la caravana y decirles a Neal y a nuestra madre una cosa.
Que la
perra se había caído al agua.
Que la perra se
había caído al agua y a Caro le daba miedo que se ahogara.
Blitzee.
Ahogada. Ahogada.
Pero
Blitzee no se había caído al agua. Podría haberse caído. Y Caro podría saltar a
rescatarla.
Me
parece que me atreví a plantarle cara, algo así como que Blitzee no se ha
caído, tú no has saltado, podría ser pero no ha pasado. También me acordé
de que Neal había dicho que los perros no se ahogan.
Caro me
ordenó que hiciera lo que me decía.
¿Por
qué?
Quizá
lo pregunté, o quizá me quedé allí sin obedecer, tratando de encontrar otro
argumento.
En mi
cabeza la veo levantar a Blitzee en brazos
y tirarla al agua mientras
la perra se debate por agarrarse a su abrigo. Luego la veo retroceder,
veo a Caro retroceder para coger
carrerilla y tirarse detrás. Sin embargo no recuerdo oír el ruido que hicieron
al impactar en el agua, una después de la otra. Nada, ni un impacto fuerte ni
uno apenas audible. Quizá fue porque ya iba camino de la caravana, supongo.
Cuando
sueño con esto, siempre voy corriendo. Y en mis sueños no corro hacia la
caravana, sino que vuelvo a la cantera de grava.
Veo a
Blitzee luchando por mantenerse a flote, mientras Caro
nada hacia ella, con fuerza,
a punto de rescatarla. Veo su
abrigo a cuadros marrón claro y su
bufanda de tela escocesa y su expresión orgullosa de triunfo y las puntas de
los rizos de su pelo rojizo oscurecidas por el agua. Tan solo tengo que mirar y
estar contenta: después de todo, no hace falta que haga nada.
En realidad
lo que hice
fue subir la pequeña cuesta hasta la caravana. Y al
llegar allí me senté. Como si en la caravana hubiera un porche o un banco,
aunque de hecho no había ni lo uno ni lo otro. Me senté y esperé a ver qué
pasaba.
Sé que
fue así porque
es un hecho. En cambio no sé qué me proponía o en qué
estaba pensando. Quizá esperaba al siguiente acto del drama de Caro. O al de la
perra.
No sé
si me quedé allí sentada cinco minutos, o fueron más, o menos. No hacía
demasiado frío.
Una vez
lo hablé con una terapeuta profesional y durante un tiempo me convenció de que
había intentado abrir la puerta de la caravana pero estaba cerrada.
Cerrada por dentro, porque
mi madre y Neal estaban haciendo
el amor y habían cerrado para evitar interrupciones. Si hubiera golpeado a la
puerta se habrían enfadado. A la terapeuta le satisfizo hacerme llegar a esa
conclusión, y a mí también. Por
un tiempo. Pero ya no creo que sea verdad. No creo que cerraran la puerta por
dentro, porque sé que un día Caro entró y se rieron al verle la cara.
Quizá al
acordarme de que
Neal había dicho que los perros
no se ahogan pensaba que no haría falta rescatar a Blitzee. Y que por lo
tanto Caro no
podría seguir con su juego. Tantos juegos, con Caro.
¿Acaso
pensé que sabía nadar? A los nueve años,
muchos niños saben.
Y de hecho el verano anterior
había hecho una
clase, pero entonces nos mudamos
a la caravana y no fue más. Puede que ella misma creyera que podría defenderse.
Y desde luego yo debía creer que Caro era capaz de todo lo que se propusiera.
La
terapeuta no insinuó que quizá me hubiera hartado de cumplir las órdenes de
Caro. Fue a mí a quien se le ocurrió esa posibilidad, aunque la verdad es que no me
convence. Si hubiera sido
más mayor, tal
vez, pero a esa edad aún esperaba que mi hermana
invadiera mi mundo.
¿Cuánto
tiempo estuve allí sentada? No creo
que mucho. Y puede que llamara a a puerta, al cabo de uno o dos minutos. Sea
como fuera en un momento dado mi madre abrió la puerta, sin motivo alguno. Un
presentimiento.
A
continuación estoy dentro de la
caravana. Mi madre le grita a Neal, intenta hacerle entender
algo. Neal empieza a hablar como si quisiera consolarla, la acaricia con
suavidad, dulcemente, pero
no es lo
que mi madre quiere, se aparta de
él y sale corriendo. Neal menea la cabeza y se mira los pies descalzos. Sus
dedos grandes, desvalidos.
Creo que me
dice algo con voz triste y cantarina. Una cadencia extraña.
Más
allá de eso, no tengo detalles.
Mi
madre no se tiró al agua. No se puso de parto por la conmoción. Mi hermano
Brent no nació hasta una semana o diez días después del funeral, cuando mi
madre salió de cuentas. No sé dónde estuvo hasta que dio a luz. Quizá la
tuvieran sedada en el hospital, en la medida en que lo permitiera su estado.
Recuerdo
muy bien el día del funeral. Me acompañaba una mujer muy agradable y delicada a
la que no conocía con quien fuimos de expedición. Se llamaba Josie. Fuimos a
unos columpios y a una especie de casa en miniatura donde podía meterme, e
hicimos una comida con las golosinas que más me gustaban, aunque no me di un
atracón. Con el tiempo llegaría a conocer mucho a Josie. Era una amiga que mi
padre había hecho en Cuba y que después del divorcio se convirtió en
mi madrastra, su segunda mujer.
Mi
madre se recuperó. Por fuerza. Había que cuidar de Brent y, en muchos momentos,
también de mí. Creo que pasé un tiempo con mi padre y Josie hasta que mi madre
se instaló en la casa donde pensaba vivir el resto de su vida. Mi primer
recuerdo es que Brent ya se sentaba en la trona.
Mi
madre retomó sus antiguos compromisos en
el teatro. Al principio quizá siguiera como
voluntaria, de acomodadora, pero cuando empecé el colegio ya tenía un
trabajo de verdad, con sueldo y
responsabilidades durante todo el año.
Era la directora comercial. El teatro se
mantuvo a flote, con varios
altibajos, y sigue funcionando a día de hoy.
Neal no
creía en los funerales, así que no fue al de
Caro. No llegó a conocer a Brent.
Años después supe que dejó una carta
donde decía que, ya que no pensaba ejercer de padre, lo mejor era
retirarse desde el
principio. A Brent nunca se lo mencioné, por no disgustar a mi madre.
También porque Brent se parecía tan poco a Neal, y en realidad tenía tanto de mi padre,
que a saber lo que había pasado realmente. Sobre eso mi
padre nunca ha dicho nada, ni lo dirá. Trata a Brent igual que a mí, aunque es
de la clase de hombre que lo haría de todos modos.
Mi
padre y Josie no han tenido hijos, pero no creo que les importe. Josie es la
única que a veces habla de Caro, aunque no muy a menudo. Asegura que mi padre
no responsabiliza a mi madre. Por lo
visto reconoce que era un muermo cuando mi madre buscaba
nuevas emociones en la vida. Necesitaba una sacudida, y la tuvo. De nada sirve
lamentarlo. Sin la sacudida no habría conocido a Josie y los dos no serían
ahora tan felices.
—¿Qué
dos? —le pregunto, solo para boicotearlo.
Y él
contesta incondicionalmente.
—Josie.
Hablo de Josie.
A mi
madre no se le puede recordar nada de aquellos tiempos, y procuro no
disgustarla. Sé que ha pasado en coche por el camino de tierra donde vivíamos y
que todo está muy cambiado, con esas casas modernas que se ven ahora construidas
en los campos
yermos. Cuando lo cuenta se nota el deje de desprecio que le inspiran
esas casas. Yo también fui, pero no se lo dije a nadie. Todo ese destripamiento
que se
hace en las
familias hoy en día me parece un error.
Incluso
el foso de la cantera de grava lo rellenaron para nivelar el suelo y construir
una casa.
Tengo una compañera menor que yo, Ruthann, pero creo
que más lista. O al menos más convencida de que es bueno sacar los
demonios que llevo dentro. No creo que
me hubiera puesto en contacto con Neal de no ser porque ella
me insistió. Claro que durante mucho tiempo no tuve el
modo de hacerlo, aunque tampoco se me pasaba por la cabeza. Al final fue él
quien se puso en contacto conmigo. Una breve nota de felicitación, decía, tras
ver mi foto en la gaceta de los antiguos alumnos. Qué hacía hojeando la gaceta,
no lo sé. Me habían concedido una
de esas distinciones académicas que dan cierto prestigio en un círculo
restringido y poco más.
Neal
vivía a menos de cincuenta millas de donde doy clases, que es también donde fui
a la universidad. Me pregunté si habría estado allí por aquel entonces. Tan
cerca. ¿Sería uno de los estudiantes?
Al principio
no tuve intención
de contestar a su nota, pero cuando se lo conté a Ruthann me dijo que
debía pensar en escribirle.
La
cuestión es que le mandé un correo electrónico, y quedamos en vernos. Me
encontraría con él en su pueblo, en el entorno neutral de la
cantina de una universidad. Me dije que si al verlo me parecía
insufrible, sin saber exactamente a
qué me refería, simplemente pasaría de largo.
Había
menguado, como suele
pasarles a los adultos
que recordamos de
la infancia. Tenía poco pelo,
cortado casi al rape. Me trajo una taza de té; él también estaba tomando un té.
¿Cómo
se ganaba la vida?
Me
contó que daba clases particulares a estudiantes
que se preparaban
para los exámenes. También los
ayudaba a redactar sus trabajos. A veces podía decirse que los hacía él mismo.
Por supuesto, cobraba.
—No te
haces millonario, eso ya
te lo digo.
Vivía en
un estercolero. O en un estercolero medio respetable. No estaba mal.
Conseguía
la ropa en los locales del Ejército de Salvación. Eso tampoco estaba mal.
—Va con
mis principios.
No lo
felicité por esas
cosas, aunque a decir verdad dudo
que esperara que lo hiciera.
—De todos
modos, no creo
que mi manera de vivir sea muy
interesante. Pensé que querrías saber cómo sucedió.
No
acerté a decir nada.
—Mira,
estaba colocado —dijo—. Y además no soy un buen nadador. Donde me crié no había
muchas piscinas. Me hubiera ahogado también. ¿Era lo que querías saber?
Le dije
que en realidad no era él quien me inquietaba.
Entonces
Neal fue la tercera persona a la que hice la pregunta.
—¿Qué
crees que Caro tenía en mente?
La terapeuta
dijo que eso no podía saberse. «Puede que ni ella misma supiera lo que
quería. ¿Llamar la atención? No creo que quisiera ahogarse. ¿Llamar la atención
sobre lo mal que lo estaba pasando?»
Ruthann
me había dicho: «¿Conseguir que tu madre hiciera lo que ella quería? ¿Hacerle
ver que tenía que volver con tu padre?».
—No
importa —dijo Neal—. Quizá pensaba que sabía nadar mejor de lo que nadaba.
Quizá no sabía cuánto pesa la ropa de invierno en el agua. O que no había nadie
en situación de ayudarla. —Y añadió—: No pierdas el tiempo. No pensarás que si
te hubieras dado prisa en avisar lo hubieras
impedido, ¿verdad? No querrás cargar con la culpa, ¿eh?
Había
contemplado esa posibilidad, pero no.
—La
cuestión es ser feliz —dijo Neal—. A toda costa. Inténtalo. Se puede. Y luego
cada vez resulta más fácil. No tiene nada que ver con las circunstancias. No te
imaginas hasta qué punto funciona. Se
aceptan las cosas
y la tragedia desaparece. O
pesa menos, en cualquier caso, y de pronto descubres
que estás en paz con el mundo.
Y
ahora, adiós.
Entiendo
a qué se refería. Y sé que eso es lo que hay que hacer. Aun así, no dejo de ver
a Caro corriendo hacia el foso para lanzarse con cierto aire triunfal, y sigo
atrapada, a la espera de que me dé una explicación, a la espera de oír el ruido
de su cuerpo al caer al agua.
Alice Munro
Mi querida vida
Lumen, Barcelona, 2013
Otros cuentos de Alice Munro
Lea, además
No hay comentarios:
Publicar un comentario