Walter Tevis
EL BUSCAVIDAS
Capítulo seis
Eddie llevaba consigo una pequeña funda de cuero cilíndrica. Tenía el diámetro aproximado de su antebrazo y unos dos palmos y medio de longitud. Dentro había un taco de billar magníficamente hecho, grabado, con punta de marfil y flecha de cuero francés, delicadamente equilibrado. Tenía dos partes; podían enroscarse con un resorte de bronce de dos piezas, unido al extremo de cada sección.
El lugar era grande, más aún de lo que había imaginado. Era familiar, porque el olor y el aspecto de un salón de billar son iguales en todas partes; pero también era muy distinto. Victoriano, con grandes sillones de cuero, grandes lámparas de latón ornado, tres altos ventanales con tupidas cortinas, una sensación de espacio, de elegancia.
Estaba prácticamente vacío. Nadie juega al billar por la tarde; pocas personas vienen a esa hora excepto a beber al bar, hacer apuestas en las carreras o jugar a las tragaperras, y Bennington no tenía nada de eso. También en esto era único: su negocio era el billar, nada más.
Había un hombre practicando en la mesa de delante, un hombre grande que fumaba un puro. Otra mesa más allá dos chicos altos con chaquetas y vaqueros jugaban a bola nueve. Uno de ellos tenía largas patillas. En el centro de la sala un hombre muy grande con pesadas gafas de pasta negra (como un ejecutivo de publicidad) estaba sentado en una silla giratoria de roble junto a la caja registradora, leyendo un periódico. Los miró un momento cuando entraron y cuando vio la funda de cuero en la mano de Eddie lo miró un instante a la cara antes de volver al periódico. Más allá, al fondo de la sala, un negro jorobado con ropa amorfa empujaba una escoba, cojeando.
Escogieron una mesa hacia el fondo, varias mesas más allá de los que jugaban a bola nueve, y empezaron a practicar. Eddie cogió un taco de la casa, dejando a un lado la funda de cuero, sin abrir, junto a la pared.
Jugaron tranquilamente durante unos cuarenta y cinco minutos. Eddie trataba de sentir el aspecto de la mesa, acostumbrarse al gran tamaño de ciento veinte por doscientos setenta centímetros (desde la guerra todas las mesas de billar eran ciento veinte por doscientos cuarenta) y aprender cómo se rebotaba en las bandas. Eran un poco blandas y el roce del tapete era suave, haciendo que las bolas tomaran largos ángulos y dificultando golpear a la inglesa, con efecto. Pero la mesa era buena, nivelada, regular, con troneras despejadas, y le gustaba su tacto.
El hombre grande del puro se acercó, cogió una silla, y se puso a mirarlos. Después de que terminaran la partida se sacó el puro de la boca, miró a Eddie intensamente, miró la funda de cuero apoyada contra la pared, miró de nuevo a Eddie y dijo, pensativo:
—¿Está buscando acción?
Eddie le sonrió.
—Tal vez. ¿Quiere jugar?
El hombre grande frunció el ceño.
—No. Demonios, no —respondió, y entonces añadió—: ¿Es usted Eddie Felson?
Eddie sonrió.
—¿Quién es ese? —Sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa.
El hombre volvió a meterse el puro en la boca.
—¿A qué juega? ¿Qué tipo prefiere?
Eddie encendió el cigarrillo.
—A lo que usted quiera, amigo. Juguemos.
El hombre se sacó el puro de la boca.
—Mire, amigo —dijo—, no intento timarlo. Nunca me enfrento a gente que entra en los salones de billar con fundas de cuero. —Su voz era fuerte, imperiosa, y sin embargo parecía cansado, como si estuviera muy desanimado—. Le hago una pregunta educada y usted se hace el listo. Vengo y lo miro y pienso que tal vez pueda ayudarlo, y usted quiere hacerse el listo.
—De acuerdo —Eddie sonrió—, sin resentimientos. Juego al billar directo. ¿Conoce algún jugador de directo en este salón?
—¿Qué tipo de billar directo le gusta?
Eddie lo miró un momento, advirtiendo la forma en que parpadeaban los ojos del hombre.
—Me gusta el caro —respondió.
El hombre masticó su puro un momento. Luego se inclinó hacia adelante en su asiento y dijo:
—¿Viene a jugar al billar directo con Minnesota Fats?
A Eddie le cayó bien este tipo. Parecía muy extraño, como si estuviera a punto de estallar.
—Sí —dijo.
El hombre se le quedó mirando, masticando el puro.
—No. Váyase a casa.
—¿Por qué?
—Le diré por qué, y será mejor que lo crea. Fats no necesita su dinero. Y es imposible que pueda vencerlo. Es el mejor del país. —Se acomodó en el asiento, exhalando humo.
Eddie siguió sonriendo.
—Me lo pensaré —dijo—. ¿Dónde está?
El hombretón cobró vida violentamente.
—Por el amor de Dios —dijo en voz alta, desesperado—. Habla como un buscavidas de altos vuelos. ¿Quién se cree que es, Humphrey Bogart? Tal vez lleva una pipa y lleva gabardina y es un tipo importante al billar allá en California o en Idaho o donde sea. Apuesto a que ya ha derrotado a todos los granjeros que juegan al bola nueve de aquí a la Costa Oeste. Muy bien. Le he dicho lo que quería decirle de Minnesota Fats. Siga adelante y juegue con él, amigo.
Eddie se echó a reír. No con desdén, sino con diversión: diversión por el otro hombre y por él mismo.
—De acuerdo —dijo, riendo—. Solo dígame dónde puedo encontrarlo.
El hombretón se levantó de la silla con considerable esfuerzo.
—Quédese donde está —dijo—. Viene cada noche, a eso de las ocho.
Se metió el puro en la boca y regresó a la mesa de delante. —Gracias —le dijo Eddie. El hombre no respondió. Empezó a practicar de nuevo, una larga tirada por la banda con la bola tres.
Eddie y Charlie regresaron a su partida. La charla con el hombretón le había molestado un poco, pero, de algún modo, tuvo el efecto de que se sintiera mejor por la noche. Empezó a concentrarse en la partida, afinando sus golpes, embocando pequeños grupos de bolas y luego fallando adrede, más por la costumbre que por miedo a ser identificado. Siguieron jugando, y un rato después, las otras mesas empezaron a llenarse de hombres y de humo y el chasquido de las bolas y él empezó a mirar hacia la enorme puerta de entrada, observando.
Y entonces, después de terminar de embocar un grupo de bolas, alzó la cabeza y vio, apoyado contra la mesa de al lado, a un hombre enormemente gordo con el pelo negro y rizado que le observaba jugar, un hombre con ojos negros y pequeños.
Cogió la tiza y empezó a frotar con ella la punta de su taco, lentamente, mirando al hombre. No podía tratarse de otro, no con todo aquel peso, no con el aspecto de autoridad, no con aquellos ojitos agudos.
Llevaba una camisa de seda, amarillo verdoso, abierta por el cuello y cerrada sobre su amplio vientre de blando aspecto. Su rostro era como pasta, como la cara de la luna llena en un calendario gratis, hinchada como la de un esquimal, orejas pequeñas pegadas a la cabeza, el pelo brillante, rizado, y cuidadosamente recortado, la tez clara, rosácea. Tenía las manos cruzadas sobre el enorme vientre, sobre un pequeño cinturón enjoyado, y había brillantes anillos con gemas en cuatro de sus dedos. Las uñas estaban manicuradas y pulidas.
Cada diez segundos hacía un súbito y convulsivo movimiento con la cabeza que forzaba su barbilla hacia la clavícula izquierda. Era un movimiento muy súbito, y causaba una mueca automática en el lado de la boca que parecía afectado por el tic. Aparte de eso, no había ninguna otra expresión en su cara.
El hombre se le quedó mirando.
—Tira muy bien —dijo. Su voz no tenía ningún tono. Era muy grave.
A Eddie, de algún modo, no le apeteció sonreír.
—Gracias —dijo.
Volvió a la mesa y terminó de recoger las bolas. Entonces, cuando el cajero, el hombre de las gafas de montura negra, las estaba colocando, Eddie se volvió hacia el gordo y dijo, sonriendo esta vez:
—¿Juega usted al billar directo, amigo?
La barbilla del hombre se sacudió, bruscamente.
—De vez en cuando —contestó—. Ya sabe cómo es.
Su voz sonaba como si estuviera hablando desde el fondo de un pozo.
Eddie continuó frotando su taco con tiza.
—Usted es Minnesota Fats, ¿verdad, amigo?
El hombre no dijo nada, pero sus ojos parecieron aletear, como si se sintiera divertido, o tratara de serlo.
Eddie siguió sonriendo, pero notó que las yemas de sus dedos temblaban y se metió una mano en el bolsillo, sujetando el taco con la otra.
—De donde vengo, dicen que Minnesota Fats es el mejor del país.
—¿Eso dicen? —La cara del hombre volvió a sacudirse.
—Así es —contestó Eddie—. De donde yo vengo dicen que Minnesota Fats no falla una bola.
El otro hombre guardó silencio durante un momento.
—Es usted de California, ¿verdad? —dijo por fin.
—Así es.
—¿Se llama Felson, Eddie Felson? —Pronunció las palabras con cuidado, claramente, sin calor ni malicia en ellas.
—Así es, en efecto.
Parecía no haber nada más que decir. Eddie volvió a su partida con Charlie. Sabiendo que Minnesota Fats lo estaba observando, midiéndolo, calculando los riesgos de jugar con él, se sintió nervioso; pero sus manos fueron firmes con el taco y el nerviosismo fue suficiente para hacerle sentir alerta, ágil, para agudizar su sentido de la partida que estaba jugando, su sensación de las bolas y del deslizar de las bolas y del efecto del taco. Jugó con atención, descartando su práctica habitual de parecer débil, haciendo tiros precisos y bien controlados, hasta que las quince bolas de colores desaparecieron de la mesa.
Entonces se dio la vuelta y miró a Fats. Este no parecía verlo. Su barbilla se sacudió, y entonces se volvió hacia un hombre pequeño que estaba a su lado, observando.
—Juega al directo —dijo—. ¿Crees que será un buscavidas?
Entonces se volvió hacia Eddie, la cara inexpresiva pero los ojillos agudos, observadores.
—¿Es usted jugador, Eddie? ¿Le gusta apostar dinero al billar?
Eddie lo miró a la cara y, bruscamente, sonrió.
—Fats —dijo, sonriendo, sintiéndose bien, de maravilla—, juguemos usted y yo una partida.
Fats lo miró un instante.
—¿Cincuenta dólares?
Eddie se echó a reír, miró a Charlie y luego se volvió hacia Minnesota Fats.
—Demonios, Fats, usted juega a lo grande. Todo el mundo dice que juega a lo grande. No seamos gallinas.
Miró a los hombres que estaban junto a Fats. Ambos estaban anonadados. Probablemente , pensó, nadie le ha hablado así antes a su gran dios de latón . Sonrió.
—Que sean cien, Fats.
Fats se le quedó mirando, sin cambiar de expresión. Entonces, de pronto, con un gran movimiento de carnes, sonrió.
—Le llaman Eddie el Rápido, ¿no?
—Así es. —Eddie seguía sonriendo.
—Bien, Eddie el Rápido. Habla usted mi idioma. Lance una moneda a ver quién saca.
Eddie cogió su funda de cuero de donde estaba apoyada.
Alguien lanzó al aire medio dólar. Eddie perdió y tuvo que sacar. Hizo el saque estándar: dos bolas fuera del grupo y de vuelta otra vez, tres rebotes de la bola blanca hasta el cojín final, y detuvo la bola blanca en la banda con apenas el filo de una bola esquinera asomando desde detrás del grupo para poder golpear. Entonces Fats se acercó muy despacio, reflexivo, hasta la parte delantera del salón, donde había un gran armario de metal. Lo abrió y sacó un taco, unido por el centro por una abrazadera de bronce, como el de Eddie. Cogió un cubo de tiza de la mesa y frotó el taco mientras regresaba. Ni siquiera pareció mirar la disposición de las bolas sobre la mesa, y tan solo dijo:
—Bola cinco. Tronera de la esquina.
Y ocupó la posición tras la bola tacadora para tirar.
Eddie lo observó con atención. Se acercó a la mesa con pasitos cortos y rápidos, abordándola de lado y colocando el taco en posición mientras lo hacía, de modo que quedó sujetando el taco, de perfil respecto a la mesa, sobre su gran estómago, el puente de la mano ya formado, la mano derecha sujetando con delicadeza la culata del taco, igual que un violinista sostiene su instrumento: con gracia pero con seguridad. Y entonces, como si fuera una parte integral y continua de su acercamiento a la mesa, su mano puente se había asentado sobre el tapete y casi inmediatamente hubo un suave movimiento del taco, sin esfuerzo, a ras, y la bola blanca corrió por la mesa y golpeó la esquina de la bola cinco y la bola cinco corrió por la mesa y entró en la tronera de la esquina. La bola blanca chocó contra el grupo, desperdigando las demás bolas.
Y entonces Fats empezó a moverse por la mesa, embocando bolas, desaparecida ahora toda su antigua gravedad, sus movimientos como un ballet , los pasos ligeros, y ensayados; el puente de la mano caía inevitablemente en el lugar adecuado; la mano en la parte posterior del taco con sus dedos gruesos y enjoyados empujaban la fina vara contra la bola blanca. Nunca se paraba a mirar la disposición de las bolas, nunca parecía pensar o prepararse para el tiro. Cada cinco tiros se detenía para frotar suavemente con tiza la punta de su taco, pero ni siquiera miraba la mesa al hacerlo; simplemente miraba lo que hacía en el momento.
Embocó catorce de las quince bolas de la mesa muy rápidamente, dejando la bola restante en posición excelente para el saque.
Eddie colocó las bolas. Fats hizo el saque, golpeando sin esfuerzo pero con potencia la bola blanca de modo que esparció todas las bolas sobre la mesa. Empezó a embocarlas.
Era bueno. Era fantásticamente bueno. Coló ochenta bolas antes de darlo por bueno y ponerse a seguro. Eddie había visto y hecho tacadas más grandes, mucho más grandes, pero nunca había visto a nadie tirar con la facilidad, con la certeza, de ese hombre grueso y delicado.
Eddie miró a Charlie, sentado ahora en una de las grandes sillas altas. El rostro de Charlie no mostró nada, pero se encogió de hombros. Entonces Eddie miró la jugada con atención. Era un buen seguro, pero pudo devolverlo, colocando la bola blanca al fondo, sin dejar nada a lo que tirar. El juego se convirtió en un toma y daca, sobre seguro, sin dejar aberturas para el otro, hasta que Eddie cometió un pequeño error y dejó que Fats se soltara el pelo. Fats se acercó a la mesa y empezó a tirar. Eddie se sentó. Miró alrededor; un grupito de diez o quince personas se había formado ya alrededor de la mesa. Un hombre elegante de mejillas sonrosadas y gafas se movía entre el grupo, haciendo apuestas. Eddie se preguntó cómo iba. Miró al reloj de la pared sobre la puerta. Las ocho y media. Tomó aire y lo dejó escapar lentamente.
Sabía que empezaría perdiendo. Eso era natural; jugaba contra un gran jugador en su propia mesa, en su propio salón de billar, y pensaba perder durante unas cuantas horas. Pero no tanto. Fats le ganó dos partidas por ciento veinticinco a nada y en la tercera partida Eddie finalmente pudo sacar y marcar cincuenta. No era agradable perder y sin embargo, de algún modo, no se sentía profundamente inquieto, no sentía que perdía ante la brillantez del juego del otro hombre, no se sentía nervioso ni confuso. Se pasaba la mayor parte de cada partida sentado y cada vez que Fats ganaba una mano Fats le sonreía y le daba cien dólares. Fats no tenía nada que decir.
A las once, después de que perdiera la sexta partida, Charlie se le acercó, lo miró, y dijo:
—Déjalo.
Eddie miró a Charlie, que parecía estar sudando.
—Le ganaré. Espera.
—No estés tan seguro. —Charlie volvió a su asiento, al otro lado de la mesa.
Entonces Eddie empezó a ganar. Lo sintió arrancar en mitad de una partida, empezó a notar la sensación que tenía a veces de ser parte de la mesa y de las bolas y del taco. El golpe de su brazo parecía viajar sobre vías engrasadas; y cada músculo de su cuerpo estaba alerta, sensible al juego y el movimiento de las bolas, agudamente consciente de cómo rodaría cada bola, de cómo, exactamente, había que hacer cada tiro. Fats le ganó esa partida, pero lo notó venir y ganó la siguiente.
Y la partida siguiente a esa, y la siguiente, y luego otra. Entonces alguien apagó todas las luces excepto las de la mesa en la que estaban jugando y el fondo del Bennington desapareció, dejando solo los rostros del grupo de hombres alrededor de la mesa, el verde del paño y las bolas ahora bruscamente marcadas, limpias, de sombras negras, brillantes contra el verde. Las bolas tenían bordes nítidos y enjoyados; la bola tacadora misma era una joya de color blanco de leche y era magnífico verlas rodar y saber de antemano adónde iban a rodar. Nadie podía ser tan claro o tan simple o tan excelente. Y no había límites al tiro que podía hacerse.
El juego de Fats no cambió. Era brillante, fantásticamente bueno, pero Eddie le estaba ganando ahora, jugando una partida increíble: una partida preciosa, hechizante, una partida que sentía que había sabido toda la vida que jugaría cuando llegara el momento. No había mejor momento que este.
Y entonces, cuando terminó la partida, hubo ruido al frente y Eddie se volvió y vio que el reloj indicaba la medianoche y que alguien cerraba con llave la gran puerta de roble, y miró Fats y Fats dijo:
—No se preocupe, Eddie el Rápido. No vamos a ir a ninguna parte.
Entonces sacó del bolsillo un billete de diez dólares, se lo tendió a un joven nervioso vestido de negro que estaba mirando la partida, y dijo:
—Predicador, quiero whisky White Horse. Y hielo. Y un vaso. Y cómprate algo de droga con el cambio, pero hazlo después de volver con mi whisky .
Eddie sonrió, y le gustó esta sensación de prepararse para la acción.
— Bourbon J. T. S. Brown —le dijo al hombre delgado. Entonces apoyó el taco en la mesa, se desabrochó las mangas de la camisa, y empezó a subírselas. Estiró los brazos, flexionando los músculos, disfrutando de la buena sensación de su firmeza, de su control.
—Muy bien, Fats. Usted saca.
Eddie le ganó. El placer era exquisito; y cuando el hombre trajo el whisky y lo mezcló con agua de la nevera y lo bebió, todo su cuerpo y su cerebro parecieron inundarse de placer, de alerta y vida. Miró a Fats. Había una oscura línea de sudor en su nuca. Sus uñas manicuradas estaban sucias. Su cara seguía sin mostrar ninguna expresión. También él tenía en la mano un vaso de whisky y lo bebía en silencio.
De repente, Eddie le sonrió.
—Juguemos a mil la partida, Fats —dijo.
Hubo un murmullo en el grupo de espectadores.
Fats dio un sorbo a su whisky , lo paladeó cuidadosamente en su boca, lo tragó. Sus agudos ojos negros estaban clavados en Eddie, sin pasión, estudiando. Pareció ver algo que lo reafirmó. Entonces miró, durante un momento, al hombre de las gafas, el hombre que había estado tomando las apuestas. El hombre asintió, arrugando los labios.
—De acuerdo.
Eddie lo sabía, podía sentir que nadie había jugado jamás al billar directo de esta forma. El juego de Fats, en sí mismo, era sorprendente, un juego consistentemente hermoso y preciso, un juego diestro y rápido casi sin ningún error. Y ganaba las partidas; ningún poder en la tierra podría haber impedido que ganara alguna de ellas, pues el billar es un juego que no da al hombre que está sentado ningún modo terrenal de afectar los tiros del hombre a quien intenta derrotar. Pero Eddie le ganó, firmemente, haciendo tiros que nadie había hecho antes, colando bolas, jugando al extremo, embocando grupo tras grupo de bolas sin que su tacadora tocara un cojín, lanzando bola tras bola tras bola al centro, el corazón de cada tronera. Su brazo era algo consciente, y el taco formaba parte de él. Había nervios en la madera, y podía sentir el golpeteo de la punta de cuero con los nervios, podía sentir rodar las bolas; y el exquisito sonido que hacían al golpear los fondos de las buchacas era un sonido que estaba a la vez aquí, en la mesa, y en el centro de su misma alma.
Jugaron durante largo, largo rato y entonces Eddie advirtió que las sombras de las bolas sobre el paño se habían vuelto más suaves, habían perdido su nitidez. Alzó la cabeza y vio una pálida luz que entraba a través de las cortinas de la ventana y luego miró el reloj. Eran las siete y media. Miró a su alrededor, aturdido. La multitud se había reducido, pero aún quedaban algunos de los mismos hombres. Todo el mundo parecía necesitar un afeitado. Se palpó la cara. Papel de lija. Se miró. Su camisa estaba sucia, cubierta de manchas de tiza, los fondillos por fuera, y la parte delantera arrugada como si hubiera dormido con ella puesta. Miró a Fats, que parecía, si acaso, peor.
Charlie se acercó. También tenía un aspecto infernal. Parpadeó ante Eddie.
—¿Desayuno?
Eddie se sentó en una de las sillas ahora vacías junto a la mesa.
—Sí —dijo—. Claro.
Rebuscó en su bolsillo y sacó un billete de cinco dólares.
—Gracias —dijo Charlie—. No lo necesito. He estado guardando el dinero, ¿recuerdas?
Eddie sonrió, débilmente.
—Así es. ¿Cuánto va ya?
Charlie se lo quedó mirando.
—¿No lo sabes?
—Se me ha olvidado. —Se sacó del bolsillo un cigarrillo arrugado, lo encendió. Advirtió que sus manos temblaban levemente, pero vio todo esto como si estuviera mirando a otra persona—. ¿Cuánto es?
Se echó hacia atrás, fumando el cigarrillo, mirando las bolas que ahora reposaban quietas sobre la mesa. El cigarrillo no sabía a nada.
—Has ganado once mil cuatrocientos dólares —dijo Charlie—. En metálico. Lo tengo en el bolsillo.
Eddie lo miró.
—¡Bien! —dijo, y añadió—: Ahora, ve a traer el desayuno. Quiero un sandwich de huevo y café.
—Espera un momento —replicó Charlie—. Te vas a venir conmigo. Vamos a desayunar en el hotel. La partida se ha acabado.
Eddie lo miró un instante, sonriendo, preguntándose, también, por qué Charlie no podía verlo, nunca lo había visto. Se inclinó hacia adelante, lo miró, y dijo:
—No, no ha terminado, Charlie.
—Eddie…
—Esta partida de billar se termina cuando Minnesota Fats diga que ha terminado.
—Viniste a por diez mil. Ya tienes diez mil.
Eddie volvió a inclinarse hacia adelante. Ahora no sonreía. Quería que Charlie lo viera, lo comprendiera, capturara parte de lo que estaba sintiendo, parte del compromiso que hacía.
—Charlie —dijo—. He venido aquí a por Minnesota Fats. Y voy a ganarle. Voy a quedarme hasta el final.
Fats estaba también sentado, descansando. Se levantó. Su barbilla se sacudió, se hundió en la suave carne de su cuello.
—Eddie el Rápido —dijo, sin emoción—, vamos a jugar al billar.
—Haga el saque —dijo Eddie.
En mitad de la partida llegó la comida y Eddie se comió su sandwich entre tiradas, dejándolo en el borde de la mesa mientras tiraba, y engulléndolo con café, que sabía muy amargo. Fats había enviado a alguien y comía un plato de muchos pequeños sandwiches y embutidos. En vez de café tenía tres botellas de cerveza Dutch en otro plato y las bebió en un vaso de pilsner, que sostuvo en su gruesa mano, delicadamente. Se limpiaba los labios con una servilleta entre bocados a los sandwiches y, al parecer, no prestaba ninguna atención a las bolas que Eddie embocaba metódicamente en la partida de mil dólares en la que él, sentado en la silla y tomando su desayuno de gourmet, participaba.
Eddie ganó la partida; pero Fats ganó la siguiente, por estrecho margen. Y a las nueve las puertas del salón se abrieron de nuevo y un anciano de color entró cojeando y empezó a barrer el suelo y abrió las ventanas, retirando las cortinas. Fuera, el cielo era absurdamente azul. Entró el sol.
Fats volvió la cabeza hacia el conserje y dijo, con voz fuerte y átona, desde el otro lado de la sala:
—Aparta ese maldito sol.
El negro regresó a las ventanas y corrió las cortinas. Luego volvió a su escoba.
Jugaron, y Eddie siguió ganando. En sus hombros, ahora, y en su espalda y en la parte trasera de sus piernas había una especie de dolor sordo; pero el dolor parecía de otra persona y apenas lo sentía, apenas sabía que estaba allí. Simplemente siguió tirando y las bolas siguieron entrando y el hombre grueso y grotesco con el que estaba jugando (el hombre que era el Mejor Jugador de Billar Directo del país) seguía dándole a Charlie grandes cantidades de dinero. Una vez, advirtió que, mientras él tiraba y el otro hombre estaba sentado, Fats hablaba con el hombre de las mejillas sonrosadas y con Gordon, el encargado. El hombre de las mejillas sonrosadas tenía la billetera en la mano. Después de esa partida, Fats le pagó a Charlie con un billete de mil dólares. Ver el billete que acababa de ganar no le hizo sentir nada. Solo deseó que el hombre que ponía las bolas en la mesa se diera prisa y acabara de colocarlas.
El dolor y el entumecimiento aumentaron gradualmente, pero no afectaron a la manera en que su cuerpo jugaba al billar. Había una extraña sensación abrumadora de que en realidad estaba en otro lugar en la sala, sobre la mesa, flotando, posiblemente, con la pesada e informe masa de humo de cigarrillos que colgaba bajo la luz, viendo su propio cuerpo allá abajo, lanzando pequeñas bolas de colores a agujeros impulsándolas con un largo palo de madera pulida. Y en algún otro lugar de la sala, quizás en todas partes, había un hombre increíblemente gordo, silencioso, siempre en movimiento, impertérrito, un hombre cuyos agudos ojillos veían no solo las bolas de colores sobre el rectángulo verde, sino también el millón de rincones de la sala, estuvieran o no iluminados por el cono de luz que se circunscribía al brillante rectángulo de la mesa de billar.
A las nueve de la noche Charlie le dijo que había ganado dieciocho mil dólares.
Algo sucedió, de pronto, en su estómago cuando Charlie le dijo esto. Una fina cuchilla de acero rozó un nervio en su estómago. Trató de mirar a Fats, pero, durante un momento, no pudo.
A las diez y media, después de ganar una partida y luego perder otra, Minnesota Fats fue al cuarto de baño y Eddie se encontró sentado y entonces, en un momento, tuvo la cabeza entre sus manos y miraba el suelo, a un grupito de colillas aplastadas a sus pies. Y entonces Charlie apareció a su lado, o escuchó su voz; pero parecía proceder de muy lejos y cuando intentó alzar la cabeza no pudo. Charlie le estaba diciendo que lo dejara: lo supo sin poder captar las palabras. Y entonces las colillas empezaron a cambiar de posición y a oscilar, con un movimiento suave pero confuso, y hubo un zumbido en sus orejas como el zumbido de una radio barata y, de pronto, se dio cuenta de que estaba perdiendo la consciencia, y sacudió la cabeza, débilmente al principio y luego con violencia, y cuando dejó de hacer esto pudo ver y oír mejor. Pero algo su mente gritaba. Algo dentro de él temblaba, asustado, cortando su estómago desde dentro, como una navaja pequeña.
Charlie seguía hablando, pero lo interrumpió.
—Dame un trago, Charlie.
No miró a Charlie, sino que mantuvo los ojos clavados en las colillas, mirándolas fijamente.
—No necesitas un trago.
Entonces lo miró, miró la cara redonda y cómica ensuciada por la barba, y dijo, sorprendido por la suavidad de su propia voz:
—Cállate, Charlie. Dame un trago.
Charlie le tendió la botella.
La cogió y dejó que el whisky le corriera por la garganta. Se atragantó, pero no sintió que le quemara, apenas lo notó en el estómago excepto como un suave calor, suavizando los filos de la navaja. Entonces miró a su alrededor y descubrió que su visión estaba bien, que podía ver con claridad las cosas que tenía directamente delante, aunque los bordes estaban un poco borrosos.
Fats estaba de pie junto a la mesa, limpiándose las uñas. Volvía a tener las manos limpias: se las había lavado. Y aunque su pelo estaba todavía grasiento y con aspecto sucio, se había peinado. No parecía más cansado (excepto por la camisa manchada y una ligera bizquera en los ojos) que la primera vez que Eddie lo vio. Apartó la mirada, buscando la mesa de billar. Las bolas estaban colocadas en su triángulo. La bola blanca en la cabecera de la mesa, junto a la banda, en posición para el saque.
Fats se hallaba al borde de su visión, en la parte brumosa, y parecía sonreír plácidamente.
—Juguemos al billar, Eddie el Rápido —dijo.
De repente, Eddie se volvió hacia él y se le quedó mirando. La barbilla de Fats se sacudió hacia su hombro, la boca torcida por el movimiento. Eddie lo vio y ahora le pareció que aquello tenía algún tipo de significado; pero no sabía cuál era.
Y entonces se acomodó en su silla y dijo, las palabras surgieron casi sin querer:
—Le derrotaré, Fats.
Fats tan solo lo miró.
Eddie no estaba seguro de si le estaba sonriendo o no al gordo, al enorme, ridículo, afeminado jugador de billar enjoyado que más parecía un bailarín de ballet , pero le pareció como si algo estuviera a punto de hacerle reír en voz alta de un momento a otro.
—Le derrotaré, Fats —dijo—. Le derrotaré todo el día y le derrotaré toda la noche.
—Juguemos al billar, Eddie el Rápido.
Y entonces llegó, la risa. Solo que fue como si se riera otra persona, no él, de modo que se oyó a sí mismo como si estuviera al otro lado de la sala. Y entonces hubo lágrimas en sus ojos que difuminaron la sala de billar, el puñado de gente que los rodeaba, y el gordo, en un borrón de colores, teñidos de un verde oscuro y dominante que ahora parecía irradiar desde la superficie de la mesa. Y entonces la risa cesó y miró parpadeando a Fats.
Lo dijo muy despacio, saboreando las palabras mientras surgían de su boca.
—Soy el mejor que ha visto nunca, Fats.
Así lo dijo. Así de simple.
—Soy el mejor que hay.
Lo sabía, por supuesto, desde siempre. Pero ahora estaba tan claro, y era tan sencillo, que nadie, ni siquiera Charlie, podía equivocarse.
—Soy el mejor. Aunque me derrote, soy el mejor.
La bruma de sus ojos volvía a aclararse y podía ver a Fats de lado junto a la mesa, dirigiendo la mano hacia el paño, sin apuntar siquiera. Aunque me derrote…
En algún lugar dentro de Eddie, en lo más profundo, se aliviaba un peso. Y, aún más hondo, había una voz diminuta y lejana, un gritito de angustia que le decía, suspirando: No tienes que ganar . Durante horas el peso había estado allí, acuciándolo, intentando romperlo, y ahora estas palabras, esta hermosa y profunda y auténtica revelación, había venido y le quitaba aquel peso. El peso de la responsabilidad. Y la pequeña navaja acerada de miedo.
Miró de nuevo al hombretón gordo.
—Soy el mejor —dijo—. No importa quién gane.
—Ya veremos —dijo Fats, e hizo el saque.
Cuando Eddie volvió a mirar el reloj era poco más de la medianoche. Perdió dos partidas seguidas. Luego ganó una, perdió otra, ganó otra; todas ellas por poca diferencia. El dolor en su antebrazo derecho parecía irradiar hacia afuera desde el hueso y su hombro era un bulto de calor con venas hinchadas alrededor y el taco parecía fundirse con la bola blanca cuando la golpeaba. Las bolas ya no chasqueaban cuando golpeaban entre sí, sino que parecían sonar como si estuvieran hechas de madera de balsa. Pero seguía sin fallar; era ridículo que alguien fallara; y sus ojos veían las bolas con detalles nítidos y brillantes, aunque ya no parecía haber una gama de sensibilidad en su visión. Le parecía poder ver en la oscuridad o podía incluso mirar al sol, el sol más brillante, el de mediodía, y borrarlo del cielo.
No fallaba; pero cuando jugaba a seguro, ahora, la bola blanca no siempre se detenía junto a la banda o contra un grupo de otras bolas como quería. Una vez, en un momento crítico de la partida, cuando tenía que jugar a seguro, la bola blanca rodó tres centímetros demasiado lejos y dejó a Fats una apertura y Fats embocó sesenta y bolas y ganó. Y más tarde, durante lo que debería haber sido una gran tacada, calculó mal una sencilla posición contra la banda y tuvo que jugar a la defensiva. Fats ganó también esa partida. Cuando lo hizo, Eddie dijo:
—Gordo hijo de puta, haces pagar caros los errores.
Pero siguió cometiéndolos. Seguía pudiendo embocar gran número de bolas pero algo salía mal y perdía la ventaja. Y Fats no cometía errores. Nunca.
Y entonces Charlie se acercó después de una partida.
—Eddie, todavía tienes diez mil —dijo—. Pero eso es todo. Dejémoslo y vayamos a casa. Vámonos a dormir.
Eddie no lo miró.
—No.
—Mira, Eddie —insistió Charlie, la voz suave, cansada—. ¿Qué quieres hacer? Le ganaste. Le has ganado un montón de veces. ¿Quieres matarte?
Eddie lo miró.
—¿Qué ocurre, Charlie? —dijo, tratando de sonreírle—. ¿Eres un gallina?
Charlie lo miró durante un momento antes de responder.
—Sí, tal vez sea eso. Soy un gallina.
—Muy bien, entonces vete a casa. Dame el dinero.
—Vete al infierno.
Eddie extendió la mano.
—Dame el dinero, Charlie. Es mío.
Charlie tan solo se le quedó mirando. Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó un enorme fajo de billetes, arrugados y sujetos con una tira de goma.
—Toma —dijo—. Sé un maldito idiota.
Eddie se metió el fajo en el bolsillo. Cuando se levantó para jugar, se miró. Parecía obscenamente divertido; un bolsillo abultaba con la botella de whisky , el otro con los billetes.
Tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para recoger el taco y empezar a jugar de nuevo; pero después de empezar, el juego no parecía parar. Ni siquiera parecía consciente de las veces que se sentaba y Fats tiraba, siempre parecía estar en la mesa, tirando con su brazo magullado y dolorido, viendo las brillantes bolas rodar y girar y deslizarse por la mesa. Pero, aunque apenas era consciente de que Fats tiraba, sabía que estaba perdiendo, que Fats ganaba más partidas que él. Y cuando el conserje llegó para abrir el salón de billar y barrer el suelo y tuvieron que dejar de jugar unos minutos mientras barría las colillas de alrededor de la mesa, Eddie se sentó a contar su dinero. No pudo contarlo, no podía seguir el hilo de lo que contaba: pero pudo ver que el fajo era mucho más pequeño que cuando Charlie se lo dio. Miró a Fats.
—Gordo hijo de puta —dijo—. Gordo hijo de puta afortunado.
Pero Fats no dijo nada.
Y entonces, después de una partida, Eddie le entregó mil dólares a Fats, colocando el dinero sobre la mesa, bajo la luz, y cuando descontó los mil vio que solo le quedaban unos cuantos billetes. Esto no parecía bien, y tuvo que mirar un momento antes de darse cuenta de lo que significaba. Entonces contó el dinero otra vez. Había un billete de cien dólares, dos de cincuenta, media docena de veinte y algunos de diez y de uno.
Algo sucedió en su estómago. Un puño había atenazado algo allí dentro y lo estaba retorciendo.
—Muy bien —dijo—. Muy bien, Fats. No hemos acabado todavía. Jugaremos por doscientos. Doscientos dólares la partida.
Miró a Fats, parpadeando ahora, tratando de enfocar sus ojos en el hombretón que tenía al otro lado de la mesa.
—Doscientos dólares. Así es como los buscavidas juegan al billar.
Fats estaba desenroscando su taco, soltando la anilla de bronce de su centro. Miró a Eddie.
—El juego ha terminado —dijo.
Eddie se inclinó sobre la mesa, dejando que su mano cayera sobre la bola blanca.
—No puedes irte —dijo.
Fats ni siquiera lo miró.
—Observa cómo lo hago —dijo.
Eddie miró a su alrededor. Los espectadores empezaban a dejar la mesa, los hombres se alejaban, disolviéndose en pequeños grupitos, charlando. Charlie caminaba hacia él, las manos en los bolsillos. La distancia entre ellos parecía muy grande, como si mirara por un largo pasillo.
Bruscamente, Eddie se separó de la mesa, agarrando la bola blanca. Notó que se tambaleaba.
—¡Espera! —dijo. De algún modo, no podía ver, y los sonidos se fundían unos con otros—. ¡Espera!
Apenas podía oír su propia voz. De algún modo, movió el brazo, el ardiente e hinchado brazo derecho, y oyó la bola blanca chocar contra el suelo y entonces él también estuvo en el suelo y no pudo ver más que el movimiento que se precipitaba a su alrededor, pautas poco clara de luz girando alrededor de su cabeza, y empezó a vomitar, en el suelo y sobre su camisa…
Tuvieron que coger el ascensor hasta la octava planta, un ascensor que se estremecía y tenía puertas de bronce y capacidad para cinco personas. No parecía muy adecuado entrar en un salón de billar en ascensor; y Eddie nunca había imaginado así el Bennington. Nadie le había hablado del ascensor. Cuando salieron había un pasillo muy alto y muy amplio ante ellos. Sobre la puerta estaba escrito, con débiles letras de neón, SALÓN DE BILLAR BENNINGTON. Miró a Charlie y luego entraron.
Eddie llevaba consigo una pequeña funda de cuero cilíndrica. Tenía el diámetro aproximado de su antebrazo y unos dos palmos y medio de longitud. Dentro había un taco de billar magníficamente hecho, grabado, con punta de marfil y flecha de cuero francés, delicadamente equilibrado. Tenía dos partes; podían enroscarse con un resorte de bronce de dos piezas, unido al extremo de cada sección.
El lugar era grande, más aún de lo que había imaginado. Era familiar, porque el olor y el aspecto de un salón de billar son iguales en todas partes; pero también era muy distinto. Victoriano, con grandes sillones de cuero, grandes lámparas de latón ornado, tres altos ventanales con tupidas cortinas, una sensación de espacio, de elegancia.
Estaba prácticamente vacío. Nadie juega al billar por la tarde; pocas personas vienen a esa hora excepto a beber al bar, hacer apuestas en las carreras o jugar a las tragaperras, y Bennington no tenía nada de eso. También en esto era único: su negocio era el billar, nada más.
Había un hombre practicando en la mesa de delante, un hombre grande que fumaba un puro. Otra mesa más allá dos chicos altos con chaquetas y vaqueros jugaban a bola nueve. Uno de ellos tenía largas patillas. En el centro de la sala un hombre muy grande con pesadas gafas de pasta negra (como un ejecutivo de publicidad) estaba sentado en una silla giratoria de roble junto a la caja registradora, leyendo un periódico. Los miró un momento cuando entraron y cuando vio la funda de cuero en la mano de Eddie lo miró un instante a la cara antes de volver al periódico. Más allá, al fondo de la sala, un negro jorobado con ropa amorfa empujaba una escoba, cojeando.
Escogieron una mesa hacia el fondo, varias mesas más allá de los que jugaban a bola nueve, y empezaron a practicar. Eddie cogió un taco de la casa, dejando a un lado la funda de cuero, sin abrir, junto a la pared.
Jugaron tranquilamente durante unos cuarenta y cinco minutos. Eddie trataba de sentir el aspecto de la mesa, acostumbrarse al gran tamaño de ciento veinte por doscientos setenta centímetros (desde la guerra todas las mesas de billar eran ciento veinte por doscientos cuarenta) y aprender cómo se rebotaba en las bandas. Eran un poco blandas y el roce del tapete era suave, haciendo que las bolas tomaran largos ángulos y dificultando golpear a la inglesa, con efecto. Pero la mesa era buena, nivelada, regular, con troneras despejadas, y le gustaba su tacto.
El hombre grande del puro se acercó, cogió una silla, y se puso a mirarlos. Después de que terminaran la partida se sacó el puro de la boca, miró a Eddie intensamente, miró la funda de cuero apoyada contra la pared, miró de nuevo a Eddie y dijo, pensativo:
—¿Está buscando acción?
Eddie le sonrió.
—Tal vez. ¿Quiere jugar?
El hombre grande frunció el ceño.
—No. Demonios, no —respondió, y entonces añadió—: ¿Es usted Eddie Felson?
Eddie sonrió.
—¿Quién es ese? —Sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa.
El hombre volvió a meterse el puro en la boca.
—¿A qué juega? ¿Qué tipo prefiere?
Eddie encendió el cigarrillo.
—A lo que usted quiera, amigo. Juguemos.
El hombre se sacó el puro de la boca.
—Mire, amigo —dijo—, no intento timarlo. Nunca me enfrento a gente que entra en los salones de billar con fundas de cuero. —Su voz era fuerte, imperiosa, y sin embargo parecía cansado, como si estuviera muy desanimado—. Le hago una pregunta educada y usted se hace el listo. Vengo y lo miro y pienso que tal vez pueda ayudarlo, y usted quiere hacerse el listo.
—De acuerdo —Eddie sonrió—, sin resentimientos. Juego al billar directo. ¿Conoce algún jugador de directo en este salón?
—¿Qué tipo de billar directo le gusta?
Eddie lo miró un momento, advirtiendo la forma en que parpadeaban los ojos del hombre.
—Me gusta el caro —respondió.
El hombre masticó su puro un momento. Luego se inclinó hacia adelante en su asiento y dijo:
—¿Viene a jugar al billar directo con Minnesota Fats?
A Eddie le cayó bien este tipo. Parecía muy extraño, como si estuviera a punto de estallar.
—Sí —dijo.
El hombre se le quedó mirando, masticando el puro.
—No. Váyase a casa.
—¿Por qué?
—Le diré por qué, y será mejor que lo crea. Fats no necesita su dinero. Y es imposible que pueda vencerlo. Es el mejor del país. —Se acomodó en el asiento, exhalando humo.
Eddie siguió sonriendo.
—Me lo pensaré —dijo—. ¿Dónde está?
El hombretón cobró vida violentamente.
—Por el amor de Dios —dijo en voz alta, desesperado—. Habla como un buscavidas de altos vuelos. ¿Quién se cree que es, Humphrey Bogart? Tal vez lleva una pipa y lleva gabardina y es un tipo importante al billar allá en California o en Idaho o donde sea. Apuesto a que ya ha derrotado a todos los granjeros que juegan al bola nueve de aquí a la Costa Oeste. Muy bien. Le he dicho lo que quería decirle de Minnesota Fats. Siga adelante y juegue con él, amigo.
Eddie se echó a reír. No con desdén, sino con diversión: diversión por el otro hombre y por él mismo.
—De acuerdo —dijo, riendo—. Solo dígame dónde puedo encontrarlo.
El hombretón se levantó de la silla con considerable esfuerzo.
—Quédese donde está —dijo—. Viene cada noche, a eso de las ocho.
Se metió el puro en la boca y regresó a la mesa de delante. —Gracias —le dijo Eddie. El hombre no respondió. Empezó a practicar de nuevo, una larga tirada por la banda con la bola tres.
Eddie y Charlie regresaron a su partida. La charla con el hombretón le había molestado un poco, pero, de algún modo, tuvo el efecto de que se sintiera mejor por la noche. Empezó a concentrarse en la partida, afinando sus golpes, embocando pequeños grupos de bolas y luego fallando adrede, más por la costumbre que por miedo a ser identificado. Siguieron jugando, y un rato después, las otras mesas empezaron a llenarse de hombres y de humo y el chasquido de las bolas y él empezó a mirar hacia la enorme puerta de entrada, observando.
Y entonces, después de terminar de embocar un grupo de bolas, alzó la cabeza y vio, apoyado contra la mesa de al lado, a un hombre enormemente gordo con el pelo negro y rizado que le observaba jugar, un hombre con ojos negros y pequeños.
Cogió la tiza y empezó a frotar con ella la punta de su taco, lentamente, mirando al hombre. No podía tratarse de otro, no con todo aquel peso, no con el aspecto de autoridad, no con aquellos ojitos agudos.
Llevaba una camisa de seda, amarillo verdoso, abierta por el cuello y cerrada sobre su amplio vientre de blando aspecto. Su rostro era como pasta, como la cara de la luna llena en un calendario gratis, hinchada como la de un esquimal, orejas pequeñas pegadas a la cabeza, el pelo brillante, rizado, y cuidadosamente recortado, la tez clara, rosácea. Tenía las manos cruzadas sobre el enorme vientre, sobre un pequeño cinturón enjoyado, y había brillantes anillos con gemas en cuatro de sus dedos. Las uñas estaban manicuradas y pulidas.
Cada diez segundos hacía un súbito y convulsivo movimiento con la cabeza que forzaba su barbilla hacia la clavícula izquierda. Era un movimiento muy súbito, y causaba una mueca automática en el lado de la boca que parecía afectado por el tic. Aparte de eso, no había ninguna otra expresión en su cara.
El hombre se le quedó mirando.
—Tira muy bien —dijo. Su voz no tenía ningún tono. Era muy grave.
A Eddie, de algún modo, no le apeteció sonreír.
—Gracias —dijo.
Volvió a la mesa y terminó de recoger las bolas. Entonces, cuando el cajero, el hombre de las gafas de montura negra, las estaba colocando, Eddie se volvió hacia el gordo y dijo, sonriendo esta vez:
—¿Juega usted al billar directo, amigo?
La barbilla del hombre se sacudió, bruscamente.
—De vez en cuando —contestó—. Ya sabe cómo es.
Su voz sonaba como si estuviera hablando desde el fondo de un pozo.
Eddie continuó frotando su taco con tiza.
—Usted es Minnesota Fats, ¿verdad, amigo?
El hombre no dijo nada, pero sus ojos parecieron aletear, como si se sintiera divertido, o tratara de serlo.
Eddie siguió sonriendo, pero notó que las yemas de sus dedos temblaban y se metió una mano en el bolsillo, sujetando el taco con la otra.
—De donde vengo, dicen que Minnesota Fats es el mejor del país.
—¿Eso dicen? —La cara del hombre volvió a sacudirse.
—Así es —contestó Eddie—. De donde yo vengo dicen que Minnesota Fats no falla una bola.
El otro hombre guardó silencio durante un momento.
—Es usted de California, ¿verdad? —dijo por fin.
—Así es.
—¿Se llama Felson, Eddie Felson? —Pronunció las palabras con cuidado, claramente, sin calor ni malicia en ellas.
—Así es, en efecto.
Parecía no haber nada más que decir. Eddie volvió a su partida con Charlie. Sabiendo que Minnesota Fats lo estaba observando, midiéndolo, calculando los riesgos de jugar con él, se sintió nervioso; pero sus manos fueron firmes con el taco y el nerviosismo fue suficiente para hacerle sentir alerta, ágil, para agudizar su sentido de la partida que estaba jugando, su sensación de las bolas y del deslizar de las bolas y del efecto del taco. Jugó con atención, descartando su práctica habitual de parecer débil, haciendo tiros precisos y bien controlados, hasta que las quince bolas de colores desaparecieron de la mesa.
Entonces se dio la vuelta y miró a Fats. Este no parecía verlo. Su barbilla se sacudió, y entonces se volvió hacia un hombre pequeño que estaba a su lado, observando.
—Juega al directo —dijo—. ¿Crees que será un buscavidas?
Entonces se volvió hacia Eddie, la cara inexpresiva pero los ojillos agudos, observadores.
—¿Es usted jugador, Eddie? ¿Le gusta apostar dinero al billar?
Eddie lo miró a la cara y, bruscamente, sonrió.
—Fats —dijo, sonriendo, sintiéndose bien, de maravilla—, juguemos usted y yo una partida.
Fats lo miró un instante.
—¿Cincuenta dólares?
Eddie se echó a reír, miró a Charlie y luego se volvió hacia Minnesota Fats.
—Demonios, Fats, usted juega a lo grande. Todo el mundo dice que juega a lo grande. No seamos gallinas.
Miró a los hombres que estaban junto a Fats. Ambos estaban anonadados. Probablemente , pensó, nadie le ha hablado así antes a su gran dios de latón . Sonrió.
—Que sean cien, Fats.
Fats se le quedó mirando, sin cambiar de expresión. Entonces, de pronto, con un gran movimiento de carnes, sonrió.
—Le llaman Eddie el Rápido, ¿no?
—Así es. —Eddie seguía sonriendo.
—Bien, Eddie el Rápido. Habla usted mi idioma. Lance una moneda a ver quién saca.
Eddie cogió su funda de cuero de donde estaba apoyada.
Alguien lanzó al aire medio dólar. Eddie perdió y tuvo que sacar. Hizo el saque estándar: dos bolas fuera del grupo y de vuelta otra vez, tres rebotes de la bola blanca hasta el cojín final, y detuvo la bola blanca en la banda con apenas el filo de una bola esquinera asomando desde detrás del grupo para poder golpear. Entonces Fats se acercó muy despacio, reflexivo, hasta la parte delantera del salón, donde había un gran armario de metal. Lo abrió y sacó un taco, unido por el centro por una abrazadera de bronce, como el de Eddie. Cogió un cubo de tiza de la mesa y frotó el taco mientras regresaba. Ni siquiera pareció mirar la disposición de las bolas sobre la mesa, y tan solo dijo:
—Bola cinco. Tronera de la esquina.
Y ocupó la posición tras la bola tacadora para tirar.
Eddie lo observó con atención. Se acercó a la mesa con pasitos cortos y rápidos, abordándola de lado y colocando el taco en posición mientras lo hacía, de modo que quedó sujetando el taco, de perfil respecto a la mesa, sobre su gran estómago, el puente de la mano ya formado, la mano derecha sujetando con delicadeza la culata del taco, igual que un violinista sostiene su instrumento: con gracia pero con seguridad. Y entonces, como si fuera una parte integral y continua de su acercamiento a la mesa, su mano puente se había asentado sobre el tapete y casi inmediatamente hubo un suave movimiento del taco, sin esfuerzo, a ras, y la bola blanca corrió por la mesa y golpeó la esquina de la bola cinco y la bola cinco corrió por la mesa y entró en la tronera de la esquina. La bola blanca chocó contra el grupo, desperdigando las demás bolas.
Y entonces Fats empezó a moverse por la mesa, embocando bolas, desaparecida ahora toda su antigua gravedad, sus movimientos como un ballet , los pasos ligeros, y ensayados; el puente de la mano caía inevitablemente en el lugar adecuado; la mano en la parte posterior del taco con sus dedos gruesos y enjoyados empujaban la fina vara contra la bola blanca. Nunca se paraba a mirar la disposición de las bolas, nunca parecía pensar o prepararse para el tiro. Cada cinco tiros se detenía para frotar suavemente con tiza la punta de su taco, pero ni siquiera miraba la mesa al hacerlo; simplemente miraba lo que hacía en el momento.
Embocó catorce de las quince bolas de la mesa muy rápidamente, dejando la bola restante en posición excelente para el saque.
Eddie colocó las bolas. Fats hizo el saque, golpeando sin esfuerzo pero con potencia la bola blanca de modo que esparció todas las bolas sobre la mesa. Empezó a embocarlas.
Era bueno. Era fantásticamente bueno. Coló ochenta bolas antes de darlo por bueno y ponerse a seguro. Eddie había visto y hecho tacadas más grandes, mucho más grandes, pero nunca había visto a nadie tirar con la facilidad, con la certeza, de ese hombre grueso y delicado.
Eddie miró a Charlie, sentado ahora en una de las grandes sillas altas. El rostro de Charlie no mostró nada, pero se encogió de hombros. Entonces Eddie miró la jugada con atención. Era un buen seguro, pero pudo devolverlo, colocando la bola blanca al fondo, sin dejar nada a lo que tirar. El juego se convirtió en un toma y daca, sobre seguro, sin dejar aberturas para el otro, hasta que Eddie cometió un pequeño error y dejó que Fats se soltara el pelo. Fats se acercó a la mesa y empezó a tirar. Eddie se sentó. Miró alrededor; un grupito de diez o quince personas se había formado ya alrededor de la mesa. Un hombre elegante de mejillas sonrosadas y gafas se movía entre el grupo, haciendo apuestas. Eddie se preguntó cómo iba. Miró al reloj de la pared sobre la puerta. Las ocho y media. Tomó aire y lo dejó escapar lentamente.
Sabía que empezaría perdiendo. Eso era natural; jugaba contra un gran jugador en su propia mesa, en su propio salón de billar, y pensaba perder durante unas cuantas horas. Pero no tanto. Fats le ganó dos partidas por ciento veinticinco a nada y en la tercera partida Eddie finalmente pudo sacar y marcar cincuenta. No era agradable perder y sin embargo, de algún modo, no se sentía profundamente inquieto, no sentía que perdía ante la brillantez del juego del otro hombre, no se sentía nervioso ni confuso. Se pasaba la mayor parte de cada partida sentado y cada vez que Fats ganaba una mano Fats le sonreía y le daba cien dólares. Fats no tenía nada que decir.
A las once, después de que perdiera la sexta partida, Charlie se le acercó, lo miró, y dijo:
—Déjalo.
Eddie miró a Charlie, que parecía estar sudando.
—Le ganaré. Espera.
—No estés tan seguro. —Charlie volvió a su asiento, al otro lado de la mesa.
Entonces Eddie empezó a ganar. Lo sintió arrancar en mitad de una partida, empezó a notar la sensación que tenía a veces de ser parte de la mesa y de las bolas y del taco. El golpe de su brazo parecía viajar sobre vías engrasadas; y cada músculo de su cuerpo estaba alerta, sensible al juego y el movimiento de las bolas, agudamente consciente de cómo rodaría cada bola, de cómo, exactamente, había que hacer cada tiro. Fats le ganó esa partida, pero lo notó venir y ganó la siguiente.
Y la partida siguiente a esa, y la siguiente, y luego otra. Entonces alguien apagó todas las luces excepto las de la mesa en la que estaban jugando y el fondo del Bennington desapareció, dejando solo los rostros del grupo de hombres alrededor de la mesa, el verde del paño y las bolas ahora bruscamente marcadas, limpias, de sombras negras, brillantes contra el verde. Las bolas tenían bordes nítidos y enjoyados; la bola tacadora misma era una joya de color blanco de leche y era magnífico verlas rodar y saber de antemano adónde iban a rodar. Nadie podía ser tan claro o tan simple o tan excelente. Y no había límites al tiro que podía hacerse.
El juego de Fats no cambió. Era brillante, fantásticamente bueno, pero Eddie le estaba ganando ahora, jugando una partida increíble: una partida preciosa, hechizante, una partida que sentía que había sabido toda la vida que jugaría cuando llegara el momento. No había mejor momento que este.
Y entonces, cuando terminó la partida, hubo ruido al frente y Eddie se volvió y vio que el reloj indicaba la medianoche y que alguien cerraba con llave la gran puerta de roble, y miró Fats y Fats dijo:
—No se preocupe, Eddie el Rápido. No vamos a ir a ninguna parte.
Entonces sacó del bolsillo un billete de diez dólares, se lo tendió a un joven nervioso vestido de negro que estaba mirando la partida, y dijo:
—Predicador, quiero whisky White Horse. Y hielo. Y un vaso. Y cómprate algo de droga con el cambio, pero hazlo después de volver con mi whisky .
Eddie sonrió, y le gustó esta sensación de prepararse para la acción.
— Bourbon J. T. S. Brown —le dijo al hombre delgado. Entonces apoyó el taco en la mesa, se desabrochó las mangas de la camisa, y empezó a subírselas. Estiró los brazos, flexionando los músculos, disfrutando de la buena sensación de su firmeza, de su control.
—Muy bien, Fats. Usted saca.
Eddie le ganó. El placer era exquisito; y cuando el hombre trajo el whisky y lo mezcló con agua de la nevera y lo bebió, todo su cuerpo y su cerebro parecieron inundarse de placer, de alerta y vida. Miró a Fats. Había una oscura línea de sudor en su nuca. Sus uñas manicuradas estaban sucias. Su cara seguía sin mostrar ninguna expresión. También él tenía en la mano un vaso de whisky y lo bebía en silencio.
De repente, Eddie le sonrió.
—Juguemos a mil la partida, Fats —dijo.
Hubo un murmullo en el grupo de espectadores.
Fats dio un sorbo a su whisky , lo paladeó cuidadosamente en su boca, lo tragó. Sus agudos ojos negros estaban clavados en Eddie, sin pasión, estudiando. Pareció ver algo que lo reafirmó. Entonces miró, durante un momento, al hombre de las gafas, el hombre que había estado tomando las apuestas. El hombre asintió, arrugando los labios.
—De acuerdo.
Eddie lo sabía, podía sentir que nadie había jugado jamás al billar directo de esta forma. El juego de Fats, en sí mismo, era sorprendente, un juego consistentemente hermoso y preciso, un juego diestro y rápido casi sin ningún error. Y ganaba las partidas; ningún poder en la tierra podría haber impedido que ganara alguna de ellas, pues el billar es un juego que no da al hombre que está sentado ningún modo terrenal de afectar los tiros del hombre a quien intenta derrotar. Pero Eddie le ganó, firmemente, haciendo tiros que nadie había hecho antes, colando bolas, jugando al extremo, embocando grupo tras grupo de bolas sin que su tacadora tocara un cojín, lanzando bola tras bola tras bola al centro, el corazón de cada tronera. Su brazo era algo consciente, y el taco formaba parte de él. Había nervios en la madera, y podía sentir el golpeteo de la punta de cuero con los nervios, podía sentir rodar las bolas; y el exquisito sonido que hacían al golpear los fondos de las buchacas era un sonido que estaba a la vez aquí, en la mesa, y en el centro de su misma alma.
Jugaron durante largo, largo rato y entonces Eddie advirtió que las sombras de las bolas sobre el paño se habían vuelto más suaves, habían perdido su nitidez. Alzó la cabeza y vio una pálida luz que entraba a través de las cortinas de la ventana y luego miró el reloj. Eran las siete y media. Miró a su alrededor, aturdido. La multitud se había reducido, pero aún quedaban algunos de los mismos hombres. Todo el mundo parecía necesitar un afeitado. Se palpó la cara. Papel de lija. Se miró. Su camisa estaba sucia, cubierta de manchas de tiza, los fondillos por fuera, y la parte delantera arrugada como si hubiera dormido con ella puesta. Miró a Fats, que parecía, si acaso, peor.
Charlie se acercó. También tenía un aspecto infernal. Parpadeó ante Eddie.
—¿Desayuno?
Eddie se sentó en una de las sillas ahora vacías junto a la mesa.
—Sí —dijo—. Claro.
Rebuscó en su bolsillo y sacó un billete de cinco dólares.
—Gracias —dijo Charlie—. No lo necesito. He estado guardando el dinero, ¿recuerdas?
Eddie sonrió, débilmente.
—Así es. ¿Cuánto va ya?
Charlie se lo quedó mirando.
—¿No lo sabes?
—Se me ha olvidado. —Se sacó del bolsillo un cigarrillo arrugado, lo encendió. Advirtió que sus manos temblaban levemente, pero vio todo esto como si estuviera mirando a otra persona—. ¿Cuánto es?
Se echó hacia atrás, fumando el cigarrillo, mirando las bolas que ahora reposaban quietas sobre la mesa. El cigarrillo no sabía a nada.
—Has ganado once mil cuatrocientos dólares —dijo Charlie—. En metálico. Lo tengo en el bolsillo.
Eddie lo miró.
—¡Bien! —dijo, y añadió—: Ahora, ve a traer el desayuno. Quiero un sandwich de huevo y café.
—Espera un momento —replicó Charlie—. Te vas a venir conmigo. Vamos a desayunar en el hotel. La partida se ha acabado.
Eddie lo miró un instante, sonriendo, preguntándose, también, por qué Charlie no podía verlo, nunca lo había visto. Se inclinó hacia adelante, lo miró, y dijo:
—No, no ha terminado, Charlie.
—Eddie…
—Esta partida de billar se termina cuando Minnesota Fats diga que ha terminado.
—Viniste a por diez mil. Ya tienes diez mil.
Eddie volvió a inclinarse hacia adelante. Ahora no sonreía. Quería que Charlie lo viera, lo comprendiera, capturara parte de lo que estaba sintiendo, parte del compromiso que hacía.
—Charlie —dijo—. He venido aquí a por Minnesota Fats. Y voy a ganarle. Voy a quedarme hasta el final.
Fats estaba también sentado, descansando. Se levantó. Su barbilla se sacudió, se hundió en la suave carne de su cuello.
—Eddie el Rápido —dijo, sin emoción—, vamos a jugar al billar.
—Haga el saque —dijo Eddie.
En mitad de la partida llegó la comida y Eddie se comió su sandwich entre tiradas, dejándolo en el borde de la mesa mientras tiraba, y engulléndolo con café, que sabía muy amargo. Fats había enviado a alguien y comía un plato de muchos pequeños sandwiches y embutidos. En vez de café tenía tres botellas de cerveza Dutch en otro plato y las bebió en un vaso de pilsner, que sostuvo en su gruesa mano, delicadamente. Se limpiaba los labios con una servilleta entre bocados a los sandwiches y, al parecer, no prestaba ninguna atención a las bolas que Eddie embocaba metódicamente en la partida de mil dólares en la que él, sentado en la silla y tomando su desayuno de gourmet, participaba.
Eddie ganó la partida; pero Fats ganó la siguiente, por estrecho margen. Y a las nueve las puertas del salón se abrieron de nuevo y un anciano de color entró cojeando y empezó a barrer el suelo y abrió las ventanas, retirando las cortinas. Fuera, el cielo era absurdamente azul. Entró el sol.
Fats volvió la cabeza hacia el conserje y dijo, con voz fuerte y átona, desde el otro lado de la sala:
—Aparta ese maldito sol.
El negro regresó a las ventanas y corrió las cortinas. Luego volvió a su escoba.
Jugaron, y Eddie siguió ganando. En sus hombros, ahora, y en su espalda y en la parte trasera de sus piernas había una especie de dolor sordo; pero el dolor parecía de otra persona y apenas lo sentía, apenas sabía que estaba allí. Simplemente siguió tirando y las bolas siguieron entrando y el hombre grueso y grotesco con el que estaba jugando (el hombre que era el Mejor Jugador de Billar Directo del país) seguía dándole a Charlie grandes cantidades de dinero. Una vez, advirtió que, mientras él tiraba y el otro hombre estaba sentado, Fats hablaba con el hombre de las mejillas sonrosadas y con Gordon, el encargado. El hombre de las mejillas sonrosadas tenía la billetera en la mano. Después de esa partida, Fats le pagó a Charlie con un billete de mil dólares. Ver el billete que acababa de ganar no le hizo sentir nada. Solo deseó que el hombre que ponía las bolas en la mesa se diera prisa y acabara de colocarlas.
El dolor y el entumecimiento aumentaron gradualmente, pero no afectaron a la manera en que su cuerpo jugaba al billar. Había una extraña sensación abrumadora de que en realidad estaba en otro lugar en la sala, sobre la mesa, flotando, posiblemente, con la pesada e informe masa de humo de cigarrillos que colgaba bajo la luz, viendo su propio cuerpo allá abajo, lanzando pequeñas bolas de colores a agujeros impulsándolas con un largo palo de madera pulida. Y en algún otro lugar de la sala, quizás en todas partes, había un hombre increíblemente gordo, silencioso, siempre en movimiento, impertérrito, un hombre cuyos agudos ojillos veían no solo las bolas de colores sobre el rectángulo verde, sino también el millón de rincones de la sala, estuvieran o no iluminados por el cono de luz que se circunscribía al brillante rectángulo de la mesa de billar.
A las nueve de la noche Charlie le dijo que había ganado dieciocho mil dólares.
Algo sucedió, de pronto, en su estómago cuando Charlie le dijo esto. Una fina cuchilla de acero rozó un nervio en su estómago. Trató de mirar a Fats, pero, durante un momento, no pudo.
A las diez y media, después de ganar una partida y luego perder otra, Minnesota Fats fue al cuarto de baño y Eddie se encontró sentado y entonces, en un momento, tuvo la cabeza entre sus manos y miraba el suelo, a un grupito de colillas aplastadas a sus pies. Y entonces Charlie apareció a su lado, o escuchó su voz; pero parecía proceder de muy lejos y cuando intentó alzar la cabeza no pudo. Charlie le estaba diciendo que lo dejara: lo supo sin poder captar las palabras. Y entonces las colillas empezaron a cambiar de posición y a oscilar, con un movimiento suave pero confuso, y hubo un zumbido en sus orejas como el zumbido de una radio barata y, de pronto, se dio cuenta de que estaba perdiendo la consciencia, y sacudió la cabeza, débilmente al principio y luego con violencia, y cuando dejó de hacer esto pudo ver y oír mejor. Pero algo su mente gritaba. Algo dentro de él temblaba, asustado, cortando su estómago desde dentro, como una navaja pequeña.
Charlie seguía hablando, pero lo interrumpió.
—Dame un trago, Charlie.
No miró a Charlie, sino que mantuvo los ojos clavados en las colillas, mirándolas fijamente.
—No necesitas un trago.
Entonces lo miró, miró la cara redonda y cómica ensuciada por la barba, y dijo, sorprendido por la suavidad de su propia voz:
—Cállate, Charlie. Dame un trago.
Charlie le tendió la botella.
La cogió y dejó que el whisky le corriera por la garganta. Se atragantó, pero no sintió que le quemara, apenas lo notó en el estómago excepto como un suave calor, suavizando los filos de la navaja. Entonces miró a su alrededor y descubrió que su visión estaba bien, que podía ver con claridad las cosas que tenía directamente delante, aunque los bordes estaban un poco borrosos.
Fats estaba de pie junto a la mesa, limpiándose las uñas. Volvía a tener las manos limpias: se las había lavado. Y aunque su pelo estaba todavía grasiento y con aspecto sucio, se había peinado. No parecía más cansado (excepto por la camisa manchada y una ligera bizquera en los ojos) que la primera vez que Eddie lo vio. Apartó la mirada, buscando la mesa de billar. Las bolas estaban colocadas en su triángulo. La bola blanca en la cabecera de la mesa, junto a la banda, en posición para el saque.
Fats se hallaba al borde de su visión, en la parte brumosa, y parecía sonreír plácidamente.
—Juguemos al billar, Eddie el Rápido —dijo.
De repente, Eddie se volvió hacia él y se le quedó mirando. La barbilla de Fats se sacudió hacia su hombro, la boca torcida por el movimiento. Eddie lo vio y ahora le pareció que aquello tenía algún tipo de significado; pero no sabía cuál era.
Y entonces se acomodó en su silla y dijo, las palabras surgieron casi sin querer:
—Le derrotaré, Fats.
Fats tan solo lo miró.
Eddie no estaba seguro de si le estaba sonriendo o no al gordo, al enorme, ridículo, afeminado jugador de billar enjoyado que más parecía un bailarín de ballet , pero le pareció como si algo estuviera a punto de hacerle reír en voz alta de un momento a otro.
—Le derrotaré, Fats —dijo—. Le derrotaré todo el día y le derrotaré toda la noche.
—Juguemos al billar, Eddie el Rápido.
Y entonces llegó, la risa. Solo que fue como si se riera otra persona, no él, de modo que se oyó a sí mismo como si estuviera al otro lado de la sala. Y entonces hubo lágrimas en sus ojos que difuminaron la sala de billar, el puñado de gente que los rodeaba, y el gordo, en un borrón de colores, teñidos de un verde oscuro y dominante que ahora parecía irradiar desde la superficie de la mesa. Y entonces la risa cesó y miró parpadeando a Fats.
Lo dijo muy despacio, saboreando las palabras mientras surgían de su boca.
—Soy el mejor que ha visto nunca, Fats.
Así lo dijo. Así de simple.
—Soy el mejor que hay.
Lo sabía, por supuesto, desde siempre. Pero ahora estaba tan claro, y era tan sencillo, que nadie, ni siquiera Charlie, podía equivocarse.
—Soy el mejor. Aunque me derrote, soy el mejor.
La bruma de sus ojos volvía a aclararse y podía ver a Fats de lado junto a la mesa, dirigiendo la mano hacia el paño, sin apuntar siquiera. Aunque me derrote…
En algún lugar dentro de Eddie, en lo más profundo, se aliviaba un peso. Y, aún más hondo, había una voz diminuta y lejana, un gritito de angustia que le decía, suspirando: No tienes que ganar . Durante horas el peso había estado allí, acuciándolo, intentando romperlo, y ahora estas palabras, esta hermosa y profunda y auténtica revelación, había venido y le quitaba aquel peso. El peso de la responsabilidad. Y la pequeña navaja acerada de miedo.
Miró de nuevo al hombretón gordo.
—Soy el mejor —dijo—. No importa quién gane.
—Ya veremos —dijo Fats, e hizo el saque.
Cuando Eddie volvió a mirar el reloj era poco más de la medianoche. Perdió dos partidas seguidas. Luego ganó una, perdió otra, ganó otra; todas ellas por poca diferencia. El dolor en su antebrazo derecho parecía irradiar hacia afuera desde el hueso y su hombro era un bulto de calor con venas hinchadas alrededor y el taco parecía fundirse con la bola blanca cuando la golpeaba. Las bolas ya no chasqueaban cuando golpeaban entre sí, sino que parecían sonar como si estuvieran hechas de madera de balsa. Pero seguía sin fallar; era ridículo que alguien fallara; y sus ojos veían las bolas con detalles nítidos y brillantes, aunque ya no parecía haber una gama de sensibilidad en su visión. Le parecía poder ver en la oscuridad o podía incluso mirar al sol, el sol más brillante, el de mediodía, y borrarlo del cielo.
No fallaba; pero cuando jugaba a seguro, ahora, la bola blanca no siempre se detenía junto a la banda o contra un grupo de otras bolas como quería. Una vez, en un momento crítico de la partida, cuando tenía que jugar a seguro, la bola blanca rodó tres centímetros demasiado lejos y dejó a Fats una apertura y Fats embocó sesenta y bolas y ganó. Y más tarde, durante lo que debería haber sido una gran tacada, calculó mal una sencilla posición contra la banda y tuvo que jugar a la defensiva. Fats ganó también esa partida. Cuando lo hizo, Eddie dijo:
—Gordo hijo de puta, haces pagar caros los errores.
Pero siguió cometiéndolos. Seguía pudiendo embocar gran número de bolas pero algo salía mal y perdía la ventaja. Y Fats no cometía errores. Nunca.
Y entonces Charlie se acercó después de una partida.
—Eddie, todavía tienes diez mil —dijo—. Pero eso es todo. Dejémoslo y vayamos a casa. Vámonos a dormir.
Eddie no lo miró.
—No.
—Mira, Eddie —insistió Charlie, la voz suave, cansada—. ¿Qué quieres hacer? Le ganaste. Le has ganado un montón de veces. ¿Quieres matarte?
Eddie lo miró.
—¿Qué ocurre, Charlie? —dijo, tratando de sonreírle—. ¿Eres un gallina?
Charlie lo miró durante un momento antes de responder.
—Sí, tal vez sea eso. Soy un gallina.
—Muy bien, entonces vete a casa. Dame el dinero.
—Vete al infierno.
Eddie extendió la mano.
—Dame el dinero, Charlie. Es mío.
Charlie tan solo se le quedó mirando. Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó un enorme fajo de billetes, arrugados y sujetos con una tira de goma.
—Toma —dijo—. Sé un maldito idiota.
Eddie se metió el fajo en el bolsillo. Cuando se levantó para jugar, se miró. Parecía obscenamente divertido; un bolsillo abultaba con la botella de whisky , el otro con los billetes.
Tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para recoger el taco y empezar a jugar de nuevo; pero después de empezar, el juego no parecía parar. Ni siquiera parecía consciente de las veces que se sentaba y Fats tiraba, siempre parecía estar en la mesa, tirando con su brazo magullado y dolorido, viendo las brillantes bolas rodar y girar y deslizarse por la mesa. Pero, aunque apenas era consciente de que Fats tiraba, sabía que estaba perdiendo, que Fats ganaba más partidas que él. Y cuando el conserje llegó para abrir el salón de billar y barrer el suelo y tuvieron que dejar de jugar unos minutos mientras barría las colillas de alrededor de la mesa, Eddie se sentó a contar su dinero. No pudo contarlo, no podía seguir el hilo de lo que contaba: pero pudo ver que el fajo era mucho más pequeño que cuando Charlie se lo dio. Miró a Fats.
—Gordo hijo de puta —dijo—. Gordo hijo de puta afortunado.
Pero Fats no dijo nada.
Y entonces, después de una partida, Eddie le entregó mil dólares a Fats, colocando el dinero sobre la mesa, bajo la luz, y cuando descontó los mil vio que solo le quedaban unos cuantos billetes. Esto no parecía bien, y tuvo que mirar un momento antes de darse cuenta de lo que significaba. Entonces contó el dinero otra vez. Había un billete de cien dólares, dos de cincuenta, media docena de veinte y algunos de diez y de uno.
Algo sucedió en su estómago. Un puño había atenazado algo allí dentro y lo estaba retorciendo.
—Muy bien —dijo—. Muy bien, Fats. No hemos acabado todavía. Jugaremos por doscientos. Doscientos dólares la partida.
Miró a Fats, parpadeando ahora, tratando de enfocar sus ojos en el hombretón que tenía al otro lado de la mesa.
—Doscientos dólares. Así es como los buscavidas juegan al billar.
Fats estaba desenroscando su taco, soltando la anilla de bronce de su centro. Miró a Eddie.
—El juego ha terminado —dijo.
Eddie se inclinó sobre la mesa, dejando que su mano cayera sobre la bola blanca.
—No puedes irte —dijo.
Fats ni siquiera lo miró.
—Observa cómo lo hago —dijo.
Eddie miró a su alrededor. Los espectadores empezaban a dejar la mesa, los hombres se alejaban, disolviéndose en pequeños grupitos, charlando. Charlie caminaba hacia él, las manos en los bolsillos. La distancia entre ellos parecía muy grande, como si mirara por un largo pasillo.
Bruscamente, Eddie se separó de la mesa, agarrando la bola blanca. Notó que se tambaleaba.
—¡Espera! —dijo. De algún modo, no podía ver, y los sonidos se fundían unos con otros—. ¡Espera!
Apenas podía oír su propia voz. De algún modo, movió el brazo, el ardiente e hinchado brazo derecho, y oyó la bola blanca chocar contra el suelo y entonces él también estuvo en el suelo y no pudo ver más que el movimiento que se precipitaba a su alrededor, pautas poco clara de luz girando alrededor de su cabeza, y empezó a vomitar, en el suelo y sobre su camisa…

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