lunes, 28 de julio de 2025

Jerzy Kosinski / El pulpo

 


Jerzy Kosinski
EL PULPO

Fui al zoológico para ver a un pulpo sobre el cual había leído. Estaba alojado en un acuario y se alimentaba de cangrejos y peces vivos, de almejas… y de sí mismo. Mordisqueaba sus propios tentáculos, consumiendo uno tras otro.


    Evidentemente, el pulpo se suicidaba poco a poco. Un empleado del zoológico explicó que, en la región donde lo habían capturado, se le creía un dios de la guerra, que profetizaba la derrota cuando miraba hacia tierra y la victoria cuando miraba hacia el mar; ese ejemplar, afirmaban los nativos, sólo había mirado hacia tierra cuando lo capturaron. Un hombre observó festivamente que, al comerse a sí mismo, el pulpo reconocía presuntamente su derrota.
    Cada vez que se mordía, algunos espectadores se estremecían, como si les devoraran sus propias carnes. Otros, permanecían impasibles. Cuando me disponía a alejarme, noté a una joven que miraba fijamente al pulpo sin ninguna reacción aparente, con los labios relajados. Emanaba de ella una serenidad que excedía la mera despreocupación.
    Me acerqué y trabé conversación con esa joven. Resultó ser la esposa de un conocido funcionario público cuya familia vivía en la ciudad. Antes de que concluyera la tarde, me invitó a una cena que ofrecía en su casa.
    Era una residencia imponente y la cena fue impecable. La dueña de casa se portaba con mucha naturalidad, atendiendo por igual a su familia y a sus invitados y, con todo, parecía en cierto modo retraída. Me pareció que me había mirado fugazmente con cierto interés íntimo y quise una prueba de ello. Me proponía marcharme de la ciudad al día siguiente. Ésa sería mi única oportunidad.
    La joven acababa de volverle la espalda a una pareja que se iba y estaba de pie, con el vaso en la mano, cerca de una de las estanterías con libros. Con fingida indiferencia, le dije que quería verla a solas, porque no lograba liberarme de las imágenes que suscitaba en mí.
    Le propuse una cita. Sugerí la capital del país vecino, a la cual yo iría al día siguiente. Ella se disponía a contestar cuando se nos acercaron varios invitados. Se volvió hacia ellos, pero antes me tendió su vaso como si fuera el mío, diciéndome en voz baja el nombre del hotel donde nos encontraríamos.
    Durante los días siguientes, pensé en ella sin cesar, recordando todos los momentos que pasara a su lado. Cavilé sobre los demás hombres de la velada, preguntándome cuáles podían haber sido sus amantes y meditando sobre las diversas situaciones en que ella había hecho el amor. Cuanto más pensaba en ella, más me inquietaba nuestra primera cita.
    … Ambos nos hallábamos desnudos. Yo no deseaba nada tan ansiosamente como estar a mis anchas con ella. Pero la sola idea de lo que podía esperar ella de mí atenuaba mi excitación. Parecía, casi, que mis pensamientos debían apaciguarse para que mi cuerpo pudiera obrar.
    Sin embargo, yo no podía ocultar mi ineptitud, ya que, para ella, al parecer, mi deseo sólo se reflejaba en una parte de mi persona, una parte que, repentinamente, se había vuelto muy pequeña. Ella se culpó a sí misma de lo que, insistió, era su falta de sagacidad para complacerme. La noté cada vez más frustrada y contrariada. Me vestí y la abandoné, recorriendo las calles y procurando comprender lo sucedido. Traté de decidir cómo le explicaría en adelante mi difícil trance: temía que ella rechazara toda discusión como un simple pretexto para una segunda tentativa inútil de intimidad física.
    En la calle, me acerqué a una mujer; su rostro estaba densamente maquillado y la forma de su cuerpo se perdía en un vestido harto holgado. Después de una breve conversación, consintió en acompañarme.
    En la habitación, me ayudó a desnudarme y luego, vestida aún, comenzó a acariciarme. En su contacto había familiaridad, como si sus manos fueran guiadas sobre mi piel por la corriente que esa mujer sentía vibrar debajo de ella; si yo hubiese deseado usar mis manos sobre mi cuerpo, las habría guiado por la misma trayectoria.
    Volví a mirar su vestido y, de pronto, advertí que mi acompañante era un hombre. Mi estado de ánimo cambió bruscamente. Sentía en mí el anhelo de placer y abandono, pero adivinaba que me habían aceptado con demasiada facilidad, que todo se había vuelto de pronto muy pronosticable. Lo único que podíamos hacer, era existir el uno para el otro, exclusivamente, como un recuerdo del yo.


Jerzy Kosinski
Pasos
Buenos Aires, Losada, 1969, pp. 29-32



No hay comentarios:

Publicar un comentario