viernes, 18 de junio de 2021

Alfred, el marido de O’Keeffe


Detalle del lienzo 'Serie I. Número 3' (1918), de Georgia O'Keefe.
Detalle del lienzo 'Serie I. Número 3' (1918), de Georgia O'Keefe.LARRY SANDER / MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA

Alfred, el marido de O’Keeffe

Cada uno de los cuadros mostrados en las sucesivas exposiciones de la pintora durante los años veinte en Nueva York eran una suerte de autorretrato



Estrella de Diego
30 de abril de 2021

Cuando faltan sillas las mujeres tenemos que irnos al sofá. Le ha ocurrido a la presidenta de la Comisión Europea en una escena memorable. Su compañero, el presidente del Consejo Europeo, la dejaba sentarse retirada, mientras él sonreía para la foto desde la poltrona de honor. Desde luego, la principal culpa de ese destierro no era del anfitrión, sino de quien no se sentaba en el sofá también. Y hubiera dado igual que el desterrado fuera hombre o mujer. Cualquiera que tuviera internalizado lo improcedente de las exclusiones, hubiera podido evitar su propio ridículo. También se llamaría tacto, o cuidados, como se dice ahora en ese afán absurdo de renombrarlo todo. La presidenta, ha confesado, se sintió sola y me pregunto cuánto poder necesita tener una mujer para no sentirse sola, para no acabar siendo la excepción de una forma u otra.

Pensaba en esta soledad extraordinaria que a menudo sentimos las mujeres mientras recorría la exposición de Georgia O’Keeffe en el Thyssen. En ella se suceden sus líneas de color que, decían, eran su cuerpo, una feminidad abstracta que desbordaba el lienzo, se transformaba... Y, de tanto oír la historia, los ojos del espectador iban descubriendo piernas, muslos, caderas... donde sólo aparecían líneas y colores. Así que, en el fondo, cada uno de los cuadros mostrados en las sucesivas exposiciones de la pintora durante los años veinte en Nueva York eran una suerte de autorretrato. La artista se convertía en obra. El mundo era percibido de manera diferente por hombres y mujeres.

La pintora Georgia O'Keeffe posa con su marido, Alfred Stieglitz, en una imagen sin datar.
La pintora Georgia O'Keeffe posa con su marido, Alfred Stieglitz, en una imagen sin datar.BETTMANN / BETTMANN ARCHIVE
Aunque para la pintora norteamericana por excelencia confundir esas formas que brotaban en ella sin saber bien desde dónde con su cuerpo era un modo de sentirse sola, de acabar sentada en el sofá de la historia, del cual hace apenas unos años se ha levantado. El culpable del malentendido era su marido, Alfred Stieglitz, fotógrafo y agitador cultural, cuya fama ha sido eclipsada por la de la mujer entre el gran público. No solo la fotografió y exhibió desnuda —con el consentimiento de la pintora, por cierto—, sino que describió a su joven descubrimiento y después su mujer de una forma también carente de tacto: “Por fin una mujer sobre el papel. Una mujer que se entrega”.

A O’Keeffe le molestaban los comentarios a su obra propiciados por este malentendido. Le molestaba que vieran en su obra corporeidades insinuándose, que requerían ser cubiertas para no ofender la sensibilidad del espectador. De modo que un día se largaba a Nuevo México, si bien manteniendo la buena relación con el marido. Y se ponía a pintar el desierto, hojas, flores, igual que tantas pintoras de flores solo hace poco recuperadas en grandes museos como el Prado. Tampoco allí, en el desierto, dejó de ser un mito, convertido su viaje en busca de América —bastante reiterado desde la década de 1920 entre artistas y poetas— en una rebeldía feminista. Es imposible adivinar cuántas veces se sintió sola más allá de saberse solitaria.

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