Dorothy Iannone |
Dorothy Iannone
El éxtasis de la autobiografía
Javier Hontoria27 de enero de 2017
Kiosk es un centro de arte contemporáneo en la ciudad de Gante creado en 2006 que combina la producción y exhibición de jóvenes artistas con muestras dedicadas a otros más consagrados. Hace poco vi una estupenda doble exposición de las jóvenes Katja Mater y Katinka Bock, dos de las jóvenes artistas más representativas del panorama actual, y hoy sus salas acogen el trabajo de Dorothy Iannone, estadounidense de Boston nacida en 1933, una artista poco conocida hasta hace bien poco y que en los últimos años viene recibiendo la atención que su trabajo merece. Sin ser de gran escala, esta exposición cuenta muy bien a una artista decididamente singular.
Dorothy Iannone: A Cookbook, 1969
Iannone fue pareja de ese gigante del arte europeo que fue el suizo Dieter Roth, que se convertiría en una figura central, si no imprescindible, en su obra. En una insólita inversión de roles -y ya que no nos dejan utilizar la palabra “muso”- Roth se tornó pronto en sujeto de inspiración para Iannone, que no se arredró de contar sus intimidades como pareja y sus inquietudes comunes como artistas. En la sala central de Kiosk, custodiados por sus imponentes dinteles, podemos leer An Icelandic Saga, uno de los trabajos más importantes de la artista, que se despliega en sus cuarenta y ocho dibujos en una vitrina más bien liviana en forma de “L”. ¿Leer?, se dirán. Sí, porque ver y leer son en ella una misma cosa, tal es la carga narrativa que soporta su obra.
Dorothy Iannone: uno de los 48 dibujos de la serie An Icelandic Saga, 1978, 1983, 1986.
La trama de este trabajo temprano arranca en 1967, cuando el artista Fluxus Emmett Williams se inventó un viaje en barco a Reikiavik con la intención de publicar un libro sobre el artista Dieter Roth. Iannone y su marido, el escritor James Upham, aceptaron su invitación a acompañarle, y los tres se embarcaron en el Bruarfoss, un buque de carga que arribaría a la capital islandesa el sábado 24 de junio. Ahí les esperaba Dieter Roth con un gran pez bajo el brazo envuelto en papel de periódico. Pasaron los cuatro en el barco unos días intensos, tanto que Iannone tuvo que dejar a su marido escritor e irse con el artista, con quien vivió un buen puñado de años.
En este y otros trabajos, la artista narró, con una dicción pretendidamente naif, multitud de anécdotas que conforman una abigarrada e insólita autobiografía, llena de luces y de sombras, de tensiones y de instantes de exultante felicidad, pero la peculiaridad reside, sobre todo, en la forma. Su vida es una vida contada de manera oblicua, entreveradas la primera, segunda o tercera persona, y en la que el yo se desdobla y se expande en direcciones múltiples para después replegarse de nuevo, produciendo asombrosos vaivenes dialécticos. Salta con frecuencia entre el pasado, el presente y el futuro, y el texto resbala irremediablemente en la comprensión del lector, deslizándose desbocado e incierto. Se deja poco en el tintero Iannone, y la naturalidad con la que se desnuda es estimable y desconcertante en igual medida.
Dorothy Iannone: Flower Arrangements, 1962
Iannone viajó mucho a Asia tras sus años formativos en Boston y Nueva York. Las primeras obras en la exposición son unos maravillosos collages realizados en un viaje a Kioto (Flower Arrangements, 1962) en el que vemos un raro popurrí de referencias, desde las abstracto-expresionistas que gobernaban el asunto en los Estados Unidos de la época hasta otras orientales, que nacen de su encuentro con el dharma indio y del budismo tibetano, al que fue introducida por quien sería su gran amigo Robert Filliou.
Desde muy pronto se impone en su obra un horror vacui que se tornaría en su seña de identidad, abierto a un complejo universo en el que el texto se enreda entre imágenes antropomórficas, muchas veces de contenido sexual. El amor es su asunto predilecto, y la sexualidad, derivada desde muy pronto de su inclinación por el misticismo oriental y de sus particulares lecturas de la iconografía clásica, campa a sus anchas en imágenes luminosas y ardientes. Junto a An Icelandic Saga puede verse su Statue of Liberty, de 1977, en el que el conocido monumento representa ahora a la diosa romana Libertas y se convierte en emblema de la libertad sexual. La mujer, que en muchos de sus trabajos aparece con el puño en alto, ostenta ahora el control, negando al hombre la opción de perpetuar su tradicional discurso patriarcal.
Dorothy Iannone: The Statue of Liberty, 1977
Pero, aunque esta sea una constante en toda su obra, a mí me produce cierto hartazgo el modo en que pueda situarse a Iannone como bandera de la lucha feminista. No creo que esa sea su batalla. Me resulta más veraz su insobornable libertad para hablar de lo que siempre le vino en gana, su carácter transgresor sin hacer necesariamente de ello un instrumento de militancia. Lo único en lo que decidió militar es en el amor incondicional, y ese amor devino género en sí mismo, al margen de la estirada rigidez de los ismos imperantes. Más sexo y menos cháchara, debía decirle Iannone a los gerifaltes conceptualistas que se arremolinaban en torno a Harald Szeemann en Berna. Cuando el comisario incluyó (por invitación de Roth) a Iannone en su muestra Friends Exhibition, esta fue censurada fulminantemente y Szeemann presentó su dimisión. Lo cuenta en la extraordinaria The Story of Bern, de 1970, que cierra la exposición.
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