jueves, 20 de mayo de 2021

Alex Colville / Pintor de silencios

Alex Colville



Alex Colville
PINTOR DE SILENCIOS

Francis Goin


Alex Colville (David Alexander Colville, 1920-2013) fue un pintor canadiense cuya obra evoca instancias de intimidad, quietud, soledad y desconcierto. También, tal vez, de revelación. Se lo ha asociado con el Realismo Mágico (surgido en Alemania en la década de 1920), categoría algo ambigua que invoca en realidad a diversas escuelas. Otros han hablado de “Pintura metafísica” como referencia más precisa a su obra, de algún modo emparentada con la de artistas plásticos como Giorgio de Chirico o Carlo Carrá.

Es característico de la pintura de Colville la representación de escenas estáticas, con pocos objetos o personajes, siempre en tonos apagados en los que dominan los azules grisáceos, plomizos. Difícilmente se aprecie un rojo intenso o un amarillo en alguno de sus cuadros. Lo suyo es una nota tenue, discreta, casi inadvertida en un mundo de bombardeos visuales permanentes.

Colville transmite su perplejidad ante las complejas densidades del Cosmos en cada una de sus obras. Como ocurre con tantos otros grandes pintores, puede decirse de él que siempre estuvo pintando el mismo cuadro. La mirada de sus personajes es su propia mirada; su actitud ante el mundo es la de una atenta espera.


A los 22 años de edad, siendo estudiante de Bellas Artes, se alistó en el ejército canadiense, siéndole encomendada la tarea de “pintor de guerra” (war artist). Como tal, en 1944 debió retratar los horrores del campo de concentración de Bergen-Belsen, en la Baja Sajonia.



Algunas de sus obras:

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“Cuerpos en una fosa” (Bodies in a grave, 1946) muestra cuatro cadáveres desparramados en posiciones diversas, tal como podrían haber quedado luego de ser asesinados. Los cadáveres están semidesnudos, dejando ver su triste ropa de prisioneros de un campo de concentración. Sus cuerpos muestran signos avanzados de desnutrición y profundas heridas. No están apoyados en el suelo; no “reposan”, no “descansan”, como suele decirse de los muertos; están flotando como fantasmas, ánimas en pena sin paz ni consuelo.


“Mujer desnuda y maniquí” (Nude and dummy, 1950) muestra a una mujer interpelando con la mirada a un maniquí de modista. Ambas figuras están en el altillo de una de esas casas de dos plantas, de madera, clásicas de la arquitectura suburbana de América del Norte. Las paredes de la habitación son casi simétricas; una estrecha ventana deja ver un campo vacío en el exterior. El elemento más notorio y realista de la obra es el maniquí. La mirada de la mujer parece sembrar dudas sobre la realidad de su propia existencia. La atmósfera rezuma quietud y silencio.


En “Hombre en el porche” (Man on verandah, 1953) vemos a un anciano sentado en la galería de una casa mirando el océano. Aparecen dos botes cerca de la orilla, pero la mirada del hombre no se dirige a ellos sino que va más allá. En realidad, el hombre pareciera no estar mirando nada en absoluto. Podría decirse que espera la muerte sin mayor expectativa. Un gato, al fondo, hace lo suyo sin prestar atención al conjunto. Otra vez se percibe una atmósfera de silencio quieto, introspectivo. La ausencia de contrastes tonales en la obra contribuye a que el hombre y los objetos reflejen cierta cualidad inmaterial.


 

“Caballo y tren” (Horse and train, 1954) muestra a un caballo de tonalidades oscuras galopando por entre los rieles de una vía férrea en dirección opuesta a un tren que se acerca a la distancia. El brillo de los rieles relaciona al tren y al caballo de modo inequívoco; la colisión es inevitable. Curiosamente, sin embargo, la imagen no refleja acción o velocidad; parece un instante detenido, eternizado, en donde se nos ofrece la posibilidad de apreciar la magnitud del evento que se aproxima. El caballo está en el aire, congelado en un momento del galope. Percibimos de golpe que el tiempo está hecho de instantáneas como esta.




 

En “Sabueso en el campo” (Hound in field, 1958) vemos a un perro en actitud de rastrear, tal vez una presa, en los linderos de un bosque. La figura del perro está resaltada a través de un foco preciso y tonos de color que lo despegan del paisaje. La mirada de animal está fija en algo que el espectador no puede ver. La pintura es un contrapunto entre la inclinación del paisaje y la postura inestable del perro. Se desprende una rara felicidad del conjunto.


 

“Luna y vaca” (Moon and cow, 1963) muestra también un contrapunto entre dos objetos. Una vaca recostada en un terreno ondulado cubierto por un pastizal seco, un cielo nocturno y la luna brillante. Nuevamente asistimos a la representación de la quietud contemplativa. La vaca mira a la luna, la luna no dice nada. Restos de un alambrado sugieren que tal vez haya, o alguna vez hubo, cierta presencia humana. No se nos dice qué ocurre exactamente, y está bien que así sea.


 

En “Pacífico” (Pacific, 1967) aparece un hombre recostado en el vano de una puerta abierta que da a una playa. El punto de vista está en el interior de la habitación, probablemente el living de un chalet. El hombre, cuya cabeza no llega a entrar en el cuadro, tiene el torso desnudo; la posición de su cuerpo transmite tranquilidad, tal vez determinación. En primer plano hay una mesa y sobre la mesa una pistola.



 

En “Perro y sacerdote” (Dog and priest, 1978) se nos muestra a los dos personajes en actitud de reposo mirando el mar desde un muelle o puente de madera. El perro está adelante, por lo que su cabeza tapa la del sacerdote, inclinado junto a él. Podría decirse que el semblante del perro refleja la del hombre, o que perro y sacerdote mantienen la misma perplejidad ante la inmensidad que se extiende ante sus ojos. No hay alegría ni tristeza en la mirada de Colville; siempre la misma atenta perplejidad, o tal vez reverencia, o tal vez revelación.



 

“Living room” (Living room, 2000) nos muestra tres personajes: un anciano a la izquierda (el propio pintor), un perro durmiendo y una mujer, a la derecha, tocando el piano. La escena transcurre en un interior escasamente iluminado. Cada personaje está en su propio mundo. La mujer aparece reconcentrada, posiblemente ejecutando suaves notas en el piano; el anciano tiene los ojos entrecerrados: puede estar escuchando la melodía, puede estar mirando al espectador, puede estar durmiendo, puede también estar muerto. Detrás suyo, tras la ventana, no hay nada más que la noche cerrada.

La página web dedicada al pintor nos dice que Colville murió pacíficamente, a los 93 años de edad, en su casa de Wolfville, Nueva Escocia. Su mujer había muerto, a los 91 años, el 31 de Diciembre del año anterior.

LA CUEVA DE CHAUVET

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