SIEMPRE HEMOS VIVIDO EN EL CASTILLO, SHIRLEY JACKSON: EL TERROR DOMÉSTICO
Siempre hemos vivido en el castillo (1962; Minúscula, 2012) , última novela de la escritora estadounidense Shirley Jackson (San Francisco, 1916- North Bennington, Vermont, 1965), es un relato exquisitamente complejo. Junto al resto de su obra literaria, ha sido y continúa siendo objeto de controversia entre la crítica y el público. Este año, con motivo del centenario de su nacimiento y la publicación de una nueva biografía (A Rather Haunted Life, Ruth Franklin, 2016), el debate se vuelve a abrir en torno a una escritora tan cotidiana como enigmática.
La novela gira en torno a la vida de las hermanas Blackwood y su tío Julian. Los tres viven en la mansión familiar donde seis años atrás el resto de la familia murió envenenada. Los habitantes del pueblo siempre les han odiado, según nos cuenta Mary Katherine, “Merricat”, la hermana pequeña y narradora, y acusan a su dulce hermana Constance del envenenamiento a pesar de haber sido absuelta por las autoridades. Al contrario de lo que podría sugerir una mirada inicial, Siempre hemos vivido en el castillo no es una novela de misterio. No caben las deducciones acerca de quién fue el verdadero artífice del envenenamiento o cuáles fueron sus motivos. En esta historia se va perdiendo el juicio hasta que hacer lo correcto deja de tener sentido. Ésta es una novela de terror, un terror íntimo que nos deja con el sabor amargo de lo que rodea una verdad velada.
Es posible que nos dejemos engañar por su aparente simplicidad, la de la rutinaria vida de las hermanas Blackwood; sin embargo, es sólo una argucia de la retorcida escritura de Shirley Jackson. La “tontuela Merricat” narra su relato con el desapego y la soltura de quien escribe en un diario. De inmediato, el lector se siente impelido a identificarse con la protagonista, joven huérfana que (sobre)vive con su hermana y su tío enfermo. Su vida se compone de una deliciosa rutina casera intercalada con fantasías de magia y muerte que, interpretamos, permiten soportar el aburrimiento del encierro en la casa a una niña con un espíritu salvaje. He aquí donde Jackson nos traiciona. Merricat no es Anna Frank, se encierra voluntariamente. Merricat no es una niña, tiene dieciocho años. Merricat es casi demasiado salvaje.
Como en toda lectura, participamos de la narración suponiendo aquello que debería ser. Calificamos, clasificamos, buscamos al culpable y a la víctima. Según se suceden los capítulos, en cambio, se materializan con más claridad las brechas lógicas y el intento de comprensión se ve amenazado.
La información nunca se nos desvela, todo se repite y gira sobre sí mismo hasta que, por fin, acabamos por descubrir que algo perverso se esconde tras el relato. Justo en el momento en el que comprendemos por qué la mansión Blackwood es, para Merricat, un castillo que hay que defender ante el inminente derrumbe, ya se habrá desplegado el desenlace de la historia de forma imparable, tan aterrador como “feliz” (téngase en cuenta la ambigüedad del término).
La novela de Shirley Jackson es, en realidad, un cuento de hadas maltrecho, una cálida pesadilla. Como nos adelanta el título, este relato ocurre en un castillo. Como en todos los cuentos, hay una princesa, un príncipe y un dragón. Jackson juega con el intercambio de roles y los giros inesperados para transgredir y generar una creciente inquietud en el lector. Cuando el terror se endulza con mermelada resulta en exceso siniestro, no debería ser y, sin embargo, es.
Shirley Jackson añade una cucharadita de arsénico a la almibarada vida familiar mostrándose a sí misma a través de sus personajes. En declaraciones de la propia autora, Mary Katherine y Constance Blackwood son dos caras de una misma moneda. Podemos atrevernos a decir que ambas reflejan dos aspectos de la propia Shirley Jackson: la perfecta ama de casa y la bruja-loba que lucha por sobrevivir siguiendo sus instintos más primitivos. En este sentido, la literatura de Jackson ha sido acertadamente calificada como “terror doméstico”.
Criticada y desplazada desde pequeña por su madre Geraldine, Jackson siempre se sintió sola y extraña, definiéndose a sí misma como una outsider. En uno de sus ensayos escribe: “Cuando empezaba a escribir historias y esconderlas en el escritorio solía pensar que nadie había estado nunca tan solo como yo estaba, y solía escribir sobre gente solitaria… Pensaba que yo estaba loca y que escribiría sobre cómo los únicos sanos son quienes están condenados como locos y cómo el mundo es cruel y estúpido y temeroso de la gente que es diferente”. Su voz recuerda a la de Merricat, solitaria, infantil, defensiva.
Tras casarse con el crítico literario Stanley Edgar Hyman, el único hombre que se había fijado en ella, Jackson se convirtió en el ama de casa tradicional de mediados de siglo. En esa época escribía ensayos ligeros para revistas femeninas y crónicas familiares que llegó a materializar en dos libros autobiográficos sobre la crianza de sus hijos: Life Among the Savages (1953) y Raising Demons (1957). En La Magia de Shirley Jackson, libro de relatos cortos de Jackson publicado póstumamente en 1966, su marido defiende que, a pesar de escribir historias sombrías e inquietantes, la escritora podía llegar a ser madre y esposa alegre y feliz. Pensar lo contrario sería no comprender lo que es ser escritor: “Como esperar que Herman Melville sea una gran ballena blanca”.
A pesar de las declaraciones de su marido, la biografía de Shirley Jackson nos desvela a una mujer angustiada y oprimida. La escritora sufrió diferentes crisis psicológicas y llegó a desarrollar estados de depresión ansiosa y agorafobia. Era una mujer introvertida, obesa y temerosa de abandonar a su marido que, siempre a la sombra del éxito de su mujer, aprovechaba para tratarla como a una “idiota con talento”, según la biografía de Ruth Franklin . Tampoco se debe menospreciar el trabajo que hizo Stanley Hyman como editor, siempre animándola a publicar sus historias ya que, en gran manera, contribuían a la economía familiar.
Shirley Jackson ignora deliberadamente a los hombres en Siempre hemos vivido en el castillo. El tío Julian está loco e incapacitado en silla de ruedas, mientras que el primo Charles se puede leer como una caricatura de Hyman, su marido, y, en general, de su visión del hombre: decepcionante héroe salvador, esperanza vana, mero títere con intereses económicos. Para Constance, el lado más “ingenuo” de Jackson, Charles abre una ventana hacia la libertad. Para Merricat, la mujer siniestra, es una opresora amenaza a su estabilidad.
De la mano de sus obras, la autora profundiza cada vez con más interés en el psiquismo de la mujer perturbada, siguiendo la estela de El tapiz amarillo de Charlotte Perkins Gilman o Jane Eyre de Charlotte Brontë. De hecho, ha sido calificada como proto-feminista debido a que, antes del auge del feminismo en los años 60, ya describe el angustioso mundo femenino como una expresión metafórica de la soledad desesperada de una mujer soltera en una sociedad en la que un marido era esencial para la aceptación social. Años después de Jackson, la feminista Betty Friendan definirá al ama de casa de 1950 como una “esquizofrénica virtual”. Siempre hemos vivido en el castillo da buena cuenta de esta cuestión. Bordeando siempre la demencia, Constance, ama de casa perfecta, sueña con una libertad a la que teme, conformándose con el único hombre al que tiene acceso, Charles, o con una vida de dedicación a los demás. Al contrario, Merricat es la “mujer lobo”, como ella misma se define, expresión de lo impulsivo, el deseo, lo infantil, lo supersticioso, lo irracional, expresión del trastorno y, así, de la libertad.
Durante la novela se repiten las referencias a la brujería, la superstición y la magia. Merricat toma objetos y los otorga un poder simbólico como armas frente al opresivo mundo exterior. Constance y ella viven condenadas como lo estuvieron las brujas de Salem (Jackson, por cierto, escribió un libro infantil titulado The Witchcraft of Salem Village en 1956). La fama de Jackson al comienzo de su carrera, de hecho, fue provocada porque sus editores, y ella misma, explotaron la idea de que practicaba la brujería. Aunque finalmente fue desmentida ante la expectación que generó entre el público, los críticos literarios de su tiempo desestimaron su labor como escritora desplazándola al segundo plano de la parafernalia gótica de terror barato. Durante estos años, llegó a ser apodada por el Time Magazine como “Virginia Werewolf”. Este término guarda varios significados que se asocian con la imagen pública de la escritora en sus tiempos: además de atreverse a publicar sobre mujeres en un mundo masculino, era una persona rara, se consideraba a sí misma una “bruja amateur” y no cumplía con el estereotipo femenino de belleza. Ahora nos acercamos a comprender aún mejor su conexión personal con Merricat, la mujer lobo.
Shirley Jackson también se sentía desplazada por los habitantes de North Bennington, el pueblo donde vivió los últimos dieciocho años de su vida. Se inspirará en ellos para describir a los sádicos vecinos de su relato corto La lotería (1948). Dicho cuento alcanzó una gran polémica tras su publicación, llegando a ser fuertemente criticado y, posteriormente reconocido como lectura obligatoria en los colegios de Estados Unidos. Los motivos de la controversia están claros: al igual que Siempre hemos vivido en el castillo, lo que parece una historia sencilla y rural se convierte en un juego sádico en el que el lector se encuentra incómodo. Los vecinos de las hermanas Blackwood en Siempre hemos vivido en el castillo comparten el mismo sadismo, según leemos desde la paranoica subjetividad de Merricat, fiel defensora de su “castillo”. Sin embargo, en toda su complejidad, la obra de Jackson deja entrever que a los habitantes tampoco les faltaban motivos para odiar a la distinguida familia Blackwood.
Otra de las lecturas de la obra es la que hace su marido en el libro anteriormente mencionado La Magia de Shirley Jackson. Mientras denuncia que se tome la literatura de Jackson como una fantasía neurótica personal, defiende que sus obras son “una anatomía fiel y sensible de nuestros tiempos, símbolos que encajan con nuestro mundo angustiante de campos de concentración y la Bomba”. Masas de gente que actúan movidas por un impulso irracional de destrucción, que efectúan actos de violencia gratuita sin cuestionar el porqué, o el ataque gratuito de una colectividad entera a la minoría, son escenas frecuentes en los años de la Segunda Guerra Mundial y también en Siempre hemos vivido en el castillo, entre otras obras de la escritora. Quizás no estábamos tan desencaminados cuando comparábamos a Merricat con Anna Frank. De hecho, Hyman, el marido de Jackson, era judío. Por esto mismo, ella siempre se mostró en contra del antisemitismo y profundamente afectada por los hechos acontecidos durante la Segunda Guerra.
De una forma u otra, según su biografía, en los últimos años de su vida, Jackson parecía haber encontrado la seguridad que necesitaba y tenía otros planes para sí misma: “Si estuviera curada […] entonces mis libros serían diferentes. […] Quizás un libro divertido, un libro feliz… los argumentos fluirán cuando limpie toda la basura de mi mente”. Su abuso del alcohol, los tranquilizantes y las anfetaminas acabaron por terminar con ella de forma precoz a los cuarenta y ocho años de edad. Nunca podremos saber si su nueva literatura hubiera sido tan popular como lo son hoy sus escalofriantes historias. Posiblemente, si Shirley Jackson hubiera sido feliz, no habría escrito grandes obras de la literatura gótica americana del siglo XX, tampoco hubiera sabido comprender la sutilidad de la angustia, ni hubiera elaborado un perfil tan exacto como complejo de la opresión de la mujer y de la sociedad de su tiempo. Tampoco nosotros, los amantes del género, hubiéramos podido disfrutar de su ingeniosa pluma de la misma forma.
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