miércoles, 16 de septiembre de 2020

En Yásnaia Poliana con Tolstói

Guerra y paz: La brizna y la muerte - Revista Rambla
Tolstói

En Yásnaia Poliana con Tolstói


A más de cien años de la muerte de Lev Tolstói pocos esperan descubrir nuevas palabras de este escritor fundamental. Contradiciendo esa intuición, presentamos esta entrevista inédita en español en la que el autor de La guerra y la paz aparece en toda su genialidad y comparte algunas reflexiones sobre Chéjov.

Jorge Bustamante García / Aleksei Zenger
30 de noviembre de 2010

Palabras inéditas sobre Chéjov
Nota a la entrevista con Tolstói

Conocemos a Lev Tolstói por sus novelas, relatos, obras de teatro, artículos filosóficos y de opinión, sus diarios y correspondencia. Pero existe todavía un género insólito que contiene su palabra viva: la conversación, la entrevista y los reportajes periodísticos que dan cuenta de los encuentros con el genio de Yásnaia Poliana.


El acervo literario tolstoiano ha sido recogido y comentado en Rusia con un esmero especial. Es incomparable por la plenitud y la solidez con que fue reunida su obra completa en noventa tomos en un periodo de treinta años (1928-1958). Después de esa edición y la aparición de tomos especiales con el hallazgo de nuevos materiales, las cartas o manuscritos de borradores del escritor eran cada vez de una rareza mayor. Cada nueva línea del escritor es de gran valor para los especialistas tolstoianos.

Una fuente visible para la comprensión de la obra, la visión del mundo y el destino de Tolstói son los diarios y memorias de personas que lo conocieron y que le eran cercanas, como V. Bulgákov, A. Goldenveizer, N. Gúsev, D. Makovitski y, claro, Sofía Tolstoya, su mujer. Los recuerdos de los encuentros con Tolstói comenzaron a aparecer todavía en vida del escritor, pero fue sobre todo poco tiempo después de su muerte cuando brotó un verdadero flujo de memorias: publicaciones en revistas, libros enteros, colecciones de recuerdos. Ya en nuestros días tres veces se ha publicado en Rusia la colección Tolstói en los recuerdos de los contemporáneos, permanentemente enriquecida y aumentada.
Fuera del alcance de estas colecciones habían quedado, sin embargo, aquellas conversaciones y entrevistas con Tolstói, aquellos reportajes periodísticos que aparecieron en vida del escritor en la prensa rusa y extranjera. Estas entrevistas y conversaciones no fueron recogidas nunca; solo un pequeño número de ellas se reimprimió con motivo de algún aniversario, pero la mayor parte permaneció olvidada y perdida. Enterradas en los archivos de periódicos amarillentos, las entrevistas no fueron advertidas ni siquiera por los bibliógrafos más escrupulosos; permanecieron desconocidas no solo para el lector común, sino también para los especialistas. El investigador Vladímir Lashkin se dedicó a la monumental tarea de compilar este material hasta los años ochenta del siglo pasado, y reunió en un volumen más de 106 entrevistas con Tolstói, publicadas en revistas y periódicos rusos entre 1885 y 1910, año de su muerte.
En Rusia la entrevista periodística con los personajes más significativos de los círculos políticos, literarios o artísticos no empezó a generalizarse hasta la última década del siglo XIX. Los periódicos existían desde los tiempos de Pushkin, Gógol y Lérmontov, pero a nadie se le había ocurrido publicar entrevistas en ellos. No dieron tampoco entrevistas a los periódicos ni Dostoievski, ni Turguéniev, ni Nekrásov. El género en sí todavía no hacía su aparición. Pero a partir de los años noventa del siglo XIX, la conversación viva con el escritor empezaba a abrirse camino en las páginas de los periódicos rusos, y uno de los primeros en ser con frecuencia entrevistado fue, claro está, Lev Tolstói.

En 1891 Nikolái Strájov escribió lo siguiente en el artículo “Murmuraciones sobre Tolstói”: “Las noticias menores sobre qué se escribe y cómo se vive en Yásnaia Poliana, los periódicos las colocan al mismo nivel de las golosinas mejores, con las que agasajan a los lectores, es decir al mismo nivel de las novedades políticas, de los incendios y los terremotos, los escándalos y los suicidios. [...] Tal vez, desde los tiempos de Voltaire no había habido otro escritor que ejerciera una influencia tan fuerte en sus contemporáneos.”
En realidad desde 1885 en Yásnaia Poliana, como alguna vez sucedió en la finca de Voltaire, afluían los peregrinos, que deseaban ver al escritor y hablar con él. Tolstói pasaba los inviernos habitualmente en Moscú, y su casa en el callejón Dolgo-Hamovnichesky se veía asediada por los corresponsales de los periódicos rusos y extranjeros, por los adoradores de muchos años de La guerra y la paz, por los seguidores recién convertidos a su filosofía, y por todos aquellos a los que tentaba la curiosidad. Entre las visitas había estudiantes, investigadores, obreros fabriles, maestros, campesinos de provincias lejanas, seminaristas, reporteros, sacerdotes, actores, científicos, músicos, pintores, médicos, juristas, artesanos... Las puertas de la casa estaban siempre abiertas con hospitalidad, y a nadie le estaba prohibido pisar su umbral; ni siquiera existían recomendaciones preliminares que impidieran el acceso.

Conmovidos por el encuentro con él y sorprendidos por la franqueza de su conversación, muchos de los que visitaban a Tolstói, por no mencionar a los periodistas profesionales, se apresuraban a reproducir sus rápidas observaciones en notas, que se convertían en la comidilla de los periódicos. Tolstói fue tal vez el primer escritor ruso que se convirtió, a gran escala, en estrella mediática de los medios de comunicación de su época.
Por la cantidad de materiales que se publicaban, es posible tener una idea de la fama del escritor, que crecía no solo en Rusia, sino en todo el mundo. Al principio, hacia 1885, fueron una o dos entrevistas con Tolstói al año, después los encuentros con él eran cada mes, y más tarde casi cada semana. Ya para 1908-1909 los reporteros y periodistas espiaban, prácticamente, cada uno de sus pasos. Además de los representantes de periódicos de Moscú, Petersburgo, Odesa y otras ciudades rusas, en diversos momentos lo visitaban corresponsales de Inglaterra, Francia, América y otros países.

Por supuesto, Tolstói no dio entrevistas en el sentido actual de la palabra, según el principio de preguntas y respuestas, sino que con gusto propiciaba la conversación libre, ya fuera en su estudio o en medio de paseos a pie por su hacienda de Yásnaia Poliana, y no se desviaba de la explicación de aquellas preguntas que interesaban al invitado: la conversación habitualmente se daba con gran soltura. Claro, la riqueza de su contenido dependía del nivel y la personalidad  del interlocutor. Sin embargo, casi cada visitante de Tolstói extraía del  encuentro algo muy suyo, notado y anotado solo por él.

En las conversaciones con los invitados de Yásnaia Poliana, Tolstói tocaba un gran número de problemas; en realidad, todo lo que le inquietaba a él mismo en aquel momento o lo que respondía a los intereses de sus interlocutores: las novedades de la literatura, la música, la pintura, todo lo que bullía en los círculos sociales era discutido por Tolstói con el mismo carácter apasionado, como cuando abordaba los asuntos relacionados con la política y la ciencia, o las cuestiones religiosas y filosóficas.

Las entrevistas y las conversaciones con Lev Tolstói son interesantes no solo por lo nuevo que podemos conocer sobre el escritor, por las palabras que le oímos decir, sino también por la forma  en que era percibido por sus contemporáneos, el lugar que ocupaba en  su conciencia. Al comienzo del siglo XX, todavía en vida, Tolstói era verdaderamente legendario. A los ojos de la sociedad rusa y de todo el mundo ilustrado era alguien de un espíritu incomparablemente grande, tal vez el más destacado, mucho más allá de un simple hombre de letras. La vida de las personas a finales del siglo XIX y comienzos del XX estuvo acompañada, en una suerte de emoción constante, por la presencia de Tolstói.

Con el paso de los años, ante los cambios de moda por uno u otro novelista, ante la aparición de profetas de revista y filósofos públicos que opinaban de mil cosas, no se agotó el interés del público hacia Tolstói. Para muchas personas, incluso de las más independientes espiritualmente y de las más fuertes –como, por ejemplo, Chéjov, Blok o Gorki–, la simple perspectiva de la posibilidad de la muerte de Tolstói despertaba una conciencia enorme de orfandad espiritual.

–¡Cuando muera Tolstói todo se irá al carajo! –le dijo una vez Chéjov a Bunin.
–¿Y la literatura? –preguntó Bunin.
–La literatura también –concluyó Chéjov.

Y Gorki exclamaba en una carta no enviada a Korolenko: “¡No estoy huérfano en este mundo, mientras una persona como Tolstói viva!” ~
– Jorge Bustamante García
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No me dirijo a mi casa, no me conduce el viejo Mitréi, sino el cochero del conde Tolstói, Andréi; un cochero acostumbrado a llevar a extranjeros notables y orgullosos, y por eso.

Busco en el monedero –aprovecho que nadie nos ve aquí, en la vía arbolada–, encuentro cincuenta cópecs y los meto en la mano de Andréi. Me mira, mira los cincuenta cópecs, y luego sin decir palabra mete el dinero en el bolsillo y por alguna razón arrea fuerte al caballo... Es una verdadera tontería. Y me apeno por él y por mí mismo.

De pronto divisamos la casa. ¡Sí, sí! Exactamente como la veíamos de niños: limpiecita, blanca, y el balcón achaparrado cubierto de cristales, en donde hay una mesa, en la mesa un samovar, sobre el samovar una cafetera.

Solo que yo aquí soy un forastero, un advenedizo, que irrumpe sigilosamente en el sosiego de una persona mayor. Es embarazoso para mí pasar a ese balcón con alegría y soltura, y mientras permanezco en el zaguán, secando cuidadosamente los pies sobre un pequeño tapiz, inquieto le inquiero al lacayo:
–¿Ya se habrá levantado? ¿Cómo está de salud? ¿No lo molestaré?
–Permítame, iré a informarle –me responde.
–Llévele mi tarjeta...
El lacayo se va; dos minutos después aparece de nuevo:
–Piden aguardar un poco; ahora salen... Pero usted pase, señor, al balconcito.
Por la puerta del balcón se asoma una persona amable, de barba, y dice:
–Pase, por favor.
Entro, un poco cohibido, por supuesto; todo es un tanto extraño: es la primera vez que estoy en esta casa, y de repente, así, casi de inmediato, caigo directamente del camino a la mesa.
–Siéntese, por favor, siéntese... ¿Este es su apellido? El mío es Tolstói (hijo de Lev Nikoláevich). ¿Desea tomar té? ¿Café? Hay de todo... ¿De dónde es usted? ¿De Moscú? ¿Sepultaron a Chéjov?* Mi padre se pondrá contento con su visita... Él quería ver a alguien de la prensa... Quiere hablar sobre Antón Pávlovich y otras cosas... Beba, por favor.
Así, sentados a la mesa, hablamos; a duras penas respondo, porque me distraigo pensando: “Ahora me llamarán a donde está el escritor; pasaré y lo veré en el gabinete medio oscuro lleno de libros, en silencio, sentado en un sillón.”
Y de pronto siento, en absoluto contra mi voluntad, una fuerza que me hace poner de pie. Y, sin comprender todavía, me levanto y miro: la puerta del balcón palmotea bruscamente, y con paso firme y veloz entra un anciano de baja estatura, con el rostro enteramente cubierto por el cabello, y un sombrero flexible blanco sobre la cabeza. Rápidamente se me acerca, y aunque me encuentro intimidado, me extiende su mano y dice:
–¿Cómo está? Mucho gusto... Soy Tolstói.
Los retratistas lo representan de manera incorrecta. Mirándolo, uno no puede notar ni aquella barba, que tan escrupulosamente le adjudican los pintores, ni la frente abultada, especial, ni la expresión severa del rostro.
Lo que uno puede ver es ante todo unos ojos: pequeños, redondos y –como rasgo muy particular– completamente planos que irradian un solo color; es como si uno mirara a una potente fuente de luz: ves un resplandor continuo y no puedes distinguir de dónde viene ni cómo se genera. Todo lo demás, la nariz ancha, la frente despejada, las cejas espesas, la barba, e incluso todo el cuerpo, parece construido para acompañar a esos ojos. Primero los ojos, y después todo lo demás... Así me parece que es Tolstói.
Pasa por un lado de la mesa, sin sentarse; me dice:
–¿No está en contra de ir a caminar?
–No, por favor –por alguna razón quisiera llamarlo “conde”–, Lev Nikoláevich...
Mira cuidadosamente mis pies, calzados con unas botas citadinas de suela.
–¿Usted no lleva zapatos de goma? Bueno, caminaremos por donde pueda andar con esas botas.
Salimos. Bajamos por la escalera. Él camina rápidamente. Me mira de soslayo:
–Me da gusto que alguien de la prensa haya venido a verme... Quiero decir algunas palabras sobre Chéjov; algo que yo mismo no me dispongo a escribir.
En realidad, ahora, como entonces, no puedo captar ni el sonido de su voz, ni sus entonaciones... Percibo directamente lo que él me dice.
–Así que falleció Antón Pávlovich... ¿Usted dice que los funerales estuvieron bien? Excelente... ¿No hubo discursos? ¿Fue su deseo? Perfecto, así debe ser. Los discursos no son necesarios. Precisamente por eso yo no acepté ninguna participación en sus funerales. Soy adversario de toda manifestación... Incluso, por la misma razón, me negué ante Turguéniev cuando vino ex profeso a invitarme a los festejos de Pushkin, esa es la visión que tengo desde hace tiempo: no son necesarias las manifestaciones de ningún tipo, especialmente las póstumas. Pero ya que hemos tocado el tema, puedo expresarle lo que pienso de Chéjov.
Me quedo mirándolo: Tolstói camina con presteza y animosamente, atisba la lejanía con las manos atrás.
–Chéjov... Chéjov fue un artista incomparable... Sí, sí... Incomparable... Un artista de la vida... Y la virtud de su obra estriba en que es clara y afín no solo para cualquier ruso, sino para cada persona en general... Y esto es lo más importante... Hace poco leí un libro de un autor alemán, en el que un joven desea hacerle a su novia un regalo muy especial, y decide regalarle libros. ¿Sabe de quién? De Chéjov. Porque lo consideraba el más grande de los escritores conocidos... Me parece muy justo. Cuando lo leí quedé sorprendido...
–Chéjov tomaba de la vida lo que veía –continúa diciendo Tolstói–, independientemente del contenido de lo que veía. Pero si él tomaba algo, lo transmitía a un mismo tiempo de manera extremadamente simbólica y comprensible, clara hasta la nimiedad... Lo que lo ocupaba en el momento de la escritura, él lo rehacía hasta los últimos detalles. Era sincero, y eso es una gran virtud; escribía sobre lo que veía y cómo lo veía... ¡Y gracias a esa sinceridad, logró crear formas inéditas, en mi opinión, completamente nuevas en  el mundo de la escritura, como no he encontrado igual  en ninguna parte! Su lengua es una lengua insólita. Recuerdo cuando comencé a leerlo por primera vez, me pareció un tanto extraño, “desaliñado”; pero tan pronto como lo leí con atención, su escritura me atrapó... Sí, gracias a ese “desaliño”, o no sé cómo llamarle, es que Chéjov atrapa de un modo excepcional y, con exactitud involuntaria, le implanta a uno en el alma maravillosas imágenes artísticas.
Miro a Lev Nikoláevich y me río sin ganas, ya que sobre su propia escritura podría hablar con la misma convicción, casi con fastidio... Con sorpresa me dirige una mirada.
–Perdone, Lev Nikoláevich –me apresuro a explicarle el motivo de mi risa–. Es que precisamente esta es una de las características suyas: ¡escribir plenamente de una manera nueva, sencilla y, gracias a ello, atrapar por entero al lector!
–¡No, no! –responde Tolstói con enfado y sacude la cabeza–. Le repito que las nuevas formas las creó Chéjov y, alejado de cualquier falsa modestia, afirmo que por la técnica él, Chéjov, es mucho mejor que yo. Es un escritor único en su género.
–¿Y Maupassant? –me atrevo a proponerle.
–¿Maupassant? –repite–. Sí, tal vez... Para mí es complicado dar a alguno de ellos preferencia... ¿Ha escrito lo que digo?
Todo el tiempo me observa con atención para darme la posibilidad de apuntar en mi libreta sus palabras.
–¿Ya anotó? Quiero decirle además que en Chéjov hay todavía una peculiaridad muy especial: es uno de aquellos raros escritores que, como Dickens, Pushkin y algunos otros, se puede releer muchas, muchas veces. Lo sé por experiencia propia...
Temo volverlo a enojar y por eso ya no le digo nada, pero pienso: “Otra vez esa es una de sus propias características... ¿La guerra y la pazAnna Karenina, quién de nosotros no las ha releído una decena de veces?”
Y Tolstói termina su razonamiento:
–Puedo decirle una cosa: la muerte de Chéjov es una gran pérdida para nosotros, ya que, además de un artista incomparable, hemos perdido a una persona encantadora, sincera y honesta... Fue una persona cautivadora, modesta, amable...
Tolstói pronuncia las últimas palabras pensativa y afectuosamente... Vamos por una alameda angosta, cubierta de zacate. A veces nos detenemos y, mirándome directamente a los ojos, profiere sus pensamientos, luego caminamos de nuevo y él continúa hablando, mirando alrededor...
Nos acercamos por fin a la casa, dando una vuelta grande por la periferia del jardín... Tolstói calla un poco, luego habla de nuevo de Chéjov:
–¿Así que no hubo discursos en los funerales? ¿Sí? Eso está muy bien. Porque los discursos ante la tumba... siempre son engañosos. Vea usted... –y en ese momento sus palabras suenan en cierto modo más lentas, más precisas–. Vea usted, cuando estamos ante una tumba, y si queremos hablar, en absoluto recordamos cómo vivía el difunto y qué hacía... Queremos hablar de la muerte, y no de la vida. ¿Comprende? La muerte es un acontecimiento tan importante que, al contemplarla, pensamos ya no “cómo vivió” la persona, sino “cómo murió”.
Calla de nuevo. Ya estamos ante el balcón.
Tolstói entra rápidamente al balcón, toma de la mesa un paquete de cartas y los periódicos y se va a trabajar. Yo pido permiso para ir al parque, meditar un poco y acabar de anotar nuestra conversación: quiero antes de mi partida leerle todo a Lev Nikoláevich. Y él me concede esa cortesía: está de acuerdo en escucharme.
En un banco, bajo un tilo espigado, escribo, preocupado y azorado para no olvidar nada importante. Todo parece estar bien. Con cuánto gusto y naturalidad fue captado todo lo que se dijo sobre Chéjov.
De nuevo ante Tolstói. Se sienta a la mesa, pero no come nada. La hija le habla de una tal María, que debe ser hospitalizada.
–No, tú mejor llama a fulanito y haz así...
–Hace un rato hablábamos de Gorki, Lev Nikoláevich, de su poema “El hombre”.
De inmediato se anima:
–Es una declinación, una auténtica decadencia. Comenzó a enseñar, y eso es ridículo... En general no comprendo, por qué han hecho de Gorki algo tan “grande”. ¿Qué es lo que él ha dicho: que el vagabundo tiene alma? Por supuesto que es así, pero eso se sabe desde hace tiempo... No hay nada nuevo en ello... ¿Lo ha anotado todo? –se dirige a mí.
–Sí, sí, sin falta. Ha sido usted muy amable al prometer que escucharía lo que he escrito de nuestra conversación.
–Bien, bien... Pasemos a mi estudio.
Vamos. Cerca de la puerta de la entrada principal hay una pequeña recámara, toda blanca y clara; hay una cama cubierta con una colchoneta magra y una manta vieja. Nos sentamos a la mesa. Le leo lo que escribí, él escucha con atención; algo quita, algo agrega...
–Yo –le digo– escribí como entendí; he tratado, en cuanto pude, de transmitir su punto de vista...
–Lea... Lea... Así... Así... Aquí esto no es así, esas no son mis palabras. ¡Así, así! –corrobora Lev Nikoláevich–. ¡Muy bien! Bueno, acabe usted de escribir, después venga al balcón, sin ceremonias. Yo estaré allí.
–Debo irme ahora, Lev Nikoláevich
–¿Ya? ¿Adónde?
–A Tula. Quiero telegrafiar a la mayor brevedad nuestra conversación al periódico.
–¿Telegrafiar? ¿Tantas palabras?
–Sí, por supuesto.
Tolstói se va y me deja solo en este templo, donde se respira con más libertad que en ningún otro lugar. Acabo de escribir y salgo a la calle. En el balcón está Tolstói y una mujer que llora. Vagamente me llegan los ecos de su conversación.
Al notar Tolstói que quiero volver atrás, me dice:
–Venga, venga, por favor. Conózcase con Sofía Andréyevna...
Es la condesa. Dios, aquí todas las personas son famosas. A Sofía Andréyevna es como si la conociera desde hace decenas de años.
La conversación con ella se encamina a nuestros conocidos comunes en Moscú, que resultan ser muchos, mientras Tolstói se sienta a la mesa y desayuna.
La condesa me pregunta amablemente:
–¿Se quedará un buen rato con nosotros? ¿Ya le preguntó todo lo que quería a Lev Nikoláevich?
–No, debo irme ahora a Tula.
–¿Ya? ¿Valió la pena venir desde Petersburgo a Yásnaia Poliana solo por dos horas? Aquí todo es muy agradable. ¡Sí oyes, Lev Nikoláevich, quiere irse ya!
–Sí, sí –muy serio responde Tolstói–, debe telegrafiar al periódico.
–Ya –dice la condesa–, acaban de enterrar a Chéjov, usted logró hablar con Tolstói; es un gran material.
Cuando veo a la cariñosa condesa, y a Lev Nikoláevich, que con semblante serio come sus habas, un sentimiento bueno y alegre llena mi alma: qué sencillos y buenos me parecen.
Al mirar por última vez a Tolstói un pensamiento persistente y absurdo me ronda la cabeza: “Y sin embargo no es él, el que está ante mí, el que escribió La guerra y la paz y Anna Karenina.” ~
– Aleksei Zenger
Conversación con Tolstói aparecida en el periódico Rus de Petersburgo, el 28 de julio de 1904.


*Se refiere a los funerales de Chéjov, fallecido el 15 de julio de 1904 en Badenweiler (Alemania) y cuyo sepelio tuvo lugar en Moscú el 22 de julio de ese año.– N. del T.




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