domingo, 20 de septiembre de 2020

Marieke Lucas Rijneved / La inquietud de la noche / Fragmento

detailed-food-art-spoon-ioana-vanc-romania-19 – Fubiz Media

Marieke Lucas Rijneveld
La inquietud de la noche
Madre se equivoca cada vez más a menudo sobre la cantidad de comida que se sirve en su plato. En cuanto se sienta, después de servir, dice:



–De pie parecía que me había puesto más.



De vez en cuando temo que sea por nuestra culpa, como si la royésemos por dentro, como si fuésemos crías de araña aterciopelada. En clase de biología la maestra nos dijo que, después de la puesta, la madre se ofrece a sus crías y las pequeñas arañas hambrientas la devoran entera, sin ningún cargo de conciencia; no dejan ni una pata. Igual que hace siempre reservando un trocito de su sanjacobo en el borde del plato y dice: «lo más rico al final», madre se reserva a sí misma para el final de la comida, por si nosotros, sus crías, no hemos comido suficiente.



A medida que va pasando el tiempo observo nuestra familia como desde lo alto, de ese modo se nota menos que sin Matthies somos muy poca cosa. En el lugar que dejó vacío en la mesa solo quedan el asiento y el respaldo en los que mi hermano ya no se apoya descuidadamente, por eso mi padre ya no grita enfadado: «¡Cuatro patas!». Nadie puede sentarse en su silla. Sospecho que es por si acaso regresa: «Jesús regresará un día cualquiera. La vida seguirá su curso. Pasará como cuando Noé construyó el arca.



La gente trabajaba, comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo. No dudamos de que Matthies volverá, igual que el Señor», había dicho padre en el funeral. Cuando vuelva, lo arrimaré tanto a la mesa que al estar sentado la tocará con el pecho, de modo que no pueda ensuciar ni desaparecer sin que nos demos cuenta. Desde que murió comemos en quince minutos. Cuando la aguja grande y la aguja pequeña se ponen rectas, padre también se levanta. Se cubre la cabeza con la boina negra y se va con las vacas, aunque ya haya estado con ellas.


–¿Qué hay para cenar? –pregunta Hanna.

–Patatas con judías –digo yo levantando una de las tapas.

Veo mi reflejo pálido en la cazuela. Sonrío levemente, solo un instante, porque si no madre se me queda mirando hasta que las comisuras de los labios vuelven a descender. Aquí no hay motivo por el que reír. Solo detrás de los boxes de inseminación, cuando nuestros padres no nos ven, lo olvidamos de vez en cuando.

–¿No hay carne?

–Se ha quemado –susurro.

–Otra vez.

Madre me pega en la mano, suelto la tapa, se cae y deja un redondel húmedo sobre el mantel.

–No seas tragona –dice madre y cierra los ojos.

Todo el mundo la imita enseguida, aunque Obbe y yo siempre mantenemos un ojo abierto para controlar la situación. Nunca nos dicen si vamos a rezar o si padre va a bendecir la mesa, tienes que verlo venir.

–No dejes que nuestras almas permanezcan en esta vida pasajera, sino que hagan todo lo que Tú ordenas y vivan contigo para siempre. Amén –dice padre con voz retumbante antes de abrir los ojos.

Madre sirve los platos de uno en uno con una espumadera. Toda la casa apesta a lomo quemado y las ventanas están empañadas: madre olvidó encender el extractor, de modo que nadie puede mirar dentro, desde la calle, ni ver que todavía lleva su bata rosa de estar por casa. En el pueblo se mira mucho en el interior de las casas para averiguar cómo les va a otras familias, cómo se dan calor. Padre está sentado con la cabeza entre las manos. La mantiene erguida todo el día, pero una vez en la mesa se le vuelve a caer, se le ha vuelto demasiado pesada. De vez en cuando la alza para llevarse el tenedor a la boca, pero luego la deja caer de nuevo. Los pinchazos en mi vientre se intensifican, como si alguien me agujereara el peritoneo. Nadie dice nada, solo se oyen los tenedores y los cuchillos rascando los platos. Me aprieto un poco más los cordones del abrigo. Mi postura preferida es ponerme en cuclillas sobre la silla. Así el vientre, que cada vez tengo más hinchado, me duele menos, y también me hago una mejor idea de lo que pasa en la mesa. A padre mi postura le parece irrespetuosa y me da golpecitos en la rodilla con un tenedor hasta que vuelvo a sentarme bien. A veces me quedan marcas rojas en la rodilla, parece que llevasen la cuenta en mi piel de los días que llevamos sin Matthies. De repente, Obbe se inclina hacia mí y dice:

–¿Sabes qué aspecto tiene un accidente en un túnel peatonal?

Hago cuatro agujeritos en una judía verde con el tenedor, rezuma un poco de líquido: ahora es una flauta dulce. Antes de que pueda contestar, Obbe ya ha abierto la boca. Veo en su interior una papilla caldosa de patata con algún trocito de judía y un poco de compota de manzana. Parece vómito. Obbe se ríe, se traga el accidente. Tiene una raya azul claro en la frente. Cuando duerme se golpea la cabeza contra el borde de la cama. Todavía es demasiado pequeño para que eso le preocupe. Según padre, los niños no pueden tener preocupaciones, porque eso solo pasa cuando tienes que limpiar tus propios campos. Aunque yo cada vez descubro más preocupaciones en mi interior que no me dejan pegar ojo por la noche, y me da la impresión de que son cada vez más grandes.

Ahora que madre adelgaza y sus vestidos se ensanchan, tengo miedo de que se muera pronto y de que padre se vaya con ella. Los sigo todo el día para que no puedan morirse y desaparecer sin más. Los tengo en todo momento en el rabillo del ojo, como las lágrimas que provoca Matthies. Nunca apago la bola del mundo de mi mesilla de noche hasta que oigo los ronquidos de padre y los muelles de su cama suenan dos veces: madre siempre se vuelve a derecha, izquierda y derecha otra vez hasta que el colchón se ajusta a su cuerpo. Entonces me sumerjo en la luz del mar del Norte hasta que todo queda en silencio. Pero por las tardes, cuando se van a visitar a conocidos del pueblo y madre se encoge de hombros a la pregunta de a qué hora volverán, me paso horas mirando el techo, preguntándome cómo me las arreglaré cuando sea huérfana y qué le diré a la maestra sobre la causa de su muerte. En lo que respecta a las causas de muerte, hay una lista de las diez más importantes. Lo miré en Google a la hora del patio. La número uno es cáncer de pulmón. Yo he hecho mi propia lista en secreto, la encabezan el ahogamiento, el accidente de tráfico y la caída en la fosa séptica del estiércol.



Después de pensar qué le diré a la maestra, y también de dejarme llevar un poco por la autocompasión, hundo la cabeza en la almohada: soy demasiado mayor para creer en el hada de los dientes y demasiado joven para no echarla de menos. Obbe a veces la llama en broma «la avara de los dientes», porque un día dejó de traerle dinero y sus muelas se quedaron debajo de la almohada, con raíz y todo. Lo único que consiguió con ellas fue una mancha de sangre, porque Obbe nunca las limpiaba. Si un día viniese a visitarme el hada la aplastaría; así no tendría más remedio que quedarse conmigo y yo podría pedirle otros padres. Estaría dispuesta a renunciar a mis muelas del juicio a cambio de conocerla. Muy de vez en cuando, bajo al salón antes de que vuelvan mis padres y me quedo en la oscuridad, en pijama, sentada en el sofá con las rodillas juntas y las manos entrelazadas, y le digo a Dios que estoy dispuesta a tener diarrea si los trae de vuelta sanos y salvos. Continuamente tengo la sensación de que va a sonar el teléfono y de que alguien me dirá que han perdido el control del manillar de la bicicleta o del volante del coche. Pero el teléfono nunca suena y, por lo general, acabo teniendo frío y vuelvo arriba y sigo esperando debajo de las mantas. Cuando oigo la puerta del dormitorio y a madre que camina arrastrando los pies enfundados en sus pantuflas, es como si mis padres volviesen a la vida y puedo dormirme tranquila.



Antes de la hora de acostarnos, Hanna y yo jugamos un rato. Hanna se sienta en la moqueta, detrás del sofá. Me miro los calcetines, que llevo subidos con el borde doblado. Me los aliso. Al lado de mi hermana está la isla de los Thunderbirds, que era de Matthies; jugábamos juntos muchas veces, disparando misiles y combatiendo contra el enemigo, un enemigo que por aquel entonces todavía podíamos elegir. Obbe se asoma por encima del respaldo del sofá y se queda ahí, colgando con los auriculares puestos. Nos mira. Tiene una mancha de mayonesa con la forma de Francia en la camiseta gris.



–A quien rompa los árboles de la entrada de la isla le dejaré escuchar diez minutos el nuevo Hitzone en mi discman.



Obbe se baja los auriculares hasta el cuello. En mi clase casi todo el mundo tiene discman; los que no tienen son unos pardillos. Los pardillos son como los bastoncillos de regaliz de la bolsa de chuches, nadie los quiere. Yo no quiero serlo y por eso estoy ahorrando para tener un discman, uno de la marca Philips con sistema antisacudidas, para que no se me apague continuamente cuando pase con la bici por algún bache del pólder. Y también una bolsa del color de mi abrigo, para guardarlo. Ya no me falta mucho. Padre nos da dos euros todos los sábados por ayudarle en la granja. Nos los entrega con mucha solemnidad:



–Gracias por vuestros esfuerzos.


Al pensar en el discman puedo olvidar todo lo que me rodea, incluso que padre preferiría perdernos de vista.

Los árboles de la isla de Matthies eran de color verde oliva, pero a lo largo de los años se han ido destiñendo y han perdido el tono en algunos puntos. Como si alguien me hubiese dado un empujón en la dirección correcta, casi sin darme cuenta rompo una hilera entera de árboles con la mano, oigo el crujido entre mis dedos. Algo que se puede romper con una sola mano no merece existir. Hanna se pone a chillar enseguida.

–¡Lo decía en broma, boba! –dice Obbe al instante.

Vuelve a colocarse los auriculares y se da la vuelta al tiempo que madre sale de la cocina. Madre lleva el cinturón de su bata de estar por casa muy apretado. Su mirada pasa de Hanna a mí y a Obbe. Entonces se fija en los arbolitos rotos que tengo en la mano. Sin decir nada, me levanta tirándome del brazo, clavándome las uñas en el abrigo que no quiero quitarme ni dentro de casa; sus uñas atraviesan la tela. Intento que no me afecte y, sobre todo, intento no mirar a madre para que no se le ocurra quitarme el abrigo, sin compasión, como cuando pela patatas. Al llegar a las escaleras me suelta.

–Ve por tu hucha –dice resoplando para apartarse un mechón de cabello rubio de la cara.

Mi corazón se acelera con cada peldaño que asciendo. Por un momento, pienso en la frase de Jeremías que la abuela recita a veces cuando lee el periódico, humedeciéndose el pulgar y el índice, para que los problemas del mundo no se queden pegados entre ellos: «Nada hay más falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo conoce?».



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