LA MADRE DE LOS MONSTRUOS
Traducción de Graciela Lorenzo Tillard
La mère aux monstres (Cuento en francés)
A Mother of Monsters by Maupassant (Cuento en inglés)
La mère aux monstres (Cuento en francés)
A Mother of Monsters by Maupassant (Cuento en inglés)
Recordé esta horrible historia
y a aquella horrible mujer al ver pasar hace unos días, en una playa apreciada
por la gente adinerada, a una joven parisiense muy conocida, elegante,
encantadora, adorada y respetada por todos.
Me había invitado un amigo a
quedarme un tiempo en su casa en una pequeña ciudad de provincias. Para hacerme
los honores del país, me paseó por todos los sitios, me hizo ver los paisajes alabados,
los castillos, las industrias, las ruinas; me enseñó los monumentos, las
iglesias, las viejas puertas esculpidas, unos árboles de enorme tamaño o con
forma extraña, el roble de Saint André y el tejo de Roqueboise.
Mientras examinaba con
exclamaciones de entusiasmo benévolo todas las curiosidades de la región, mi
amigo me dijo con aire desolado que ya no quedaba nada por visitar. Respiré.
Ahora iba a poder descansar un poco, a la sombra de los árboles. Pero de pronto
dio un grito:
—¡Ah, sí! Tenemos a la madre de
los monstruos, debes conocerla.
—¿A quién? —pregunté—. ¿A la
madre de los monstruos?
—Es una mujer abominable
—prosiguió—, un verdadero demonio, un ser que da a luz cada año,
voluntariamente, a niños deformes, horribles, espantosos, en fin unos
monstruos, y que los vende al exhibidor de fenómenos.
»Esos siniestros empresarios
vienen a informarse de vez en cuando de si ha producido algún nuevo engendro y,
cuando les gusta el sujeto, se lo llevan y le pagan una renta a la madre.
»Tiene once engendros de esta
naturaleza. Es rica.
»Crees que bromeo, que invento,
que exagero. No, amigo mio. No te cuento más que la verdad, la pura verdad.
»Vayamos a ver a esa mujer.
Luego te contaré cómo se convirtió en una fábrica de monstruos.
Me llevó a las afueras de la
ciudad.
Ella vivía en una bonita casita
al borde de la carretera. Resultaba agradable y estaba muy cuidada. El jardín,
lleno de flores, olía bien. Parecía la residencia de un notario retirado de los
negocios.
Una criada nos hizo entrar a
una especie de pequeño salón campesino y la miserable apareció.
Tendría unos cuarenta años. Era
una mujer alta, de rasgos duros, pero bien hecha, vigorosa y sana, el auténtico
tipo de campesina robusta, medio bruta y medio mujer.
Sabía de la reprobación general
y parecía recibir a la gente con una humildad llena de odio.
—¿Qué desean los señores?
—preguntó.
—Me han dicho que su último
hijo estaba hecho como todo el mundo —respondió mi amigo—, pero que no se
parecía en absoluto a sus hermanos. He querido cerciorarme de ello. ¿Es verdad?
Nos echó una mirada ladina y
furiosa y contestó:
—¡Oh, no! ¡Oh, no, señor! Es
casi más feo que los otros. Mi mala suerte, mi mala suerte. Todos así, señor,
todos así, qué desgracia tan grande, ¿cómo puede nuestro Señor tratar así a una
pobre mujer como yo, sola en el mundo? ¿Cómo puede ser?
Hablaba deprisa, los ojos
bajos, con aire hipócrita, igual que una fiera que tiene miedo. Endulzaba el
tono áspero de su voz y uno se extrañaba de que aquellas palabras lacrimosas e
hiladas en falsete salieran de ese gran cuerpo huesudo, demasiado fuerte, con
ángulos bastos, que parecía estar hecho para los gestos vehementes y para
aullar del mismo modo que los lobos.
—Quisiéramos ver a su pequeño
—pidió mi amigo.
Me pareció que se sonrojaba.
¿Quizá me equivoqué? Tras unos instantes de silencio, dijo en voz más alta:
—¿De qué les serviría?
Y había vuelto a enderezar la
cabeza, mirándonos de hito en hito con ojeadas bruscas y con fuego en la
mirada.
—¿Por qué no nos lo quiere
enseñar? —insistió mi compañero—. A otra gente sí que se lo enseña. ¡Sabe de
quién hablo!
La mujer se sobresaltó y,
liberando su voz, dando rienda suelta a su ira, gritó:
—Diga, ¿pa' eso han venido?
¿Pa' insultarme, eh? ¿Porque mis hijos son como animales, verdá? No lo van a
ver, no, no, no lo van a ver; váyanse, váyanse. ¿Por qué les dará a todos por
torturarme así?
Venía hacia nosotros, con las
manos en las caderas. Al sonido brutal de su voz, una especie de gemido o más
bien de maullido, un lamentable grito de idiota salió del cuarto vecino. Me
hizo estremecerme hasta los tuétanos. Retrocedimos ante ella.
—Tenga cuidado, Diabla —en el
pueblo la llamaban la Diabla—, tenga cuidado, tarde o temprano le traerá mala
suerte.
Se echó a temblar de furor,
agitando sus puños, desquiciada, gritando:
—¡Váyanse! ¿Qué me traerá mala
suerte? ¡Váyanse! ¡Canallas!
Se nos iba a lanzar encima. Nos
escapamos, con el corazón en la boca.
Cuando estuvimos fuera de la
casa, mi amigo preguntó:
—¡Pues bien! ¿La has visto?
¿Qué te parece?
—Cuéntame ya mismo la historia
de esa bruta —pedí.
Y he aquí lo que me contó
mientras volvíamos con pasos lentos por la blanca carretera general, orlada de
cosechas ya maduras, que un viento ligero, a ráfagas, hacía ondular como a un
mar tranquilo.
Hace tiempo, esa chica servía
en una granja; era trabajadora, formal y ahorradora. No se le conocían
enamorados, no se sospechaba que tuviera debilidades.
Cometió una falta, como lo
hacen todas, una tarde de cosecha, en medio de las gavillas segadas, bajo un
cielo de tormenta, cuando el aire inmóvil y pesado parece estar lleno de un
calor de horno y empapa de sudor los cuerpos morenos de los muchachos y de las
muchachas.
Pronto se dio cuenta de que
estaba embarazada y la atormentaron la vergüenza y el miedo. Para esconder su
desgracia a toda costa se apretaba con violencia el vientre con un sistema que
había inventado, un corsé de fuerza, hecho con tablillas y cuerdas. Cuanto más
se le hinchaba el vientre por la presión del niño que iba creciendo, más
apretaba el instrumento de tortura: un verdadero martirio. Pero se mantenía
valiente ante el dolor, siempre sonriente y ágil, sin dejar que se viera ni se
sospechara nada.
Desgració en sus entrañas al
pequeño ser oprimido por la horrible máquina; lo comprimió, lo deformó, hizo de
él un monstruo. Su cabeza apretada se alargó, se desprendió en forma de punta
con dos gruesos ojos saltones que salían de la frente. Los miembros oprimidos
contra el cuerpo crecieron, retorcidos como la madera de las vides, se
alargaron desmesuradamente, acabados en dedos semejantes a las patas de las
arañas. El torso se quedó muy pequeño y redondo como una nuez.
Dio a luz en pleno campo una
mañana de primavera.
Cuando las escardadoras, que
acudieron en su ayuda, vieron lo que le salía del cuerpo, se escaparon
gritando. Y corrió el rumor en la región de que había parido un demonio. Desde
entonces la llaman "la Diabla".
La echaron del trabajo. Vivió
de la caridad y quizás de amor en la sombra, ya que era buena moza, y no todos
los hombres temen el infierno.
Crió a su monstruo, a quien por
cierto aborrecía, con un odio salvaje, y a quien quizás habría estrangulado si
el cura, previendo el crimen, no la hubiera asustado con la amenaza de la
justicia.
Ahora bien, un día, unos
exhibidores de fenómenos que estaban de paso oyeron hablar del espantoso
engendro y pidieron verlo para llevárselo si les gustaba. Les gustó y pagaron a
la madre quinientos francos contantes y sonantes. Ella, primero vergonzosa se
negaba a dejar ver a esa especie de animal; pero cuando descubrió que valía
dinero, que excitaba el deseo de esa gente, se puso a regatear, a discutir cada
céntimo, azuzándoles con las deformidades de su hijo, alzando sus precios con
una tenacidad de campesino.
Para que no la robaran, les
hizo firmar un papel. Y se comprometieron a abonarle además cuatrocientos
francos por año, como si tomaran ese bicho a su servicio.
Aquella ganancia inesperada
enloqueció a la madre y ya no la abandonó el deseo de dar a luz a otro
fenómeno, para disfrutar de rentas como una burguesa.
Como era muy fértil, consiguió
lo que se proponía, y se volvió hábil, parece ser, en variar las formas de sus
monstruos según las presiones que les hacía padecer durante el tiempo del
embarazo.
Tuvo engendros largos y cortos,
algunos parecidos a cangrejos, otros semejantes a lagartos. Varios murieron, y
se sintió afligida.
La justicia intentó intervenir,
pero no se pudo probar nada. Se la dejó pues fabricar sus fenómenos en paz.
En este momento tiene once
engendros bien vivos, que le proporcionan, año tras año, de cinco a seis mil
francos. Sólo uno no está colocado todavía, el que no ha querido enseñarnos.
Pero no se lo quedará mucho tiempo, porque hoy en día todos los feriantes del
mundo la conocen y vienen de vez en cuando a ver si tiene algo nuevo.
Incluso organiza subastas entre
ellos cuando el sujeto lo merece.
Mi amigo calló. Una repugnancia
profunda me levantaba el corazón, así como una ira tumultuosa, un
arrepentimiento de no haber estrangulado a aquella bruta cuando la tenía al
alcance de la mano.
—¿Pero quién es el padre?
—pregunté.
—No se sabe —contestó—. Tiene o
tienen cierto pudor. Se esconde o se esconden. A lo mejor comparten los
beneficios.
Ya no pensaba en esa lejana
aventura hasta que vi, hace unos días, en una playa de moda, a una mujer
elegante, encantadora, coqueta, amada, rodeada por hombres que la respetan.
Iba por la playa arenosa con un
amigo, el médico de la estación. Diez minutos más tarde, vi a una criada que
cuidaba a tres niños envueltos en la arena.
Unas pequeñas muletas que
yacían en el suelo me conmovieron. Noté entonces que los tres pequeños seres
eran deformes, jorobados y corvos, horrorosos.
—Son los productos de la
encantadora mujer con la que acabamos de cruzarnos —me dijo el doctor.
Una lástima profunda por ella y
por ellos se apoderó de mi alma.
—¡Oh, pobre madre! —exclamé—.
¡Cómo puede seguir riéndose!
—No la compadezcas, querido
amigo —respondió el doctor—. Son los pobres pequeños a quienes hay que
compadecer. Ésos son los resultados de las cinturas que permanecieron finas
hasta el último día. Estos monstruos se fabrican con el corsé. Ella sabe
perfectamente que se juega la vida. ¡Qué más le da, con tal de ser bella y
amada!
Y recordé a la otra, la
campesina, la Diabla, que vendía sus fenómenos.
12 de junio de 1883.
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