LOS PLACERES DEL MIEDO
La terrible biblioteca
17 de agosto de 2002
El miedo es una gran metáfora de la mejor literatura: su atractivo reside más en la espera de la resolución que en la resolución misma. Además, el terror y el horror son sentimientos opuestos. El primero agudiza nuestras facultades. El segundo las apaga. Lovecraft, Horacio Quiroga, Henry James o Maupassant son algunos de los grandes maestros del escalofrío.
Una noche de verano, en una casa alquilada en las afueras de Buenos Aires, descubrí por primera vez (de manera cabal, clara, íntima) los placeres del terror. Tenía trece o catorce años; una prima lectora había traído a la casa una maleta llena de libros de todo tipo, desde las obras desgraciadamente completas de Alejandro Casona hasta varios volúmenes de la colección policiaca El Séptimo Círculo dirigida por Borges y Bioy. Esa noche me tocó en suerte una novela de Patrick Quentin, Enigma para tontos, que narra las intrincadas peripecias de un hombre inteligente internado en un asilo psiquiátrico. De pronto, hacia la mitad del libro, el protagonista abre una puerta y ve, sobre una mesa, el anudado bulto de algo que fue un ser humano. Aterrado, deslumbrado, feliz, seguí leyendo toda la noche hasta el lógico final que ahora no recuerdo. La imagen de aquella forma espantosa y el largo escalofrío que me produjo, no los he olvidado nunca.
El terror, al contrario del horror, me ha parecido siempre una cualidad esencial en la literatura que me importa. En 1794, Ann Radcliffe, autora de los no muy misteriosos Los misterios de Udolfo, declaró que terror y horror son sentimientos de carácter opuesto, ya que el primero alienta el espíritu y agudiza nuestras facultades, mientras que el segundo las contrae, las congela, las apaga. Un siglo y medio más tarde, la encarnación más memorable del terror que Hollywood nos ha dado, el inmortal Boris Karloff, declaró: 'La palabra 'horror' implica desagrado y rechazo. Prefiero la palabra 'terror'. En el cine, el terror de Hitchcock me ilumina los infiernos mientras que el horror de David Cronenberg me resulta meramente inmundo.
El terror de aquella primera noche iluminó para mí desde la página sentimientos que no había entendido hasta entonces. Descubrí que historias aterradoras me habían acompañado desde mis primeros libros, y que, sin darme cuenta, eran mis favoritos: aquel cuento de Grimm, 'El novio bandido', donde la princesa ve, escondida tras un barril, cómo su prometido y sus compinches traen a su guarida a una muchacha a la que hacen beber tres vasos de vino, rojo, amarillo y azul, para luego cortarle un dedo que cae en la falda de la oculta princesa; un relato (cuyo título he olvidado) de Margaret Wise Brown en el cual un niño ofende a los reinos vegetal, animal y mineral, y a lo largo de tres noches es abandonado por todo elemento perteneciente a cada uno de estos reinos, hasta quedar desnudo y a oscuras, en medio de un imposible vacío cósmico; el episodio del valiente nieto que salva a su abuela ('la madre de su madre') del ataque de un rufián y muere acuchillado, en las pavorosas páginas de Cuore, de Edmundo d'Amicis.
Más tarde, alentado por las series que el gran Narciso Ibáñez Menta dirigió e interpretó para la televisión argentina -entre otras, '¿Es usted el asesino?' y 'El fantasma de la ópera'- entendí que el agrado del terror residía sobre todo en la espera de la resolución, no en la resolución misma. Los pasos del asesino y su mortal paraguas taconeando por las aceras de París perduran en mi memoria mientras que ya no recuerdo ni su nombre ni su motivo; la cara enmascarada del fantasma me produjo pesadillas más agradables y duraderas que la atroz revelación final. Ese demorado placer me lo ofrecieron libros cuya hermandad no hubiese sospechado, de no ser por el común terror que me produjeron. Los mitos de Cthulhu, seleccionados entre los relatos de Lovecraft y sus discípulos por Rafael Llopis, que leí sin creer del todo que fueran ficción y sin saber jamás cómo eran esas formas 'imposibles de describir'; Bestiario, de Cortázar, y el inexplicable acoso de 'Casa tomada'; El Proceso, de Kafka, que me recordó esa otra pesadilla en la que la lógica no concuerda con la razón, Alicia en el País de las Maravillas; El accidente, de Dürrenmatt, donde el terror surge de un banal juego de sociedad; La mujer de las dunas, de Kobo Abe, versión aún más aterradora y trágica de la condición humana que los Días felices de Beckett.
Hoy mi biblioteca de terror es vasta y deliciosamente oscura. Por supuesto, están los clásicos -el insuperable Frankenstein, de Mary Shelley; 'La pata del mono', de W. W. Jacobs; 'La gallina degollada' y 'El almohadón de plumas', de Horacio Quiroga; El doctor Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson; La Isla del doctor Moreau, de Wells; Otra vuelta de tuerca, de Henry James- excluyendo (para mí) las varias versiones de 'El Horla', de Maupassant, y mamarrachos como 'La pata de la momia', de Gautier. Pero nombres menos conocidos de la misma imaginación aterradora los acompañan. Entre ellos, dos novelas canadienses: Cielo frío, de Brian Moore, con sus inexplicables milagros, y Heloise, de Anne Hébert, nueva interpretación del antiguo mito de vampiros. Picnic en Hanging Rock, de la australiana Joan Lindsay, es un perfecto ejemplo de puro terror inocente de toda explicación. Acto oscuro, de Francis King, y Hawksmoor, de Meter Ackroyd (ambos ingleses), retoman y refinan las tradiciones de la novela gótica; El hombre verde, de Kingsley Amis, y Memento Mori, de Muriel Spark (el primero inglés, la segunda escocesa), vuelven al más antiguo de los géneros de terror literario, los cuentos de fantasmas.
No incluyo en esta lista obras cuyo propósito es testimonial: nuestra historia es, lo sabemos, una larga pesadilla en la que prima menos el terror que el horror, el asco, el espanto. El testimonio que un escritor puede dar de nuestras atrocidades (desde las cartas de Bartolomé de las Casas hasta las obras de Primo Levi) forma parte de nuestro vergonzoso memorial y no pertenece, por supuesto, a la biblioteca de inocentes placeres en la que acechan las pesadillas literarias: el monstruo hecho de remedos humanos, el peregrino infelizmente inmortal, el doctor victoriano que es también un demonio.
Toda antología, selección, catálogo, traiciona su propósito. Sé que no he mencionado muchas otras obras de terror cuya escalofriante amistad me brindaron alguna vez largas noches de placer y cuyos títulos, como las formas de sus imaginadas atrocidades, se han esfumado en mi memoria. Me basta con que su contenido aliento me haya hecho entender algo más acerca de mis propios misterios y secretos. Que sus aterradoras sombras me perdonen.
BIBLIOGRAFÍA
Enigmas para diablos. Patrick Quentin. Destino. Los misterios de Udolfo. Ann Ward Radcliffe. Valdemar. Los mitos de Cthulhu. H. P. Lovecraft. Alianza. Más allá de los eones. H. P. Lovecraft. Edaf. La mujer de la arena. Kôbô Abe. Siruela. Días felices. Samuel Beckett. Cátedra El Horla. Guy de Maupa-ssant. Cátedra/De Bolsillo/Alianza. Cuentos. Horacio Quiroga. Alianza/Valdemar. Otra vuelta de tuerca. Henry James. Siruela. Frankenstein. Mary Shelley. Punto de lectura/ Siruela/Alianza/ Valdemar.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de agosto de 2002
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