lunes, 25 de junio de 2012

Malcolm Otero Barral / Lisbeth Salander y Lorena Bobbit


Stieg Larsson

Lisbeth Salander y Lorena Bobbit



Mario Vargas Llosa festejó la manera en que Millennium, la saga de Stieg Larsson, recupera la figura del justiciero. Millones de lectores le dieron el visto bueno y, en España, un reconocimiento por luchar “contra la violencia de género”. ¿Puede una joven antisocial que acuchilló a su padre y actúa por venganza ser la heroína de este tiempo?

POR MALCOLM OTERO BARRAL


La saga Millennium, escrita por Stieg Larsson ha sido uno de los éxitos más incontestables en todo el mundo y en casi todas las lenguas. Pero, además de cautivar al público y a la crítica, la trilogía cosechó numerosos elogios extraliterarios que atañían a lo moral. El Consejo de Poder Judicial español le concedió póstumamente el premio “a la labor más destacada contra la violencia de género”.
Mario Vargas Llosa que confesó caer seducido por las 2.100 páginas que suman los tres volúmenes, le puso serios reparos al estilo y a la estructura narrativa pero encontró que recuperaba una figura fundamental: la del justiciero. Amadís de Gaula, don Quijote o Tirante el Blanco podrían ser algunos modelos previos.
¿Pero son los valores de estas novelas de intriga realmente loables? Vamos por partes. La protagonista, Lisbeth Salander es una joven antisocial. Su padre maltrataba brutamente a su madre. En consecuencia, a los doce años ella lo acuchilló y a los trece intentó asesinarlo con gasolina y fuego. Ya a los veintitantos, Nils Bjurman, EL tutor que administra su dinero y que abusa de ella con frecuencia, la viola brutalmente. Ella prepara su venganza y lo ultraja del mismo modo. Además lo graba en video como protección. En palabras de Larsson en boca de uno de sus personajes: “nunca te metas con Lisbeth Salander. Su filosofía es que si alguien la amenaza con una pistola, entonces, ella va y se hace con una pistola más grande”.
No veo claro que ninguno de los libros transmita modelos de conducta aceptables. Tiene razón Vargas Llosa en que el justiciero es la figura más cercana a Salander. ¿Pero de veras preferimos los justicieros a la justicia? A los que crecimos sufriendo el cine de los ochenta, nos resulta muy familiar ese paradigma de justicia vengativa. Era un género en sí mismo: un hombre duro (solía ser un policía, un detective o un soldado de élite) se convertía en un forajido para vengar la muerte de un hijo, una esposa o un amigo. En una ola de destrucción aniquilaba a una banda de malhechores hasta acabar con su líder en una espectacular escena final.
Hace años conocí en Johannesburgo a un sudafricano blanco y fornido que me contó que, ante la incapacidad de las autoridades de garantizar la seguridad de su barrio, los vecinos más aguerridos se habían organizado en escuadrones nocturnos que vigilaban y castigaban a los ladrones y delincuentes que se adentraban en su zona protegida. Recuerdo nítidamente el escalofrío que me produjo tanto su relato como él mismo y cómo me escabullí de la conversación con un sentimiento entre el miedo y la repugnancia. El protagonista de estas películas de dudosa calidad, el fornido sudafricano y Lisbeth Salander son en esencia la misma cosa y, discrepando de Vargas Llosa, muy disímil a la ensoñación romántica y caballeresca del héroe de Martorell o de Cervantes.
Por si este patrón de comportamiento de la protagonista fuera poco, en la trilogía se dan más casos. En la resolución del caso del primer libro, Harriet Vanger, por ejemplo, mata a su padre borracho ahogándolo con un remo tras soportar una violación. 
El lector recordará el caso de Lorena y John Bobbit. Tras el presunto y continuado maltrato de su marido ella lo emasculó con un cuchillo. Lorena, de origen ecuatoriano, despertó simpatías en todo el mundo y decenas de artículos la tildaban, paradójicamente, de heroína. De hecho, ahora preside una asociación contra el maltrato de mujeres llamada Lorena's Red Wagon. El impacto mediático y la indulgencia pública hacia Lorena provocó que cada año se produzcan réplicas en Estados Unidos. Como muestra, en julio pasado Catherine Kieu Becker cercenó y trituró los genitales de su marido.
Es evidente que la ficción no tiene la obligación de albergar un código ético. Es más, muchas de las mejores novelas de la historia de la literatura consiguen que el lector tenga empatía con personajes abyectos o depravados. Pero es que la trilogía Millennium ha sido alabada por premios Nobel, por ensayistas y por instituciones como un epítome de los valores que nuestra sociedad debería promover. Mario Vargas Llosa llega a decir que “esta trilogía nos conforta secretamente haciéndonos pensar que tal vez no todo esté perdido en este mundo imperfecto y mentiroso que nos tocó”. Con sinceridad, creo que las novelas son novelas y no manuales de conducta, pero si de verdad hablamos del mundo en que vivimos, estaremos perdidos al creer que lo heroico es la venganza, y que las esposas humilladas mutilen en lugar de denunciar, las patrullas suplanten a la policía, las Harriet Vanger ajusticien con remos a sus violadores y, por supuesto, que las Lisbeth Salander quemen y vejen a sus agresores.
Me confortaría pensar que en Suecia, España, Sudáfrica o Argentina, uno puede confiar en el sistema de administración de justicia. Si no es así, los héroes serán aquellos que se esfuercen y se jueguen el pellejo para que el sistema funcione. No los justicieros. Ni Lorena Bobbit ni Lisbeth Salander.

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