Roberto Bolaño |
Juan Villoro
El detective salvaje
15 de julio de 2003
Conocí a Roberto Bolaño en 1975, cuando él vivía en México. Nos encontramos en los jardines de la universidad, durante una premiación de la revista Punto de Partida. Roberto se acercó a Poli Délano y habló con entusiasmo de literatura rusa y la nueva narrativa chilena. Alguien lo felicitó por su tercer lugar en poesía y comentó que, en todo caso, ameritaba una amonestación. Ya había perfeccionado su irónica sonrisa en diagonal, llevaba espejuelos de lector insomne y confiaba sus cabellos a los trabajos del viento.
A los 22 años, Roberto formaba parte de la vanguardia infrarrealista, junto a Mario Santiago, Bruno Montané y otros poetas que tomaron por asalto el palacio de invierno de la cultura mexicana y que, años después, aparecerían transfigurados como "visceralrealistas" en la novela Los detectives salvajes, situada en un México fantasmagórico que el autor recorre con ayuda de una brújula metafísica. Roberto dejó México y cada tanto llegaban rumores que lo convertían en una figura de leyenda. Había tenido los oficios más dispares, conocía París hasta las alcantarillas, se había mudado a Barcelona, cambiaba la poesía por la prosa, ganaba numerosos premios modestos. En 1984, publicó una novela escrita con Antoni García Porta, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. Luego vinieron La pista de hielo y La senda de los
elefantes, pero no fue sino hasta 1996 que llamó la atención de la crítica con La literatura nazi en América, inventivo diccionario de autores infames. A partir del último de ellos, un piloto que escribe poemas en el cielo con la cauda de su avión, concibió Estrella distante, pieza maestra sobre la perturbadora colindancia entre el ultraje y la sofisticación estética. Seguirían, en vertiginosa sucesión, los cuentos de Llamadas telefónicas, Los detectives salvajes, que le valió el Premio Herralde y el Premio Rómulo Gallegos, las novelas breves Amuleto y Nocturno de Chile (renovada indagación de la desconcertante convivencia entre el lirismo y la tortura) y los relatos de Putas
asesinas, entre otros libros. En la valoración de esta galaxia fue decisivo el ojo de la crítica. Acerca de Los detectives salvajes, Ignacio Echevarría comentó que era "el tipo de novela que Borges hubiera aceptado escribir". La frase, que se repite en todos los idiomas a los que se traduce la obra de Bolaño, alude a la novela concebida desde el relato como una entrelazada obra coral.
Cada texto de Bolaño sugiere una experiencia vivida hasta la saciedad; los detalles son exactos y el lector sabe que si se acerca demasiado a esa ventana se cortará con los vidrios rotos.
En una conversación pública con Echevarría, Roberto subrayó su aprecio por la valentía. Alguien le preguntó si podía probar la suya y contestó con una evasiva; no quiso ufanarse de la forma en que sobrellevaba una enfermedad atroz. Con estoicismo, muchas veces con humor negro, se refería a su salud precaria y a su carrera contra el tiempo para concluir el libro de cuentos El gaucho insufrible y una novela aún más titánica que Los detectives salvajes. No sabíamos hasta qué punto escribía bajo la sombra de la muerte, con el callado heroísmo del valiente, y el apoyo a ultranza de su esposa Carolina. Conversador mesmérico, participaba en las tertulias con centralidad y podía revelar minucias inauditas sobre la poesía medieval, los asesinos seriales, los trovadores alemanes o los ideólogos de la falange.
Polemista natural, convertía el afecto en discusión y explotaba con ingenio las posibilidades de la arbitrariedad y el disparate.
Sus llamadas telefónicas podían durar dos horas y tratar de actrices de su juventud en México (Jacqueline Andere, Irán Eory), las proezas de sus hijos o un sueño en el que Carlos Fuentes contaba chistes divertidos. No hablaba por un asunto definido: hablaba por la pasión de hablar, como sus mejores personajes.
Roberto Bolaño nunca pareció necesitar guía ni orientación. Un pionero que despreciaba los mapas. Deja una obra que es un torrente de vida. Otro grande de Chile, Vicente Huidobro, anunció que si alguien levantara su lápida vería el mar. La muerte no conoce el triunfo ante el poeta. Al fondo de esa tumba se ve el mar.
Juan Villoro, escritor mexicano, es autor de Efectos personales o La casa pierde, entre otros libros.
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