Mario Vargas Llosa Guadalajara, 27 de noviembre de 2016 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Lo vi esta mañana en el hotel Hilton,
donde se alojan las luminarias de la Feria del Libro de Guadalajara y otras que
no lo son tanto pero que se las
ingenian. Lo vi caminar hacia el baño, rodeado de guardaespaldas, y pensé que
no se le notan los ochenta años. Se mueve con rapidez, muy erguido, sin
vacilaciones, como una persona en constante peligro. O tal vez esta sensación provenga de sus
guardaespaldas. Vargas Llosa no mira a nadie, no mira a los lados: se sabe
mirado.
Ochenta años y sigue en la
pelea. De hecho, su estado físico es envidiable, y hasta en su manera de vivir nos
da una lección a todos. La vida es posible después de los ochenta.
A estas alturas del partido, el
escritor peruano se divorcia de su segunda mujer y se ennovia con la reina de
las revistas de vanidades, La Preysler, la misma que el siglo pasado le dio
tres bellos hijos a Julio Iglesias, como diciéndonos que nadie se muere la
víspera y que hay que beber la vida hasta el último sorbo.
Fue una aparición. Me quedé inmóvil,
siguiéndolo con la mirada, y extrañé que no tuviese la cámara a la mano.
Desapareció. Supongo que en el baño, en el estrecho cubículo, no requirió el
auxilio de ninguna de las cinco guaruras: está mejor que muchos cincuentones y algunos cuarentones que conozco.
Lo volví a ver en la tarde, en
la celebración de los 40 años de El País, el periódico más importante en
español de estos tiempos.
Buscaba a la editora de
Castillo cuando lo vi en una pantalla de la Fil. Me detuve a escucharlo y me
acordé de otro momento de mi vida, en Cartagena. El famoso Hay Festival de
Cartagena de Indias, que también podría llamarse “Light Festival”. No sé de qué
acto se trataba pero García Márquez estaba ahí, en el teatro Heredia, no como
conferencista o entrevistado sino como espectador, y yo, afuera, sin boleta,
siguiendo el espectáculo en la pantalla. No mostraron a Gabo, pero lo
mencionaron. Fue lo más cerca que estuve del maestro.
“No te afanes por conocer a
alguien de quien nunca vas a ser amigo”, me dijo el escritor colombiano Ramón
Illán Bacca, quien escribió un lúcido texto sobre las veces que no conoció a
García Márquez.
Reconocí que era una tontería
seguir frente a la pantalla cuando podía oír al Premio Nobel en carne y hueso y
me dirigí al salón Juan Rulfo. Estaba lleno pero no repleto, y no hubo
problemas para ingresar. Me obsequiaron un grueso volumen de textos de El País.
Y ahí estaba el hombre, entre Juan Luis Cebrián y Antonio Caño. Muy serio, casi
huraño. Vargas Llosa contesta con precisión de enciclopedia. Así es Vargas
Llosa, tiene respuesta para todo. Esta tarde es una más en la historia de un
viejo y consagrado torero con todas sus
facultades intactas. Dijo, por ejemplo:
“Es muy difícil guiarse de las redes sociales para saber lo que ocurre”. Y
precisó que pueden ser fuente de trivialización. “Desconfío de un mundo que se comunica a
través de las pantallas”, dijo. Recordó una cita, un cartelito que vio en algún
periódico: “Los adjetivos se han hecho para no usarlos”. El timbre de la voz sigue intacto y la dicción perfecta, la lucidez y la armazón de la frase están ahí, la elegancia y el porte también.
Juan Luis Cebrián afirmó, por
su parte: “Los periodistas son contadores de historias”. Y soltó la frase más
aplaudida del encuentro: “Estamos en un momento muy confuso que hace que un
payaso delirante pueda ser presidente de los Estados Unidos”
Hace pocos años, una memorable
tarde de noviembre estuvieron en esta misma sala Álvaro Mutis y Gabriel García
Márquez, y no los vi. Un compromiso con Fondo de Cultura Económica me amarró a tan solo unos metros, y entonces llegué como
la policía, cuando ya había pasado todo. No he dejado de lamentarlo
Hice unas fotos de lejos, y cada
vez que desocupaban una silla me acercaba más, esperando el último momento,
cuando Vargas Llosa se pondría de pie y se quitaría el micrófono inalámbrico.
Toda la charla fue muy precisa,
muy profesional, con cifras exactas y frases contundentes. Acabó y reaparecieron
los guardaespaldas. Ni el Nobel se bajó de la tarima ni permitieron que el
público subiera. A mi lado, una muchacha alcanzó a trepar su pierna y un
guardespaldas se la devolvió.
Vargas Llosa no sonrió una sola
vez. Las muchachas alargaron sus libros
y el Nobel concedió algunas firmas. Aproveché el instante para tomarle unas
fotos. Por uno o dos minutos me mantuve como a un metro de distancia. El Nobel
se fue por la puerta de los invitados con sus cinco guardaespaldas y eso fue
todo.
¿Será necesario tal despliegue de
guardaespaldas? La Fil en este momento se encuentra más vigilada que un banco y hay
rigurosas requisas para ingresar. ¿Vive amenazado el escritor? Cuando llamé a
mi amiga Elia Crotte para contarle mis impresiones, resumió la situación con
una sola palabra: “Payaso”.
El director de El País, en
cambio, se quedó hablando con la gente, posando para las selfies y firmando el
grueso ejemplar de obsequio. Algunos nos
consolamos con su firma.
Guadalajara, México
27 de noviembre de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario