miércoles, 28 de diciembre de 2016

León Valencia / Nadie se declara santista





Nadie se declara santista

"Sin carisma y sin talante reformista ha podido sortear la paz acudiendo a sus enormes habilidades estratégicas. Pero esas limitaciones han pesado bastante en las negociaciones y pesarán bastante en el posconflicto."

"Santos no fue capaz de salir a decir desde un principio que habría impunidad, que un proceso de paz era imposible si no se le hacían concesiones judiciales a una guerrilla activa y poderosa; tampoco tomó la iniciativa desde el primer día para señalar que el propósito del acuerdo sería llevar a las Farc a la política con prerrogativas especiales y garantías. Le temía a las reacciones de la gente, no confiaba en la fuerza de su palabra, en la capacidad para convencer al pueblo de que una paz negociada implicaba verdaderos cambios, medidas extraordinarias."

 León Valencia. Foto: Guillermo Torres

El premio nobel de paz, el personaje del año en Colombia, perteneciente al exclusivo club que ha ostentado durante dos periodos la Presidencia del país, el político que ha empezado de verdad a cerrar un conflicto armado de 52 años, el hombre que logró firmar la paz a solo dos meses de perder un plebiscito que le negaba esa opción sin que se produjera un levantamiento o siquiera una asonada o una manifestación, el jefe de gobierno que ha tenido durante dos periodos presidenciales mayorías aplastantes en el Congreso y en todas las instituciones, no tiene o no he visto que tenga tuiteros que en su perfil se declaren santistas, no tiene o no he oído que tenga a algún líder de opinión o dirigente político que abiertamente se diga santista, como muchos, miles, se dicen uribistas y como antes se decían lopistas, turbayistas, incluso belisaristas o pastranistas. 

Ese hecho lo retrata, lo define, lo identifica. No es un caudillo, ni un líder carismático, nadie se siente especialmente inspirado por él, nadie cita una sentencia de su autoría o una frase memorable, nadie se acuerda de un discurso que haya inflamado los corazones, nadie ha llorado con él en una plaza pública ni siquiera cuando él ha soltado una lágrima en algún extraño momento de su oración. No es este ni ha hecho esto. Pero alguna virtud, alguna habilidad enorme debe tener, si ha conseguido tanto, si ha derrotado una y otra vez a un adversario feroz, ese sí carismático, ese sí adorado por miles y miles de seguidores, ese sí inspirador de buenas y muy malas cosas.

Y las tiene, son habilidades estratégicas que le permitieron definir como objetivo la paz negociada cuando muy pocos creían en ella; separar a Uribe, el enemigo número uno de su propósito, de la clase política y obligarlo a construir un nuevo y pequeño partido; llamar a calificar servicios a dos cúpulas y convertir a las Fuerzas Militares y de Policía en soporte fundamental de la paz; neutralizar a sectores empresariales y políticos hostiles; convertir a la izquierda en aliada clave; resolver no menos de diez momentos de crisis del proceso; tejer un inmenso apoyo diplomático que lo llevó hasta el Premio Nobel en un momento crítico de las negociaciones; y saber retroceder, que es la principal virtud de los estrategas, como cuando se perdió el plebiscito y debió dar un paso atrás y empezar a tejer un nuevo acuerdo pocas horas después de la derrota. 

He discutido con algunos de sus aliados esta apreciación y me dicen que exagero al pintar estas capacidades, les digo que la muestra más palmaria de su astucia estratégica es haber ganado las primeras elecciones de la mano de Uribe escondiendo su objetivo de gobierno, y después, en el segundo mandato, conquistar el triunfo de la mano de la izquierda sin ofrecer grandes reformas, solo cambios mínimos, medidas para atender algunas consecuencias de la larga guerra. Es difícil encontrar ejemplos de una persona que gane una Presidencia con la derecha y la otra con la izquierda.

Sin carisma y sin talante reformista ha podido sortear la paz acudiendo a sus enormes habilidades estratégicas. Pero esas limitaciones han pesado bastante en las negociaciones y pesarán bastante en el posconflicto. Santos no fue capaz de salir a decir desde un principio que habría impunidad, que un proceso de paz era imposible si no se le hacían concesiones judiciales a una guerrilla activa y poderosa; tampoco tomó la iniciativa desde el primer día para señalar que el propósito del acuerdo sería llevar a las Farc a la política con prerrogativas especiales y garantías. Le temía a las reacciones de la gente, no confiaba en la fuerza de su palabra, en la capacidad para convencer al pueblo de que una paz negociada implicaba verdaderos cambios, medidas extraordinarias. 

Siempre estuvo a la defensiva, siempre respondiendo a los ataques de Uribe y sus seguidores con evasivas o con afirmaciones poco creíbles, siempre diciendo que no habría impunidad y que no se harían transacciones para que los jefes guerrilleros tuviesen un lugar inmediato en la política. El plebiscito vino a mostrar que en esos puntos Uribe había ganado el debate.

El plebiscito fue el más grave error de Santos en todo el proceso. Precisamente por no comprender las limitaciones de su liderazgo, por no percatarse de la fragilidad de su palabra y del poder de la palabra del otro, del poder de la retórica contra la impunidad, el poder de la histeria contra la participación política de las guerrillas. Pensó que podía dejar tendido en la lona a Uribe, liquidar por fin sus aspiraciones de volver al poder, ocurrió lo contrario, el triunfo del No relanzó al uribismo, lo dejó en la primera fila para las elecciones de 2018. 

Le queda un trecho a Santos y aún puede intentar saltar sobre sus limitaciones y ahondar los cambios. Pero es una deplorable actitud mezquina –aun para sus rivales– no reconocer lo merecido de su galardón de paz y también su reconocimiento como uno de los grandes personajes del mundo en el año 2016.


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